PROBLEMAS DE ESCRITOR
Luis Sexto
Ciertos poetas y narradores, o algún periodista, pueden convertir un poema, un cuento, o un artículo, un reportaje, una crónica en la cápsula de la primera página de un libro. Un libro que se empieza a escribir si el cosmos de alguna de sus semillas es lo suficiente denso como para que el libro intente acumularse a base de una ley de gravitación entre la unidad y el conjunto. A esa inclinación hacia la trascendencia llamamos vocación de escribir “obra durable de sí”, como decían en el XVI los primeros ensayistas españoles.
El libro promete la perdurabilidad. Al presillarse en volumen, parece tener la espalda ancha o dura como para soportar agravios, incendios, migraciones, y la saña de la ignorancia o la indiferencia. Durante algo más de un año he registrado el devenir de uno de mis libritos de poemas en una librería de La Habana. Cada semana he visto, poco a poco, disminuir aquella inicial ringlera de por lo menos más de cien ejemplares muy reducidos en su paginación como ha de pesar un poemario: sin un kilogramo de más. Resultó una comprobación dolorosa, de ejecución sumaria de mi vanidad, que en lo más soterrado de mi intimidad no es sino ansioso persistir en la justificación de mi existencia. Sin embargo, aunque entre un periodo y el siguiente no notara diferencia, permanecía tranquilo. Es un libro, me decía; estará en ese sitio invitando al lector, provocándolo con la hechura de obra humana. Qué poetizará este, se interrogaría un tanto despectivamente un presunto comprador mientras mirara el nombre del autor de los versos. Por ello, el mejor libro es el escrito y publicado.
Ahora bien, yo no sé escribir un libro. Nunca aprendí, si aprender no supone un leer y ponerse en ósmosis con el autor, aceptando o cuestionando sus códigos, sus estrategias en el proceso de relacionar las cuartillas de la primera en adelante. Leer con intenciones de usurpar la técnica ajena, lo he practicado desde la adolescencia. Aún repito como propios aquellos versos del poeta colombiano Restrepo cuando refiriéndose al personaje evocado en el poema, logró este hallazgo, irrepetible en letras, aunque sí deseado como fórmula para el acierto de los aprendices: “…Tenía la ancha sonrisa del maíz”.
La estadística es intuitiva, presumible: Hoy se escriben más libros que los que se publican. Por lo que uno conoce, muchos de los que no se publican están justamente relegados: no son libros. Algunos de los publicados, tampoco son libros, y otros mereciéndolo permanecen en la inedia. Pero, quién se mete a juzgar las opiniones o los intereses de editoriales y editores. Ahora bien, me interesa enfatizar en la moda de escribir libros. Al parecer, innumerables personas se creen aptas para inventar una historia y contarla, o contar los episodios de su vida… Unos aciertan, y otros se quedan entre la realidad y el deseo, como se nombra un poemario de Luis Cernuda.
Advierto, no me voy a meter con los escritores o con los que pretendan serlo. Yo también me he propuesto ser escritor y por tanto he de ser respetuoso con los que aspiran a quedarse en las páginas de un libro. Me interesa, en cambio, exponer algunas ideas de la actitud propia de cuantos se proponen escribir. Estoy convencido que si un libro no remueve y conmueve, para qué se ha de escribir. Y por lo demás, tengo muy grabado en mi vocación literaria que un libro ha de estar lleno de vida, de original percepción del hombre y su circunstancia. Ello es lo principal. Si sobra eso, la vida, la verdad del vivir, quizás la técnica por avanzada que resulte, es un valor finito, es decir, caduco.
Tal vez deba arrepentirme de haber publicado algo sin vida o sin interés. Y mi promesa cada día es convencerme que no escribo para darme gusto, sino para dar gusto a los lectores. Muy cerca de mí lugar de trabajo, conservo un papelito, la copia de un párrafo del escritor soviético, entonces soviético, Yuri Bondarev. Me parece que nunca he leído una definición más exacta e inteligente sobre el libro. Dice Bondarev: “Crear un valor espiritual –un libro- no es quehacer ocioso, ni juego de imaginación antojadiza, ni gracia de burla juguetona. Es una grave tensión diaria, una lenta y apasionada confesión de hombre a hombre, una confesión hasta el último aliento”.
Y a pesar de mi apego a la forma, tengo cerca otro papelito, esta vez del filósofo Hegel, que dice: Es el contenido el que decide, en el arte así como en todas las obras humanas. Pero, no nos obnubilemos ante el monumental filósofo. El concepto decide si sobrevive a la encarnizada dialéctica con la forma. Y ello es lo verdaderamente decisivo cuando uno acepta la tentación de escribir un libro y se echa durante meses una angustia más. O, como sugería el poeta mexicano Jaime Sabines, se enfrenta a una promesa más y termina en el vacío. (Tomado de http://lapalmadelamano.blogcip.cu/)
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