Blogia
PATRIA Y HUMANIDAD

Personajes

DIEZ AÑOS SIN MANUEL

DIEZ AÑOS SIN MANUEL

Luis Sexto

Manuel González Bello murió el 31 de mayo de 2002 cuando había decidido impulsar definitivamente lo mejor de sus letras, es decir lo más chispeante y seductor de su estilo de periodista. Aparte de algún título como el libro dedicado al ex canciller Raúl Roa, González Bello –Manolito, para cuantos lo quisimos con su modo desenfadado de transitar por nuestros días- dejó un volumen póstumo que recientemente la Casa Editora Abril ha publicado, luego de la primera edición de la editorial Mecenas, en Cienfuegos.

Con una sonrisa, así se llama este conjunto de crónicas costumbristas, crónicas del mejor costumbrismo, ese que no se resuelve  en fotografías groseras de las personas, las cosas y los hechos. Y para que algún lector se ubique en la sustancia de este libro, hago recordar que esos textos aparecieron en Juventud Rebelde a fines del siglo XX, bajo el epígrafe de Crónicas del sábado. En esta columna podíamos leer, como ahora en el libro, finísimos alfilerazos a nuestra vida y nuestras costumbres, amables puntazos de uno de los periodistas más ingeniosos de cuantos integraron las redacciones en los últimos cuarenta años.

Manolito  –nacido en Tamarindo, Ciego de Ávila, en 1949- no dejaba tranquilo a ningún hábito, ni a ningún personaje que le parecieran articulados con los alambres oxidados de la falsedad o la desvergüenza. Hasta las goteras tuvieron su crónica definidora. O las permutas. Veamos: “Nunca una casa adquiere  tanto confort, comodidades y ventajas como en el momento en que el propietario la va a permutar. Tanto como para  preguntar: ¿Y entonces por qué permuta?” Y sigue  la crónica por la vía dolorosa del cambio de casa, deteniéndose en sus diversos personajes hasta el final de la crónica: “Cuando ya todo está colocado en la casa, viene la expresión inevitable: A mí no me hablen de permuta. Hasta la próxima, claro.”

Si el comentarista forzara un tanto las analogías, pudieran hallarse contactos, afinidades, entre las Crónicas del sábado y aquella sección de Eladio Secades nombrada Estampas de la época, cuyo espacio temporal se remite a la década de los 1950. Habremos, sin embargo, que salvar diferencias imprescindibles. Manuel González Bello superaba al casi insuperable Secades en el ritmo jadeante de la prosa, en la brevedad  y en la concisión. Pintaba Manolito sus episodios sin detenerse demasiado en la elaboración de trazo. Y sus crónicas sabatinas brotaban como el oro de las manos de Midas. “La suerte mía es que me hice periodista –es decir, me estoy haciendo-, porque otra cosa no sabría hacer en mi vida. Ahora, por cierto, la palabra periodista está en peligro de extinción –como las cotorras-, para dar paso a un nombre más… posmoderno, más ondoso, con swing: comunicador social. Es una onda más actual, que está de moda como el pelo corto, los géneros y el marketing”.

Manolito tuvo el poco común privilegio de trascender el periodismo con la prosa de urgencia. Lo que escribió le salió  también para después. Forma y contenido se le juntaron con vocación de perennidad. Y estas Crónicas del sábado, en particular, servirán como  instantánea, como referencia circunstanciada de un segmento de nuestro tiempo.

Leo y releo a Con una sonrisa. Y no puedo evitar evocar los ojos azules de Manolito, que Ares, el también punzante caricaturista, dibujó en la portada del libro  a su manera oblicua, mansa, de quien parece que juega., como parecen jugar los ojos de Manolito, cuya  mirada se viste de tigre y se acorazada de ironías,  pero en el fondo sonríe como dos gotas traslúcidas  sobre un cosmos limpio.

Para no falsear la memoria de a Manuel González Bello, habrá que recordarlo, principalmente, por su obra breve, pero repleta de preguntas incisivas y sedosas estocadas.

CON RECATO, MAESTRO

CON RECATO, MAESTRO

Por Luis Sexto

Crònica

Cuando en el último acto violento, Ernest Hemingway puso su escopeta de caza bajo el mentón el 2 de julio de 1961, ese día yo cumplía 16 años. Conservo, pues, un engarce astrológico u horoscópico, con el autor de Adiós a las armas. Después de leerlo con frecuencia devota, y tras una reciente visita a su casona de Cayo Hueso, he preguntado si las llanuras africanas fueron, según una mirada un tanto discutible, las preferencias geográficas de Hemingway para sentirse el hombre crudo que invocaba la felicidad en la violencia instintiva del macho, como el brevemente feliz Francis Macomber.

Las guerras quizá también sean parte de ese escenario de disparos y alaridos, pero respetemos la solidaria presencia bélica de Hemingway como corresponsal o como combatiente. Luego, haciendo girar los ojos, dudemos ante un contraste extremo: compartía aquellos parajes con largas estancias en islas o islotes. La diferencia es casi escandalosa. Las islas suelen ser sitios arremansados, pacíficos, y salvo desajustes sociales, la paz, la brisa, la luz son datos de una realidad habitualmente custodiada por una especie de ámbito edénico. Tal vez, las islas sean fragmentos del paraíso terrenal despedazado por los errores humanos.

En Cuba y Key West —el Cayo Hueso de la pronunciación cubana— Hemingway residió en casas con algún parecido ambiental. A Finca Vigía la conozco desde 1966, y al recorrerla sentí, según anoté en una libreta juvenil todavía sana, la presencia del «gran épico contemporáneo en los seis mil volúmenes de la biblioteca, en los trofeos de caza y en las notas de su mano». Fue su residencia predilecta. La alquiló en 1938 cuando se mudó de Cayo Hueso a Cuba, y dos años después la compró con el dinero de Por quien doblan las campanas, según puede colegirse de su confesión epistolar a Karl Wilson.

Visitando el pasado mes de junio sus habitaciones en el Cayo, noté las semejanzas, y también me expliqué alguna de las razones por las cuales prefirió a Finca Vigía, cuando no rodaba por las planicies africanas empujando hacia lo más alto la leyenda de hombre duro y aventurero. Las dos plantas de la casona floridana, ceñidas por terrazas abajo y arriba, y envueltas por árboles y jardines, que abonaban las excretas de numerosos gatos, posan como un paraíso en miniatura y coquetean como espacio deseable para cualquier escritor, si cualquier escritor pudiera aspirar a una edificación gemela a la de Hemingway.

Fueron pocas mis horas en Key West. Suficientes, sin embargo, para percibir la pequeñez en calles con atmósfera de baúl. Gracias a la inmigración cubana en el siglo XIX, el Cayo cuenta una historia mayor que su suelo, casi mensurable a pie descalzo. Y quizá Hemingway, solitario, dipsómano, grosero a veces, y también tierno y generoso, se trasladó a La Habana para sentirse menos oprimido por las escuetas fronteras del islote, unido a la península por una carretera sobre las aguas de azul espada del Caribe.

Hoy, además de la casa y de las fotos en el Sloppy Joe, todavía ruidoso, humeante y casi inflamable, queda allí de Hemingway la curiosidad de ciertos turistas. Y una tarja que posiblemente muchos no hayan visto, pero que este transeúnte fervoroso descubrió. Una cuadra más arriba del viejo hogar del novelista en «Whitehead street», puesto sobre el muro frontero del jardín de una vivienda modesta, junto a la acera, se asoma un recordatorio de uno de esos actos con que Hemingway reforzaba su ríspida virilidad.

Pude apenas copiar el texto, por lo minúsculo y recoleto del soporte. Y permanece, al parecer, para gloria de la familia cuyo jardín mereció tan espumoso y ácido homenaje una noche en que el escritor regresaba del bar y supuso estar bajo la copa de un baobab africano: «Ernest Hemingway pissed here». Como decir, aquí meó el Maestro.

CONVERSACIONES SABATINAS CON CHACÓN Y CALVO

CONVERSACIONES SABATINAS CON CHACÓN Y CALVO

Por Luis Sexto

Hacia las 12 de la noche, medio dormido, como entre rumores, supe el 8 de noviembre de 1969 por Radio Reloj que José María Chacón y Calvo, uno de los últimos humanistas cubanos, acababa de morir en el hospital Calixto García, en La Habana. Esos, creo precisar, fueron los detalles básicos.  Era su amigo, más bien uno de sus discípulos. Comprensiblemente, la aldaba de la muerte también resonó en mi puerta, entristeciéndome y trasladándome unos asientos más adelante en el aula de la soledad.

Ante su nombre, sobre todo ahora cuando la fecha determina que de aquella hora han pasado casi cuatro décadas, los recuerdos se insubordinan y se plantan con sus carteles, y me exigen evocar al Maestro y repasar sus lecciones. Entonces, cada sábado al anochecer, yo arrimaba mi sillón a su sillón, le preguntaba sobre un hecho, un libro, o un personaje. Él me hablaba de sus estudios heredianos; de sus investigaciones sobre los romances en Cuba; de Hermanito menor, poesía lírica en prosa, comunión sensual y mística a la vez con la naturaleza; de Ensayos sentimentales,  tierna, grácil evocación  de amigos y maestros. O yo le mostraba uno de mis textos ingenuos… Y si hoy no escribo como él intentó enseñarme es por mi insuficiencia, natural escasez de talento que habitualmente casi nadie reconoce en sí mismo.

Me acuerdo en particular de una de sus críticas.  Al leer uno de mis primeros poemas, me escribió una frase que puedo trasladar del lenguaje íntimo al público como un principio estilístico: “La originalidad nunca puede derivar en fealdad agresiva”. En otro momento me recomendó: “Sé más personal”. Era el antídoto al objetivismo que cadaverizaba aquel escrito que le mostré sobre Zenobia Camprubí, la esposa de Juan Ramón Jiménez. Semanas más tarde acerté. Le llevé un breve, rápido ejercicio ensayístico, una semblanza vibrante a mi juicio de emotividad, sobre el escritor que elegí entonces como modelo: León Bloy. Lo aceptó. En una de sus primeras cartas, luego de que fui a trabajar a la provincia de Camagüey, me comunicaba que había enviado mi “bella página” a don Alfonso Junco, director  de Abside, Revista de cultura mejicana que Junco mantenía con su peculio. Dos o tres meses después me golpeó el susto de verlo publicado. Transcurría 1968. Aún conservo el ejemplar que me llegó por correo y la carta que lo acompañaba, firmada por don Alfonso, y que el autor de La jota de México y otras danzas, calificaba también de “bella página”.  Junco era también el creador de esa entrada periodística, que aún azuza mi envidia, desafía la rutina y establece nueva norma a la imaginación, con que empezó en el Universal su crónica sobre el deceso del suculento escritor de Ortodoxia y de Herejías: “Chésterton acaba de darme el único disgusto que me ha dado  en su vida: se ha muerto”.

La de obra de Chacón y Calvo era la pizarra donde se ilustraba su enseñanza. José María –así lo llamaba yo, porque su generosidad me había abierto la cancela de la confianza-  era personal, esto es, emotivo, aun escribiendo una nota acerca de un poeta del siglo XIX o analizando la estructura de un romance hallado bajo el sombrero de un aldeano o un campesino. Era un lírico. Lírico que nunca escribió un poema, porque, según su confesión, carecía de oído musical. Pero dotó a su estilo de una delicada emotividad que hacía entrañables, humanas, las conclusiones de sus estudios o apreciaciones críticas. El Diario en la muerte de su madre es también una pieza ejemplar: forjada dolor a dolor, vaciada despaciosamente en la original humedad de quien sufre con el tacto del poeta: sofrenando  el grito para no estropear con la estridencia la autenticidad de la pena que se queja. 

En ello me parece haberle seguido la señal. He sido excesivamente personal, tanto que algunos de mis colegas, me acusan de ser “onanista abstracto”. Pero permanezco como empotrado en un montículo de perseverancia y fidelidad a lo aprendido. Como aseguraba Bola de Nieve de la suya, yo escribo con voz de persona.

Sus cartas expresan incluso la vocación lírica de José María.  La última la recibí el 12 de diciembre de 1968, en el central Amancio Rodríguez. Un mes más tarde, un traslado laboral hacia una plaza más cerca de La Habana, me facilitó visitarlo de nuevo cada sábado. En aquella carta final, el autor de Hermanito menor y Estudios heredianos, comentaba la muerte reciente de su amigo Ramón Menéndez Pidal. “Cada vez vive más hondo en lo íntimo de mí el maestro que acaba de perder España (…) Como homenaje a su memoria releo uno de sus grandes libros: La España del Cid. Y esta gran tarea de reconstrucción de una época y de su héroe me depara muchas lecciones; una de ellas es la humildad. Con ánimo humilde se acerca el maestro al lugar donde nació el Campeador. No se encuentra Vivar en la guías de viajeros. Y don Ramón levanta al pueblito, a la pobre aldea, ante nuestros ojos. Y así penetramos en el lugar del Cid…”

La humildad caracterizó también a Chacón y Calvo. Lo fui conociendo completamente despegado de su título nobiliario de Conde de Casa Bayona, heredado de sus parientes, señores de Santa María del Rosario, villa donde nació y cuya quietud y paz coloniales le condicionaron acaso la serena visión con que se aproximaba a los seres humanos y a las cosas. Y humildad era recibir, de día o de noche, a un muchacho deseoso de aprender -sin más mérito que ese: desear aprender a escribir y juzgar-, y atenderlo como si el juvenil interlocutor fuera la persona más relevante del planeta. Le oí confesiones que nunca he visto en papel. El 10 de marzo de 1952,  Batista lo llamó por teléfono para que ocupara la dirección de Cultura en su gobierno anticonstitucional. Chacón se negó. Había sostenido en sus funciones públicas una teoría peligrosa: la apoliticidad de la cultura. Pero no era tan ingenuo para mezclarse con la política de un  jerarca de bota y fusta. Apoliticidad o neutralidad de la cultura significaba para Chacón y Calvo la exclusividad de la persona humana cuando entraban solicitando ayuda en su despacho de directivo oficial o diplomático: no le importaba que fuese comunista o conservador, creyente o ateo. En el diario íntimo de sus años de funcionario consular en Madrid, habla de las personas, de uno u otro bando, que ayudó a preservarles la vida durante la república española, enconada y agraviada en los días previos a la guerra civil. La cultura y la persona humana carecían, para él, de  filiación ideológica ante la solidaridad. Y pude comprobarlo cuando, en una de mis visitas, leyó una carta de Nicolás Guillén concediéndole a Chacón y Calvo un favor previamente pedido. El poeta argumentaba que lo servía porque nunca podría olvidar el apoyo que el entonces ya renombrado crítico le había dado a Motivos de son. El presidente Osvaldo Dorticós también respondió afirmativamente a una solicitud del viejo humanista. Aducía la misma razón: cuando nadie quería emplear al abogado cienfueguero por sus ideas políticas, Chacón y Calvo, director de Cultura, le dio trabajo.

En aquellas conversaciones de sábado me habló de algunos de sus grandes amigos: Alfonso Reyes, Azorín, Juan Ramón Jiménez, Agustín Acosta, Pablo de la Torriente,  Manuel García Morente, García Lorca, el propio Alfonso Junco… De Pablo de la Torriente me dijo que le había conseguido que una editorial de Barcelona  publicara Presidio Modelo, con una condición: que el autor tachara las “malas palabras”. Pablo no aceptó, y el hoy clásico testimonio, expresión anticipadora del  periodismo literario, permaneció inédito hasta el triunfo de la Revolución cubana.

Una noche me equivoqué. Y me rectificó con un palmetazo humorístico que no le había apreciado todavía en su vejez adolorida por los achaques físicos y la soledad de padre sin hijos. Le pregunté: ¿Trató, José María, a don Juan Montalvo, el ecuatoriano? Y él, sin moverse, porque una de sus piernas, enferma, reposaba a lo largo sobre una banqueta, me dijo: “Nací cuatro años después de su muerte. Seré viejo, pero no tanto como la historia que estudio.” Y callé avergonzado. Como callo ahora, no vaya a creerme que el muerto soy yo y siga hablando de mí, y algunos de mis amigos, o enemigos, tengan razón al acusarme de vanidoso.

LA “RUSA”

LA “RUSA”

Por Luis Sexto

Una historia verídica

La hallamos sentada sobre su único sillón, cerca de la buhardilla donde vive, en la azotea de una ciudadela de dos plantas, tan antigua como la escalera que se exhibe en los anchos peldaños donde  tantos pies grabaron  el roce de sus zapatos en la rutina  de subir y bajar durante días ya sin números y sin nombres.

“Casi no camina” –dice el joven que la cuida. A veces él arrastra el sillón hacia fuera, y Rosaura Acisclo pasa una media hora bajo el sol apresurado de la mañana. Mira la techumbre irregular de La Habana Vieja que, como un tapiz descolorido, mohoso  termina mojándose en la bahía. Luego la vista roza la loma de Casa Blanca donde un Cristo blanco, con labios ambiciosos de negro, levanta la mano derecha como si fuera a pintar una cruz encima de la ciudad.

La estatua no estaba cuando Rosaura subió allí por primera vez. ¿Acaso podrá recordarlo? “Vieja ya no sirve” –niega la mujer.

En qué pensará entonces mientras el tiempo tiende estas visiones sobre otras que se sucedieron y se detenían en las noches de verano cuando las luces amarillas de la ciudad  apenas aprobaban una leve cuenta de las estrellas, y la brisa, sobre todo a las 10 en que puntualmente repartía un soplo moroso, justificaba la conversación demorada entre la familia y los vecinos de la cuartería.

 Habla y oye  poco- aclara el joven. Hace unos veinte años recordaba las peripecias de la llegada. Contaba historias que humedecían los oídos de cuantos la visitaban. Fue a partir de 1926. El vapor atracó de tránsito en La Habana. Había partido de Marsella y su derrotero concluía en Nueva York. Pero la rusa y sus tres niños no podrían continuar viajando, porque en los Estados Unidos consideraban indeseables a muchos de cuantos procedían de la Rusia soviética. “De Ucrania” –dice el joven. “,¡Ucraína!” –dice la vieja en su pronunciación natal, y sigue con la vista fija sobre los techos, con los brazos cruzados sobre las piernas ennegrecidas.

Pero no emigraron por causa de la  política. Los móviles de los emigrantes se sumergen en  circunstancias ávidas de confusión, de enmascaramiento, avituallados por el silencio y la nostalgia que los burócratas nunca anotan en las máquinas calculadoras con que trituran nombres y prestigios.  Por pleitos de tierra, el suegro de Rosaura murió experimentando que las heridas de un tridente son más dolorosas cuando lo lanza un hermano.  Y el marido la envió con los hijos al extranjero, para impedir que una probable matanza familiar los sepultara con  las víctimas.

Eso contaba. Tampoco podían bajar en La Habana: había que pagar unos derechos a los que ella, insolvente, tendría que renunciar. Desde Tiscorrnia, cerca de dónde aún no estaba el Cristo, Rosaura veía a la capital que entonces espejeaba con sus colores blancos, verdes, azules, casi sin protuberancias arquitectónicas. Treinta o cuarenta días después, una sociedad de inmigrantes eslavos desembolsó los gastos para que ella y sus hijos abandonaran el puesto de retención y cruzaran nuevamente el canal de entrada en una embarcación que partía de Casa Blanca y completaba quizás la más corta travesía del mundo en el muelle de Luz, frente a la Alameda de Paula. 

Cargó uno a uno a los niños para salvar la rendija entre la lancha y el espigón, y por la cual el agua acechaba un descuido, grabando un salivazo parduzco sobre las maderas. Al fin en La Habana, suspiró la mujer mientras esperaba a que los recogieran.  Por delante les pasaba la mestiza Habana de colores varios y a la vez de un solo color trasmutado en prisa, ritmo vital de aquel  gentío. Cruce de coches de caballos,  y de automóviles que transitaban a 20 kilómetros por hora, que a veces tropezaban entre sí  y sus conductores se anudaban en un forcejeo resuelto con insultos y menciones a la madre de ambos. Ruido de tranvías chirriantes, y de ómnibus de madera. Carretillas de verduleros y yerberos que pregonaban componiendo un cántico tristón, quejumbroso.

Rosaura fue descubriendo que  la ciudad  sostenía su equilibrio en el milagro humano de compartir diferencias y colores, inocencias y pasiones con la tarjeta de una cordialidad risible y servicial.  Apenas necesitó andar con los pies mesurados del extraño. La auxilió  la rapidez del bodeguero al aprender el alfabeto de dedos y señales con que “la rusa” pedía tres centavos de arroz, y dos de judías, y la sal como dádiva, cuando cobraba por lavar ropa ajena, y también la ayudó una u otra vecina que le ofrecía una fuente de frijoles negros cuando los niños almorzaban azúcar disuelta en agua.

Unos años más tarde el hijo mayor regresó a Ucrania. Todavía el alma no se le había limpiado de añoranzas por las mañanas cubiertas de nieblas, ni el  gusto por aquella atmósfera de bosta y  sudor de  caballos  uncidos al corsé de los aparejos, ni por  la dulzura de un maestro voluntario que enseñaba su fe juvenil en la igualdad. Aún necesitaba que la fuerza del padre le sirviera como copia hacia donde volverse cuando la vida pareciera pesar más que sus hombros de adolescente. En 1941, los alemanes lo asesinaron convirtiéndolo en un leño negro y maloliente junto con su abuela.

Ella ya no lo recuerda. Se llamaba Alejandro. 

“¡Alejandro!–la anciana lo ha oído y lo repite como nombre cercano, propio-. ¡Alejandro! Pobrecito. Cómo se me puso delante y me dijo: madre, por qué hemos venido, si pido pan y no hay pan, si pido sopa y no hay sopa. Ay, y se fue... ¿Por qué, señor?”

Una lágrima bojea la nariz adelantada, soberana en aquel rostro ovalado y pequeño, mientras  continúa mirando sin mirar el pasado que vuela sobre los techos. 

 

 

RECUERDOS DE VENTURITA

RECUERDOS DE VENTURITA

Por Luis Sexto

 

Un personaje de novela

Mi encuentro con Ventura Morejón ocurrió, creo, en 1993, cuando aún yo estaba documentado como un hombre feliz. Acompañado de un fotógrafo de Bohemia llegué a la Ciénaga de Zapata para entrevistar al actor Manuel Porto, establecido allí en una “inmigración” que contrastaba con la emigración de varios de sus colegas. Luego de grabar la telenovela titulada Cuando el agua regresa a la tierra –de dilecta memoria-, Porto, con la anuencia y el apoyo de Faustino Pérez, fundó allí un grupo de teatro, decidido a levantar los hornos del carbón espiritual mediante la leña de la cultura.

Al día siguiente, regresábamos a La Habana. Pero a invitación del actor, decidí viajar a Maneadero –60 kilómetros hacia el oeste- para conocer a Ventura Morejón, una especie de modelo del Ventura Fundora que Porto encarnaba, con ademán telúrico, terroso, arbóreo, en la telenovela entonces en el aire.

-¿Podrá ser el personaje de una crónica? –pregunté.

-A lo mejor –prometió Porto.

Formalmente Maneadero ya no existía. Poco tiempo atrás se le había acabado la referencia de ser el sitio habitado más occidental de la Península de Zapata, cerca de la ensenada de la Broa, y desde donde, en bongo, se podía pasar a Güines. La gente se había mudado a puntos más céntricos. Quedaba en pie una casa de madera que aguardaba despedazarse: la antigua tienda; en torno se dispersaban los cimientos enyerbados de varios bohíos. Era un poblado desierto. Fantasmal. Y por ello el silencio nos llegaba más sobrecogedoramente, porque donde vivió la gente, permanece el olor desgarrado del vacío...

Olor que, sin embargo, no venía solo. Un tanto escabullido, sirviendo de frontera entre la manigua rala y el monte oscuro, el bohío de Ventura Morejón nos enviaba el aroma de chicharrón recién frito. En un corral, el viejo, con 77 años, marcaba con sus señas las orejas de tres o cuatro puercos y les propinaba luego una tierna cuchillada en los testículos antes de echarlos al monte a criarse. Era mínimo, como Pulgarcito. Fibroso como las raíces de una ceiba. Locuaz y ocurrente como hombre habituado a hablar con flores o con ramas de soplillo o yana. Cuando acabó su faena castradora le dijo a Porto que estaba muy bravo, porque en la novela habían puesto cosas que no eran su historia. Tras oír la explicación del actor, aceptó que a las novelas había que ponerle su poco de mentira para que las personas las creyeran.

Después, sentados en el patio, entre bocados de masa frita, oí su historia. Qué le cuento, si no que nací en la misma Ciénaga, en El Roble, en tierras del Estado que algún fulano reclamaba para sí con trampas, pero cuando vino Fidel dijo la verdad: Aquí nadie le compró tierras a Dios. Soy el sexto de nueve hermanos; me querían mucho, porque yo era enfermizo, asmático.

Creció corriendo detrás de las vacas y los puercos jíbaros; tenía el cuerpo zurcido por los colmillos de mil lances. Y no tengo hijos; me casé tarde, hace diez años; esperaba a una mujer que sirviera de verdad, y aquí está conmigo, en la soledad que me gusta. 

A los 20 se dedicó a cazar cocodrilos. Al cocodrilo no hay que huirle, si le viene para arriba usted le tira la gorra a un lado, y él va a buscar lo que usted tiró. Y ahí mismo lo golpea con un palo en la cabeza y el bicho obedece. Al parecer, y a pesar de su escueta anatomía, Ventura  no se espantaba ante ningún animal de la Ciénaga. Ni fobias ni miedos podían influir en su psicología agreste, habituada a afrontar el peligro, el desamparo. Sin embargo, me equivoqué al valorar a aquel hombrecito que ya consideraba como mi personaje. No resistía oír hablar de los majaes. Se doblegaba. Una vez, de joven, fue a sacarle la manteca a uno y al rajarlo con el cuchillo, el animal me cagó todo y me manchó una camisa azul.

-Majá? Qué asco –dijo.

-Qué lastima –lamenté.

Y Ventura ripostó:

-¿Y qué quiere? Yo no soy  perfecto. ¿Eh?

 

DEUDA CON EL GALLEGO OTERO

DEUDA CON EL GALLEGO OTERO

Por Luis Sexto

    Ah, Gallego, vuelvo a encontrarte; te habías extraviado, que es el término menos punzante para admitir que te olvidé entre mis libretas de trabajo. Y acabo de saber que, a pesar de la sábana amarillenta del tiempo, Enrique El Gallego Otero sigue su vocación de cambiar la vida. Y aunque su paso lento y un tanto desgarbado, su sonrisa contenida y sus ojos cautelosos ya no recorrieran aquel retazo del Escambray, sería igualmente justo y útil desempapelar la historia del hombre que, un día entre los primeros de 1990, conocí en Cuatro Vientos donde, a unos 700 metros de altura, se horneaba entonces el mejor pan de Cuba.

Eso decían allí, y yo con un pedazo crujiente en la boca asentí mientras concertaba la entrevista, realizada más tarde  y abandonada en la cuneta de la prosa urgida y urgente de los periódicos. “Nos vemos pronto”...  “Pero en mi casa. En La Sierrita”, dijo.

Habías tentado, Gallego, con pocas palabras, mi vocación por revelar lo bueno, lo noble. Porque detrás de tu aparente desencanto aún soñaba un luchador, persistía una voluntad renuente a anestesiarse con el despego o la indiferencia. Entonces, como hoy, se dedicaba a hacer prosperar un plantío de hierbas medicinales. “Como he tenido que beber tanto cocimiento, algo sé del asunto.”

Y continuaste hablando de que ahora los científicos nuevos analizan para qué sirven las plantas, pero uno les adelanta algo, pues “yo me conozco cada palo y cada hoja de estas lomas, y cuando era niño no había medico, ni medicina, y las que podíamos tomar nos la fiaba el boticario Pepe Burtó, que de tanto ser humanitario murió pobre, porque nadie podía pagarle”.

“Un médico me dijo hace poco que tuviera cuidado con las hierbas, pues algunas eran tóxicas. Y yo le respondí que sí, que todas las antiparasitarias eran tóxicas, pero que a él le tocaba indicar la dosis exacta para cada paciente. Si esas hierbas mataran yo estaría muerto.”

A tu padre, Gallego, no pudiste salvarlo con cocimientos. Se suicidó en la misma cueva del Valle del Indio donde tú y tus hermanos nacieron. Perdió 600 quintales de café que había depositado en las manos de un almacenista, en 1933. Lo buscó por Cienfuegos, quizás para matarlo, pero no lo encontró. Y esa mañana, “papá le dijo a mamá que metiera el pan en el horno, un horno casero, y le pidió que sacara de la cueva a los niños para él descansar”. Afuera les sorprendió el trueno de una escopeta. Adentro, el padre yacía con la garganta ensangrentada. Estaba vivo, y un vecino quiso bajarlo, pero falleció en el camino. En el cuartel de La Sierrita  “papá dijo que se mataba para no ver morir de hambre a sus  hijos”.

“Al parecer enloqueció. Estaba ahorrando para regresar a España con toda la familia. Yo tenía cinco años. Ese no fue el único golpe. Perdí los tres hijos de mi primer matrimonio: uno de seis años, otro de l7, y la hembra, veterinaria, murió en un accidente hace poco. Cuando un hijo se muere, uno pierde un pedazo del cuerpo. A mí me gustaba mucho el punto guajiro, y ya ni me gusta. Cuando voy a un acto, permanezco en la parte política; al empezar la música me voy. La única música que oigo es el Himno Nacional, que si no me da alegría, me da valor.”

Pero no eras un ser vencido, Gallego. Enseguida, luego del aquel silencio, se irguió el nombre que en el Escambray  la gente invoca como una contraseña, como un pase al asombro por actos que imaginan y él no cuenta, y por su recia tozudez. “Por eso trabajo todos los días, y no me jubilaré mientras tenga salud. No vivo para pensar en el pasado. He vivido para cambiar la vida. Porque cuando tuve mi primer trabajo de leñador y ganaba un peso diario, me las arreglé para ahorrar, y a los seis años tenía 500 pesos. Subarrendé una posesión del monte, y la planté de café: tuve l6 mil matas.

Al morir el arrendatario, el dueño de la finca, viendo la manigua cambiada en vergel, quiso expulsarlo. El Gallego contrató un abogado. Y se vendió al propietario. Perdió el litigio. Y otro letrado le dijo: Sólo haciéndole firmar un papel en blanco y tomándole las huellas digitales se puede echar atrás el fallo del juez. “Le dije: prepare el papel.”  Y no actuó como su padre. No se rindió. Pidió un revolver prestado. Y encontraste al expoliador. Lo esperaste en la loma, recostado a una palma cana. Tomó  bruscamente  las riendas y detuvo el paso del caballo. Le dijo al otro: Bájate, y con él se metió en el monte. “Coño -le advertí- la miseria es larga y yo no estoy dispuesto a esperar tanto; te mato si no firmas este papel. Sin embargo, fui legal.” El Gallego pagó lo que a aquel fullero le correspondía. Eso fue en aquella época de la que algunos dicen que era buena, justa, democrática…

Hablábamos en el área, despojada de pica pica y aromas,  donde  entonces cultivaba 10 262 plantas medicinales de 114 especies. Proyectaba plantar 13 hectáreas para abastecer a toda la provincia de Cienfuegos, porque “en ningún otro rincón usted encontrará el barrilete, el manajú, el chichicate... que sólo nacen en estas lomas”. Al fondo, hacia el sur, asomaba a  toque de dedo el lomerío y los picachos del Escambray profundo.

Después, en su casa, me enseñó un libro mimeografiado. El volumen  clasificaba todo su saber sobre hierbas medicinales, recolectado en la experiencia y en la necesidad, y algo que le tomó siendo joven a un botánico de apellido Zercerio. “Tenía manuales, y aunque poseía una finca y no era curandero, este hombre recetaba a cuantos llegaban allí. Afortunadamente hemos rescatado esa tradición, casi se extingue; la habíamos confundido con espiritismo y superstición.”

El Gallego Otero es curandero. No le molestaba que alguien lo llamara con ese término tan cargado de condenables resonancias. Lo es, porque recomienda un remedio y cura, pero sin muecas, ni alborotos, ni rezos. Sin lucro. Con honradez. Cura, porque sabe que la yerbaluisa sirve contra dolores de estómago, y la sábila contra la hepatitis y las quemaduras; la siempreviva contra dolores de oídos. Todo ese formulario aparece en su libro, que escribió en tres semanas sin consultar a nada ni a nadie. Sólo ayudado por tres compañeras: Josefa González Gallardo, Concepción Otero, e Inés Llanes, la mecanógrafa. Por eso, el manual se llama Los Muchos, en honor de los activistas que lo secundaban escribiendo y recolectando yerbas en el monte.

Ya sé, Gallego, que nada se ha modificado en ti.  Sigues diciendo que te mueres allí, que todavía hay mucho que pagar a la Revolución y que un compromiso tuyo es tan duro como el más duro palo del monte. Que naciste para cambiar la vida, y que la vida con sus golpes no ha podido cambiarte. Aquí te pago, tardíamente, la deuda  que contraje cuando te pedí tu historia. Ahora comprendo mejor tus cicatrices…

 

 

 

UN DOBLE DE JUAN CANDELA

UN DOBLE DE JUAN CANDELA

Por Luis Sexto

Ande con cautela cuando en Cuba oiga tachar de mentirosa a cualquier persona. Quizás se refieran a ese compañero de boca larga y nariz corta que sólo sirve para darse en risa. Y sirve demasiado. Es el cuentero, tipo de juglar, invencionero, mitómano por vocación, que extrae los resortes de su gracia del contraste, lo hiperbólico, el doble sentido, mediante un vocabulario descoyuntado y, a veces, recién inventado. 

El cuentista Onelio Jorge Cardoso nos dio el nombre y la  imagen de este personaje popular, Juan Candela, en un cuento  homónimo y perdurable. No está extinto, aunque los años hayan pasado y la gente y las cosas hayan evolucionado, cambiado, y adquieran otras formas como otras formas se adueñan de las circunstancias.  Y todavía uno lo encuentra mientras él alivia el sopor de los velorios, o rasga la neblina del aburrimiento en un banco en cualquier parque. 

Allá, en la playa de Dayaniguas, en Los Palacios, Pinar del Río, uno de esos habladores de “pico fino”― en imagen de Onelio Jorge― contó que cierta noche, pescando, se le cayó al mar el farol de bote. Meses más tarde, la suerte lo enganchó casualmente y, al subirlo, vio que estaba todavía... encendido. Una carcajada lo aplaudió y se empalmó con otra aún más estruendosa cuando uno de los oyentes de la misma materia incisiva y ocurrente, apostilló: Caramba, como tenía petróleo ese farol. 

Al cuentero del que les voy a hablar ahora lo conocí en Guane, durante un coloquio de narradores orales, convocado allí por el Ministerio de Cultura en 1991. Los dolientes del propio Guane, Isabel Rubio, Sábalo y otros poblados de esa zona de Vuelta Abajo, se quedarían solos junto a sus difuntos si él no asistiera a los mortuorios con su guayabera blanca y su sombrero de paño. Cuando el sueño comienza a infiltrarse por las rendijas de los bostezos, la gente le pide: Lázaro Prieto, háganos un cuentecito de esos, pero primero el del león que se comía el maíz de los campesinos. Nadie se marcha a dormir. Y él empieza diciendo que allá se levantaron en masa tres o cuatro campesinos, y siguieron luego camina que te camina, camina que te camina, y a las tres cuadras... 

Lázaro Prieto, que ya cumplió 80 años, utiliza una marímbula que califica de acordeón terrestre y que hace cuatro décadas y unas hojitas más, él mismo construyó carpinteando un cajón con tablas de cedro, al cual le adicionó tres o cuatro laminitas de metal flexible que todos llamamos flejes. El instrumento suena como una orquesta cuando acompaña guarachas que el mismo Lázaro compone, y canta con voz de sonero natural, mezcla de torpeza y armonía. La música de la marímbula hala los pies, y de los pies poco a poco se trepa a la cintura. Narra cuentos de leones, lobos, cochinitos, caballos. Y aúlla, ruge, gesticula, grita. ¡Ah, si yo tuviera el don de la radio o la TV! Y las metáforas, las paradojas, las hipérboles, los términos estrambóticos saltan hacia el público. Las anécdotas son simples, casi pueriles, con finales abiertos o inconclusos. Pero ninguno de esos detalles influye negativamente en el resultado. La gracia, la comicidad, radica en el modo de decir, de contar; un modo que se sustenta en cierta dramaturgia cuyos efectos especiales Lázaro aporta con su garganta aguda. 

Un experto del Ministerio de Cultura lo definió un tanto cosmopolitamente: Es un showman. Otro perito, menos empenachado, arguyó: “Es un cubano auténtico”. Yo, menos chic, menos fino, dije: Es Juan Candela, Juan Candela...Lázaro se definió de esta manera: “Soy un cuentero, uno que alegra a los que están engurruñados.” -¿Dónde aprendió esa alegría, esa gracia? ― le pregunté. Me sale de adentro. Desde los diez o l5 años hago estos cuentos, que invento yo mismo. Éramos campesinos intrincados, pero mi abuela y mi padre y mi madre eran muy cantadores. Mamá era analfabeta, pero sabía; era la más lista del mundo. Ya de mayor, yo iba a la casa de cualquier guajiro, y decía: preparen malarrabia que esta noche vengo para acá, con mi acordeón terrestre al hombro. Malarrabia, por si no lo sabe, son rodajas de boniato con crema dulce.Por lo visto, usted siempre ha estado de fiesta; ¿trabaja?¿Cómo? No me insulte. Antes de l959 estuve de aquí para allá, buscando donde arrendar tierras y plantar tabaco. Propietario, propietario, lo fui con la Revolución. ¿Lee?  ¡El mundo colorado! Tenemos lecturas hasta más no poder. Leo los periódicos y revistas, y el televisor habla mucho. Entre los libros prefiero las décimas de Leoncio Yánez y la etimología. ¿Para qué la etimología? Para anotar y guardar las palabras. Nadie me gana a la hora de inventar palabras. ¿Improvisa? No soy improvisador, pero compongo versos con el lápiz; lo que usted me pida. No se qué... A ver, a que le digo en poesía todos los sitios que he visitado. Y recita lo que una vez escribió para variar su infatigable repertorio: 

-Yo de La Habana salí,/ fui a San José, Catalina,/ Madruga, Mocha y Fermina,/ Guanábana y Antón Diez./ Fui en una guagua que había/ a Matanzas y Colón, /Limonar y San Ramón, Coliseo y Jovellanos... Se detuvo. Y miró en torno como pulsando el efecto de los versos, y prosiguió enumerando poblados y ciudades en rima casi arbitraria hasta concluir: Santo Domingo al doblar/ se encruza con María Antonia,/ El Jíbaro, La Colonia,/ en Zaza y Calabazar. 

-¿Tanto ha viajado?  No cubano; esos son parte de los pueblos que aparecían en el boletín de viaje.¿Hace cuentos picantes, verdes? Me avergüenzan, pero en los velorios algunas mujeres me arrastran hacia un rincón y me los exigen, y yo, dándoles curvas a las palabras, les cuento hasta el cintintín de todas las entretelas, esas picazones, esos rajapuyonazos... ¿Y por qué cuenta historias de leones y lobos si en Cuba no los hay? Para que la gente se ría, porque les tengo que abrir la boca así: guaaaaaa, guaaaaaaao. ¿Usted ha estado triste alguna vez?  He tenido pocos días malos, tal vez en una desgracia como la muerte de mamá. Ni cuando pasó Alberto Casas Puentes. ¿Quién es ese? El ciclón llamado Alberto, que como se llevó casas y puentes yo lo apellidé así. Arrastró también  mi casa, mis libros y mi cosecha de tabaco Comprendo, le dije. Y él me asaltó, me replicó: usted pregunta mucho, ponga también su cuentecito, su virutica. Yo le respondí que no puedo, me falta gracia; quizás si me llamara Manolito González Bello, compañero del periódico. Y él: pues adivíneme esto: ¿Qué cosa cae en el suelo que para cogerla hay que subirse al techo? Sin mucha fe en acertar respondí que la sombra. -

No, cubano; este viejo tutankaménico le gana. Es la gotera, la gotera...

LOS SUEÑOS, MOTOR DE LOS REVOLUCIONARIOS

LOS SUEÑOS, MOTOR DE LOS REVOLUCIONARIOS Por Luis Sexto

En la estrecha soledad de una celda, el poeta y dramaturgo uruguayo Mauricio Rosencof confirmó la perdurabilidad del único dogma literario que ha resistido el tiempo: la poesía no puede ser encarcelada.Libre desde hace 20 años, Rosencof, de 73, continúa escribiendo y de vez en cuando recordando cuando, en 1972, junto con Raúl Sendic y otros siete miembros del movimiento Tupamaros, el régimen militar lo confinó a una ergástula de dos metros de ancho por un metro de largo. Allí permaneció trece años, hasta 1985, acompañado tan solo de un camastro y un tosco recipiente donde oficiaba sus más apremiantes urgencias fisiológicas. Si sobrevivió al aislamiento y la tortura fue gracias a que la imaginación –como el Hada Madrina viste de reina a Cenicienta- convirtió en poesía la opresiva circunstancia que lo acosó con la lentitud de lo que parecía nunca terminar.

“Cada mañana me levantaba conversando con mis camaradas, insultando a mis verdugos y luego paseaba con mi mujer por el malecón: así logré permanecer vivo, porque los sueños son el motor de los revolucionarios.”

Lo conocí en La Habana, recién liberado. Su pelo, blanco; rostro avejentado, que paradójicamente conservaba cierto fulgor de adolescente. Mientras bebía mate en una bombilla que había traído de Montevideo, me contó detalles de su prisión. En su celda escribió poemas y obras de teatro. Objetivamente no podía hacerlo. Sus carceleros se lo tenía vedado, y varias obras viajaron a las cenizas. Pero algunos de sus textos pudieron esquivar el destino del fuego, burlando la vigilancia en los dobladillos de la ropa usada. Así escaparon indemnes las estrofas que integran sus libros Conversaciones con la alpargata y Canciones para alegrar a una niña.

La poesía, en verdad, no puede ser jamás encarcelada.

Sin embargo, no concedía mucho valor individual a su resistencia, a su empeño por mantenerse vivo sin que se resquebrajaran su dignidad, su moral y su fe.

“El Hombre tiene reservas inagotables, siempre puede dar algo más, porque cuando llega al fondo del pozo, comienza a escalar nuevamente. No hay derrota, solo lucha.”Me confesó, además, que cada ser humano lleva un testigo dentro de sí mismo. Cuando lo torturaban sintió siempre la presencia de su hija. “Si yo no resisto –se decía- ella sabrá que yo flaqueé.”

Nacido el 30 de junio de 1933, Mauricio Rosencof apareció en la literatura latinoamericana en 1960, cuando el grupo teatral uruguayo El Galpón estrenó su pieza El gran Tuleque. En lo adelante se sumaron Las ranas (1961), Pensión familiar (1963)  La valija (1964), La calesita rebelde (1966). En este último año recorrió el norte de Uruguay. Fue testigo de la miseria de los trabajadores de los arrozales y cañaverales, y conmovido por esa visión publicó en 1969 La rebelión de los cañeros, libro de crónicas, y otra pieza teatral: Los caballos.

Al ser liberado en 1985, escribió Memorias del calabozo, en coautoría con Eleuterio Fernández Huidobro, el prisionero más cercano dentro de la soledad de la cárcel. Su catálogo bibliográfico inscribe unos 25 títulos, piezas de ficción, y testimoniales. Entre las más recientes destacan Las cartas que no llegaron (2000) y Las agujas del tiempo (2003).

“Mi teatro – me dijo aquel día en La Habana- se aproxima al de Máximo Gómez, pero también se asocia, en cuanto a actitud, al de Ionesco. Es decir, toco diversas cuerdas, y mis obras adoptan formas momentáneas, la que más corresponda al sentimiento que quiero comunicar.”

Entre los dramaturgos, Rosecof  prefiere al uruguayo Florencio Sánchez. “Por nuestro, y por su afán de testificar una época y reflejar los conflictos sociales de su momento. El primer compromiso de un escritor es como hombre. Ahora bien, en cuanto a la literatura el compromiso debe ser escribir bien, pero vinculándose a su gente, a sus pobres. Mi elección es definitiva: la literatura para mí  es un medio más para luchar por mis ideas políticas y sociales.”