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PATRIA Y HUMANIDAD

Literatura

HISTORIAS DEL JUEZ

Luis Sexto

 Libros publicados en Cuba

Enrique Serpa es reconocido en la literatura cubana por ser autor de una novela ejemplar: Contrabando y un cuento clásico: Aletas de tiburón. Nacido en 1899 y fallecido en 1968, construyó una obra literaria y periodística extensa y calificada. También dejó textos inéditos o no recogidos en libros. Y ahora, la Editorial Letras cubanas, con un prólogo muy lúcido de la investigadora Cira Romero,  ha puesto en librerías Historias del juez (viejas radiografías pueblerinas), nunca antes recogidas en un volumen, aunque la mayoría sí publicadas en revistas y periódicos

Antes de emitir cualquier juicio, estoy de acuerdo en que este libro de Serpa fuera salvado de languidecer entre los papeles olvidados del competente narrador. Hay, pues, que estar satisfechos por que la  política editorial intente hacer de la literatura cubana un continuum, publicando a autores  reconocidos antes del triunfo de la Revolución, incluso a aquellos que viven o murieron en el extranjero, como Enrique Labrador Ruiz, de quien un volumen con varias de sus crónicas de viaje se presentó en la reciente Feria Internacional del Libro de la Habana.  Mas, aunque el poco volumen  de mi voz de comentarista coincide con la autora del prólogo en elogiar la decisión editorial,  es preciso advertir, desde mi punto de vista, que Historias del juez (viejas radiografías pueblerinas) no clasifica entre lo mejor de Enrique Serpa. No sugiero, desde luego, que sido atinado publicar este libro solo para ser justos con un autor. Y a pesar de  que, según mi juicio, no compone una obra excepcional o excelente en la bibliografía de Serpa, se ha publicado porque  posee interés y valores literarios e históricos.

El personaje narrador  es un  juez local que cuenta, a veces en primera persona, otras veces, en tercera, los azares del pueblo donde administra justicia. Desde ese punto de vista, el libro es como una postal, una radiografía como dice el subtítulo, de la vida mortecina, apagada, de muchos de nuestros pueblitos antes de 1959. Todo cuanto ocurre sucede en los primeros 50 años de república. Y desde ese punto de vista, es un complemento sustancial de  nuestra historia y de las razones que nutrieron a la revolución.

 Y por esa misma voluntad de contar lo que era –pretérito vivido y sufrido por el escritor-, Serpa no prioriza tanto la acción de sus relatos, y pinta  más bien un fresco sumamente detallado del ambiente pueblerino y sus perfiles sociopolíticos. A veces a uno le parece que en Historias del juez (viejas radiografías pueblerinas)  sobran palabras y que el final nos deja ganas de que el relato  termine de otra manera. Pero, al parecer, Enrique Serpa prefirió elegir la actitud  del escritor costumbrista antes que ser en este libro lo que había sido: el cuentista dominador de la síntesis y la concisión. Y eso es Historias del juez: un libro costumbrista, en el que abundan los detalles descriptivos del paisaje urbano y rural, y de la psicología del pueblo y sus habitantes. Y, como dije,  la atmósfera de las relaciones sociales y políticas  envuelve indirectamente a esta aldea que bien podríamos ver como una metáfora de la Cuba de jueces de saco y pajarita y de ricos tan poderosos como para dictar o burlar las leyes. 

Juzgando estilísticamente, tras haber acusado a la obra de abultada, pienso que, si sobran palabras, la causa habría que atribuírsela, en aparente contradicción,  a  la maestría de Serpa, que supo adecuar el estilo de las historias  al estilo del personaje narrador, hombre de códigos e incisos, y por tanto apegado al detalle y las redundancias imprescindibles en la expresión de  la jurisprudencia.

Historias del juez (viejas radiografías pueblerinas) nos va a gustar, en particular por cierta dosis de humor,  y nos va a enterar o a recordar de un tiempo y un ámbito social  que ya no existe, o al menos no existe con el tono y el paisaje del pasado. (Tomado de de la sección Al pie de las letras, de Radio Progreso.)

 

ESENCIAS Y APARIENCIAS EN MAÑACH

ESENCIAS Y APARIENCIAS EN MAÑACH

    

Luis Sexto

Empecé a estimar tempranamente a Jorge Mañach.  Tenía unos 18 años. Entré en La Moderna Poesía, entonces con los precios democráticos impuestos por la Revolución, y sobre una de las mesas, un libro de artículos ensayísticos de Mañach, impreso por la Editorial Trópico en 1939: Pasado vigente.  El nombre del autor suscitaba en mí la resonancia de alguna previa información periodística o literaria. Lo compré por uno o dos pesos. Había invernado largamente en los almacenes, porque sus pliegos estaban pegados con el sello de lo virginal. Viejo y nuevo a la vez, aun lo conservo. Sucesivas lecturas lo han subrayado, anotado y desencuadernado. Todavía esa prosa fluida, rítmica, conversacional, tramada con  tuétano, me gusta y renueva la primera impresión: quien quiera escribir en Cuba, y conocer a Cuba, tendrá que cursar también un noviciado en los libros de Mañach.

Porque no fui su coetáneo, tal vez me suscribí al estilo de Mañach. Incluso, quizás sienta por él alguna compasión: lo observo desde la distancia, mirador cuya  visión de fondo ayuda a proscribir el prejuicio. Y me he convencido que pocos como él experimentaron con tanta lucidez reflexiva y tanto acierto estilístico el nacimiento definitivo de la nación, mediante el parto de la cultura como gestión intensa de las minorías.  Y pocos también como él, en su época, sufragaron,  con la incomprensión, la búsqueda de las esencias nacionales.

Quizás en apariencias asumidas como esencias por cuantos lo han juzgado, Mañach – nacido en el año definitorio de 1898 y muerto en otro con la misma condición de punto de viraje, 1961- hallaría la causa eficiente de su controvertido papel en la historia literaria y política de Cuba. No fue,  si pretendemos analizarlo objetivamente,  un político a la usanza republicana. Esto es, según la analogía aplicada por Enrique José Varona, no comió en las ollas de un chiquero, a pesar de acogerse a alguna toldería electoral y programática y desempeñar cargos en la administración de la república. Más bien fue político en la medida en que la cultura y la historia componen asideros de la política,  estación inevitable en los procesos primordiales de la sociedad.  

Vemos, pues, a  Mañach, inserto en una  realidad personal signada por una contradicción a veces insalvable en sus manifestaciones éticas. Entre su decir y su hacer culebrean las inconsecuencias que, en esa hora de la definición nacional, se convirtieron en traición  para cuantos se adscribían a la izquierda de la soga, y en paños tibios para los suscritos a la derecha. Tal vez por la hondura de su indagación en el alma cubana, intentó asumir posiciones ideológicas y políticas  más racionales –no obstante su militancia en el ultra ABC-, en una mezcla de denuncia y sujeción, audacia y pusilanimidad.  Ese fue, a mi modo de ver, el drama personal de Mañach. Un drama íntimo y público superdotado de aristas. Consciente de las urgencias y defensor de las ambivalencias.  Teórico pugnaz de los males y práctico inhábil de las soluciones. Escritor depurado, vigoroso, plantado en la tradición hispana y, en particular, en la herencia estilística de Martí, escribía, sin embargo, con tino de vanguardia en un país de analfabetos, en periódicos cuya prosa semejaba mayoritariamente, de acuerdo con Miguel Ángel de la Torre, la caligrafía de un cobrador de cuentas metido a periodista. Por supuesto, Mañach no quiso sustraerse de sus ínfulas de pequeño burgués con refinamientos de aristócrata. Ni renunció a la visión  de la democracia occidental vivida durante sus años de estudiante en los Estados Unidos. Y aunque hacia 1933, reconoció el daño que el Norte  infería a Cuba, estorbándole el desarrollo con su injerencia multilateral,  no preveía otra fórmula, en lo más distante, que  el orden norteamericano.

Hombre de equilibrios y evoluciones, conservador de estilo liberal, Mañach actuó posteriormente como la mayor parte de sus colegas en los años de la década del 30. De ellos  afirmó que se embarrancaban en los acantilados de La Florida, en “un ademán de avestruz”. Se fue a esperar que “los americanos” resolvieran el conflicto suscitado por la revolución cuya necesidad él mismo previo en sus artículos de el Diario de la Marina, en los meses previos al derrocamiento de la tiranía del general Gerardo Machado. Debo, sin embargo, matizar este juicio. El doctor Gregorio Delgado,  historiador de la salud pública cubana, amigo de Mañach, me reveló que el autor de Ensayo sobre el Quijotismo viajo a Puerto rico para  impartir  un curso en la Universidad de Río Piedras. Allí, en 1961, le diagnosticaron un cáncer en fase avanzada. Quiso regresar para morir en Cuba. Y aunque el entonces presidente Osvaldo Dorticós lo autorizó, aun  en medio del enconamiento entre revolución y reacción, su esposa no lo trajo. Hasta incidentes tan personales conspiraron contra el crédito de Mañach.

La apreciación exacta de su salida no estorba que aceptemos que el suyo –su obra y su conducta- es un caso de valentía estimativa, de atrevimiento profético resuelto en la pusilanimidad ejecutiva y en una rigidez ideológica que le impidió comprender las remezones sociales, políticas, culturales que un día le parecieron inevitables. Y llegó hasta ahí: hasta colaborar en hacer ostensibles los males y a convocar su cura. Jamás a participar en el remedio, distinto y opuesto, como sino, a la norma con que el mal (léase dependencia política, injusticia social) podría reformarse para proseguir perpetuándose. 

A contrapelo de  las aprensiones, hay que despojar a Jorge Mañach de sus estigmas. No de las llagas que él mismo se causó, sino de las que sus enemigos políticos le estamparon, con clavos que pretendieron nunca oxidarse. Jamás un despojo será tan legítimo. Porque la cultura cubana, en nombre de la política, no puede seguir prescindiendo del autor de La crisis de la alta cultura. Desde mi pequeñez empecé a reivindicarlo dos o tres años después de su deceso, sin ser consciente aún  de estar asumiendo una postura ética de auténtica raíz revolucionaria: aceptar y respetar a todo hombre honrado y toda obra de valores formales y conceptuales, aunque los identificara un lema contrario al mío en lo político o filosófico.

De hecho el proceso de su reivindicación literaria avanza. Martí, el Apóstol, Estampas de San Cristóbal y varios de sus principales ensayos han sido publicados en los últimos diez años en Cuba. Y en las universidades, al menos en las facultades o escuelas de comunicación social ciertos profesores lo muestran como modelo clave. El argumento parece incontestable: Estamos aún aguardando al creador de hoy, al estilista actual, que escriba sobre La Habana o sobre los cubanos y los entresijos de su conciencia, páginas iguales o mejores. ¿Quién puede oponerse? La obra carece de filiación partidista cuando, sobrada de calidad, se aleja del tiempo para estar en todos los tiempos. (Tomado de Cubahora

LA GUERRA Y LA DISTANCIA

LA GUERRA Y LA DISTANCIA

Luis Sexto

Libros publicados en Cuba

He terminado de leer La guerra queda lejos, poemario publicado por la editorial  Letras Cubanas, y me percato que Yamil Díaz Gómez -nacido en Santa Clara en 1971- es un poeta irreverente. Irreverente de una irreverencia que tiene el sentido de la cordura antidogmática, de la cordura opuesta a la insensatez, y que ejerce la liberad para escribir,  sobre todo, con la libertad del que no filtra el aire, ni moja el dedo para saber de qué rumbo sopla el viento.

Lo exalto al decir que es un poeta transgresor. Transgresor, esto es, original, lo mismo en verso que en prosa narrativa o periodística, que todos esos lenguajes se juntan en Yamil  para convertirlo en un escritor completo, como un "utility", jugador de todas las posiciones del béisbol, que al cubano Yamil Díaz Gómez tanto le apasiona.

En La guerra queda lejos, el lector atento, competente, pulsa una poesía engarfiada en lo concreto, con raíces  que beben el  ser y la identidad del humus y el agua de la vida. Hallarán los lectores en este libro, pues,  una poesía variada en formas,  porque no se atiene a una corriente fija, estable, sino mira, salta buscando la diversidad donde su vocación y su talento para lo testimonial y lo familiar  hallen el espacio que les permita oficiar anchamente el riesgo de ser libre y de ser poeta.  La guerra queda lejos nos habla, por tanto, con  una voz adecuada a las viejas y nuevas notas de la palabra: décimas, sonetos, versos libres… Rico es el muestrario donde el poeta elige la forma para cada evocación, cada figura, para cada recuerdo familiar envuelto en la lejanía de lo que parece lejano y, sin embargo, alumbra en las noches con los reflejos llameantes  de una hoguera tutelar.

¿Qué busca un lector cualquiera cuando lee un poema? Qué podría buscar sino el eco de su propio sentir, resonancia que también halla el poeta cuando accede a seguir los impulsos de convertirse en letra e imagen en agonía jubilosa y elegiaca a la vez.  Por tanto, La guerra queda lejos, de Yamil Díaz Gómez, nos asume, nos conduce entre los aletazos de nuestra peripecia de cubanos. Y el poeta, dueño de los resortes de la libertad, nos dice irreverente y cuerdamente: Yo soy el muerto. Mi casa/ muerto a muerto se disuelve. /   Soy la añoranza que vuelve. / Yo soy el tiempo que pasa…

(Escrito para Radio Progreso, en la sección Al pie de las letras)

NOVÁS CALVO VINO

NOVÁS CALVO VINO

 

Luis Sexto

Libros publicados en Cuba

El  escritor y periodista Lino Novás Calvo experimenta desde finales de la década de 1980, su resurrección en la literatura cubana. Y es justo. En lo particular, he sido partidario, desde mi modesto papel de periodista, de  no  hacer emigrar la obra detrás del hombre que emigra. Por ello, en mis clases de la Facultad de Periodismo de la Universidad de La Habana, impuse la lectura obligatoria de Jorge Mañach, y los alumnos de cuarto año alcanzaban el derecho al último examen  si  entregaban un texto original  que demostrara la lectura de Indagación del choteo. También, entre  los reportajes de Lino Novás Calvo, “Guerra de nervios en Santa Lucia”, publicado en Bohemia en 1948, era en mis clases uno de los modelos. 

El concepto de emigración se reformulará pronto en Cuba. Pero ya hemos hecho  nuestro lo que nunca debimos perder. Y sé que desde algún sitio de este hemisferio alguien pretenderá rectificarme con el argumento de que Novás Calvo no emigró, sino se asiló, en 1960, en la embajada de Colombia, en La Habana, para reunirse con su esposa e hija en los Estados Unidos. En verdad, Lino Novás Calvo no era perseguido ni tenía ninguna causa  pendiente que lo obligara a introducirse en una sede diplomática. A mi juicio, fue el expediente más cómodo, incluso menos costoso. Mucho tiempo después, dijo que lo había hecho cuando el Gobierno Revolucionario confiscó Bohemia. Y realmente puede comprobarse en los archivos que la reconocida revista fue abandonada por su propietario y director, Miguel Ángel Quevedo, refugiado en la embajada venezolana en el propio añó 60, como igualmente procedieron otros dueños y ejecutivos de medios impresos.  Enrique de la Osa, uno de los periodistas estelares -quizás el mejor- de la nómina de Quevedo, llamó entonces  por teléfono a Fidel Castro y de acuerdo con lo que Enrique me contó en 1986, le dijo: Fidel, Miguelito se asiló. Y Fidel, luego de meditar unos segundos, respondió: Paga las deudas y ocúpate; Bohemia no puede cerrar.

Pero lo fundamental radica en que la  obra de Lino Novás Calvo, uno de los narradores cubanos más recios y reconocidos, vuelve a estar entre nosotros junto con su autor. Terminando los 80s, la Editorial Letras Cubanas publicó una antología de la obra de Novás Calvo . Y Ediciones Unión, en 2008,  una  voluminosa órbita  en la que incluye  poemas de  su breve paso por la poesía, además de sus cuentos, que renovaron ese género en Cuba y también , me atrevo a decir, en Latinoamérica, e inserta a Pedro Blanco el negrero, una de las ejemplares novelas cubanas. Han aparecido también con otros sellos editoriales el epistolario y los cuentos detectivescos del autor de Cayo Canas.

En estos días, Ediciones Oriente llevó a las librerías  un volumen titulado Fragmentos de interior, de  Cira Romero,  autora de una considerable, aguda y certera obra investigativa y enjuiciadora sobre la literatura cubana.  Fragmentos de interior es un libro testimonial. Ha sido compuesto, juntando preguntas de entrevistas, juicios de expertos y textos parciales de Novás Calvo, de modo que todo parece una vivaz  y fluida indagación cuyo resultado es  un panorama biográfico, literario, incluso psicológico de este escritor, nacido en Galicia en 1903, y llegado a Cuba cuando niño. Es, por tanto, un escritor cubano. Un gran escritor cubano  que falleció en Nueva York en 1983. No lo vamos a culpar por ello.

Novás Calvo, que gozó del respeto y el afecto de lo más valioso de la intelectualidad cubana de su tiempo, aunque muchos de ellos fueran comunistas o de derecha, vivió entre las décadas de los 40s y 50s, un gran desencanto. Simpatizante de la izquierda, había ejercido de  periodista en España durante la guerra civil,  pero luego abjuró de esa filiación política. Incluso, empezó a lamentarse de ciertas dificultades con la literatura y  a veces reputó al periodismo como lo único válido, según me confesó Lisadro Otero, subordinado de Novás en Bohemia, y de quien recibió recomendaciones que intentaban apartar de la literatura al más tarde autor de Temporada de ángeles. En una de sus cartas a José Antonio Portuondo -publicadas en Cuestiones privadas, Editorial Oriente, Santiago de Cuba, 2002-, Novás le expresa que se considera seco, incapaz para escribir. En 1947 le confía: “(…) Me falta idioma; el lenguaje está manido, viciado, emporcado, por el uso; ha perdido frescor, no hay forma apenas de decir nada con originalidad; todas las imágenes están asendereadas y todos los giros gastados; solo queda algún modo personal de combinar las partes y de huir de los tópicos, pero esto mismo limita el lenguaje, lo hace amanerado, peculiar, y, a la larga, fácilmente corruptible…”

Lino Novás Calvo fue un hombre signado por méritos humanos. Realizó en Cuba diversos oficios, entre ellos taxista. Y desde el autodidactismo supo convertirse en un escritor muy notable, a veces excepcional. Dominó el idioma inglés con tantra propiedad como para traducir, el primero,  El viejo y el mar, de Hemingway, su amigo íntimo. Traducción que Bohemia publicó completa en un número casi especial.   Hemingway quedó complacido. Claro: gran escritor traduce a gran escritor. Qué titular más justo y exacto. Y justo será también que leamos  a Novás Calvo en Fragmentos de interior, ese cuadro que compuso Cira Romero para darnos la visión de un creador que confirma cuanto de humanidad, incluso de inseguridad y de duda, habita en muchos de quienes  saben conmover con la palabra… (Adaptacíón del comentario difundido por Radio Progreso)                    

LOS DÍAS TERRENALES

LOS DÍAS TERRENALES

Libros publicados en Cuba

Luis Sexto

Distinguido por  haberse inclinado hacia el lado más espinoso de la vida: la izquierda, José Revueltas vivió en constante conflicto con su conciencia y con los rasgos deshumanizados de una militancia, pretendida militancia, que se pone por encima de los valores humanos. Todo lo rígido, todo lo inapelable, parece decir Revueltas en Los días terrenales, es usualmente inhumano.  

Esta novela, publicada recientemente en La Habana por la Casa de las Américas, confirma que una novela política será efectiva si no renuncia a convertir los hechos en un interiorizado conflicto ético. No puede haber política sin personalización, y Revueltas nos va apasionando con el universo descrito en Los días terrenales.  Y yo desafío a que se ponga después en conceptos la peripecia de los personajes para averiguar si consigue hacer estallar una revolución en el alma de los lectores.

Ciertamente, un ensayo o una monografía jamás podrán contener el mundo de sueños, el mundo hondo y conmovedor de un poema o una novela. Pero aunque todo en el lenguaje y la técnica de la novela sea oblicuo, sugerido, trasvasado en imágenes, Los días terrenales, publicada por primera vez en 1949, no esquivó el problema principal de la lucha por el triunfo de la revolución proletaria en México,  ni consiguió evadir la polémica con quienes se reconocieron desnudos y vacíos  de todo compromiso con lo más entrañable del hombre: la libertad de conciencia, el libre albedrío de la subjetividad humana.  

José Revueltas, cuya vida acumuló sólo 62 años, fue  un díscolo entre los comunistas mexicanos según los enfoques dogmáticos. Tuvo a veces que hacerse la autocrítica para subsistir siendo fiel a sus ideas. Ideas que lo separaban de sus compañeros de ideales revolucionarios  y a la vez le ganaban el odio de la clase que ejercía el poder.  Vivió, pues, como partido en dos. Y entre expulsiones y críticas de su partido y  la cárcel de sus enemigos, pasó su existencia. Desde los primeros años juveniles estuvo en Islas Marías, presidio mexicano de tétrica fama, y ya en la madurez, acusado de ser ideólogo de la revuelta estudiantil de 1968, lo hospedaron en la cárcel de Lecumberri, donde, escritor cada día y en cualquier hora y rincón, escribió una de sus novelas mejor valoradas: El apando.

Novelista, ensayista, dramaturgo, guionista de cine, escribió básicamente para inquietar. Los muros del agua, Los motivos de Caín, y otras, y en especial Los días terrenales, aún nos advierten, con su cuadro dramático, incluso trágico y a veces grotesco, que las  ideas, cuando se defienden desde posiciones rígidas y se les atribuyen más valor que a los seres humanos, se vuelven enemigas de los principios y fines que las sustentan y las justifican.

Los días terrenales, preciso y conmovedor documento literario, sigue despierta, con su lenguaje plástico, cromático, intenso como densa atmósfera de gases tóxicos. Todavía tiene en sus páginas el farol  de vigilante nocturno con que la literatura acompaña el paso del Hombre durante sus días en la Tierra.   

 

TOCANDO EL CIELO CON LOS OJOS… Y LOS OÍDOS

TOCANDO EL CIELO CON LOS OJOS… Y LOS OÍDOS

Por Luis Sexto

Un nuevo libro del poeta Luis Lorente, presentado el 22 de octubre, en la Unión de Escritores y Artistas.

Me propongo definir la poesía desde la plástica. Quizás sea una decisión caprichosa, arbitraria. Porque uno tendrá que partir preguntándose si los ojos son primordiales en el poeta. Y al leer El cielo de tu boca he de aceptar que,  en Luis Lorente, el sentido más aguzado es la vista. Lorente  es un poeta del mirar. Sus poemas son como óleos y acuarelas, figurativos cuadros de la vida cotidiana donde el poeta saca los brazos  desde las aguas verdiazules u oscuras de unos ojos, los suyos o los ajenos.

No es primera vez que comento un libro de Luis Lorente, nacido en Cárdenas en 1948.  Ahora, con el sello de Ediciones Matanzas, recién ha salido de la imprenta El cielo de tu boca, un volumen de 82 páginas útiles que confirma que  el autor es un poeta visual. ¿Solo visual? Lo pregunto,  porque un ser humano solo con ojos puede andar, pero un poeta con ojos y sin oído no debiera caminar mucho entre la luz y el sonido del cosmos poético. Sí, en efecto. Corrijamos la percepción primera y digamos que si Luis Lorente compone sus poemas como si pintara,  también los escribe como si los oyera en un pentagrama. Es decir, los poemas de El cielo de tu boca, como de los anteriores libros - Más horribles que yo, o Esta tarde llegando la noche, y la reciente antología titulada  Fábula lluvia - suenan, incluso bailan, en el verso libre, o en el poema polimétrico, o en la forma del soneto, catorce versos en que Lorente sobresale con especial distinción.

Lorente conoce la raíz de la poesía: la magia, el exorcismo  y la armonía. Sus  poemas son cuadros con sonido y ritmo, color y musicalidad que conducen al lector a través de historias plenas de añoranzas, fantasmal  exaltación de lo vivido y sobre todo de lo visto. No por descuido, en  El cielo de tu boca se repiten palabras como ojos, miraluz, noche, penumbra, es decir, términos cargados del sentido de lo que se vive nuevamente viéndolo en la evocación brumosa y a la vez iluminada del poema. Tal vez deba ilustrar mi opinión. Por ejemplo, veamos estos versos: En un sillón de mimbre que Rosario/ heredara de su abuela, las patas como brazos/cruzados sobre el pecho, con altivez, el perro/ posa, sabiendo que disfruta de holgados privilegios/ y aspira los olores del mundo en bancarrota/alzando  la nariz profusa y aguileña. Evidentemente, un retrato, una descripción pictórica e historiada en que  el poeta renuncia a la síntesis conceptual.

 El lector encontrará en  El cielo de tu boca un mundo habitual. El mundo del hombre que vive, y ve y oye el peso de la vida que termina o se frustra y lo lamenta muy sugestivamente al decir: No conspira mi voz estrangulada/ por un vuelo de cuervos en acecho, / sus demencias persisten en el techo, / no han saciado su sed desaforada. Una flecha de cuervos trasnochada/ con desprecio me hiere todo el pecho, / toman mi sangre y comen mi deshecho, / antes de huir en flecha avergonzada. / Los cuervos no sabrán nunca qué han hecho. / si por fin me arruinaron la mirada/ y mi camino es un camino estrecho/ donde no clamará mi voz callada/ que perdió desde anoche su derecho,/ recuperar su vida abandonada…

He repetido  la lectura de ese libro, que no se entrega sumisamente por la vista, aunque le sea consustancial; precisa también de los oídos. Y vuelvo a plantarme sobre criterios anteriores. Luis Lorente es uno de los poetas que, en Cuba, esquiva la tendencia a picar líneas de prosa para travestirlas en renglones cortos, como sucedáneos de versos que solo suenan con la opacidad del falso metal, pues les falta a muchos la cadencia, esa singularidad poética que a veces, según Borges,  influye más en la atmósfera de un poema que la propia palabra.  Y si a pesar de ello, los que se arrogan la función de dictar el canon,  pasan por alto la obra de Lorente, puede considerarse como una natural incapacidad o un tendencioso interés grupal del que juzga y ensalza prestigios inmerecidos.

La poesía del autor de El cielo de tu boca, sin clamar por aplausos, ni inquietarse por la moda, seguirá  llamando la atención de quien tenga, sobre todo,  ojos y oídos.

LECTOR DE POEMAS

LECTOR DE POEMAS

Por Luis Sexto

El  problema de un buen lector sería saber por qué  relee y qué relee. ¿O primeramente habrá que aclarar por qué uno lee esto y no aquello, y relee aquello y no esto? La relectura se desprende de la lectura. Antes, como es obvio, hay que leer. Han dicho, y no recuerdo quiénes, que un narrador o un ensayista recrea a sus antecesores; este comentarista diría que también  prefigura a sus lectores. Un poeta, para ceñirnos al tema anunciado, también lleva en sí la potencialidad de engendrar a los lectores del futuro. 

No es extraño que un poema pierda actualidad, y permanezca solo como una señal pétrea  del paso de su autor por la historiografía literaria. Y por ello la pregunta que ahora vendría a completar las intenciones de esos lugares comunes sería esta.: ¿Tendrá relación el año de nacimiento del poeta con la perdurabilidad de un poema?

El poeta escribe en un tiempo: su tiempo, en que adquirió las ideas definitivas, las influencias decisivas. Pero parte de los lectores posibles leen en el mismo tiempo, y también los potenciales lectores del futuro cambian con respeto a sus antecesores. Y vendríamos a admitir, pues, que el poema pierde vigencia en cada generación entrante: se va con las salientes. ¿Será verdad esta presunción, este análisis fundado sobre las cronologías?

Tal vez la respuesta más pronta sea sí, puesto que el poema, sus conceptos, sus imágenes, y el gusto que las prefiere, cambian con los tiempos.  Una rectificación  habría que hacer, sin embargo: no es la poesía la  que cambia sino la forma. Lo poesía, ese misterio que pocos se han atrevido a develar afrontando el riesgo de maltratarlo, es algo distinto a la forma, como los brazos, los pies, la cabeza no es el ser; uno se siente distinto, aparte de su cuerpo, y si falta un miembro, el hombre o la mujer  continúan percibiéndose enteros desde dentro.

Mi experiencia casi rechaza toda la poesía de la época en que vivo. Y empleo el término poesía  en su textura formal, no en su tejido interno, y el de época como actualidad. No muchos de los que cuentan mi edad me colman. Y menos aun, muchos de los poetas a los que les doblo la edad. Porque esta meditación ya ha de reconocer que en qué lugar, en que estado, en que conciencia la poesía modifica su esencia. ¿Será cierto que hay muchas poesías, es decir, numerosas y cambiantes esencias poéticas? ¿O tendremos que averiguar si lo que leemos hoy o leímos ayer es poesía, esa sustancia que, sin precisarse, todavía resuena en el  ya viejo discurso del Abate Bremond en la Academia Francesa cuando preguntaba “qué cosa es al fin la poesía”?  Manuel del Cabral quizás haya acertado cuando a esa universal pregunta respondió que era “un agua pura, tan limpia/ que da trabajo mirarla”. Y que Eluard calificó de “la mejor definición de poesía”que había conocido.

Me parece que aún no hemos dado con la definición absoluta, puesto que la factura poética también se extravía cuando la  responsabilidad del poeta  se enruta hacia una aventura de experimentación. Y si empezamos hablando de relecturas, uno de los libros que releo es Los conjurados, de Borges. A mi sentir, nos envuelve en la atmósfera de lo último, lo definitivo, pues lo publicó en 1985, un año antes de fallecer. Y tanto en la dedicatoria y el prólogo, como en varios de esos poemas que oscilan en la diversidad formal, el polémico autor de La Historia universal de la infamia dejó, como una especie de última voluntad literaria, de sabiduría testamentaria, algunas  líneas que  subrayo y vuelvo a subrayar, porque  proponen respuestas a lo que parece carecer de explicaciones aceptables. Por ejemplo, esta, que asumo como una norma: “En el poema, la cadencia y el ambiente de una palabra pueden pesar más que el sentido”.

Y es en ese instante cuando uno recuerda las palabras de Bergamín en su ensayo sobre Dante, cuando le atribuye al maestro del “dolce stil nuovo” creer inseparable a la música  de la poesía.  Y  Bergamín acota que “en ninguna otra poesía surge ante el pensamiento, con precisión plástica tan pura y resonancia musical tan honda, la imaginación o figuración que el poeta mágicamente nos revela”.  Es así, según un verso del propio Dante, “Il pensamiento en sogno trasmutai”. Y en ello concuerda el cubano Roberto Manzano, en el prólogo de  Pensamientos libres: “La escritura poética no solo exige fantasía para el plano conceptual, sino también para el plano vehicular…” Antes nos ha dicho el autor de Synergos las dos tendencias básicas de la lírica actual en Cuba: una, “el refinamiento vacío, deudora de un coloquialismo íntimo, imbricada con cierto aire posmodernista que se sueña de última hora”, “y otra tendencia a desarmar el texto hasta dejarlo, como un trozo de carne aporreada, en pura fibrilla”. Y en autores de estas tendencias, creo yo haber visto en ciertas páginas una presuntuosa aspiración a reclamar las ínfulas del canon poético, como intriguilla grupuscular.

El marxista George Tompson ya demostró que magia, ritmo y palabra se amalgamaron desde el principio para  fundar el metal de la poesía. Y si esa armonización de ingredientes  parecidos pero disímiles, no va por fuera, habrá de ir por dentro. Porque la poesía no puede resultar solo un ejercicio intelectual, ideográfico, aunque sea, en el fondo, ideológico. Esa es, pues, la carne ripiada o la resequez conversacional disimulada que ve Manzano y uno confirma en una poética que, analfabetizada en valores como la concisión y la cadencia, presume de una superdotada imaginología.  Si no es recomendable que se vea la voluntad de “hacer estilo”conscientemente –quebradura de la espontaneidad aparente- tampoco favorece al poema que se bifurquen las exigencias, de modo que se trasmuten, más que en sueño, en  exceso de ebriedad prosaísta o palabrera: Este verso dice: “… me visita sin avisar su inesperado arribo”. Y esta línea se acepta, sin preguntar si lo extralógico de la poesía ha de ser golpeado al pasar por entre las filas del garrote de la tautología o la inconcisión. ¿Fantasía conceptual;  ruptura  válida de la lógica del lenguaje? Tal vez sea posible en la infancia, el presumir que la llegada de lo inesperado se puede anunciar.  O quizás el poeta no se conoce, o no conoce los engarces del oficio. O yo no sé reconocer la ingenuidad creadora del autor.

Como lector, pues, me detengo ante el poema que no lo intenta parecer, y utiliza los caireles de lo sugerente y la recurrencia a palabras ya innombrables.  Me atrevo a ubicar la poesía en los parajes más neblinosos, intuitivos, inapresables  de lo humano. “He aquí que de pronto recuerdo/ y me digo: he vivido. / Aquí, en mí, tengo que decírselo a alguien a fin de que corrobore mi certeza. /  Una y otra vez digo: he vivido. / Y el incrédulo desmiénteme, replica: / Conozco cuanto sueñas, / niño mío. Ya/ iremos a conocer la vida, a comprobar/ los frutos: quiero de ti un testigo lúcido.”

Qué más podría pedir un lector de poemas, aunque este que cito fue publicado cuando yo sufría  la adolescencia. Y al leerlo hoy,  me animo a creer que el poema ya prefiguraba  a uno de los lectores que, 50 años más tarde, haría suya la experiencia del poeta.

¿Por qué uno escribe un poema? ¿Qué se busca? ¿Acaso una forma del conocimiento de sí mismo? ¿Un reencontrarse? ¿O historiarse? ¿Volverse hacia dentro, como en un viaje de vuelta?  Esas son preguntas de poetas. El lector, en cambio,  tendrá que seguirse preguntando: ¿A quién leo?  ¿A quién releo?  (Tomado de La palma de la mano, Cubahora) 

 

 

 

EL PALPITAR DE UN AVE EN AGONIA

 Por Luis Sexto

 Tomado de La palma de la mano, Cubahora

Entonces ignorabamos que Luis G. Urbina  había sido el padre de Silvia Pinal, la actriz mexicana que desde su esplendor físico y cinematográfico encabritaba  nuestra adolescencia aquejada  por los primeros tirones de la varonía. Sabíamos de memoria, en cambio,  un poema de Urbina, titulado Metamorfosis: “Era un cautivo beso enamorado/ de una mano de nieve que tenía/ la apariencia de un lirio desmayado/ y el palpitar de un ave en agonía…”

Hoy, cincuenta años después, de vez en cuando llamo por teléfono a alguno de mis coetáneos, le recito esa primera estrofa y éste, con la voz lagrimosa, continúa con el resto de la letra, como si la estuviera leyendo:  “Y sucedió que un día,/ aquella mano suave/ de palidez de cirio,/ de languidez de lirio,/ de palpitar de ave,/ se acercó tanto a la prisión del beso,/ que ya no pudo más el pobre preso/ y se escapó; mas, con voluble giro,/ huyó la mano hasta el confín lejano,/ y el beso, que volaba tras la mano,/ rompiendo el aire se volvió suspiro”.

Este poema de  Luis Gonzaga  Urbina  data posiblemente de los primeros años del siglo XX, según un informado artículo del historiador Yoel Cordoví -inserto en el número seis de la revista Temas, correspondiente al trimestre enero-marzo de 2010. Publicado en Glosario de la vida vulgar, libro impreso en España, en 1916, había ganado popularidad, tal vez por haberse difundido antes en revista y periódicos. O por que el autor lo recitaba en público. Al menos sabemos que en una velada organizada por el compositor Eduardo Sánchez de Fuentes para recaudar apoyo monetario para el poeta recién exiliado en La Habana, los concurrentes  le  pidieron  a Urbina  los versos alados  de  Matamorfosis .

Ahora uno puede preguntarse por qué nos seducía ese cautivo beso enamorado hasta el punto de fijarlo en la memoria  de nuestra adolescente inquietud intelectual, y  recordarlo en la madurez como el padrenuestro aprendido de la abuela o en las escuelas de entonces. Quizás lo recordamos, por la misma razón que recordamos La fuga de la tórtola, de José Jacinto Milanes, o A una golondrina, de Juan Clemente Zenea, ambos cubanos. Y aunque entre los tres románticos hay distancias generacionales y de influencias literarias y de ambientes formativos, los tres poemas coinciden en la delicadeza de los sentimientos, en la situación de despojo descrita en el contenido y en la suave musicalidad que habla de una tórtola que se fuga, de una golondrina que pasa y deja al poeta doblemente cautivo en la prisión y en la nostalgia familiar,  y  de un beso que se escapa y muere sin llegar a ser beso.

Urbina, nacido en 1867, murió en 1934, en Madrid. Entre sus libros figuran Versos, publicado en 1890 -donde incluyó su primer poema, escrito a los 16 años- y Los últimos pájaros. Vivió varios un año en La Habana, entre  marzo de 1915 y marzo o abril de 1916. Discípulo filial y ex secretario privado de Justo Sierra, justamente elogiado como  secretario de Instrucción Pública de México,  llegó a Cuba, a la par que otros intelectuales y artistas mexicanos como el compositor Jose M. Ponce, para eludir los riesgos -incluso la muerte- de las revueltas caudillistas, las venganzas políticas y las sublevaciones campesinas.  De acuerdo con las investigaciones de Cordoví, Urbina apenas escribió en su exilio cubano sobre las  humeantes circunstancias de su patria; sólo se sumó a la faena cultural y periodística de La Habana, particularmente en  El Heraldo de Cuba, periódico que destacaba, en particular, la lectura sensible, espiritualizada, bajo la influencia de Manuel Márquez Sterling.

El año exacto que residió en la capital cubana se convirtió en una especie de efeméride venturosa en la cronología del poeta. Urbina, sensible, musical, y abierto, es decir,  sin hermetismos ni conjuros esotéricos, en su modo de concebir el verso, y democrático en su acercamiento a la realidad, sentía peculiar atracción por el mar habanero, además de por el paseo del Prado donde el andar de las  criollas ofrecía cotidianamente conciertos de caderas simpar. También visitaba los solares para oír, en medio de la pobreza, el repiqueteo de la cultura de los cubanos descendientes de africanos.

Como habitual  ruta en su andariega manera de pensar el próximo poema, recorría el Malecón. Y tanto le placía que reprochó a los capitalinos –y cito nuevamente a Cordoví-  no estimar los valores del Muro del litoral, frontera comúnmente apacible donde el mar deposita, trasmutado  en espuma, su cansancio.

Al mar de El Mariel, puerto al noroeste de La Habana  le dirigió una Pregunta inútil, título del soneto en que, con la nostalgia propia de un romántico viejo que escribe en lengua moderna sin los caireles del modernismo predominante en esos años, evoca a la esposa y las hijas lejanas.: “Dime si Luz, la tierna Luz de mi amor, ufana/ con inquietud de pájaro ve la vida pasar/ y si las cuatro a la hora de la cena temprana/ en torno de la mesa se ponen a llorar…”

Fue, entre nosotros, como un teórico de la crónica contemporánea, enunciado periodístico en que se prueban las facultades para apartarse de la prosa maquinal que alguna vez predomina en los periódicos y recrear el lenguaje haciéndolo más subjetivo. Conocí esa faena de Urbina  cuando solicité en la Biblioteca Nacional, en la Habana,  Los ojos de Argos, libro de crónicas de Ruy de Lugo Viña, nacido en Santo Domingo, Las Villas, en 1888, y muerto en 1937, en un accidente en Cali mientras reportaba el vuelo Pro faro de Colón. El prólogo pertenecía a Urbina.  A la par que abría la verja de hierro dulce del volumen, impreso en 1915, decía el mexicano del cubano: “Todo lo construyó adrede el autor de este libro para albergar (…) las impresiones momentáneas exigidas por la inquieta voracidad del periodismo.” Pero advierte Urbina enseguida: “el material de cultura, de talento, de emoción estética, es, a pesar de todo, tan fuerte, que resultó durable y de perfectas condiciones de estabilidad para ser trasladado de la hoja volante al tomo superviviente”.

Y resultó durable,  añade, porque “cronista que ve lo que pasa a su alrededor y en seguida corre a la mesa de redacción a reproducirlo en un estilo atropellado y simplón en el que se deslizan frases hechas, metáforas gastadas, muletillas corrientes, tropos de cuño borrado, y moldes léxicos con abolladuras en los relieves (…) cronista que conserva encerrados los adjetivos en un globo de lotería, para sacarlos a la buena de Dios, de sintaxis momificada, de barbarismo de moda, de sencillez cursi, como modestia de costurera, cronista así no es Lugo-Viña”.

En fin,  los años pasan y no van confirmando que la poesía y el periodismo son también,  o sobre todo, música, agrupación de las palabras de modo tan armónico que exalten el contenido. Habría, sí,  mucho de qué discutir sobre poesía y poetas, periodismo y periodistas. Y Luis G. Urbina  estableció una alianza entre el poeta y el periodista.  Si lo leyéramos,  quizás no nos parezca tan  viejo, y lo sintamos cercano.

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