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PATRIA Y HUMANIDAD

Literatura

ENIGMA Y CERTEZA DE LA MULATA CECILIA

ENIGMA Y CERTEZA DE LA MULATA CECILIA

Luis Sexto

En el bicentenario de Cirilo Villaverde

(Tomado de Cubahora)

Sobre la ardiente, vocinglera, mareante mulata Cecilia quizás penda todavía el enigma de haber sido realmente un nombre en algún libro de bautismos y no solo en la imaginación de Cirilo Villaverde, autor de Cecilia Valdés o La loma del Ángel, novela fundacional de la literatura cubana.

Hace más de tres décadas, Reinaldo Peñalver Moral (1927-1999), periodista con nariz de sabueso, publicó en la revista Bohemia uno de los hallazgos reporteriles que le consolidaron el crédito de sagaz barrendero de los sótanos donde se protegen de la luz aspectos, si no esenciales, interesantes del acontecer cubano. De acuerdo con sus indagaciones, cierta tumba en el cementerio de Cristóbal Colón en La Habana pertenece a Cecilia Valdés. ¿Será esta la trágica y cimbreante enamorada de su medio hermano Leonardo?

Esa duda parece seguir desafiando la investigación, pero no fue la única que cercó a la mulata protagonista y clave de una cubanía tatuada en la piel del mestizaje. Cecilia Valdés exhibe las cicatrices de la contradicción. La anuencia y el disgusto compusieron durante varios decenios una especie de “chancleteo” de alcurnia crítica. Y ello es la prueba de su acierto como obra literaria que desde el costumbrismo se acerca, a mi parecer, al realismo crítico. Impresa en 1882 en un taller tipográfico de New York donde se tiraba el periódico en español El Espejo, Cirilo Villaverde, posiblemente remató allí la versión definitiva, porque a partir de 1849 residió habitualmente en los Estados Unidos, sobre todo en Nueva York, salvo esporádicas estancias en Cuba.

Villaverde se exilió después de participar en la conspiración de Trinidad y Cienfuegos en 1848. Luego se desempeñó como secretario del general Narciso López, que por dos veces desembarcó en Cuba con expediciones compuestas por cubanos y norteamericanos. En la última, el caudillo, nacido en Venezuela y propulsor de la anexión de Cuba a los estados esclavistas del sur de la Unión, fue apresado y ejecutado en garrote en 1851. La esposa de Villaverde, Emilia Casanova, cosió la bandera enarbolada por López y que reverenciamos como enseña nacional, tras descontaminarse de su origen anexionista en la guerra independentista de 1868.

Cecilia Valdés o La loma del Ángel pasó la prueba de la crítica, contradictoria y afirmativa la vez. A pesar de la polémica sobre sus insuficiencias de estructura, la reducción psicológica de sus personajes y sus caídas estilísticas, mantuvo a fines del siglo XIX y años siguientes el título de libro capital en la literatura de la colonia, y su autor, Cirilo Villaverde, el mérito de ser el abanderado de la literatura cubana. Ya en nuestros tiempos se discute poco sobre el expediente literario de Cecilia Valdés. Se mencionan, de oficio, los reparos que la limitan, pero nadie tampoco la eximiría hoy de un catálogo de obras primordiales de las letras cubanas.

Quizás todavía algunos estudiosos difieran al ubicarla en las casillas de tendencias o métodos creativos: unos creen que es novela realista; otros, en cambio que es expresión del costumbrismo activo. Pero, en fin, la polémica mantiene vigente la relevancia de Cecilia Valdés. A 130 años de su publicación, y en el bicentenario de su creador, no extraña, pues, que este lienzo de la sociedad colonial en el siglo XIX sea pieza que se estudie en las escuelas y las universidades cubana, y críticos y estudiosos le hayan concedido el número uno en la preeminencia de la literatura anterior al siglo XX, cuando el historiador César Rodríguez Expósito los sometió en 1948 a una encuesta, cuyos resultados publicó La Revista Cubana, editada por de la dirección de Cultura del Ministerio de Educación.

La indagación se dirigía a establecer, en opinión de los principales intelectuales de esos años, los 20 mejores libros de la época colonial y los 20 de los años republicanos. Cecilia Valdés mereció el primer lugar sin pariguales en el siglo XIX. La siguieron La Historia de la esclavitud, de José Antonio Saco, y Poesías, de José María Heredia, que recibieron igual número de votos en el segundo lugar. Colmaron la lista, entre otras, obras de José Martí, Luz y Caballero, Félix Varela, la Avellaneda, Francisco de Arango y Parreño, Felipe Poey, Bachiller y Morales, Álvaro Reinoso, Manuel Sanguily y Manuel de la Cruz. Una encuesta similar respondida hoy, tal vez modifique el orden de algunas obras, o elimine otras e introduzca nuevos títulos Lo que parece indiscutible es que Cecilia Valdés seguirá ocupando un lugar fundacional en la novelística cubana. Aun en los años siguientes a su edición definitiva en New York, ni los más ardientes cuestionadores se negaron a reconocerle el título de la mejor novela cubana hasta ese momento. Y si algún crítico destapaba una llaga, otro, de igual o más valía, le aplicaba la opinión contraria.

Martín Morúa Delgado, por ejemplo, sostenía que los personajes de Cecilia Valdés habían surgidos para andar solos, porque juntos, vistos en plano general, anulaban “el efecto del rico argumento de la obra: la fotografía social del pueblo cubano en la generación de 1812 a 1831”, pero al final advertía que no obstante todo lo dicho negativamente en su análisis, no podía quitarle el puesto entre las mejores novelas cubanas. Enrique José Varona, en cambio, emitía un juicio entusiasta y totalizador: “Cecilia Valdés es la historia social de Cuba”. Líneas antes había escrito que era “evocación maravillosa (...), exteriorización palpitante de la vida íntima de un grupo humano”.

Villaverde había vivido parte de cuanto narró. Nacido el 28 de octubre de 1812 en el ingenio Santiago, próximo a San Diego de Núñez, poblado de la costa norte de la provincia de Pinar del Río, a unos 10 kilómetros de Bahía Honda, se atrevió a reflejar su contemporaneidad en la primera edición de Cecilia Valdés, en 1838 en la revista La Siempreviva. Si Villaverde más tarde no hubiera acometido la reescritura, quizás la novela habría pasado como un intento costumbrista más en la etapa en que la narrativa cubana empezaba a exigir personalidad literaria. Hubiera carecido de trascendencia.

Entre 1838 y 1879, año este último en el que concluyó la obra, Villaverde enriqueció su óptica de escritor con los afanes del revolucionario. Del anexionismo derivó hacia el independentismo. Y ello le propició, en su propósito de ampliar y corregir su novela primordial, un reflejo crítico, vivo de la sociedad contra cuyos estigmas y crueldades él mismo peleaba. Algunos de sus críticos más pugnaces tuvieron razón al reprochar a la novela defectos de estructura, de personajes y de estilo. Villaverde escribió sobre una herencia literaria muy endeble, incluso su formación romántica. Sin embargo, la calidad de la novela salta por encima de las deficiencias personales y de época. Apareció, tal quería Stendhal, como un espejo. El espejo de la Cuba vieja que debía extinguirse para empezar a observar los nuevos perfiles iniciados con la guerra independentista de 1868.

Cecilia Valdés o La loma del Ángel fue, desde la literatura, la legitimación ideológica e histórica de la revolución que ya José Martí predicaba y que irrumpió en 1895, un año después de la muerte de Villaverde en New York. Que en la necrópolis de Colón se halle o no se halle la huesa que le daría identidad, poco añade a la novela. La mulata Cecilia, real o ficticia, se ha fundido con la historia. Y existe. Porque “su testimonio” el autor, según propia confesión de Villaverde, lo escribió “para el futuro”.

TANTO EN TAN POCO

TANTO EN TAN POCO

Luis Sexto

(Tomado de Cubahora)

Los escritores que clasifican su oficio como un litigio entre los hechos o las ideas,  las palabras y la esencia, parecen aspirar a que la  síntesis los defina. Las palabras, cuando sobran o cuando no resumen el alma del contenido, recomiendan desfavorablemente a sus autores.  Pero pocos nos atrevemos a cumplir  esta norma: Que tanto quepa en tan poco, como me aconsejó hace años Cintio Vitier. Cuando conquistas la síntesis, a pesar de la fatiga, el talento atraca en el muelle de la divinidad. Porque el concebir y articular mucho contenido en un breve recipiente es como obra de dioses que generan vida de la vida. Comparando, la miniatura es la más irrebatible confirmación de la sutileza de los dedos si de orfebrería o escultura tratamos;  en la literatura, el reinado de la síntesis lo ejerce el haikú.

Esta estrofa significa en Japón lo que el bonsái en la floresta: un árbol de proporciones enanas. Es decir, concentra un instante, una impresión en tres versos, según la preceptiva japonesa: el primero de cinco sílabas, el segundo de siete y el tercero de cinco. Semeja un epigrama, un refrán por su capacidad de sintetizar y sugerir. Para cualquier poeta esta estrofa es un desafío de ingenio, síntesis y concisión. Nada puede faltar ni sobrar en ninguno de sus versos. Basho, a quien estiman como el más alto poeta de Japón, dijo que el haikú es lo que está sucediendo en este lugar, en este momento. Y  lo ejemplifica: “Un viejo estanque, / Se zambulle una rana: / ruido del agua.” Este también con su firma: “A la intemperie, / Se va infiltrando el viento/ hasta mi alma.” Kiorai construye en este una definición del desarraigo,  la nostalgia,  la desgarradura de la partida: “Es ya mi aldea/ un sueño en un viaje. / Ave de paso”.

Y esta miniatura literaria japonesa, parece extender su influencia entre los poetas de otras lenguas. Richard Wright, norteamericano conocido por ese libro conmovedor titulado Soy negro, llegó a escribir dos mil haikús; fue su pasatiempo en los últimos días de sus 50 años. Y recogió poco más de 800 en su libro Haikú. This Other Wold, que la editorial cubana de Arte y Literatura publicó, en 2007, en una edición bilingüe con título traducido literalmente del original. Haikú: este otro mundo.

Wright tiene razón: el haikú compone otro mundo; el mundo de lo breve, lo condensado, lo esencial. En muchos, el autor de Los hijos del Tío Tom logró captar un matiz sugerente de cuanto subyace en una fugaz visión del paisaje o del movimiento de las estaciones climáticas o del quehacer cotidiano de los seres humanos. En el número 148 de su libro, Wright escribe: “Como la muerte es, / bajo un buitre que ronda, /la aldea en otoño.” En el original dice: “As still as death is, / Under a circling buzzard, / An autumn village.” Y lo que nos parece, en el orden clásico del haikú, que el poeta se convierte en una especie de pintor o grabador, o fotógrafo.  Es, repetimos a Basho, lo que ocurre aquí, ahora. Esta forma poética detiene el tiempo en su fulguración objetiva. Como si el reloj se detuviera para siempre: “Tarde invernal: / Vi un flaco espantapájaros/ engullendo chuletas. Este haikú es también de Wright. Y uno se pregunta: qué ha pretendido con esa pincelada. Quizás el poeta intenta convertir en único un detalle del paisaje, al  grabarlo mediante  el álgebra cromática del poema.

El haikú ha venido a ser la antítesis de los grandes cantos de la literatura occidental, epopeyas clásicas como La Iliada, La Odisea, Jerusalén liberada, El paraíso perdido, La Divina comedia. Y contemporáneamente algunos poemas de Pablo Neruda, por citar a un autor. En obras de tanta extensión, la poesía no parece concentrarse, sino dispersarse en una escala versos. Y en  Japón esta miniatura literaria  posiblemente sea un arte predilecto por la  infinita diversidad de sensaciones que el haikú sugiere. En lo  profundamente concentrado,  lo que solo puede presentirse permite la indagación, la introspección, la felicidad de un hallazgo que puede ser diferente en cada ojo.

Varios poetas cubanos acometen también esta forma grácil y estrecha para enjaular una sensación o una acción en sus líneas básicas. Ediciones Matanzas publicó hace poco La desnudez del Ángel, de José Manuel Espino, nacido en la ciudad de Colón en 1966, y cuya maestría en el haikú lo convierte en una voz lírica muy dúctil. Entre los cientos de este libro elijo leer, por ejemplo: “Mueren las playas/ En los vidriosos ojos/ De sus ahogados”. O esta otra cápsula de un momento único: “Tanta dulzura/ Comiéndose en mis labios/ Como ciruelas”. Para concluir este breve acercamiento a su obra, este otro haikú en el que Espino se empina hacia la sutileza conceptual: “Hombre sin brújula/ Ignoras que comienza/ En ti la patria.” Espino, más que la tradición clásica del tema –la naturaleza y sus estaciones- practica la tendencia de partir ingeniosamente de la impresión sobre cualquier hecho o idea.

Ahora una pregunta inquietante: cómo habremos de leer esta monótona aglomeración de estrofas tan breves y uniformes, como cortos sus versos que parecen relampaguear. Este articulista los lee despaciosamente, uno ahora y el siguiente más tarde, como si fueren una lectura espiritual durante la cual uno ha de detenerse para meditar o asimilar una verdad o una imagen.

El haikú es breve; su lectura larga.

¿Y ESE POEMA? ES TU ALMA

¿Y ESE POEMA? ES TU ALMA

Luis Sexto

Tomado de Cubahora)

Un poema de amor asusta si usted se decide a componerlo. Leerlo es un trance distinto: suave, emotivo, compensador. Escribirlo, en cambio, es como cruzar por los bordes de una tembladera donde puede enfangarse los zapatos el más incauto, o el menos experto. Es un resbalón que obliga al sonrojo en unos, y en otros, tal vez produzca una sonrisa agónica.  Porque no consiste la arquitectura del poema en combinar imágenes, que a veces son joyas oxidadas por su mala ley, sino que se trata de hallar la originalidad y la calidad poéticas entre el tumulto de sensaciones e ideas, comunes al  patrimonio de los enamorados.

El lector con oficio, quizás, no lea con frecuencia versos de amor. Al menos, pregunta primeramente por el autor. Ahora bien, el amor puede estar presente en cualquier poema, sin que tengamos que clasificarlo entre los versos relacionados con el Eros. Según mi parecer, La niña de Guatemala es y no es un poema de amor. Es tan exclusivo, tan único. En esa pieza de Versos sencillos, narra José Martí una tragedia de tanta intensidad que sus estrofas no pueden considerarse como de amor, sino más bien de dolor,  de pérdida, de frustración, de ternura limpiamente zaherida: “Allí en la bóveda helada/ la pusieron en dos bancos; /  besé su mano afilada, / besé sus zapatos blancos. / Callado, al oscurecer, / me llamó el enterrador: / nunca más he vuelto a ver/ a la que murió de amor”.

 En los tiempos de mis dieciocho años, se vendían modestas ediciones de poemarios amorosos. Uno los hallaba en alguna librería o en aceras del centro de La Habana. Hasta en la Terminal de Ómnibus Nacionales, el viajero podía topar con poesías y epistolarios galantes. Los caracterizaba la índole masiva de su composición. Lo mejor podía hallarse todavía en Hilarión Cabrisas, José Sanjurjo, José Ángel Buesa, cuyos versos algunos enamorados musitaban –a veces como propios-   junto a los labios de “muchachas en flor”, como diría Proust,  o los  reproducían en cartas donde eran  incapaces de garabatear una palabra que no los avergonzara. Otros, en cambio, se atrevían a engrescarse con rimas y medidas. Los presuntos poetas pensaban que cualquier cosa escrita sobre el amor y con amor podría quedar bien y provocar el gusto de su dama. No le temían al ridículo… Yo tampoco.

Y he de admitirlo: fui uno de esos imprudentes. Muy joven, había intentado escribir. Aún el pavor me sobrecoge al evaluar la mascarada ritual de mi primer soneto amatorio. O dicho con más exactitud: todavía  la sangre me colorea la cara cuando recuerdo aquellos versos mal medidos de mis 16 o 17 años: “Blanca paloma de rápidos vuelos, / mensajera fiel de querellas y cuitas, / ven, ven, remóntate a los cielos/  conduce veloz mis quejas inauditas. / Llega. Detente. Y de su ventana/ con suaves golpes los cristales toca/ y a la áurea luz de fresca mañana/ cuéntale dulce mi ternura loca…” Y concluía con una de las paradojas, afín a los poetas barrocos. Dile -le encomendaba a la rauda y blanca paloma, cartera de mis quejas: Dile “que en mis noches sin sueño con ella he soñado”. ¡Ella! ¿Quién era ella? No me comprometan, por favor.  Hecha mi confesión y expuesto los huesos de mi experiencia, debo esconder el nombre de la víctima.  Según crecí en edad y algo de cultura, nunca más escribí poemas de amor. Y en mis dos libritos publicados, esas palpitaciones se mezclan, se disimulan entre sentimientos y tropos menos específicos.

 El lector, en cambio,  ha seguido activo. Recientemente leí una Antología de la lírica amorosa de nuestra lengua, y  repasé las distintas épocas: Edad media, edad de oro, borroquismo, romanticismo y modernismo, hasta la contemporaneidad. En unos tiempos predominaron la queja suave y el juego ingenioso, como en Madrigal, del español Gutierre de Cetina: “Ojos claros, serenos, / si de un dulce mirar sois alabados, / ¿por qué si me miráis, miráis airados?  Si cuanto más piadosos/ más bellos parecéis a aquel que os mira, / no me miréis con ira/ porque no parezcáis menos hermosos. / ¡Ay, tormentos rabiosos!/ Ojos claros, serenos, / ya que así me miráis, miradme al menos”. Luego, los poetas acusaron el eurítmico impacto de las formas femeninas, y siguieron con  la paradójica y pesimista  desmesura barroca, y más adelante se destacaron por los extremos románticos, y después, a fines del siglo XIX, invadieron la lírica con la afición modernista a los amores enfermizos, hombres y mujeres llamados a la muerte; qué decía, si no,  el cubano Julián del Casal Ante el retrato de Juana Samary:  “Porque al saber que de tu cuerpo yerto/ oculta ya la tierra tus despojos,/ siento que algo de mí también ha muerto/ y se llenan de lágrimas mis ojos”.  

Debo confesar que me estacioné, hasta nuevo aviso,  en la poesía amatoria del siglo XX. Cuánta intensidad exprime la imagen, cuánta distancia alcanza la palabra poemática de ese pasado tan cercano. El español Miguel Hernández me tira al piso cuando leo Canción del esposo soldado: “He poblado tu vientre de amor y sementera/ he prolongado el eco de sangre a que respondo/ y espero sobre el surco como el arado espera: / he llegado hasta el fondo. Morena de altas torres. Alta luz y ojos altos, / esposa de mi piel, gran trago de mi vida, / tus pechos locos crecen hacia mí dando saltos/ de cierva concebida”…

 Pero mi favorito es aquel poema del peruano César Vallejo: “Amada, esta noche tu te has crucificado/ en los dos maderos curvados de mi beso/ y tu dolor me ha dicho que Jesús ha llorado/ y que hay un viernes santo más dulce que este beso…”  Leería mil veces  los catorce versos de esta pieza. Como  leería igualmente una y otra vez, por todo el espacio intuitivo que le concede al lector, este intensísimo poema de Dulce María Loynaz: “¿Y esa luz? / -Es tu sombra”.  

NO ME GUSTA MI NOMBRE

NO ME GUSTA MI NOMBRE

Luis Sexto

Miguel de Unamuno intentó sistematizar una fórmula complaciente, más bien una paradoja compensadora del sentimiento universal de culpa por la medianía o la frustración, cuando acometió la idea de que el individuo no se salva -al menos para la inmortalidad- por lo que fue, sino por lo que quiso ser. Lo juzgarán por su soterrado y a veces inconsciente empeño de desdoblarse en otro que resultará mejor que la persona vieja. Ante esa propuesta del arisco y agónico vasco uno pregunta si habremos penetrado en los resortes que liberan la invención de un seudónimo. Y acordemos ahora, quizás provisionalmente, que cuando sustituimos nuestro nombre legal con un seudónimo, es porque nos empuja el deseo de oponer el “Yo” que uno desea ser a la primera persona que realmente es.

No lo olvido: dentro del alma humana he de andar a tientas, con el sigilo de un ladrón nocturno que teme, no solo despertar peligrosamente a cuantos duermen, sino afrontar un riesgo estéril al entrar en la habitación equivocada. ¿Dónde está la lámpara de láseres que nos facilite recorrer los pasadizos interiores sin introducir los dedos en algún enchufe que nos electrocute con el ridículo? Freud lo intentó. Y a veces rozó el desacierto con la presunción de convertir a la psique sensitiva y complicada del Hombre en un amasijo de determinismos oníricos o postraumáticos.

¿Qué mueve a una persona a adoptar un seudónimo? Quizás lo que he dicho: el propósito de ser distinto al que se es, de definirse en la otredad para la percepción pública y también la íntima. O también influyen los acertijos artísticos que suponen que un nombre ficticio, sugerido por asesores de propaganda, o aprobado por ellos, porta más gracia, más atractivo, que el que se obtuvo en la declaración paterna ante el encargado del Registro Civil. Gardel por Gardes; Marilyn Monroe por Norma Jean Becker; Moliere por Juan Bautista Poquelin; Fray Candil por Emilio Bobadilla; Almafuerte por Pedro Bonifacio Palacios, Gabriela Mistral por Lucila Godoy. Un seudónimo implica también un misterio. Y ante su arcanidad –término del barroco jesuita Baltasar Gracián- puede sucumbir la curiosidad o la admiración.

Tal vez un irreducible complejo de inferioridad, o un conflicto de timidez insuperable perviven en el lecho movedizo de un seudónimo de escritor, poeta, dramaturgo, actor o actriz, cuyo nuevo nombre lo representa en la nueva vida de la fama. Puede ser solo eso, o posiblemente sea más: ¿el miedo escénico, o las conveniencias sociales o políticas? Veamos un ejemplo en que una valoración muy aguda de los beneficios publicitarios sugiere el cambio de identidad.  Un reconocido pintor cubano  fue uno de esos ejemplos en que el interés de impactar tanto con sus cuadros como con el apelativo, lo asedió con insistencia. Sus amigos, incluso, especializados en las relaciones entre público y artista, le aconsejaban un nuevo bautismo en las aguas de un seudónimo que limpiara el pálido e inexpresivo nombre original de Manolo García. ¿Quién respetaría a un pintor con esa firma? En París regeneró su nombre. Y se lo informó por correo a su compatriota y colega Domingo Ravenet, que lo cuenta en sus apuntes autobiográficos: Ahora me llamo Víctor Manuel.

En Gabriela Mistral no lo veo de ese modo tan práctico. En su poema “La otra”  deja filtrar el interés de renacer de la natal envoltura como otra: “Una en mí maté: yo la amaba (…) yo la maté. Vosotros también matadla.” Los amigos y críticos de Gabriela coinciden en afirmar que el tejido de su psique estaba tramado con los estremecimientos aciclonados del genio. Esa naturaleza no cabía en la identidad común de Lucila Godoy, de modo que la maestra rural asume el nombre irrepetible que la identificará en la sobrevida de la poesía, orbe donde únicamente cabría la superabundancia de su espíritu. Lucila Godoy, la muchachita frustrada, zurcidora de recuerdos, no alcanzaba para tanta gloria. Era tan ancho su corazón que solo podía habitar en el nombre de un ángel acompañado por el viento.

Parece que ciertos seres humanos -al menos en los que el espíritu rige también como una razón contra la mediocridad- viven sometidos a un litigio interno en que la visión externa del interior de sí mismos, no concuerda con la visión desde el interior de lo que está fuera. Es decir, quisiera exiliar al que soy, para empezar a ser el que quiero y el espejo de mi subjetividad no refleja. O el sonido de mi nombre y mis apellidos no concuerda con la eufonía que me gustaría sentir como consonancia entre lo sentido, o creído, dentro y lo que resuena afuera de uno mismo. Hay, pues, más que un asesinato, un suicidio, un suicidio espiritual, de identidad,  cuya sangre no rueda más allá del escueto sacrificio de habituarse a responder al seudónimo ya adoptado como nombre verdadero.

Comprendo, llegado a esta línea, cuánto enredo hemos de desatar para   esclarecer las causas de los seudónimos. Y quizás, como ya dije, tal vez muchas pretensiones de profundidad nos desvíen y soslayemos un origen mucho más humano y elemental, como este: Quiero darme un nombre falso; el propio me cae mal. Con lo cual podríamos explicar, al menos en varios casos, el porqué en la literatura cubana, desde la aparición del primer autor en el siglo XVII, la historia registra cerca de tres mil seudónimos, según el ensayista Elías Entralgo.  Pero  el capricho o el gusto no parecen determinar la adopción de un nombre hipotético en este ejemplo. En el periódico El Mundo, de La Habana, hacia los años de 1960, firmaba una autora con el nombre claramente aparente de Clara del Claro Valle. Sonaba como a fiesta, a jocosa impertinencia de la imaginación. Y yo, joven adicto a la página de opinión de ese diario hasta cuando ese El Mundo se acabó en 1968, me empeñé en descubrir quién se amparaba detrás de nombre tan soleado.

Una mañana en un pie de foto de la página cultural se decía que el escritor José de la Luz León leía un panegírico en memoria de  Alfonso Hernández Catá, el cuentista víctima, en 1940, de un accidente aéreo sobre los aires de Río de Janeiro donde ejercía como embajador de Cuba.  Y en la correspondiente a los artículos aparecía el texto bajo la firma desafiante de Clara del Claro Valle. Bastó asociar los datos. Ahora la curiosidad persiste en otra dirección. Y me pregunto porqué el autor de Amiel o la incapacidad de amar necesitó protegerse bajo un seudónimo para firmar aquellas crónicas ágiles, habitualmente interesantes por el estilo y por cuanto acarreaban en las referencias culturales e históricas. No llegué a conocer a De la Luz León, de quien también leí un ensayo biográfico sobre Benjamín Constant. Perdí tal vez la oportunidad al no insistir con José María Chacón y Calvo, pues ambos se llamaban frecuentemente por teléfono, y yo visitaba cada sábado al autor de Hermanito menor. No obstante, especulemos: ¿Habría pensado que la crónica casi diaria en El Mundo lastimaba su crédito de autor rotundo, consagrado a las honduras ensayísticas, o su historia de diplomático renombrado en la primera Liga de las Naciones, o le pareció que, figura de una época recién clausurada por la Revolución, su nombre no debía aparecer en un periódico revolucionario, aunque el periódico que dirigía Gómez- Wangüermert estaba sabiamente concebido, según parecía demostrarlo en cada edición, para conceder espacios a temas y firmas menos comprometidos con la política dominante en Cuba?  Si responder valiera el esfuerzo, si en verdad algo básico se consiguiera, tendríamos que inmiscuirnos en la papelería de José de la Luz León para quizás ensartar una frase, un testimonio, un juicio esclarecedores de móviles tan personales y particularmente sicológicos.

Estamos, pues, al final como al principio: inquietándonos por saber secretos de otros. Miro dentro de mí para hallar un eco de sentires ajenos, y nunca me ha preocupado, en conciencia, renunciar a mi identidad nominal, salvo aquel momento de mis 17 años cuando creí que con mi nombre no llegaría muy lejos en las letras. Resultó exacta la premonición. Ahora bien, lo que me parece evidente es que si me juzgaran, habrán de atenerse los jueces a lo que afirma Unamuno, y emitir el fallo absolutorio teniendo en cuenta el que quise ser y no el que soy con el mismo y modesto nombre. (Publicado en Cubahora)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

LA SOLEDAD DEL FARAÓN

LA SOLEDAD DEL FARAÓN

 

Por Luis Sexto

Carta de amor a Tutankamen es un poema en prosa, más bien página de un diario juvenil,  cuya contención lírica podría significar la definición de Dulce María Loynaz: verbalmente estoica, afiliada a una medida que represa le desbordamiento y le facilita  el discurrir por las profundidades. Esta carta de amor a un  faraón fenecido casi en la adolescencia, brota  durante  un viaje  de la poetisa por Egipto y otros lugares de esas tierras,  cultura tan antigua, que parecen sobrevivir en el misterio.

Formada en un hogar sensible, instruido, sus hermanos Flor, Enrique y Carlos Manuel también tenían en la mirada la claridad neblinosa de la poesía, incluso su  padre, el General Enrique Loynaz del Castillo. Difícilmente, por tanto,  la poetisa, a pesar de sus 26 años y un doctorado en la Universidad de La Habana, podía evitar conmoverse ante el sarcófago múltiple del joven faraón. Y tras regresar al hotel escribió este poema lírico en prosa, página de un diario, que aún reclama la vigencia gracias a la finura de su composición y lo maduro del impulso. El  español Antonio Oliver Belmás, poeta y experto crítico de la obra de Rubén Darío, subrayó en el prólogo del cuadernito, publicado en 1953, que con esta Carta Dulce María hubiera merecido que el joven Tutankamen resucitara.

Qué pasaba por el corazón de la poetisa. ¿Podremos intuir qué grado de intensidad experimentaban sus temblores, sus vacíos para atreverse a rodar las piedras, aventar las arenas de los siglos y dirigirse a un monarca egipcio fallecido a deshora? Dulce María, ya tan sagaz y tan sincera como en su madurez, se percató entonces  que escribía cosas como de loca. Se dirige al joven rey: “Déjame decirte estas locuras que acaso nunca te dijo nadie, déjame decírtelas en esta soledad de mi cuarto de hotel, en esta frialdad de las paredes compartidas con extraños, más frías que las paredes de la tumba que no quisiste compartir con nadie.” Antes le ha dicho: “Por esos ojos tuyos que yo no podría entreabrir con mis besos, daría a quien los quisiera, estos ojos míos ávidos de paisajes, ladrones de tu cielo, amos del sol del mundo.”  Y más adelante: “Pienso que tus cabellos serían lacios como la lluvia que cae de noche… Y pienso que por tus cabellos, por tus palomas y por tus 19 años tan cerca de la muerte, yo hubiera sido lo que ya no seré nunca: un poco de amor”.

Aunque Carta de Amor a Tutankamen se publicó 24 años después de haber sido compuesto, uno reconoce que en lo circunstancial de este texto,  además de los valores formales como la sobriedad y un discurrir sin apenas hacerse notar, ya estaban los valores internos de los poemas con que Dulce María alcanzará  su crédito como una voz recia y delicada a la vez. En este poema se aprecia la soledad, la frustración,  la ternura desasida y la contenida pasión de un Eros que se transforma en maternidad: Así –le dice al faraón dormido- te hubiera recostado yo sobre mi pecho, como un niño enfermo.

Dulce María Loynaz (1902-1997)  escribió varios libros de poemas. Entre otros -y cito los primeros-  Versos, Juegos del agua y Poemas sin nombre.  Este último en prosa. Y es en la prosa poemática, cuando el verso se desprende del maquillaje métrico y de la música exterior de la rima, donde la poetisa logra, a mi modo de ver, su mayor hondura. No me refiero, sea advertido, a su prosa novelística, en la cual ejerce también la poetisa;  sino la prosa en que cuajan las ideas poéticas con calidad y libertad irrepetibles. A mi parecer, pues, su libro superior es Poemas sin nombre. Un libro amor. Un libro filosofía. Un libro desolación. Un libro sueño. Quizá me sea permitido repetir un título de César Vallejo: Poemas humanos, generalmente breves, en que conviven lo erótico, lo bíblico, lo religioso, lo cotidiano, lo lírico.

Esta es una muestra: “Estoy doblada sobre tu recuerdo como la mujer que vi esta tarde lavando en el río. Horas y horas de rodillas, doblada por la cintura  sobre este río negro de tu ausencia.” En otra página escribe: “Hasta en tu modo de olvidar hay algo bello. Creía yo que todo olvido era sombra; pero tu olvido es luz, se siente como una viva luz… ¡Tu olvido es la alborada borrando las estrellas!”

En Poemas sin nombre se esconde el evidente secreto de la estética que ha dado perennidad a la poesía de Dulce María Loynaz. El poema 105 lo revela: “Esta palabra mía sufre de la escriban, de que le ciñan cuerpo y servidumbre. He de luchar con ella siempre, como Jacob con su arcángel; y algunas veces la doblego, pero otras muchas es ella quien me derriba de un alazo”. En doblegar la palabra martirizándola con la afilada conciencia del estilo o negociando con sus probables desvíos y anuencias, en eso, en doblegar la palabra, consiste la faena del poeta en la arena solitaria de la experiencia poética. Y Dulce María logró que su poesía venciera el desafío de todo canto: permanecer. Y Aunque por mucho tiempo la autora se mantuvo exclusivamente en los límites de su casona familiar, su poesía seguía  vigente, viviendo existencia propia y acusando con su ternura o su desgarramiento la personalidad que la creó.

Entre La carta de amor a Tutankamen y Poemas sin nombre, se mece  un sutil hilo de comunicación que sostiene la coherencia de esta mujer signada por la plenitud del vacío*. (Publicado en  el blog La palma de la mano, Cubahora)

 

*En 1987, su patria dulce, de la que nadie pudo llevársela, le otorgó a Dulce María Loynaz el Premio Nacional de Literatura. Y España, la patria que le dio la lengua de su palabra doblegada, le entregó  el Premio Cervantes de 1992, símbolos máximos del recuerdo y la presencia.

NOMBRAR LAS COSAS

NOMBRAR LAS COSAS

Luis Sexto

Presentación del libro Cuando el pueblo jugó a ser papá Dios

Ediciones Unión, la Habana, 2012

Dicho sin ánimo de pontificar, ni siquiera con intenciones de imitar a Luz y Caballero en alguno de sus aforismos, más bien arriesgándome a tropezar con un lugar común, declaro que hay libros que tienen la estatura o el volumen de sus autores. Este que hoy presentamos, cuyo título compone un manual de cómo han de ser los títulos para un libro o un artículo de periódico; este libro, digo,  Cuando el pueblo jugó a ser papá Dios, es un libro gemelo del hombre que lo pensó y lo compuso.  Gemelo, porque ambos miden lo mismo, como las gotas  - dígase de salfumán,  de agua bendita o de otros líquidos menos recomendables-que uno deja caer en un vaso mediante un gotero. Tanto el libro como el escritor son de pequeño formato. Y si uno no lamenta que Argelio no mida seis pies y seis pulgadas, conocida su broncomanía, o sus reacciones quijotescas, sin miedo y sin tacha, uno sí se queja de que este libro no duplicara el tamaño que Argelio Santiesteban le destinó no se sabe si por envidia a que resultara mayor que el autor, o por un exceso de humildad que prefiere no sobrepasarse ni en el papel, aunque se sobrepase en otras funciones no tan santas.

He dicho duplicar el tamaño,  no la esencia del arte de decir en pocas letras -síntesis y concisión coligadas- en cuyo dominio Argelio es señor justificado por sus obras, aunque precisando mis intenciones, no me parece que hubiera sido mejor este libro si fuera más gordo. Lo que ocurre es que, dos o tres veces su presente número de páginas, los lectores  hubieran disfrutado más en  comunión, casi carnal, con un estilo etéreo, ingenioso, irónico, correcto y sabio. Incluso, Argelio conoce tanto del oficio de escribir que hace lo que a veces no suele hacerse: adecuar las palabras al tema en ese recurso estilístico que los especialistas llaman tono. Por ello, este paseo por la toponimia cubana, ese andar por el momento cuando ciertos lugarejos empezaron  a existir porque recibieron nombre, está envuelto en un lenguaje que exhibe los colores de la antigüedad, es decir, no estoy diciendo que estas páginas estén  escritas viejamente, sino que el escritor evoca el pasado dándonoslo con los tintes o con la tinta y la pluma de ganso del pasado.

Parece evidente: algunos de los topónimos cubanos habrá podido surgir hace poco, con el nacimiento de las comunidades más recientes. Pero este archipiélago ya va siendo viejo humanamente y también topónimamente. Y al dejar fijado el nombre de lugares habitados o de espacios naturales, la gente, esa que nos antecedió, les dio verdadera existencia. Es como el papelito que “jabla” lengua. Con el nombre y el apellido reconocido, uno existe, aunque no viva, y vive, aunque no exista. Por nuestras calles andan personas con las inscripciones extraviadas, y para la burocracia no existen, pero viven, viven recondenadas por la desgracia de no estar anotadas en un acta desparecida quién sabe en qué  sombrerito con letrero de burro.  Y  si quieren recordar la fuerza del nombre para afincar la existencia, les cuento que tuve un amigo, maestro más bien, que para vengarse del periodismo que le obligaban a hacer también en su época, firmó sus textos con el seudónimo de Cero, esto es, el que no existe, al menos  en solitario o a la izquierda. En fin, nombrar o renombrar las cosas nos vuelve como dioses. Pero tengamos presente que el ceremil de topónimos que nos acompañan no fueron, por supuesto, solo faena de cristianos españoles y criollos. Los aborígenes también sabían que la realidad necesitaba señales de tránsito. Y como ya sabemos, el nombre de cosas y parajes es lo poco que nos queda y pertenece de aquellas culturas angelicales, concebidas sin pecado original. El pecado original, sea recordado,  vino en las carabelas de Colón, junto, entre otros, con apellidos vascos como gonorrea.

También en esas célebres barcazas, vino el humor, el deseo de reírse de las cosas y de la gente y sus cosas. Y en este libro, Argelio Santiesteban nos da la demostración de la actitud irreverente que se nos pegó en el carácter, tanto como para convertirla en un arma defensiva, como el choteo, y emplear los nombres menos apropiados para algo tan jurídicamente serio como es el bautismo de un poblado. Pues bien, Cuando el pueblo jugó a ser papá Dios nos va inventariando los topónimos y sus relaciones con la vida, la lengua y las costumbres. Todos esos elementos se juntan, a veces sugeridamente, en este librito escrito para ilustrar, para darnos como en una diversión el conocimiento que anule la ignorancia en que a veces engavetamos a nuestro país.

Un libro como este, no lo concibe, ni lo escribe cualquier escritor o periodista. Y que me perdonen los aquí presentes, pues si han asistido a este acto ya se recomiendan como buenos e inteligentes. Pero, entiéndanme, he querido decir que hace falta sentir un entrañado amor por Cuba, un interés de gran tamaño sobre Cuba y su historia, sobre todo la menuda historia  de Cuba, menuda, recalco, porque, como parece ley, es la dimensión  que define la inclinación volumétrica y longitudinal de  Argelio Santiesteban.

Según mi experiencia, toda presentación se caracteriza por la complicidad. La complicidad con el autor y con el tema. Uno escribe y habla bien de cuanto ama. Y no lo niego: amo, en todo su significado viril, a un viril amigo, tan de pequeño formato como yo, y al admitirlo no sé si estoy inaugurando la cofradía de los pigmeos, o el sindicato de los enanos entre nosotros. Me ha gustado este libro. Y me ha hecho recordar que si Argelio Santiesteban se ha metido a topógrafo, en una acepción del oficio –descriptor de lugares-, yo también fui topógrafo graduado antes de ejercer el oficio que, desde hace  40  exactos, me ha regalado  la fortuna de hallar amigos y colegas como Argelio. Leyendo el inventario de topónimos me acordé de mis libretas de tránsito, esto es, de esos cuadernos de bolsillo donde anotábamos las mediciones métricas y angulares y los nombres  de fincas, bateyes  o tramos de ferrocarril.  Pero a pesar de los vínculos afectivos y profesionales por partida doble, y la admiración y el respeto que siento por Argelio Santiesteban,  repito tajantemente, en contra de mis técnicas de expresión,  que este libro de título antológico, Cuando el pueblo jugó a ser papá Dios, podrá ser un volumen de escasas páginas, pero no será un librito, ni un librucho. Soy amigo de Argelio Santiesteban, aunque, como dijo el filósofo, soy más amigo de la verdad. Al menos, de mi verdad.  

 

 

LAS MEMORIAS DE UNA DINOSAURIA

LAS MEMORIAS DE UNA DINOSAURIA

 

Luis Sexto

Los títulos literarios, incluso periodísticos, no son una norma estatuida por una  tradición reciente. Ni un adorno puesto sin rigor, en plenitud de anarquía o descuido. Los títulos  tienen, sobre todo, una función: provocar o convocar a los lectores, sin que, como recomendaba el italiano Umberto Eco, el escritor les ofrezca demasiadas pistas, de modo que el título sea la tentación del misterio, de la sugerencia, la intriga. Y Dinosauria soy, de Graziella Pogolotti, es un título que ha tentado a muchos. La reconocida ensayista, figura habitual en el quehacer de la cultura cubana, ha empleado un término usado entre nosotros con cierta dosis de negatividad. Llamar a alguien dinosaurio es como decirle: eres viejo, atrasado, reticente… El nombre de una especie animal extinta sirve para invalidar a muchas personas, en particular  en nuestros debates.

Graziella Pogolotti, pues, recurre  al término dinosauria para inquietarnos, para pincharnos el interés. Claro, debajo de confesión tan provocativa -Dinosauria soy- una especie de subtítulo nos revela la intención y el contenido de título tan original: Memorias, dice también la portada de este libro. Y uno no pierde tiempo, lo toma del estante, lo paga, por supuesto, y comienza la lectura, la lectura de unas memorias donde la autora confiesa que ha vivido mucho, y por lo tanto esa es la mejor recomendación para Dinosauria soy. Para escribir hay, necesariamente, que haber vivido. Y el lector intuye la provocación del título. Estas, pues,  componen las memorias de una intelectual que ha vivido mucho, con un apellido reconocido en la historia de la cultura cubana, y por lo tanto sus recuerdos deben de estar colmados de cosas que el lector de hoy ignora.                                                                                                                        

Nacida en 1932, en París,  su padre fue un destacado pintor de las vanguardias artísticas de los años iniciales del siglo XX.  Pintor que perdió en fecha muy tempana la vista, y luego, en una admirable lucha contra la adversidad, derivó hacia la literatura. Escribió, entre otros, un libro de memorias también lleno de información y también  escrito con pasión y acierto. Ese libro de Marcelo Pogolotti se titula Del barro y de las voces, y que yo recuerde ha tenido dos o tres ediciones en Cuba.

Su hija, con crédito independiente -es decir, sin necesidad de su apellido-  como ensayista, experta en artes plásticas, en literatura, y con la hondura como  espacio en que sus ideas se sumergen, ha escrito con Dinosauria soy un libro de memorias encantador, aunque el calificativo huela a lugar común. Pero, en efecto, encanta. Porque no es un texto minucioso, que enumera cada fecha y cada detalle. Además de la prosa, envuelta en una clara nubosidad poética, estas memorias se caracterizan por la síntesis. Es decir, la doctora Pogolotti, todavía nuestra contemporánea, que ha vivido acontecimientos que muchos de sus compatriotas y posibles lectores han vivido o conocido por referencia inmediatas, prefiere sintetizar, mencionar sugerentemente  lo sabido, sin cansarnos. Y se explaya en aquello que resulta más distante, menos conocido. Pero enjuicia incluso lo más reciente y así este libro no concluirá con nuestra época. Servirá para mañana. Como sirve para descubrirle a la doctora Pogolotti una prosa narrativa que se sobrepone por encima de sus textos teóricos, obligados más a lo denotativo, a lo conceptual que al tropo, la armonía de la construcción, la pincelada conmovedora.     

He de advertir que las memorias no son la autobiografía del que las cuenta. En la autobiografía, suele estar en primer plano el autobiografiado, pero en las memorias, el que evoca el pasado habla sobre todo de quienes lo rodearon o influyeron en la peripecia vital del que escribe.

Dinosauria soy de Graziella Pogolotti, es, en mi criterio, un libro inolvidable.

 

PROBLEMAS DE ESCRITOR

PROBLEMAS DE ESCRITOR

Luis Sexto

Ciertos  poetas y narradores, o algún periodista, pueden convertir un poema, un cuento, o un artículo, un reportaje, una crónica en la cápsula de la primera página de un libro. Un libro que se empieza a escribir si el cosmos de alguna de sus semillas es lo suficiente denso como para que el libro intente acumularse a base de una ley de gravitación entre la unidad y el conjunto. A esa inclinación hacia la trascendencia  llamamos vocación de escribir “obra durable de sí”, como decían en el XVI los primeros ensayistas españoles.

El libro promete la perdurabilidad. Al presillarse en volumen, parece tener la espalda ancha o dura como para soportar agravios, incendios, migraciones, y la saña de la ignorancia o la indiferencia. Durante algo más de un año he registrado el devenir de uno de mis libritos de poemas en una librería de La Habana. Cada semana he visto, poco a poco, disminuir aquella inicial ringlera de por lo menos más de cien ejemplares muy reducidos  en su paginación como ha de pesar un poemario: sin un kilogramo de más. Resultó una comprobación dolorosa, de ejecución sumaria  de mi vanidad, que en lo más soterrado de mi intimidad no  es sino ansioso persistir en la justificación de mi existencia. Sin embargo, aunque entre un periodo y el siguiente no notara diferencia, permanecía tranquilo. Es un libro, me decía; estará en ese sitio invitando al lector, provocándolo con la hechura de obra humana. Qué poetizará este, se interrogaría un tanto despectivamente un presunto comprador mientras mirara el nombre del autor de los versos. Por ello, el mejor libro es el escrito y publicado.

Ahora bien, yo no sé escribir un libro. Nunca aprendí, si aprender no supone un leer y ponerse en ósmosis con el autor, aceptando o cuestionando sus códigos, sus estrategias en el proceso de relacionar las cuartillas de la primera en adelante. Leer con intenciones de usurpar la  técnica ajena,  lo he practicado desde la adolescencia. Aún repito como propios aquellos versos del poeta colombiano Restrepo cuando refiriéndose al personaje evocado en el poema, logró este hallazgo, irrepetible en letras, aunque sí deseado como fórmula para el acierto de los aprendices: “…Tenía la ancha sonrisa del maíz”.

La estadística es intuitiva, presumible: Hoy se escriben más libros que los que se publican. Por lo que uno conoce, muchos de los que no se publican están justamente relegados: no son libros. Algunos de los publicados, tampoco son libros, y otros mereciéndolo permanecen en la inedia. Pero, quién se mete a juzgar las opiniones o los intereses de editoriales y editores. Ahora bien, me interesa enfatizar en la moda de escribir libros. Al parecer, innumerables personas se creen aptas para inventar una historia y contarla, o contar los episodios de su vida… Unos aciertan, y otros se quedan entre la realidad y el deseo, como se nombra un poemario  de Luis Cernuda.

Advierto, no me voy a meter con los escritores o con los que pretendan serlo. Yo también me he propuesto ser escritor y por tanto he de ser respetuoso con los que aspiran a quedarse en las páginas de un libro. Me interesa, en cambio, exponer algunas ideas de la actitud propia de cuantos se proponen escribir. Estoy convencido que si un libro no remueve y conmueve, para qué se ha de escribir. Y por lo demás, tengo muy grabado en mi vocación literaria que un libro ha de estar lleno de vida, de original percepción del hombre y su circunstancia. Ello es lo principal. Si sobra eso, la vida, la verdad del vivir, quizás la técnica por avanzada que resulte, es un valor finito, es decir, caduco.

Tal vez deba arrepentirme de haber publicado algo sin vida o sin interés. Y mi promesa cada día es convencerme que no escribo para darme gusto, sino para dar gusto a los lectores. Muy cerca de mí lugar de trabajo, conservo un papelito, la copia de un párrafo del escritor soviético, entonces soviético, Yuri Bondarev. Me parece que nunca he leído una definición más exacta e inteligente sobre el libro. Dice Bondarev: “Crear un valor espiritual –un libro- no es quehacer ocioso, ni juego de imaginación antojadiza, ni gracia de burla juguetona. Es una grave tensión diaria, una lenta y apasionada confesión de hombre a hombre, una confesión hasta el último aliento”.

Y a pesar de mi apego a la forma, tengo cerca otro papelito, esta vez del filósofo Hegel, que dice: Es el contenido el que decide, en el arte así como en todas las obras humanas. Pero, no nos obnubilemos ante el monumental filósofo. El concepto decide si sobrevive a la encarnizada dialéctica con la forma. Y ello es lo verdaderamente decisivo cuando uno acepta la tentación de escribir un libro y se echa durante meses una angustia más. O, como sugería el poeta mexicano Jaime Sabines, se enfrenta a una promesa más y termina en el vacío. (Tomado de http://lapalmadelamano.blogcip.cu/)