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HOMBRE DE COMBUSTIÓN INTERNA

HOMBRE DE COMBUSTIÓN INTERNA

Don Eduardo Barreiros cumpliría hoy, 24 de octubre, 97 años. En homenaje a su memoria publico fragmentos de la entrevista que a fines de 1991, poco antes de fallecer, me concedió en La Habana para la revista cubana Bohemia

Luis Sexto - @Sexto_Luis

   De mis experiencias como entrevistador, me satisfizo el diálogo con don Eduardo Barreiros, el empresario gallego que trabajó varios años en Cuba en el desarrollo de la entonces proyectada industria automotriz cubana. Al menos el motor Taíno fue su creación, o partió del que fue el  reputado motor Barreiros. Es decir, puedo decir que entrevisté a un empresario muy generoso, con fama de millonario,  y si ya no lo era, lo había sido o lo era menos. Me parece que toqué los resortes de su sensibilidad. 

  Le llevé el original a su casa, en la calle 4, en el Vedado. Le pedí lo revisara por si hubiese el periodista equivocado algún dato. Lo leyó. Y me dijo que le parecía muy bien: ¿Cuánto le debo? No me sorprendí. Y le dije que yo  debía pagarle la oportunidad de haber hecho una entrevista a persona tan interesante y solidaria como él. Insistió. Y le pedí un favor: Mi hijo termina sus estudios de diseño mecánico; el muchacho lo admira y quisiera pasar el mes de práctica en su oficina y taller, aprendiendo de usted. Concedido, dijo. Y así fue. Hoy, convertido en un ingeniero de alta calificación, Luis Felipe conserva aquel período como un punto rutilante en su currículo: en su bitácora personal hay un texto que exalta al hombre que compartió su experiencia y su conciencia con los cubanos.

¿Aburriré si cito parte de aquel diálogo, y reproduzco alguna de mis impresiones?

“Don Eduardo Barreiro se detuvo sobre los arrecifes de las costas de Galicia; miró hacia el rumbo que seguían entonces millares de sus compatriotas buscando la fortuna en América. Y juró que solo viajaría allí cuando tuviera algo que ofrecer; nunca iría a pedir.

“La escena evidencia las claves que este español ha empleado en sus acciones: pujanza, firmeza y perseverancia. Con el tiempo cumplió aquel juramento, que ni las gaviotas oyeron. Y los vehículos signados por el ocho partido al medio de la marca Barreiros  vinieron a este lado del Atlántico a rodar por las autopistas de Colombia, los caminos polvorientos de América Central, las verticales carreteras de los Andes. Y demostraron la probidad con que se elaboraba cada tuerca, cada biela, cada pistón en la fábrica de Madrid, cuyos productos se impusieron en 27 países.

“A Cuba también trajo sus camiones cuando los gobiernos norteamericanos presionaban –como lo hacen todavía- para que ninguna empresa vendiera un tornillo o una medicina a la isla socialista del Caribe.

“Pero este gallego de 72 años, grueso y de andar lento y pensativo,  ofreció a Cuba mucho más que los vehículos de hocico aplastado con que se recogían los desechos de la capital durante la década de los 60. Entregó su talento, su experiencia como constructor de automotores.

“Después de vender su fábrica a la empresa norteamericana Chrysler, que lo colocó en esa disyuntiva mediante fórmulas desleales (de las cuales prefiere no hablar), don Eduardo propuso al Gobierno cubano desarrollar la industria automotriz. Para Barreiros era posible realizar en Cuba la obra que a partir de 1951, y sobre una base material escueta, él había levantado en su país.

“La empresa era honra de España y origen de riqueza nacional. Don Eduardo nunca ha trabajado solo para sí; también para su patria. Asevera: “Quien no quiere a la patria, no quiere a la madre”.

-¿Y cómo logró tanto y tan rápido, don Eduardo?  

Y responde que el trabajo está en la base de cuanto ha conquistado en la vida.

-He trabajado siempre 18 horas como promedio.

Y muestra las manos en cuyos dedos faltan algunas falanges. Fueron accidentes laborales mientras operaba dos o tres máquinas a la vez.

-¿Y la suerte, don Eduardo?

-¿La suerte? La suerte hay que saberla buscar. A todos más o menos les pasa por delante, pero hay que saberla coger. Mi suerte, en fin, está en  haber sido querido, apreciado de cuantos me han conocido.

-Usted, sin embargo, tendrá un secreto.

-Sí, se lo dije: trabajar… y digamos que siempre cumplí una regla: ganar para invertir, nunca para gastar. El gasto nada deja, la inversión crea otra riqueza; de modo que en mis principios como industrial vivía decentemente, solo decentemente, para invertir cuanto ganara.

-¿Cuál ha sido su  mayor error?

-Confiar en los norteamericanos.

(Don Eduardo nació el 24 de octubre de 1919 en Orense, y murió el 19 de febrero de 1992, en La Habana)

¡SANTIAGO!

¡SANTIAGO!

Luis Sexto - @Sexto_Luis

Foto tomada de Cubadebate.cu

Nacido el 8 de mayo de 1933, el periodista Santiago Cardosa Arias falleció  ayer,  22 de agosto de 2016. Esta crónica la escribí hace unos tres años, con el propósito de extraerlo de su retiro y sobre todo exaltarlo ante la memoria olvidadiza del tiempo. Era mi amigo. También uno de mis maestros.

Su nombre se me presentó cuando mí  aprendizaje primerizo deletreaba la pizarra de periódicos y revistas.  Crónicas, artículos y reportajes que leía entonces en El Mundo, Revolución y luego Granma, o en Bohemia, me servían de cartilla, de modelos donde incorporar la técnica de combinar palabras con exactitud y gusto.

Convertido años más tarde en periodista, y andando por  lugares donde fluye el murmullo del agua, crecen montañas o la llanura y el cielo se juntan, y  descubriendo gente anónima, intocada por la publicidad en el recato de su grandeza humana, el nombre de Santiago Cardosa Arias volvió a salirme al paso. ¿Me perseguía para estorbarme? ¿O era yo quien ponía mis pies sobre la huellas de los suyos? 

Hacia 1989,  intenté demostrar que Francisca Paula Álvarez Quílez era entonces la cubana más vieja. Decían que tenía los aires de 118 años sobre su piel, que casi se adicionaba a sus huesos, y los ojos  se le habían blanqueado de tanto abrirse a luz. Bohemia me facilitó adentrarme una mañana en la península de Guanahacabibes. Hablé con las hijas. Y entre tantos papeles, me mostraron un reportaje de Santiago -de Santiago Cardosa Arias- ilustrado, entre otras, con una foto de Liborio Noval en que la negra Francisca Paula, vestida de blanco, exhibía, en los primeros años de los 1960, toda su dignidad de señora antigua y sin sonrisa para el extraño. Las hojas ya cuarteadas correspondían a la revista INRA, que luego cedió, a la que se llamó Cuba, su largo formato y propósitos de periodismo de larga distancia, es decir, letra narrativa, circunstanciada como los libros de cuentos.

Santiago narraba entonces la nueva odisea del país: transformar la zona que había estado 500 años inaccesible para la geografía cercana y habitable. Y en la letra de aquel reportaje ancho le intuía al periodista Santiago la vocación andariega, la adicción al periodismo vivencial, arriesgado. Ya soy consciente de esta verdad: yo transitaba sobre los zapatos gastados por Santiago en la búsqueda de lo menos sabido, lo más intenso del pueblo. Coincidíamos en la vocación “andantatriz, en la pasión de caminar o rodar mientras uno observa y luego cuenta lo visto como si en ello alentara la certeza de multiplicar nuestra existencia.

Santiago –que habla de sí como quien se ignora- ya se aproxima a los ochenta. Todo cuanto anduvo en medio siglo ha quedado en los archivos o en las hemerotecas, sepulcro que deshace poco a poco el papel de  miles de horas de inquietud, angustia, apremios, inconformidades de cierre y no mucho sueldo. Sólo quedaron en la superficie los reportajes de su libro Ahora se acabó el chinchero. En estos días he vuelto a repasarlo. Fue impreso recientemente para periodistas y estudiantes de periodismo. El chinchero, cuya muerte Santiago historió, no reapareció solo. Lo precede un texto que le da título al libro actual: El reportaje y el reportero, donde  Santiago Cardosa Arias, baracoeso nacido en 1933,  trasmite su experiencia y su técnica de construir reportajes. Luego, el maestro enumera las razones por las cuales puede trepar a la tarima privilegiada del aula, y  expone una parcial muestra de sus textos, aquellos de Ahora se acabó el chinchero.

Al tener delante nuevamente a Santiago en sus reportajes, quiero devolverle su influencia de maestro desde la distancia. Deseo salirle al paso como él se me atravesaba transfigurado en historias y personajes durante mis primeros años aprendices, y decirle que si ciertos lectores tienden a menospreciar el periodismo, no dudo de que haya un periodismo que merezca ser rebajado, como esta o aquella obra literaria podría ser ignorada sin que el mundo y Cuba fueran más pobres. Pero el periodismo de Santiago Cardosa Arias afirma el ejercicio limpio,  aliado a las tensiones de lo poético, y niega que el periodismo deba ser un estilo chambón, gris, ni mucho menos un lenguaje que sirva para suplir necesidades menores.

Santiago Cardosa Arias es una columna del periodismo en el último medio siglo. Y yo, apenas una piedra pelona, tengo la dicha –dicha, así puedo llamar a mi gratitud- de recostar mi cabeza sobre su macizo fuste, su enraizada base de humano servicio. 

 

 

RONQUILLO

RONQUILLO

Por Jesús Arencibia Lorenzo

Los periodistas no hablan de los periodistas. He ahí un axioma no escrito que, sin embargo, se ha transmitido por generaciones en el acervo del gremio. Se basa en el principio ético de que los que hacen la noticia, no son noticia. Pero hoy yo quiero romper esa regla.

El hombre de prensa que me inspira es uno de los seres humanos más nobles que he conocido. Hidalgo que ha marcado en las maltrechas filas periodísticas cubanas un camino de rectitud, y que cada día impulsa a quienes le rodean a seguir nadando contracorriente.

Periodista —y antes maestro— por vocación de servicio público, este camagüeyano, aplatanado en Guantánamo por el amor de su Yanira y finalmente nacionalizado habanero, comenzó su despunte en tierras del Guaso, como corresponsal de Juventud Rebelde.

Seriedad y mesura, osadía reporteril y pantalones lo distinguieron desde entonces como guía en el oficio. De ahí pasó a la redacción central del diario azul, donde ha escalado desde la Jefatura de Corresponsales, pasando por la volcánica de Información Nacional hasta la actual, de Subdirector. Aunque más allá de los cargos institucionales —donde su rebeldía jamás le permitirá llegar a los puestos decisorios— el liderazgo que ejerce es esencialmente moral.

Ronquillo es de esos directivos que nunca ordena una tarea que no sea capaz de hacer él mismo con sobrada eficiencia. Que no grita y siempre se hace escuchar, que no impone y siempre se hace seguir. Su carro, el más destartalado de los del periódico, ejerce como ambulancia de JR y resuelvelotodo de sus compañeros. Que lo diga si no Agudo, el buenazo de su chofer, quien a cualquier hora está también disponible, conducido por la generosidad del jefe.

Nadie en los últimos 15 años de este medio ha parido más ideas para trabajos periodísticos (aunque algunas se estrellaran contra los muros de la tontocracia). Ninguno ha editado con mayor belleza y capacidad interpretativa un texto o aportado tan brillantes titulares como los que él regala, noche tras noche.

Los equipos creativos de JR, estructura organizativa para ahondar mediante series de reportajes en los dilemas sociales del país, fueron auténtica creación suya en la década de los 2000. Y llevaron a la publicación, hasta donde la angustiosa realidad nacional lo permitió, a la punta de los esfuerzos por devolverle al periodismo cubano su carta de ciudadanía, tan derruida por las mareas propagandísticas.

Esas mareas subieron y ya de aquellos equipos y sus logros poco queda, pero Ronquillo ha seguido ahí, explotando entonces con indomable afán su veta de articulista y poniendo sobre la palestra temas necesarios, como la ineficiencia económica o los vínculos religión-política en la Isla.

Pocos foros mediáticos existen en la nación donde su voz no se escuche. Y en el gremio su sola presencia levanta respeto y esperanza. Verlo como lo he visto durante una década perder el pelo, literalmente, y recoger, cada vez más cansado, pero nunca pesimista, la lanza de caballero, es de los aprendizajes más fecundos que el oficio y la vida me han regalado.

Así, podría pasarme cuartillas y cuartillas enumerando méritos, citando aquel premio, la otra distinción, el reconocimiento y fraternidad con que lo tratan los lectores; pero sé que él, auténticamente humilde, me tacharía este trabajo desde la primera palabra.

Cuando se escriba la larga y dura crónica del periodismo cubano posterior a 1959, algunas líneas habrá que dedicar a la probidad de Ricardo Amable Ronquillo Bello, un guevariano que se creyó y ha vivido para ejercer la utopía del hombre nuevo.       

LA PASIÓN CONFESA DE AVELINA CORREA

LA PASIÓN CONFESA DE AVELINA CORREA

Luis Sexto

Eva no se llamó la primera mujer en El Mundo, sino Avelina. Avelina Correa que, aun desconocida para el presente, permanece en la cronología cubana por haber sido, presumiblemente, la primera periodista en ocupar plaza fija en la redacción de un diario. Lo que equivale a decir hoy estar en plantilla. La fecha es muy significativa: a comienzos del nuevo siglo, y en vísperas de formalizarse la república enmendada por un padrastro militar y económicamente poderoso.

Si en el tránsito del XIX al XX, La Habana comenzó a testificar el crujido de los tranvías eléctricos, y el 22 de marzo de 1901, las crónicas recogieron el primer viaje entre La Habana y el Vedado, en abril del mismo año se fundó El Mundo, diario sintonizado con los impulsos renovadores de la nueva centuria. Los historiadores de la prensa coinciden en asegurar que fue el primer periódico en plasmar “el eslabón medio entre el periódico personal, de ideas y el modernísimo órgano de publicidad y de gran información (…) El periódico de todos” , según su lema. Incluía grabados y la crónica social cada día. y fue pionero en usar la tricromía, y distribuyó sus páginas a ocho columnas.(1)

Con el nombramiento de Avelina Correa por Rafael Govín, o por José Manuel Govín -que las fuentes enturbian la certeza de cuál de los dos señores fue el director y propietario inicial-, el periódico recién fundado adelantó técnicamente su conciliación con los tiempos a la vez que les atizaba las velas en lo social. ¡Una mujer en puesto de varón en El Mundo! Ese territorio pertenecía entonces a profesionales masculinos. Sin embargo, Álvaro de la Iglesia, compañero de faena, la calificó de “hermana en las letras”. (2)

Para cualquiera de ambos Govín, esa época de tránsito exigía audacia. Y para Avelina Correa, el ingreso en el periódico le reclamó otra prueba de inclinación periodística, y de integridad de carácter y ánimo. En los últimos años del siglo anterior, esta mujer había probado su excepcionalidad cuando afrontó un período tan explosivo y cruel que habría terminado en muerte si ella hubiera sido débil e inhábil para vivir conscientemente la desgracia, y proponerse torcerle las púas. Y sobrevivió, para seguir desafiando las dificultades, y el dolor, la negatividad y el egoísmo de ciertos familiares, y el prejuicio de algunos colegas. Cuando Govín la adscribió a El Mundo, hacía más de dos años que buscaba empleo.

El 31 de diciembre de 1899, había regresado a Cuba desde España. Llegaba desgarrada. En meses recientes, como colgada de las agujas de un reloj fuera de ritmo, se había desplazado de la dicha de mujer enamorada y recién casada, a la viudez encinta. Y al volver, su primera desgarradura en la patria la sufría en los mismos labios de la bahía, de acuerdo con Impresiones filipinas (páginas de una prisionera cubana), su único libro conocido en la actualidad mediante las vidrieras de Amazon (3) . Se había marchado con la bandera española de señora en el castillo del Morro, y a su retorno la saludaban las luces extrañas de las estrellas norteamericanas. Sabemos que muchos cubanos patriotas, al volver de “distante ribera”, experimentaron la misma fractura emotiva.

La Habana, según apuntó Avelina, asombrada o compungida, que no lo podemos suponer, mostraba cambios, principalmente en las costumbres. Porque se topó con mujeres en bicicleta; y seguramente con otras que expelían humo de cigarrillos en público como delicadas locomotoras. Pero ahora hemos de enaltecer a aquellas damas que defendían el derecho de igualarse en oportunidades a su contraparte masculina, y en particular elevemos a la Correa. Porque, aunque usos y actitudes empezaban a modificarse con el fin de la guerra de independencia y con los aportes de la intervención e influencia norteamericanas, la generalidad de los varones, como sabemos, se mordían las alas del bigote ante la inminente certeza de compartir sus fueros dominantes con las que hasta ahora se atenían al espacio familiar de la maternidad y la cocina. Y por ello, en el expediente de Avelina Correa ocupar cargo propio de hombres en la redacción del diario de Govín debió solicitarle inteligencia, entereza, constancia y valentía. Tal vez mucho más que en Filipinas, en 1898.

 

TRES HISTORIAS se relevan en la parábola de Avelina Correa. Cuanto sabemos de la primera apenas alcanza para un sumario estricto. Empieza al nacer en Bayamo en 1875, en casa dotada de atmósfera culta y facilidad económica, según puede uno suponer por parientes y amigos que ella visitaba y nombra en el libro que la sobrevive, como los Martínez Freyre, Antonio Bravo Correoso, los Coronado, y Eva Canel, la periodista española por tanta osadía distinguida. En 1889, con 14 años, Avelina publicó el artículo “Esperanza” en La Habana Elegante, alternativamente revista o periódico, fundada en 1883, con periodicidad semanal, y nombres eminentes entre sus colaboradores o editores: Manuel de la Cruz, Enrique Hernández Miyares, Julián del Casal, Ramón Meza…

Más tarde, Avelina prosiguió su colaboración en los periódicos habaneros. Después de comenzar los fuegos y tajos de la guerra de 1895, huérfana, y pobre, y decepcionada de familiares que no la querían, y tampoco comprendida por el primer hombre que amó, la urgió el impulso de huir. Y decidió embarcar hacia España, con un mínimo de dinero, tras publicar su novela La perla hereditaria. En la página 29 de Impresiones filipinas (páginas de una prisionera cubana) es más explícita y rotunda:

Yo era una mujer, joven y abandonada al azar que quería aturdirme en tierra extraña, había perdido la esperanza de ser feliz, no pensaba en amar ni ser amada, sino en adquirir un nombre; no por ambición sino por necesidad, de poder vivir de mi trabajo intelectual, una vez que mi firma fuese conocida.

Advierto que será conveniente registrar, desde su fundación hasta 1927--cuando Avelina falleció--, las páginas de El Mundo y de Bohemia, medios donde ella ejerció el periodismo, con el interés de encontrar, no sólo formas y contenidos de su obra, sino para detectar más información sobre la tercera etapa de la existencia de esta mujer con rasgos de excepcionalidad. Sólo sabemos que hacia 1901, concluyó en La Habana Impresiones filipinas (páginas de una prisionera cubana). Publicado en 1908 bajo el crédito de Avelina Correa de Malvehy, podemos inferir con exactitud que la autora ya se había recompuesto emocionalmente y en consecuencia vuelto a casarse. Quizás por los efectos de la conmoción de su experiencia en el archipiélago tagalo –tagalo por la lengua predominante, y la etnia, segunda en número-, el libro no se entretiene en los días previos a la partida hacia España, ni en los orígenes familiares de la autora: sólo detalles generales, por añadidura vagos. Al parecer, Avelina lo escribió para su presente, suponiendo que esos datos personales no les eran necesarios a los posibles lectores de entonces. O posiblemente su necesidad de informar no creyó útil reparar en fundamentos familiares que no fuera los relacionados con la peripecia esencial.

La reclamaba acaso un empeño obsesivo: contar sus experiencias en Filipinas, entonces colonia de España. Y no sería un despropósito suponer que retornó viva, porque también su voluntad de creadora le exigía resistir para seguir viviendo y revelar lo vivido. Al Pacífico viajó desde Madrid, luego del 28 de mayo de 1898, fecha de la boda con Alfonso Caos Rebolledo, nombrado interventor de la hacienda pública en San Fernando de la Unión. Y más que escribir una crónica de remembranzas, construyó un testimonio de intención periodística. Comienza con un Exordio que resulta una síntesis de sus circunstancias en tierras del archipiélago filipino, como adelantando los momentos esenciales a riesgo de repetirlos; se detiene para narrar brevemente la circunstancia habanera, y luego, en capítulos sucesivos, pasa a la estancia en Madrid y escribe sobre el rechazo de sus parientes a ella misma y al matrimonio, tan instantáneo como breve, con Alfonso, padre de la niña engendrada casi de inmediato al casamiento, y nacida entre horrores, y se empalma, abundante en actos y rasgos ambientales, con el viaje a las islas Filipinas, el asesinato de su marido, los meses allí prisionera, el parto, y el comportamiento severo, casi atroz, de los insurrectos tagalos, luego explicado por las raíces opresivas de la insurrección. El momento coincidió con el arribo de una flota de guerra norteamericana a las islas, consecuencia de la guerra hispano-cubana-norteamericana. Y el libro termina con el retorno a Cuba.

Estremezcámonos, con estas frases: …

Mi amado perdió la vida de una sola herida; yo recibí tres, y creyéndome muerta me llevaron a enterrar; abrieron para el efecto un hoyo profundo, y mientras hacía esta operación me tiraron sobre cinco cadáveres, y entre ellos estaba mi Alfonso idolatrado! // Volví de mi desmayo ante tan brusca impresión, al verme aún con vida y chorreando sangre de mis heridas, Vicente Quesada, presidente de aquella partida, me perdonó la honra y la vida, llevándome con ellos prisionera” (4).

 Aparte del valor informativo de los sucesos, es en las descripciones donde hallo lo más periodístico del libro, por otra parte matizado de justificables lamentos, y de intenciones moralizantes, particularmente en la extensa dedicatoria a Alfonsa Milagros de la Providencia, su hija. En el Exordio, Avelina confiesa:

Desde que caí prisionera de los tagalos, formé el propósito de escribir este libro, si recuperaba la libertad y salía de aquel suplicio temporal, con vida y salud. Mucho temí que se perturbara mi razón…

Por la voluntad de escribir, y la insistencia en mantenerse del trabajo intelectual, podemos admitir que Avelina Correa era periodista de intensa vocación. Porque quién que no fuese periodista de ojos interiores preclaros, y viera asesinar a su esposo, y ella misma echada, como muerta, en una fosa junto con otros cadáveres, y sufriera amenazas, prisión y extorsiones, y pariera en ambiente tan trágico, concebiría entre tanta adversidad la intención de hacer perdurar lo vivido, que incluye lo sufrido.

En el estilo, el libro, sin la brillantez de algunos de los contemporáneos de la autora, como, por citar uno, Manuel Márquez Sterling, se mantiene apegado a la corrección y a la claridad -tan sólo garabateada por alguna anfibología. Y destaca también por la capacidad de síntesis y la precisión, y a veces originalidad, en las descripciones. Cuando navegaban por el canal de Suez, trazó este escorzo:

La blancura de las azoteas, elevados minaretes y altas torres del barrio árabe por un lado, y el gusto artístico y moderno de los “chalets” y suntuosos edificios del barrio europeo, rodeado de caprichosos jardines a la inglesa, bosquecillos de acacias, higueras y esbeltas palmeras, cuajados de amarillos dátiles de Berbería, dan a Suez un golpe de vista encantador.

Como periodista no olvidó apuntar alguna referencia histórica o literaria, incluso de las más sabidas, y sumar detalles informativos, para incrementar el interés de cuanto ella veía y luego describía:

Hechas las provisiones indispensables, empieza la navegación por el Mar Rojo, cuyas aguas están siempre tan tranquilas, como las de un pequeño lago. A la entrada, se divisan ambas costas y esto recuerda a los pasajeros, el paso de los Israelitas al abrirse las aguas del mar Rojo; pero luego las costas se alejan, perdiéndose de vista hasta la cumbre del monte Sinaí.

(…) Allí no corre brisa; con suma frecuencia se registran casos de asfixia entre los pasajeros y en las tripulaciones, y eso que la travesía por ese mar se hace con dobles toldos en cubierta, y a la distancia de un metro el uno del otro, remojando con potentes mangueras el toldo superior, durante las horas de sol, y con todas estas precauciones el calor es irresistible, a tal extremo, que si se coloca un huevo al sol sobre cubierta, a los diez minutos se abre y está completamente cuajado.

Más adelante, anotó datos que la confirman en su buida visión periodística:

Adén no produce nada absolutamente, es completamente árido, no hay árboles ni yerba. La actual generación ha visto llover muy pocas veces, y el agua que allí se gasta es del mar, destilada en una magnífica y colosal cisterna, que es una verdadera maravilla.

En Impresiones filipinas (páginas de una prisionera cubana), el lector aprecia manifestaciones de sagacidad, como presagios que removían la sensibilidad de Avelina Correa cuando observaba una situación y olfateaba humos de peligro. La cita que sigue podría generar dudas de que sea una expresión de su agudeza y profundad focal al interpretar hechos y conductas, y resulten, en cambio, obra de supersticiones o de tendencias neuróticas. Sin embargo, cuando andaban hacia San Fernando de la Unión, en compañía de un mestizo casualmente encontrado, y otros amigos de este, le dijo: “Alfonso, presiento una desgracia y mi corazón es muy leal: no se engaña nunca”. Y lo advertía porque el nuevo acompañante sugería una vía y una ruta distintas a la planeada por el matrimonio. Alfonso Caos Rebolledo aceptó la propuesta. Y le comentó a su mujer –cito libremente : Esta vez te vas a llevar una decepción muy grande en tu corazonada. Pero ella acertó: perdió a su esposo. Y la causa de que los insurrectos lo mataran a él e intentaran matarla a ella, fue por viajar acompañados de aquel señor mestizo llamado Enrique Lette, habituado a maltratar a los indígenas. Así se trata a esta gente, le respondió a Avelina cuando protestó por el tono altanero y ofensivo del señor Lette.

Avelina aclaró:

Efectivamente, en Filipinas siempre se ha tratado a los indios (5) mucho peor que aquí (6) a los esclavos; pues hasta en las casas particulares, por la cosa más insignificante, se daban palizas enormes a los criados; y los mestizos eran más crueles con los indios que los castilas (españoles).

Y en el siguiente párrafo, indicó:

“¡Oh! si ellos se hubiesen ido primero hubiera sido la salvación de Alfonso”.

Más adelante, la historia se percibe completa, a pesar de la sintaxis confusa del segundo párrafo, agraviada, entre otras presencias o ausencias erróneas, por el posesivo “su” que intenta sustituir el nombre de Alfonso. No obstante, la lógica del lector lo aprehende enseguida. Y comprende que la autora recordaba uno de los momentos más punzantes del relato:

Allí me dijeron que Enrique Lette era un filipino muy malo con sus paisanos; que debía muchas vidas, lo mismo que el padre Mariano, por lo cual se había sublevado contra ellos toda la provincia, decretando la muerte de ambos y jurando aprovechar la primera oportunidad para realizar sus deseos.

El nombramiento de comandante de voluntarios que dieron a Enrique Lette en Manila, fue la sentencia de su muerte, y la fatídica casualidad de conocerlo nosotros en Daupan y simpatizar mi marido con Lette, la causa de su muerte; pues creyéndolo complicado con él al defenderse con el revólver que le dio Lette, lo creyeron culpable y lo atacaron.

-Siento, señora –me dijo Quesada (7) - que hayamos atacado a un inocente, y sólo deseo que usted tenga resignación y que viva para el fruto de su cariño.

Avelina Correa, tan lejana de nosotros en época y acontecimientos, nos dejó una lección todavía vigente: trascender la catarsis para convertirla en testimonio primeramente periodístico y después histórico. Y ella misma reconoce que a veces “el fruto es amargo, como amarga es la verdad”. Había realizado sus deseos: viajar, y “por experiencia propia he podido escribir después”.

Al cerrar mi lectura de este libro, me he preguntado las razones de tanto rechazo familiar contra Avelina Correa. Y me parece que una causa se empina sobre otras: Avelina pertenecía al grupo de los adelantados de su tiempo, y quienes van delante portan la luz. Y por ello, posiblemente nos hayamos percatado de que la obra periodística de Avelina Correa amerita la paciencia de repasarla en El Mundo, y también en Bohemia, donde Quevedo, padre, le donó espacio. Como quizás sea justa una edición corregida y acotada de sus Impresiones filipinas (Páginas de una prisionera cubana) .

Avelina Correa de Malvehy nos ofrece ejemplarmente una condición sin la cual no se intensifica, ni se perfecciona el ejercicio del periodismo: la pasión de vivir, para contar lo vivido con óptica de laboratorio. Esto es, viendo en el fondo lo que no se ve arriba con ojos comunes. Luis Sexto La Habana, 8 de noviembre de 2015.

Notas

[1] El periodismo en Cuba, libro conmemorativo del día del periodista, La Habana, 1935; página 109.

[2]  Prólogo fechado en 1901 a Impresiones filipinas (páginas de una prisionera cubana), de Avelina Correa de Malvehy.

[3] La Habana, Imprenta P. Fernández y Comp. Obispo 17, 1908. Existe edición facsimilar en Amazon, tomada de un ejemplar existente en la Colección Escoto de  Harvard College Library, Latin-American cuya entrada el cuño correspondiente indica February  6, 1919. A la venta hoy en: http://www.amazon.com/Avelina-Correa-De-Malehy/e/B00K7TRLQK

[4] En las citas no respetaré la acentuación de la época.

(5) Se refiere a los filipinos.

(6) En Cuba.

(7) Vicente Quesada, líder de los de insurrectos.

¡MANDELA!

¡MANDELA!

Luis Sexto

Acercamiento desde la emoción

Nuestro mundo y por extensión el universo,  no se sostienen sobre columnas. Tampoco las columnas de Hércules marcan el fin de la tierra, como una vez la mitología griega y sus derivados supusieron.  Pero sí  podemos decir y creer que  la sociedad  todavía descansa sobre columnas. Columnas humanas. Y hoy  los pueblos de La Tierra lamentan la pérdida de una de las columnas que una vez restablecieron el equilibrio social, ético y político en el mundo.

Ha muerto Nelson Mandela.  Como si dijéramos: Ha caído una columna.

Es verdad que cuando muere uno de esos hombres que soportan sobre sí  toda la justicia, nos sentimos más pobres. Nos sentimos más pobres en virtudes, más pobres en ejemplos, más pobres en voces. Y la pobreza en virtudes es más desoladora que la pobreza material. Tal vez, una fortuna pueda rehacerse. Tal vez,  en unos casos, el abuso del poderoso sobre el débil, vuelva a colmar las arcas del ambicioso. O quizás, en un momento, el débil halle el milagro de una fuente de petróleo o de uranio o de diamantes que le asegure el sustento legítimo.  O el trabajo honrado inteligente y constante pueda llenar  las arcas de aquellos a quienes  les han arrebatado o negado la riqueza.

Pero las columnas no surgen de la erupción de un volcán.  Ni se configuran en los deseos y mediante los conjuros de los oprimidos o de los infelices. Se construyen poco a poco. De pronto, ciertos hombres o mujeres se ven envueltos en una circunstancia decisiva de su pueblo, y empiezan a crecer.

Creció Nelson Mandela a lo largo de su larga prisión de 27 años, 18 de ellos confinado en solitario, mirando desde su ventanuco el cielo que debe cobijarnos a todos por igual, en justicia y equidad. Y Mandela fue a la cárcel  por querer la igualdad y la libertad para su pueblo en África del Sur. Podríamos imaginar a un pueblo, con todos los derechos que otorga la condición humana, sometido a un sistema de segregación, de apartamiento, de apartheid, en el idioma de la opresión.  Aquí -decía el opresor-, el blanco; allí- ordenaba el opresor-, el negro. Para el blanco -indicaba el opresor-, lo de este lado; para el negro -gritaba el opresor-,lo de aquel rincón… Y Mandela en la cárcel. Creciendo. Haciendo pequeña su celda. Sosteniendo en la soledad, con su entereza moral,  las esperanzas y las luchas de su pueblo, como antes de su prisión las había secundado con las armas.

En 1990, fue liberado Nelson Mandela. Mas, el opresor, habitualmente sordo y ciego,  no tuvo un rapto de bondad. Los opresores son generosos cuando son batidos. Desde entonces, en  Angola, donde querían los opresores blancos de Sudáfrica  aniquilar a los pobres que anhelaban ser libre con su negro color y en su tierra, un nombre de la geografía pasó a ser un símbolo del poder de los débiles: Cuito Cuanavale. Y Mandela, libre, se irguió en toda su estatura de columna rematada en un fanal.  Y su pueblo consiguió fundar una república multirracial, unida en la igualdad de la convivencia. En 1994, Nelson Mandela se convirtió en presidente de Sudáfrica.  El sueño  abrió los ojos. En la cabecera, el Maestro. El maestro que al extender los brazos, como un árbol sus ramas, señalaba hacia la comba celeste debajo de la cual cabemos por derecho todos los seres humanos.

 Ha muerto  Nelson Mandela. Y el mundo llora, y evoca, como antídoto para el vacío, las palabras del hombre que lo había perdido todo para dar toda la paz y la justicia a  sus hermanos. Desde tras las rejas, con la paciencia infinita de la gota de agua, dijo Mandela en silencio sus palabras mejores. Las resumió en esta síntesis: “He alimentado el ideal de una sociedad libre y democrática en la cual todas las personas vivan juntas en armonía y con iguales posibilidades. Es un ideal por el cual puedo vivir. Pero si es necesario, es un ideal por el cual estoy dispuesto a morir."

Lo creemos: La columna no ha caído; sigue erguida, mirándonos desde la ancha ventana de la Historia. Su base es un sepulcro y una memoria donde la obra de un hombre, de un hombre hermano entre hermanos, continúa  repartiéndose en luz y convocándonos a fraguar nuestras vidas en modestas columnas de solidaridad…

ELIJO YO; CANTA ÉL

ELIJO YO; CANTA ÉL

Luis Sexto

El propósito inicial era haber leído esta crónica en el cementerio de Santa Isabel de las Lajas, el pasado 26 de octubre cuando se clausurara el encuentro nacional de cronistas. Por razones personales, no pude formar parte de esa peregrinación al camposanto lajero. Resuene modestamente aquí.

Me preguntan sobre la música de  mis 22 años, y podría confesar que oí todo lo de Nino Bravo; ese que gritaba por Noelia, o que llevaba un beso y una flor por equipaje. Qué dramáticamente cursi fui cuando mi corazón alcanzaba el punto del caramelo releyendo las cartas amarillas de tantas palabras nunca dichas.  Podría  añadir  haber sintonizado algo de Schumann –romántico y clásico-, y  de Lecuona y Ankermann,  de Sindo y Delfín, de todo ese lirismo cubano desde donde  pestañea el cocuyo de  la nostalgia por lo que uno no ha vivido junto a la damisela encantadora o a la flor de Yucayo la bella, sufriendo las penas que a mí me matan sobre el tronco de un árbol en cuya corteza caben también nuestros nombres. O escuchar bajo la ventana  de Luz Vázquez si no te acuerdas gentil bayamesa que fuiste vecina de pelo negro y ojos límpidos del Padre de la Patria.  También  Gardel, en particular en aquella canción, o tango canción, sobre la mujer que moría en mis brazos cerrando los ojos en la emigración injusta mientras el mundo seguía andando y esperando el día que me quieras...

Pero de mucho más allá y acá de mis nunca bisiestos 22 años, arrastro un fonógrafo plural. Gira sólo con el viento de  una voz que resuena como si fuera todas las voces. Una voz pasquín pegada a todos los postes de nuestra existencia como pueblo. Timbre insólito instalado en cada casa como atalaya  mística de todos los tiempos. Los cubanos, sea dicho en tan honroso plural, sentimos al escuchar esa voz como un rebrote del sol y la lluvia, del azul y el verde del paisaje insular. Experimentamos el resplandor de la llama y la sangre,  la cordialidad y la independencia de nuestra historia. Y nos quitamos el sombrero ante la voz de Benny Moré. Ningún músico cubano -en país de músicos suficientes e inspirados- ha concentrado sobre su recuerdo tanta incidencia de la añoranza, el elogio y el afán de permanencia. Tan vigente está que cualquiera puede preguntar: ¿Dónde canta hoy?

Intuitivo, portador de una personalidad ritmática, descoyuntada, achispada ahora  y enseguida chispeante, el Benny  encarna la expresión sintética de toda la crónica de la música cubana. Desde lo campesino a lo bailable, desde el cabaret hasta el teatro, desde el salón hasta el barrio. Nadie como él ha podido captar la esencia popular, ni convocar la sensibilidad de las masas con sus movimientos improvisados en una originalidad cerrada bajo un código sin contraseña, ni dirigir su orquesta con la sola ciencia del oído.

Sentimentalidad y  frenesí sobre la misma tarina, en el mismo minuto, el Benny podía  haber dicho  lo cubano soy yo, y en  mí naufragan o despegan la alegría y el dolor, el amor y el despecho, el desaire y la contención. Pudo haberlo dicho sin ofender la modestia y sin deslizarse por la desmesura tan recurrente en nuestro carácter nacional.

 Fue, ante todo, un músico pobre y generoso. Deambuló por bares y esquinas, poniendo su sombrero ante el trasnochado buscador de la felicidad, para recibir unas monedas, como un antiguo juglar o trovador. Se arrimó luego a Matamoros y a Pérez Prado. Y en 1953, empezó a crecer en las aspas de la fama para tocar la punta del palo encebado de la gloria: articuló el formato jazz band de su orquesta. Banda Gigante la nombraron. Y el genio fundador y director, en su decir compañero y familiar, se refería a ella como La Tribu. En lo adelante, bastarán diez años para que plantara su leyenda en el alma del pueblo. En 1963 falleció. Tenía 42 años, edad con la cual aún se eleva el hombre a la condición de predilecto de los dioses. Y ha sido más. El paño donde se enjugan mil sensaciones disímiles: la felicidad y la pena, la decepción y la esperanza. Dejó los deseos enormes de tenerlo siempre cerca. Biografías, novelas, discos, programas radiales, documentales  lo mantienen vivo con la vitalidad de lo que no se toca ni se ve. Solo se oye. En la cauda de su voz choca el agua de la vida contra la piedra, y en la espuma se entrelazan la melancolía y el sueño, lo temporal y lo eterno.

 Desde mis 22 años, ya con el Benny viviendo su muerte, incluso  mucho antes, y ahora cuando ciertas orquestas y cantantes han soslayado la música para priorizar el ruido, deformando  lo más humano de los seres humanos, todavía hoy espero  que la voz del Benny descienda en su trono de nubes y luces, y con su cachimba, su flauta, su voz nos diga, como en un juicio final: Elije tú, que canto yo.  

  

MI PRIMER ENCUENTRO CON CARILDA

MI PRIMER ENCUENTRO CON CARILDA

 

Luis Sexto

El 12 de julio de 1987, la revista Bohemia publicó esta entrevista con la autora de Al sur de mi garganta. A pesar de mi impericia, el genio de la poetisa supo echarme la mano para que hoy, 26 años después, me parezca útil reproducirla

El portón y los ventanales están casi siempre cerrados, y ante la madera y los herrajes coloniales el transeúnte ocasional percibe una atmósfera de misterio en la casa de la calzada de Tirry 81- en Matanzas- donde parece que sólo hubo vida en época remota cuando alguna señora salía a la puerta a comprar verduras y quizá una niña asomaba unos ojos asombrados por entre altos barrotes.

Son apariencias. Porque allí, aunque el amor mantiene en el aire los olores del pasado, sigue habitando la vida, la ilusión y, sobre todo, la poesía.

Es la casa de Carilda Oliver Labra, mujer sola, rodeada, sin embargo, por la presencia innumerable y distante de los lectores de sus libros: autora de tumultuosos poemas eróticos, suaves estrofas de evocación familiar y enardecidos versos políticos.

Demoró en abrirme. La casa es amplia, profunda. Y mis toques tardaron en llegar a las habitaciones del fondo, más allá de un breve patio florecido por donde penetra un cuadrado de sol.

Intensas pupilas verdes. Rostro rejuvenecido por la sonrisa. La miré mientras le explicaba que pretendía oír –y revelar- sus secretos, si es que guarda alguno porque –dije- los poetas no tienen secretos: todos  los fijan en poemas que son como periódicos unipersonales. Ella, modificando mis propósitos, accedió a compartir parte de sus meditaciones…

HE VIVIDO MÁS DE LOS QUE HE LEÍDO

- Usted –recordé- dice en un verso: “Qué bueno que mi desesperación fuese prestada/ que yo viviera de libros”. ¿Puede un poeta vivir de libros?

- Un poeta que se aparte de la vida y en vez de lanzarse a la calle y recoger en esencia misma las motivaciones de lo cotidiano y real, se nutra únicamente de libros alcanzará a ser un actor libresco, apoyado en experiencias ajenas, en hechos que ya fueron recreados a través de intelectos diferentes y que, al ofrecerse de nuevo en otro parto artístico, no poseerán esa chispa genuina, ese hálito de autenticidad que laten en la verdadera obra de los creadores.

- ¿Hasta dónde, pues, son necesarios los libros?

- Si fuéramos a fijar en términos matemáticos la respuesta, siguiendo, desde luego, mi personal circunstancia, los libros sólo serían necesarios en un treinta por ciento, mientras que la experiencia vital no podría limitarse a menos del setenta por ciento. Podemos escribir sin haber leído, pero no sin haber vivido, aunque dudo mucho de la calidad del producto en ambos casos. Las dos condiciones son indispensables. En cuanto a mí, afirmaría que he vivido más de lo que he leído.

- En la última décima de su poema dedicado al asalto al cuartel Goicuría, en abril de 1956, usted increpa al verso, al poema, diciéndole: “Tienes que hacer muchas cosas”. Explique qué cosas tiene que hacer la poesía en el mundo?

Alzó la vista hacia las vigas del techo. Permaneció unos instantes como arrobada.

- Decir la verdad, alabar y crear lo bello, contribuir al gozo intelectual, aliarnos a otros hombres, denunciar la injusticia, enriquecer la vida misma. En una época como aquella, bajo la tiranía de Batista, la poesía tuvo que convertirse en clarín, pólvora, rayo…

NO PODER DESLINDAR POESÍA DE PANFLETO

- ¿Cuáles son, a propósito, los riesgos cuando se canta a hechos y figuras políticos?

- Aunque trasparente sinceridad, el poeta siempre podrá parecer inmediatizado, parcial, partidista a juicio de sus enemigos. Afronta también otro peligro, inherente a la creación comprometida: no poder deslindar, a veces, la verdadera poesía del mal panfleto. Es un género difícil, y tanto lo es que existen muy pocos poetas políticos grandes. Y aún estos, con señaladas excepciones, no lograron en varias de sus piezas políticas la misma eficiencia artística que en el resto de su obra.

- Pero ¿podría ser válida una obra poética que evada los temas políticos y sociales…?

- Una obra así será parcialmente válida. Esos temas no son más que la prolongación de nuestra propia individualidad. Ocuparse de uno mismo y no de otros es casi imposible en la creación artística. Ello la haría subjetiva, ensimismada, egoísta.

“Ahora – prosiguió- el creador lucha por conquistas imprescindibles para la superación del hombre, y se le ve en tareas que en vez de limitar su don lo fecundan y vivifican. Los escritores en su mayoría están dando una batalla por el desarme y la paz del mundo. Y ello es más provechoso que cantarle a una puesta de sol. Claro, no hay que excluir el cultivo de la cuerda íntima. Pero un poeta no estará justificado si se pone a cantarle a una rosa cuando su gente y su tierra sufren una catástrofe natural, o las calamidades de una tiranía, o cualquier otro dolor colectivo”.

Se detuvo. Oímos el tímido maullido de un gato. Poco después el animal entró en la sala. Carilda lo miró con ternura.

Yo pregunté intentando colocar algunas espinas en el interrogatorio.

- ¿Y para usted en qué parte de su obra radica lo mejor?

- La respuesta es ardua… máxime cuando nada de lo que he escrito me dejó complacida. No voy a citarle determinados textos. Diría que la zona de mi obra en la cual considero que está lo más acertado, es aquella abarcadora de los poemas en los que, al tratar de expresar el amor erótico, el amor de la pareja, lo integro al amor por todos, al amor universal. La poesía pasa entonces de goce estético a ser una ofrenda colectiva.

LA BUENA DÉCIMA ES UN MILAGRO

- Usted utiliza con frecuencia la décima, ¿no se siente disminuida al emplear una forma tan usada incluso por quienes no son poetas?

-¿Disminuida? Me enaltece la décima. Aunque de origen español, es la estrofa predilecta de nuestro pueblo. En la actualidad tenemos decimistas muy felices. Desde luego, es difícil. O sea, al componerla podemos pecar de facilistas, de amanerados: lindar con la vulgaridad, o, por el contrario, resentirse de frialdad, de rigidez, de pérdida de frescura si nos esforzamos demasiado en depurarla.

“Una décima será perfecta – añadió- si a pesar de tener un encabalgamiento no lo parece: si es una gota de música y, a la par, una gota de sabiduría, si no se espera, al oírla, la rima como campanada de reloj; si disimula que es décima y a la vez esplende como décima… No sé si me hago entender: la buena décima es un milagro”.

CUBA HACE GUARDIA EN MIS NOCHES

Carilda se levantó. Aplazó con un gesto la próxima pregunta, y trajo una pequeña caja donde supuse que conservaba recuerdos de su existencia ya sexagenaria. Mostró fotografías, que con la crónica gráfica de su belleza. En las imágenes de su juventud noté la mirada de una mujer firme, enérgica, a un paso de transformarse en garra.  Luego sacó medallas: galardones merecidos por su brillantez poética, entre ellos el premio nacional de poesía a su primer libro Al sur de mi garganta, en1949. Para la poetisa ese texto “nació virgen y sin intelectualismos”. Cuando lo escribió – a partir de 1945- sólo tenía 25 años, “y no era culta, no tenía relaciones en el mundo de las letras”. “Era un cuaderno desmañado, aunque puro. En él se incubaba el conversacionalismo, pero yo no lo sabía”.

Le pregunté:

- Heine escribió que el pasado es la patria del alma: ¿podría aplicársele a usted esa definición por su recurrencia a la infancia y al pasado familiar?

- Suscribo en parte la sentencia de Heine. Tuve una niñez feliz y una familia maravillosa. Una aún me llena de fuerza y armonía; la otra, a pesar de que vive lejos de mis ojos, me fulgura por dentro. Ese pasado es, en efectos, la patria de mi alma. Mas, por suerte, no vivo de tales bienes. Está Cuba también acompañándome. Ella es quien hace guardia en mis noches, y me sostiene.

- Dicen que usted es una suerte de noctámbula, que trabaja de noche, ¿qué encantos tiene para usted la noche?

Vi como la malicia de una niña en sus ojos.

- La noche ejerce magia sobre mi. Todos los propósitos para disciplinarme han sido inútiles. Me la paso inventando historietas, fingiendo figuras en las sombras del cuarto, oliendo la albahaca, la dama de noche, el galán que entra por la ventana, interpretando rumores, oyendo grillos inexistentes, y aunque haya ido a la cama temprano termino por levantarme. La noche es cariñosa. Todo ese misterioso mundo, todo ese insondable cosmos, toda esa tiniebla que me sirve de madre, luego se me hace luz dentro.

- ¿Usted busca el poema o le viene espontáneamente; parte de una idea, de una frase?

- Parto de una idea, de una frase o conjunto de frases que aparentemente son sólo frutos de la intuición ya que me asaltan por sorpresa. Pero, si analizamos, son el efecto de una causa, viva desde hace tiempo en nuestro interior. El desarrollo ha sido subconsciente y el primer verso, al nacer, ha servido de chispa reveladora de todo un proceso de contemplación o participación en una experiencia humana. Hay otro modo de escribir: cuando nos proponemos un poema sobre algo que nos interesa, pero no sé por qué el acto de hacer poesía, si es absolutamente volitivo, le quita un poco de magia a la creación. Al menos ese es mi caso.

NO SOY UNA ESCRITORA DISCIPLINADA

-¿Escribe sus poemas de un tirón?

- De un golpe, y no puedo agregarles nada después. Eso sí, vuelvo a releerlos varias veces, en distintos días, y a cada nueva lectura les quito alguna línea hasta llegar a lo más sobrio y económico posible.

-¿Ha estado mucho tiempo sin escribir: digamos, una semana, un mes?

-Frente a grandes cataclismos espirituales estuve muchos meses sin escribir. Cuando toda mi familia abandonó el país, no logré poner una letra en dos años. Cuando perdí a mi esposo, en septiembre de 1981, no pude escribir hasta abril del siguiente año. Entonces, de un tirón, hice un libro dedicado a él: Se me ha perdido un hombre, texto que desarrolla todas las formas de la versificación española.

“No soy una escritora disciplinada: nunca he podido trabajar a diario. Pero cuando llevo tiempo sin hacerlo me consume una desazón extraña, una inconformidad ante todo…”

UN LINDO EJÉRCITO DE PALABRAS

-Usted, por momentos, utiliza en sus poemas frases aparentemente antipoéticas, como esta: “Váyanse a la madre que los parió”. ¿Se percata de que pueden ser una ruptura del lenguaje poético?

-No fueron puestas a propósito: salieron disparadas sin yo poder evitarlas. Me percato muy bien de que, como usted dice, son una especie de ruptura, pero resultaron imprescindibles para dar una exacta dimensión de la violencia e impetuosidad de mis sentimientos. Lo mismo que la plástica y la música colaboran en el instante de la creación poética, es natural que la prosa (o la conversación) venga en ayuda de la poesía cuando esta no se basta a sí misma.

- ¿Y no es un riesgo?

- Es ciento… Sólo en manos inexpertas. Por otra parte, si la poesía precisara de un lenguaje específico, volveríamos al Modernismo. En nuestra época, cuando el hombre se ha arriesgado a todo, muy pobre sería el creador que sólo tuviese en uso un lindo ejército de palabras…”

- ¿Cuáles son sus poetas favoritos?

- No soy muy original: siguen siendo los de la Biblia, Bécquer, Sor Juana Inés de la Cruz, Antonio Machado, Darío, Martí, Gabriela Mistral, Neruda, Vallejo, Rilke y Rimbaud.

- ¿A quiénes lee actualmente?

- A Einstein y los físicos modernos.

¿Broma o verdad? No le pregunté. En el transcurso de la entrevista, Carilda fue a veces lacónica, sentenciosa: a ratos irónica o ingeniosa como cuando quise saber si ella escribía para darse gusto a sí misma y me respondió: “La poesía no es asunto de hablar una consigo misma”. Y cuando pretendí conocer las causas de su residencia estable en Matanzas –fuera de la cual nunca ha podido concebir un verso -, dijo entonces con ánimo de punto y final:

- Porque me tocó nacer en ella. Fue un amor a primera vista.

 

 

UN HOMBRE, LA LEY Y LA LETRA

UN HOMBRE, LA LEY Y LA LETRA

 

Luis Sexto

Aún lamento no haberme equivocado cuando, en 1986,  Waldo Medina me llamó por teléfono para despedirse temporalmente. Ese fue, sin embargo, el adiós definitivo de nuestra amistad. Lo conocí personalmente a fines de la década de 1970. Yo pertenecía a la redacción de Trabajadores. Algún artículo mío, que a él le debe haber gustado, pudo haber favorecido un encuentro personal. Quizás un amigo común, también oriundo de Cidra, Enrique Pichardo, intervino para que nos conociéramos de cara a cara. No recuerdo el momento preciso, aunque su nombre me resultaba cercando, porque lo leía  en el periódico El Mundo donde Waldo publicaba en los 60.

Sólo cabe un término para calificar aquella relación entre un octogenario y alguien que comenzaba a discurrir por los 30 años: amistosa, pero con intimidad, confianza mutua. Yo veía en él a un maestro, un hombre cargado de méritos ciudadanos e intelectuales; y creo que él me juzgaba como un joven aprendiz que prometía ser periodista y escritor. Lo visitaba con mucha frecuencia en la casa de 23 y Paseo, en el Vedado, La Hsbana. Incluso me obsequió libros de su biblioteca, y algunos originales de sus artículos. Le reciproqué publicando una crónica sobre él en Trabajadores y también un comentario a su libro Cosas de ayer que sirven para hoy. Varios de mis primeros cuentos, los de aprendizaje, él los leyó. Y me estimuló: elevó mi autoestima y mi vocación literaria.  Incluso, cuando entregó en la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) el original de un texto revelador sobre la insularidad penitenciaria,  Waldo me pidió que le escribiera el prólogo. Aquel libro, muy valioso por cuanto decía sobre el papel de las islas como prisiones, en particular Isla de Pinos, se extravió en la UNEAC sin publicarse.

Ante personajes como él habitualmente yo hablaba poco. Por ello sé  decenas de anécdotas con Waldo como protagonista. Darían un excelente libro.  He escrito un par de ellas en un volumen, aún inédito,  que se titula El primer viaje del diablo (Historias de bolsillo).  Esta es una: cuando el cura de Alacranes se negó a enterrar  a una guajirita que se había suicidado por amor, Waldo lo metió preso una noche, además de ordenar que se sepultara a la muchacha en el camposanto, que todavía administraba la Iglesia. Fue, en eso, muy valiente. Provocó a todo el Poder: El obispo de la diócesis,  el Gobierno y hasta el Tribunal Supremo. Pero verdaderamente dio la mejor lección de civismo y de caridad cristiana.

También podría recordar el día cuando, siendo juez de Corralillo, en Las Villas, el cacique del pueblo decidió matarlo, porque el “juececito” no se plegaba a sus órdenes y caprichos. Sobrevivió inexplicablemente a la balacera, pero le convirtieron su fisonomía en un queso gruyere.

Esa conducta intransigente, evidencia su entereza;  nunca se doblegó. Podíamos decir que tenía un corazón valiente en un cuerpo frágil y mínimo. Podría hablar  de su sentido de la justicia y de su generosidad para con los pobres y desvalidos. Me parece que  fue uno de los jueces más sobresalientes y distinguidos de la república de 1902, esa que llamamos seudo república. No llegó a ocupar grandes plazas; lo impidió,  según estimo, su actitud honrada, su incorruptibilidad moral.  En los juicios donde los garroteros y los casatenientes acusaban a sus deudores, estos nunca salían con la sentencia favorable del juez.  Waldo Medina siempre beneficiaba a la víctima: al que no podía pagar los intereses de un préstamo o el alquiler de la casa.    

Mereció el título espontáneo de Juez del Pueblo.

Algún pinero viejo lo  recuerda en Nueva Gerona,  Isla de Pinos -hoy De la Juventud- donde ejerció la magistratura del juzgado. Su devoción a José Martí y a la historia, y su ancha cultura cívica lo colocaron habitualmente al lado de las causas populares y patrióticas. Allí movilizó los centavos de la comunidad para reparar la casa de El Abra, la finca del catalán  José María Sardá, donde  Martí, adolescente, recién liberado del presidio político, vivió unos meses  antes de ser deportado. Waldo cumplió su deber aplicando la justicia de los pobres, nunca la de los ricos. Cuando Fidel estaba preso en el Presidio Modelo, allí lo visitó; era todavía  juez en Nueva Gerona. Fidel le dijo: Te van a botar por venir a verme. Y, en efecto, lo botaron del poder judicial.

No pudieron expulsarlo de la prensa. Paralelamente a su labor en los tribunales, había ejercidoa el periodismo en Bohemia y en El Mundo; además de en la radio. Han pasado los años y aún me gusta leer a Waldo. Sus crónicas y sus artículos de opinión, de corte ensayístico, tienen  calidad de estilo y tanta información que puede aún leerse con provecho y placer.  Prosa  andarina, rítmica, clara.  La emoción  se trasuntaba en el enunciado periodístico.  No se me olvida cuándo me contó, muy conmovido,  que en un viaje de vacaciones, poco antes de morir, un anciano se le había acercado al oírlo hablar, porque recordó su voz, que en un tiempo ya lejano había escuchado por radio. El viejo periodista aún no había sido olvidado.

No tengo  dudas al creer que está ahora olvidado. Su vida de entrega nunca esperó premios, pero la nación, la sociedad cubana, no puede prescindir del recuerdo de sus mejores ciudadanos. ¿A dónde mirarán las nuevas generaciones si olvidamos la historia y sus personajes? Waldo Medina es uno de los más eminentes hijos de Cidra, junto con Rafael Enrique Marrero, el poeta;  el padre de Enrique Pichardo, que incluso dirigió un periódico en esa zona –La Antorcha-,  y el propio Enrique, otra memoria que me acompaña señalándome la ruta del acierto con su filosa opinión.

Haber conocido a Waldo, haber sido su amigo cuando él duplicaba mi edad; haberlo oído, haber apreciado sus virtudes humanas y cívicas, componen una de las fortunas que la vida me concedió.  Y me alegro de haber aprendido a creer, respetar y oír a esos hombres mayores  que llegaron a mi existencia cuando ya iban de  retirada.  Ellos, él, llenan el desván que  todo escritor debe llevar a sus espaldas.

Lamento todavía no haberme equivocado cuando me comunicó aquella decisión que aplazó nuestra amistad no sé para qué tiempo y qué sitio. Tanta hondura alcanzó nuestra confianza que, cuando fue a ingresar para hacerse una revisión médica de rutina, me llamó para despedirse por unos días, y le aconsejé que renunciara. Los viejos,  advertí,  se parecen a los autos muy viejos,  y a los autos muy viejos no se les abre el motor. Fatalmente, mi intuición no desvío su carga agorera: murió un par de días después.