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PATRIA Y HUMANIDAD

Literatura

EL ARTE DE TEMBLAR

EL ARTE DE TEMBLAR

 

Luis Sexto

La intensidad, el lenguaje en tensión, es el espíritu  legitimador de la poesía. De la poesía, y no del verso, que a veces no contiene aquella impresión casi indefinible. Podrá el verso agradarnos por el oficio con que ha sido compuesto. Por ejemplo,  una controversia campesina suele improvisarse de modo que el ingenio sea el que relumbre. En algún momento podrá chispear, pero todo se resuelve, a veces, en fórmulas que convenzan sólo por su habilidad y agudeza.

 Y  apenas resulta definible la poesía, porque es una sustancia que sólo puede sentirse. Como sabemos, la poesía,  como  concreción material en la palabra, partió de la magia, del conjuro que le sirvió a las culturas primitivas -lo demostró el marxista Thompson en Magia y poesía- como fuerza productiva auxiliar. Al confiar en la influencia de lo mágico, el agricultor en vez de cruzarse de brazos se aplicaba más; su fe lo impelía a trabajar con mayor ahínco.  La poesía, la intensidad del canto, implicaba un desbordamiento de la vida interior. Como  el creyente que al rogar por asistencia  mediante la oración, fortalece  subjetivamente  el círculo de  sus propósitos de no pecar, y cuanto más fervor, más constancia en su catarsis.  En 1942, el español León Felipe sugiere el valor del poema, en unos versos breves, pero hinchados de sugerencias.

                       Hermano... tuya es la hacienda...

                       la casa, el caballo y la pistola...

                       Mía es la voz antigua de la tierra.

                       Tú te quedas con todo

                       y me dejas desnudo y errante por el mundo...

                       mas yo te dejo mudo... !mudo!...

                       Y ¿cómo vas a recoger el trigo

                       y a alimentar el fuego

                       si yo me llevo la canción?

Tal vez  por esa capacidad de remover y abonar la espiritualidad de nuestra especie, la poesía acepte ser conceptuada como la expresión de lo más humano, entrañable del hombre.  Posiblemente, la palabra más tensa sea la que lleve una carga mayor  de subjetividad, de valores emotivos. Pero tendríamos que hacer una distinción entre emocional y emotivo. Emocional puede ser un insulto, y sin embargo un insulto no es en sí mismo  poesía: la tensión del insulto porta una corriente negativa, es portavoz de antivalores, aunque podría mencionarse alguna excepción que signifique lo contrario.  Estableciendo una convención, podríamos decir que lo emotivo es la sentimentalidad que permea y tensa cada palabra.

Quizás hablo un tanto oscura, poca e incompletamente  en estas definiciones de por sí escabrosas o inaprensibles. Sólo he pretendido advertir que todo verso no es poesía. El verso es poesía, cuando, a través de sus artificios formales, nos conmueve y remueve con su esencia poética, con esa huella humana que nos marca  mediante el temblor interno que nos trasmite. Como el arte de temblar definió José Bergamín a la poesía. Y, añadiría yo: también es el arte de hacer temblar.

Roberto Manzano, poeta y uno de los ensayistas que con mayor certeza, hondura y estilo  se ha acercado hoy entre nosotros al aspecto teórico de la literatura, ha dicho que la mayor novedad en la poesía es la intensidad, acompañada de la música de las palabras cuando se combinan con tacto artístico, como en un pulimento sutil que viene aplicado desde lo interior hacia el exterior.

Fina García Marruz nos vuelve a enseñar el papel del orden verbal en la expresión poética, cuando en su libro  Martí, Darío y lo germinal americano cita este ejemplo, que reproduzco a mi modo: De desnuda que está, brilla la estrella. Si invertimos la frase: La estrellla brilla, de desnuda que está, "la poesía se nos viene abajo", reconoce Fina, y según mi oído la verdad armónica sostiene el juicio de la autora de Visitaciones.  Y escribiendo estas palabras un tanto atrevidas e incompetentes recuerdo los versos de César Vallejo y me estremezco:

                       Amada, en esta noche tú te has crucificado
                       sobre los dos maderos curvados de mi beso;
                       y tu pena me ha dicho que Jesús ha llorado,
                       y que hay un viernes santo más dulce que ese beso.

                       En esta noche clara que tanto me has mirado,
                       la Muerte ha estado alegre y ha cantado en su hueso.
                       En esta noche de setiembre se ha oficiado
                       mi segunda caída y el más humano beso.

LA TENTACIÓN SUGERENTE

LA TENTACIÓN SUGERENTE

 

Luis Sexto

Mi relación con Graziella Pogolotti ha fluido a través de los poros solidarios del papel: la he leído. Y en los últimos meses he publicado algún domingo honrándome con tenerla de vecina en la página de opinión de Juventud Rebelde.  Hace poco me ubiqué más cercanamente: leí su libro Dinosauria soy.

Los títulos literarios, incluso periodísticos, no son una norma estatuida por una  tradición reciente. Ni un adorno puesto sin rigor, en plenitud de anarquía o descuido. Los títulos  tienen, sobre todo, una función: provocar o convocar a los lectores, sin que, como recomendaba el italiano Umberto Eco, el escritor les ofrezca demasiadas pistas, de modo que el título sea la tentación del misterio, de la sugerencia, la intriga.

Y Dinosauria soy es un título que ha tentado a muchos. La reconocida ensayista, figura habitual en el quehacer de nuestra cultura, ha empleado un término usado entre nosotros con cierta intención negativa. Llamar a alguien dinosaurio es como decirle: eres viejo, atrasado, reticente… El nombre de una especie animal extinta sirve para invalidar a muchas personas, específicamente  en nuestros debates.

Graziella Pogolotti recurre, pues, al término dinosauria para inquietarnos, pincharnos el interés. Claro, debajo de confesión tan provocativa –dinosauria soy- una especie de subtítulo nos revela la intención y el contenido de título tan original: Memorias, dice también la cubierta. Y uno no perdió tiempo: lo tomó del estante, lo pagó, por supuesto, y comenzó la lectura, la lectura de unas memorias donde la autora confiesa que ha vivido mucho. Y  esa es la mejor recomendación para Dinosauria soy. Para escribir hay, necesariamente, que haber vivido. Y estas memorias  componen la suma depurada de una intelectual que ha vivido mucho, con un apellido reconocido en la historia de la cultura cubana, y por ello sus recuerdos se desbordan de gente, hechos y lugares que el lector de hoy ignora.

Nacida en 1932, en París,  su padre fue un destacado pintor de las vanguardias artísticas de las décadas iniciales del siglo XX.  Pintor que perdió en fecha  temprana la vista, y luego, en una admirable lucha contra la adversidad, derivó hacia la literatura. Escribió, entre otros, un libro de memorias también lleno de información y también  escrito con pasión y acierto. Ese libro de Marcelo Pogolotti se titula Del barro y de las voces, y que yo recuerde ha tenido dos o tres ediciones en Cuba.

Su hija, con crédito independiente -es decir, sin necesidad de su apellido- como ensayista, experta en artes plásticas, en literatura, y con la hondura como raíz en que sus ideas se sumergen, ha escrito con Dinosauria soy un libro de memorias encantador, aunque el calificativo huela a lugar común.

Pero encanta, en efecto, entre otras razones, porque  no es un texto minucioso, cansón. Estas memorias se caracterizan por la síntesis propia de los sabios. Es decir, la doctora Pogolotti, aún nuestra contemporánea, que ha vivido acontecimientos que muchos de sus compatriotas y posibles lectores han conocido por referencias, prefiere sintetizar, mencionar sugerentemente lo consabido. Y se explaya en aquello que resulta más lejano, menos conocido. Enjuicia incluso lo más reciente, y así este libro no concluirá con nuestra época. Servirá para mañana. Como sirve para redescubrirle a la doctora Pogolotti una prosa narrativa, envuelta en una clara neblina poética, que se sobrepone a sus bien compuestos textos teóricos, obligados más a lo denotativo, a lo conceptual que al tropo, a la armonía de la construcción, la pincelada conmovedora.     

Advirtamos, con Mauriac, que las memorias no son la autobiografía del que las cuenta. En la autobiografía, suele estar en primer plano el autobiografiado, pero en las memorias, el que evoca el pasado habla sobre todo de quienes lo rodearon o influyeron en su peripecia vital.   Por tanto, y contrariamente a lo que piense alguna mentalidad de embudo al revés, para escribir memorias se necesita el ejercicio de dos virtudes: la justicia y la modestia. Y ambas se muestran aun desde el título literariamente retador con que la doctora Pogolotti se disminuye y engrandece ante nuestra lectura conmovida y entusiasta.

LOS MUERTOS HABLAN EN SUEÑOS

LOS MUERTOS HABLAN EN SUEÑOS

Luis Sexto

 Capítulo del libro titulado El cabo de las mil visiones, publicado por la editorial Letra viva y que está a la venta en Amazon y en e-Book

El por qué murió el oriental está claro. Vino calladamente, no divulgó su secreto sino antes de morir, y por eso nadie podía pedirle cuentas. Lo mató el monte. Dentro de esas ramazones donde al atardecer ya usted no se ve ni las manos, cualquiera  se pierde al dar sólo media vuelta. El monte es como un ojo enorme que, pareciendo cerrado, vigila, persigue, ataca, y en cualquier parada, mientras usted resuella y se sacude el sudor, lo pica algún insecto que incluso le puede inutilizar el brazo o la pierna si no va rápidamente al médico. En el Vallecito verá a Modesto Corrales. A los 14  años lo picó una mosca mexicana; se rascó, le brotó una burbujita parecida a la roncha de un mosquito. Y luego fiebre alta, hinchazón, una llaga. Al año y medio sanó y le quedó una cicatriz feísima, como la costura de un saco de azúcar, en el brazo cerca del pulso.

Pero hoy, a los 73, Modesto vive todavía con su mano izquierda tiesa, inservible, jorobada como una escuadra de carpintero o como gancho de carnicería. Un turista mexicano me dijo hace poquito que esa mosca, que no es propia de Cuba, es posible que llegue en las patas de la paloma aliblanca al migrar hacia Guanahacabibes junto con 90 especies más de pájaros. En México curan la picada con hojas de tabaco machacadas. Aquí, los médicos de hoy abren la picadura con sus cuchillas y sacan todo el tejido dañado. Si no Cheché Rey y Matilde y Rosa Cordero hubieran perdido también uno de sus brazos... Y cualquiera perdería la vista si, luego de tocar el árbol del pini piní, o el pinipiniche, y mojarse las manos con su savia, se frotara los ojos...  O sufriría una reacción alérgica, hinchándose, si se acomodara a la sombra de una mata de guao, que suelta pelusitas casi invisibles...

En ese monte tan enemigo descansan los tesoros. Y aunque nunca se ha sabido cómo el oriental averiguó el derrotero de sus minas, algunos dicen que reciben la comunicación en sueños. A un amigo mío, de nombre Daniel Borrego, que le llamaban Martí, le estuvieron confesando durante tres años los enigmas de un tesoro. En ciertas noches, cuando Daniel se acostaba, lo poseía como un embeleso. Una vez se le apareció la tripulación de un barco y el capitán lo conminó: ¡vamos! Y lo llevaron a un lugar de la costa sur que Daniel en su sueño identificó como la caleta del Piojo, por su arena blanca formando una herradura entre dos puntas de diente de perro, y detrás un uveral. El jefe de aquellos hombres le ordenaba: ¡escarba, escarba! Pero Daniel no escarbateaba.

Mucho tiempo después vinieron unos americanos. Partieron del puerto de la Fe, que está en el norte y hacia el este de la península; se bajaron en Bolondrón, embarcadero por donde los leñadores del Cabo enviaban a los pueblos madera y carbón llevándolos a la costa en un cuche, ese ferrocarril estrecho, movido a mano, tirado sobre el agua y las piedras. Caminaron hacia el sur como unos cuatro kilómetros, hasta mi casa, y caminaron luego otros cuatro para llegar a la caleta del Piojo. Los americanos habían venido con un negrito espiritista o santero, no sé, que con sus intuiciones los guíaba. Rompieron las lajas de la costa para cavar y, de pronto, como si un viento malo los hubiera enloquecido, empezaron un tiroteo entre ellos mismos, y todos se desparramaron con tanto miedo que les resultó una pesadilla el hallar calma y reagruparse para irse de aquel lugar maldito. El espíritu del muerto, al parecer, los azuzó a la pelea. Esa mina no era para ellos.

El tesoro de la Catedral de Mérida ha sido buscado, rebuscado, y nadie ha podido encontrarlo. Lo enterraron en Los Morros. Y aseguran que para rastrear el punto exacto, hay que abordar una embarcación y desde el mar ubicar una cruz pintada sobre una roca. Debajo está un crucifijo. Un metro y pico de oro macizo y otras locuras. Muchos han vagado mirando hasta con anteojos, pero la pintura de la señal se empañó con el tiempo o es pintura invisible que sólo podrá ver aquel a quien el pirata que la robó quiera beneficiar mediante un manifiesto. Aunque estoy sospechando que el tesoro de Mérida, o la mina de cabo Corrientes como también lo conocen, no está en el sitio donde tanto se comenta.

Me he enterado de que hace años, cuando todavía se entraba por el mar, el cura de Guane registró en las cercanías de la playa de Perjuicio. Nunca, que yo recuerde, un cura entró en El Cabo para predicar. Tal vez hubiéramos sido distintos. Ahora bien, la Iglesia, que tiene una sabiduría muy vieja, podría estar interesada en ese enterramiento, porque de cualquier manera que veamos el problema esas riquezas las sacaron de un templo, y  tal vez el cura averiguó algo más y puede ser que el tesoro esté  por ese otro lugar y no por donde se afirma con tanta certeza. Aunque hoy se está diciendo que lo escondieron en Las Persipinas, cerca de cabo Corrientes, hacia el farito automático.

Pero en eso de minas no hay palabra cierta, firme. Existe mucha gente interesada en comentar lo que cree u ocultar lo que sabe. Yo me sé cuatro historias distintas del tesoro de la Catedral de Mérida. Pero la más aceptable es esa que cuenta que los españoles quisieron guardar toda esa riqueza en La Habana, que en el siglo XVIII era la ciudad más fortificada de América. En el barco Princesa de Toledo  embarcaron 640 libras de oro en barras, veinte botijas de barro rebosantes de monedas de oro,  muchos candelabros y la corona de la Virgen. Y el crucifijo. Todos de oro también. Avistando El Cabo, varias embarcaciones  inglesas empezaron a perseguir a la nave. Ya achicaban la distancia cuando el capitán español comprendió que jamás tocaría a La Habana con el tesoro. Desembarcó en el litoral sur de Guanahacabibes, próximo a  cabo Corrientes. Y bajó aquella riqueza. La escondió en el monte. Y siguió viaje pensando volver en momento más oportuno. Pero no entró jamás en  puerto. Desapareció en lo que le faltaba de la travesía, quizás bajo la venganza de los piratas, que quisieron así compensar la inutilidad de su ataque.

LA MALDICIÓN DEL "YO"

LA MALDICIÓN DEL "YO"

 

Luis Sexto

Qué hay detrás de ese pensamiento de Pascal donde afirma que  “el yo es odioso”.  Habrá,  podríamos preguntar  asociando los términos,  lo mismo que detrás  del repudio fanático a las demandas de lo que  llaman genéricamente “la carne” y que entre numerosos cristianos de todos los tiempos, principalmente los jansenistas, halla en el sabio francés a uno de sus más influyentes voceros.

Sobre el uso del yo en las letras, particularmente en  el periodismo, creo encontrar, pues, afinidades entre la aversión lingüística, gramatical, y también moral, todavía vigente en la lengua española contra la primera persona del singular y los hilos de acero que envuelven a lo sexual al menos en ciertas actitudes de origen cristiano. Si obviamos la herencia judía sobre el descrédito de lo más genésico del cuerpo humano –como la menstruación-  me parece que en la demonización del sexo puede entreverse un sentir  secretamente el placer por defecto, por resistencia aparentemente virtuosa, como el rechazo al yo puede incluir sobre todo un apego intenso, conflictivo  a la primera persona tan denostada… Es decir, la fobia al yo, podría señalar un enfermizo individualismo que busca exaltarse por su contrario: la sumisa disolvencia en la totalidad del misticismo taoísta o de cualquier otra doctrina contemplativa…

Advirtamos que los ascetas de las diversas religiones –tanto las proféticas, como las místicas y  las sapienciales- viven escurriéndole la personalidad al yo, de modo que el vencimiento del egoísmo y de los placeres incluye sepultar las falibles tentaciones de la primera persona, ¿Es posible disolverse? Tal vez ello equivaldría a anular la personalidad. Pero si el místico lo lograra, uno empezaría a dudar de que el yo sea el basamento de la identidad. Y, razonablemente, un místico disuelto en la unanimidad  o la inanidad no podría amar aquello que pretende amar.

¿Qué hay, pues, detrás de esa actitud de celador intransigente ante la partícula de la primera persona en un enunciado periodístico o literario o académico? El yo, como conductor, en particular  de los textos periodísticos, sufre  ante ciertos guardianes del templo una reacción de rechazo, como el antes  aludido asco del sexo. Luego de lo dicho, he de jurar que no pretendo forzar las similitudes, sino destacar las tangencias. En la tradición periodística en la que me he familiarizado con el oficio de escribir apremiado por la actualidad, he hallado habitualmente una resistencia, un valladar dogmático sobre tan discutido monosílabo. Primeramente, hay una argumentación técnica: el periodismo es impersonal. Y esa verdad de principio, proveniente del periodismo norteamericano, solo aplicable estrictamente  a la noticia,  se ha erigido en norma  inconmovible de medios y editores, incluso redactores.

Entre los escritores norteamericanos, tan individualistas, surgen también guerreros contra la primera persona, incluso contra el nombre bajo las obras. John D. Salinger hizo acrobacias en el extremo: "Mi opinión, un tanto subversiva, es que los sentimientos de anonimato y oscuridad del escritor son la segunda propiedad más valiosa que tiene a su cargo durante sus años de trabajo".  De acuerdo con lo  dicho por  Vicente Verdú, el autor de El guardián en el trigal ponía en práctica, contra el ego, los preceptos de la doctrina Zen, variante budista centrada en la meditación, en un desvivirse interiorizado, y que Salinger había retejido fervorosamente como eje de su conducta.

Precisando, en la lengua española ha existido, en términos académicos,  aversión hacia el empleo del yo, porque se le ha supuesto cápsula de vanidad, de individualismo, de egolatría en un afán punible de prevalecer, de hacerse visible y contundente. Y de esa prevención se articula el uso de hablar en plural, diluirse nominalmente entre los que oyen o leen  el discurso.

En Cuba, un poeta tan personalísimo como Emilio Ballagas le recomendó a Carilda Oliver Labra, en carta remitida tras publicar aquella su libro Al sur de mi garganta, lo siguiente: “Procure irse alejando graciosamente de hablar en primera persona del singular. El buen clasicismo es hasta cierto punto impersonal y él olvida el yo, el me,  y tanto el mi como el . Me  propongo comprobar al instante el aserto del venerable Ballagas, y recuerdo  a Quevedo: “Voyme a vengar en una imagen vana/que no se aparta de los ojos míos; búrlame, y de burlarme corre ufana”; o a Lope: “Un soneto me manda hacer Violante”; o a Teresa de Ávila: “Vivo sin vivir en , / y tan alta vida espero, / que muero porque no muero.”; o a San Juan de la Cruz: “¡OH llama de amor viva,/ que tiernamente hieres/ de mi alma en el más profundo centro…”

“Escribir es y será siempre un acto solitario”, ha dicho, junto con Gabriel García Márquez,  el doctor Felipe Pena de Oliveira en su libro Teoría del Periodismo. Comunicación Social. Y su autoridad insiste en deslavar tabúes: “No hay compañía frente a la  angustia que provoca la página en blanco, lo que es ya un lugar común para los escritores. Entonces no entiendo por qué los círculos académicos gustan tanto del sujeto nos en sus escritos, aun siendo partícipes de conceptos tales como la intertextualidad y la obra abierta, por ejemplo. La primera persona del plural no me suena bien en los artículos teóricos. Resulta artificial, fabricada y, principalmente, confusa.”

En el periodismo, me parece,  con la excepción de los llamados géneros “objetivos” que reclaman una especie de despersonalización, el nos evoca una presunción monárquica, jerárquica, burocrática en moldes como la crónica y el reportaje, que suelen habitualmente servirse para contar sus historias, en lo visto u oído por el autor.

¿Y de la opinión qué decir? ¿Acaso mi criterio es también nuestro?  Y a quien se canse de tanto yoísmo se le podría argüir que otros ya nos hemos cansado del tan presuntuoso e inconsulto  nosismo en que el autor, pluralizándose,  se blinda ante la responsabilidad de sus juicios y datos. El hablante insiste en diluirse en la masa innominada, por humildad, o por que se atribuye la representatividad de todos. En nos hablan los reyes y los pontífices, y cuanto dicen desde la tribuna autoritaria de la voz inapelable, ha de ser obedecido por aquellos instalados en el cuartón de los subordinados. ¿Quién más vanidoso?

Tendremos, por tanto, que deslindar la luz de la oscuridad como en una de las primeras jornadas del Génesis. Y sin presumir de maestro, definir que “ser personal” necesariamente no exige el uso de la primera persona del singular. Puede un autor emplear eufemismos como “este comentarista”, “el cronista”, “el que esto  escribe piensa”, es decir, impersonalizarse un tanto y sin embargo componer un enunciado desbordante de interés, emotividad,  ritmo, algunas calidades de lo personal. Con el yo o sin éste y sus variantes pronominales y posesivas, pero con halago de la forma, como establecía Martí, el texto fluirá como auténtica agua de originalidad.

Juicios parecidos podríamos aducir sobre la primera persona en la narrativa o la ensayística. ¿Por qué, si no, resulta tan atractivo el punto de vista espacial del que recuerda o memoriza o narra en singular? Gide confiesa en su Diario que él quería “matar el yo de Pascal, y ahora ese yo lo respeto, lo venero, y me esfuerzo por desarrollarlo”. Se ha sentido tan pálido y tan indeciso, que ha querido “acentuar los contornos de mi personalidad, que estoy puliendo”.

Gide lo confiesa: quiere acentuar el perfil de su ego. Y aunque todos tenemos personalidad, esto es, conciencia, identidad y carácter, en lo que atañe al estilo no todos podemos escribir grabando, como con cincel, huellas personales en la letra. Y de esa distinción provienen las diferencias de peso, como en el pugilismo, entre unos y otros escritores y entre estos o aquellos periodistas. Por tanto, de acuerdo con el criterio de este articulista, el uso del yo disuena en el simple redactor, en aquella expresión que se desplaza sobre lo rutinario. Por tanto, le recomendaría prudencia, tanta como componer un reportaje en tercera persona, y no intentar escribir crónicas, o ensayo literario, géneros llamados a la expresividad, “yoista” por exigencias del tono. En quienes no sobran facultades para distinguirse por el estilo, el empleo del yo disuena como el chasquido de un jarrón al caer sobre el enlosado. Y el chasco sea quizás la razón por la cual los nos discrepantes niegan en plural lo que afirman en singular. O se acogen a la posición donde,  según  dijo Borges de Sherlok Holmes en un poema de Los conjurados: Viven cómodos: en tercera persona.

 El utilizar el yo, por  tanto, implica admitir que soy -no este periodista-,  soy una forma, una opinión, un estilo afincado sobre los hallazgos de mi personalidad que recicla en forma y aventura únicas lo que piensa o lee. Porque, a fin de cuentas, entre la palabra y el yo se extiende un vínculo. Se deben mutuamente el ser y el parecer. Palabra sin persona, sin lengua carnal que la diga o mano tangible que la escriba, qué será sino huesos mondados en un aula de anatomía. Y por tanto la palabra respira, se mueve cuando un individuo la contamina con sus hechos o sus ideas. Y el individuo, el yo se concreta y se afirma -se identifica- cuando ofrece su palabra húmeda de sensaciones.  Y  su ser se transparenta  en el logos.

Alfonso Reyes decía: Yo quiero que mi vida esté en lo que escribo. Y esa vida para que quede en lo escrito ha de convencer con  la autenticidad de un saber articulado en primera persona. ¿Y por qué dejar la vida en lo escrito? ¿Acaso por vanidad? Cuando alguien escribe en la legitimidad del misterio del estilo,  es decir, sin que repare en la causa de ese ritmo o de esa imagen, se percata de que es un puente entre las cosas y los hombres, un intermediario entre su vivencia y la vivencia ajena que cimbrará con el temblor del que escribe. Es decir, la vida en lo escrito se transparenta en la fuerza de la personalidad, en ese don clasificado como voluntad de estilo. Y no se orienta, como cualquier “gran hombre”, a compendiar una  autobiografía: sencillamente, el escritor necesita contar a través de sí mismo cosas que podrían pertenecer a los demás.

Y más merecería el tabú de la primera persona del singular que se apuntara en su defensa, pero desconozco si algunos de nosotros le darán al yo lo que es tuyo o mío, y me perdonarán mi insuficiente intromisión.

 

NUEVAS EDICIONES

LIBROS DE LUIS SEXTO

YO ME PEINO DE MEMORIA

Estas crónicas no pueden compararse con el bíblico castigo de la mujer de Lot. Ella volvió la cabeza hacia la Sodoma que ardía y se convirtió en estatua de sal. El autor, en cambio, ha mirado atrás y ha sido sorprendido con el brillo de la gente y los hechos que ha ido dejando mientras miraba hacia delante. Cada recuerdo le revela un jirón del alma, una sonrisa, un golpe de humor, una señal que le descifra el pasado y su más cierta verdad: vivir ha sido bueno y recordarlo implica un reencuentro con lo irrepetible. Muchas de estas historias pueden pertenecer a cuantos se asomen a estas páginas.

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 EL CABO DE LAS MIL VISIONES
 
Principio o fin de Cuba, la península de Guanahacabibes o el cabo de San Antonio, como se le conoce popularmente, ha sido un sitio recoleto y desconocido. El autor de este libro se adentró un día por sus senderos y bosques para ir descubriendo los secretos de una historia marcada por la magia del tiempo y que debía permanecer en silencio, porque quien la contara moriría a deshora. Piratas, tesoros, muerte, crimen, y sobre todo la poética permanencia de un olor antiguo, olor de hombre que lucha contra el medio y el misterio de las pasiones.

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Luis Sexto (General Carrillo, Remedios, Villa Cla­ra, 1945). Premio Nacional José Martí por la obra de la vida, 2009, que otorga la Unión de Perio­distas de Cuba. Graduado de Periodismo en la Universidad de La Habana. Ejerce esta profesión desde 1972. Profesor adjunto de la Facultad de Comunicación Social en la UH y del Instituto de Periodismo José Martí. Ha viajado por más de diez países en misiones periodísticas. Ha publicado, entre otros, los siguientes libros: Noticias de familia (poesía, Editorial Unión, La Haba­na, 1989), O cabo das mil visões (relatos, Editorial Casa Amarela, Sao Paulo, Brasil, 2002), y de la Editorial Pablo de la Torriente: Con luz en la ventana (poemas, La Habana, 2006); Con Judy en un cine de La Habana y otras crónicas de la ciudad (La Habana, 2006); Periodismo y literatura, el arte de las alianzas (investigación, La Habana, 2006); Jorge Mañach periodista (ensayo, La Habana, 2006); y La aparente cordura de las cosas (relatos, La Habana, 2009): Nosotros que nos queremos tanto (investigación sobre Pedro Junco con la colaboración de Viñas Alfonso, La Habana 2012) 

 

BARRIOCUENTO 2014

                                                  

«El bien que en una parte se siembra, es semilla

que en todas partes fructifica» / JOSÉ MARTÍ

 

 

La compañía habanera Teatro Cimarrón, que dirige el poeta y dramaturgo Alberto Curbelo, y el Consejo Provincial de las Artes Escénicas de Pinar del Río, convocan al XVI Encuentro Internacional de Oralidad Escénica BarrioCuento que se celebrará en la provincia pinareña del 2 al 6 de abril del 2014.

«En los pueblos que han de vivir de la agricultura alertó José Martí, los Gobiernos tienen el deber de enseñar preferentemente el cultivo de los campos. Se está cometiendo en el sistema de educación de la América Latina un error gravísimo: en pueblos que viven casi por completo de los productos del campo, se educa exclusivamente a los hombres para la vida urbana, y no se le prepara para la vida campesina». Dando continuidad a las enseñanzas del Apóstol y a las transformaciones agrarias que se producen en Cuba, la realización de la XVI edición de BarrioCuento en el Año Internacional de la Agricultura Familiar y en la provincia de Pinar del Río cuna del mejor tabaco del mundo privilegiará en su programación la cuentería rural, los mitos y cosmogonías de los campesinos, vegueros, cooperativistas, parcelarios y trabajadores agrícolas a través de espectáculos orales y cuentos teatralizados, del cuento cantado, la décima, el verso improvisado, el punto cubano, el guateque y otras festividades y tradiciones campesinas.

BarrioCuento 2014 se consagrará a la obra del folklorista, poeta y narrador Samuel Feijoo, con motivo del centenario de su nacimiento, y a la escritora pinareña Nersys Felipe, Premio Nacional de Literatura 2011. También se dedicará a la preeminencia cultural en nuestros campos de los emigrantes de las Islas Canarias, rebautizados en Cuba como «isleños».

En el marco del evento, la compañía Teatro Cimarrón entregará la Distinción «Calibán 2014» a una relevante personalidad de la cultura de Nuestra América y reconocerá con el premio «Mackandal» a sobresalientes  cuentacuentos, teatristas, personalidades e instituciones culturales que en su obra rescatan la vida campesina. Los cuenteros populares o agrupaciones escénicas que rescaten en sus espectáculos la cuentería y tradiciones rurales se reconocerán con el Premio «Juan Candela».

Podrán participar cuentacuentos profesionales y populares, repentistas y agrupaciones artísticas que basen sus espectáculos en la cuentería rural y cultura campesina.

Las inscripciones, hasta el 30 de noviembre del 2013, deben realizarse en la sede de Teatro Cimarrón, en el Centro Cultural Edison, Calzada del Cerro No. 1951, esquina a Zaragoza, Cerro, La Habana, Cuba.

Teléfonos: 648-5216 y 647-7755.

E-Mail: curbelocimarron@yahoo.com

 

 

 

 

UN LIBRO EN MI VIDA

UN LIBRO EN MI VIDA

Luis Sexto

 

 

 

 

 

 

 

 

Sin ánimo de competir en  el concurso cuya convocatoria está debajo de este post: Sólo para recordar una fecha en mi almanaque

Hace unos días, registrando entre mis libreros, topé con un selección de poemas del nicaragüense Ernesto Cardenal. La fecha de publicación: 1967; la editora: Casa de las Américas, en su colección La Honda. Demás  está decir que la nostalgia se me encimó y me mantuve hojeando aquel volumen de 200 páginas  tantas veces leído. Si no me equivoco, fue el primer contacto de los cubanos  con un libro de Cardenal publicado en Cuba. Y uno, por esa afición voraz de leer, sabía quién era Cardenal. Sabía de su condición de sacerdote católico, y de las distintas fases de su existencia, no tan larga entonces: luchador contra Somoza y monje contemplativo en un monasterio trapense en los Estados Unidos. Pero, a decir verdad, nunca lo había leído.

Por esa razón, cuando supe que la Casa de las Américas había publicado una especie de antología del autor  de Oración por Marilyn Monroe y otros poemas, aproveché  un momentáneo regreso a La Habana desde el central Amancio Rodríguez, antes Francisco, donde ejercía como topógrafo en la reconstrucción de una línea férrea.  Lo empecé a buscar en varias librerías.  Me parece que fue en los bajos de Juventud Rebelde,  que en esa época ocupaba el edificio del ex Diario de la Marina. Recuerdo incluso la fecha. Porque   experimenté  tanta emoción  que escribí una nota en la primera página, como si fuera el acta  de mi estado de ánimo. Casi me da vergüenza leerla y sobre todo reproducirla. Uno,  hombre de prensa y letras, debe haber ya perdido el miedo escénico, pero cuando  discurren  los años juveniles, suele desviarse la pluma y embarrancarse en cualquier tontería. Ahora comprendo que desde entonces me provocaban las imágenes.  En fin, dije, entre otras palabras, que con los ojos ávidos, con los brazos anhelantes de un novio ante su novia, empezaba a leer esos poemas. Y finalizaba rotundamente: “No creo que haya sentido jamás tan dulce emoción en presencia de un autor y su obra”. Era el 11 de enero de 1968. Me faltaban seis meses para cumplir 23 años.

 En la selección de Casa de las Américas hallé páginas que no me gustaron, largos poemas que, a pesar de su profundidad casi mística, cansaban. Me gustaron los poemas breves de cuando  Ernesto Cardenal pasaba  el  noviciado en el monasterio de Nuestra Señora de Gethsemaní, en Kentucky y cuyo maestro  era Thomas Merton, otro escritor que me acompaña desde mi adolescencia intelectual;   me atrajeron los epigramas, a veces tan urticantes: “Muchachas que algún día leáis emocionadas estos versos/ y soñéis con un poeta: / sabed que yo los hice para una como vosotras/ y que fue en vano”. Me impresionó  el exteriorismo  que Cardenal transformaba en poesía: objetos que oscilaban entre un  basurero y  un salón de baile colmado de colillas: “Ha llegado al cementerio trapense la primavera,/  al cementerio verde de hierva recién rozada/ con sus cruces de hierro en hilera como una siembra,/ donde el cardenal llama su amada y la amada/ responde al llamado de su rojo enamorado./ Donde el reyezuelo recoge ramitas para su nido/ y se oye el rumor del tractor amarillo/ al otro lado de la carretera, rozando el potrero./ Ahora vosotros sois fósforo, nitrógeno y potasa./ Y con la lluvia de anoche, que desentierra raíces/ y abre retoños, alimentáis las plantas/ como comíais las plantas que antes fueron hombres/ y antes plantas y antes fósforo, nitrógeno y potasa…”  Y me conmovió, sobre todo, el poema dedicado a Marilyn Monroe.

Ernesto Cardenal ha escrito y publicado, desde 1968 a la fecha, mucho más que aquellos poemas que leí en mi juventud.  Posiblemente, el  sacerdote sandinista nacido en 1925 sea hoy mejor poeta. Pero yo quisiera, como en una noche reciente,  reconocer que me pasaría la vida leyendo  el poema dedicado aquella actriz rubia y triste, recién muerta por su mano,  que conocimos en el cine: “Señor/ recibe a esta muchacha conocida en toda la tierra  con el nombre de Marilyn Monroe/ aunque ese no sea su verdadero nombre (pero tú conoces su verdadero nombre, el de la huerfanita violada a los 9 años/ y la empleadita de tienda que a los 16 se había querido matar) Y ahora se presenta ante Ti sin ningún maquillaje, sin su agente de prensa, sin fotografías y sin firmar autógrafos, sola como un astronauta frente a la noche espacial” … El poema sigue, sigue creciendo en compasión y emoción. Y  el poeta, que sabe que antes de morir,  Marilyn tuvo el teléfono en la mano, termina el largo pero nunca aburrible poema a una pobre mujer famosa:

Señor/ quienquiera que haya sido el que ella iba a llamar/ y no llamó (y tal vez no era nadie/ o era Alguien cuyo número no está en el Directorio de Los Ángeles)/ contesta Tú el teléfono!”

 

LAS VISIONES CRÍTICAS DE UN LIBRO

LAS VISIONES CRÍTICAS DE UN LIBRO

Por Jorge Garrido*

 

Sobre El cabo de las mil visiones, cuya segunda edición ha salido en 2012, por la editorial Pablo de la Torriente, de la Unión de Periodistas de Cuba

 El Cabo de las mil visiones quizás haya pasado inadvertido a nuestros lectores y críticos.Es un libro de relatos que mezcla con suma habilidad el testimonio literario, la narrativa y el periodismo que se sumerge ocultamente –gracias al largo oficio del autor– entre un lenguaje presuroso y relampagueante. Luis Sexto, en su doble condición de escritor y periodista olfateante, ha descubierto una fortuna bien escondida.

El tema, sospecho, le quema el pecho todas las noches. ¿Cuáles son los valores de El Cabo de las mil visiones?

El autor ha hallado lo que en literatura y arte se llama mito. Y un mito transmite una atmósfera. La atmósfera es lo que todos los escritores quieren encontrar cuando escriben. Es casi lo que se denomina metafóricamente la musa. Pero es mucho más, quizás más complicado. Es como hallar una luz, repentinamente, al final de un largo túnel oscuro. Y los mitos traen inevitablemente los misterios.

Descubrir un mito es descubrirlo todo: los personajes, el lenguaje, las leyendas, los secretos, el miedo profundo, la irrealidad. La trascendencia humana. Y eso casi nunca aparece. Algunos escritores mueren después de haber escrito hasta diez libros y nunca lo han alcanzado. Mueren desnudos de su propia poesía. Hallaron el tema, los valores morales y hasta descubrieron una estética propia. Supieron adueñarse, con el tiempo y el talento, de la técnica. Y hasta del método y el régimen de trabajo. Pero el mito estaba mucho más profundo de lo que pensaban. Debe ser muy triste que esto ocurra, especialmente, al final de una vida literaria.

Esta obra ha hallado, como de un plumazo, todo lo que necesita un escritor para hacer un buen libro. El Cabo es el escenario de la acción de este libro y de donde salen despedidos todos los personajes. ¿Qué es el Cabo? Un paraje insólito. El fin de la Isla. Después de este sitio, hacia el Occidente de Cuba, en la provincia de Pinar del Río, no hay más que el mar y aquellos barcos silenciosos que bordean inevitablemente a Cuba, en viaje desde Europa rumbo al Golfo de México. Es un lugar donde nadie quiere ir, y adonde van a esconderse los que no quieren que los vean, o los descubran. Allí solo van los bandidos, los escurridizos, los huraños, los ermitaños, los que huyen de la ley, los ignotos. Siempre fue así desde los tiempos de los piratas. Y viven también los que nacieron en El Cabo y nunca se fueron. Y quedaron atrapados para siempre. Y no pueden desprenderse de sus misterios, encantos, falacias, secretos y desdichas. Y vivieron en ese sitio siempre, donde las personas caminan como dando saltitos debido a las piedras inevitables que tropiezan en su marcha corriente.

Estos son los personajes de la obra y ellos son los protagonistas de sus acciones. O los que cuentan cómo otros protagonizaron hechos pavorosos en esta zona. Nadie sabe cómo Luis Sexto llegó allí. Quizás fue la intuición de que tan lejos había algo deslumbrante. Nadie sabe tampoco cómo pudo viajar una y otra vez, y alojarse entre aquellos montes, convivir con su gente, y recorrer aquella costa muda y solitaria. ¿Qué descubrió? Una especie de Macondo de la literatura cubana. Resulta que esas personas que viven en El Cabo tienen mil visiones de leyendas y sucesos que han ido sucediendo en todos los tiempos. Ellos siguen hablando de los piratas como si hubieran desembarcado ayer a esconder sus fortunas y descansar de sus tropelías.

¿Qué hizo Sexto? Los escuchó, los hizo hablar, vibrar, enternecerse, aguarse los ojos, estrujar la mente, fantasear, memorizar, hundirse en sus sentimientos más profundos. Sexto les extrajo el personaje que cada uno tenía guardado y la leyenda que llevaban encerradas en sus mentes mitológicas. Porque todos los que viven en El Cabo son personajes. Personajes literarios. ¿Si no para que iban a vivir en un sitio como éste, lleno de fantasmas? Y contaron escenas que queman la piel y revuelven las almas. Una mezcla de miedos, tristeza, anhelos, rencores, remordimiento, hazañas, traiciones, ensueños. Nadie sabe qué sucedió realmente de tantas historias que esos hombres relatan con la aprensión en los ojos y la piel erguida. Todo debe haber acontecido, en la realidad, o en la mente de sus habitantes. El gran trabajo fue hacerlo literatura. Descubrir el tesoro, saber que era un tesoro, y luego fundirlo en oro literario. Extraer los mitos y las singularidades. Hallar la atmósfera de los acontecimientos. Y convertir a los hombres en personajes vivos, descollantes. Vivos dentro de un libro que es otra cosa bien distinta. Pero es solo un libro de relatos. Piezas breves, fulminantes, sorpresivas. Escritas con la maestría de un periodista-editor-poeta-ensayista. Todos juntos. Excelente prosa. Desgarradora, misteriosa. No le sobra nada más que la sombra, y sin ella no sería literatura. Sexto ha pasado su ya larga vida de periodista y profesor de periodismo tratando de fundir un nuevo estilo. Su gran empeño, quizás su angustia de siempre, ha sido impregnarle, más bien insuflarle, la altura literaria al periodismo corriente. Y ha conseguido un lenguaje, un método, que combina armoniosamente el ensayo literario, la poesía y el periodismo urgente. Un estilo limpio, elegante y al mismo tiempo presuroso, periodístico, crítico, y siempre proponiendo tesis, variantes, ángulos nuevos.

Sin embargo, Luis Sexto tiene un gran reto. Hacer una novela. Convertir el tesoro que supo hallar en interminables viajes de faena y sacrificio en un gran libro. Pasar del relato a la novela. Porque tiene la novela escrita debajo de aquellos fragmentos de escenas pavorosas y aquellos personajes fantasmales pero vivientes, y entre aquellos escondrijos llenos de misterios.

Quizás El Cabo de San Antonio, un sitio inédito, por el momento, se convierta, repentinamente, en un nuevo paraje de la literatura cubana. O quizás muera para siempre entre sus misterios insalvables, sin que nadie vuelva a creer que ellos existen verdaderamente.

 *Periodista y escritor cubano.