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PATRIA Y HUMANIDAD

Curiosidades

EL MÉRITO DE UN PÉREZ CUALQUIERA

EL MÉRITO DE UN PÉREZ CUALQUIERA

Luis Sexto

   La fama de Matías Pérez nació y creció paradójicamente en unos minutos. Fue un mártir del progreso y se le recuerda entre risas, como un payaso. Con el tiempo se convirtió en sujeto de una de las dos desapariciones más espectaculares colectadas por las menudencias históricas de Cuba.

   ¿Hiere a alguien este párrafo? ¿A los descendientes de Pérez? Si los hubiese, reconocerían que, verdad, así ha llegado a nosotros tal episodio, trastocado ya en mito. Sin embargo, hace más de 15 años Estanislao Pérez Milián me reclamó justicia. Sugirió, incluso, degradarme el apellido a Quinto. Porque el domingo 28 de mayo del 2000, escribí en Juventud Rebelde  un párrafo parecido sobre el conde Barreto, sus orígenes, sus escarnios, y la fuga de sus despojos que varios esclavos domésticos velaban en la casona condal de Puentes Grandes. Yo mencionaba también a Matías Pérez. Pérez Milián me tachaba que no hubiera incluido como tercera desaparición espectacular la del Cucalambé. La carta, respetuosa, decía:  “Este poeta guajiro y cubano salió de la finca El Cornito, en Tunas, a caballo con rumbo a esa ciudad, y no se ha vuelto a saber dónde desapareció, a pesar de conjeturas o suposiciones. Yo soy de Camagüey, pero pienso que los tuneros han de sentirse relegados, y sin razón alguna dirán que La Habana siempre se da la preferencia en todo”.

   A La Habana, en efecto, a veces le damos preferencia. Reconocemos en la capital nuestra Meca, adonde casi todos peregrinamos alguna vez. Y muchos patriotas de provincias la hemos elegido como ciudad definitiva. Pero la evidencia no acusa en este expediente a La Habana. El Cucalambé –Juan Cristóbal Nápoles y Fajardo- es un inmortal desaparecido. Pero no me parece que su pérdida fuese espectacular. Mi bisabuelo materno hizo lo mismo; dijo en Canarias: Me voy a Cuba; nos veremos pronto. Y nadie de la familia jamás lo vio o supo de él. Ambigua desaparición. Solo eso.

   Recientemente hemos conocido por qué el Cucalambé se esfumó de modo  que sus compañeros de trabajo, y su familia y amigos, que haya sido divulgado, nunca más recibieron sus noticias. La afanosa historiadora Olga Portuondo descubrió en archivos de España y Cuba autos judiciales que acusaban a Juan Cristóbal Nápoles Fajardo de haberse apropiado de  “6, 471, pesos y 88 centavos”, el 24 de noviembre de 1861. Ese dinero componía el salario  para los constructores del faro de cabo Cruz. El poeta era el pagador. El libro, titulado Un guajiro llamado El Cucalambé, imaginario de un trovador[1], ha pasado en silencio, según mi percepción. Pero debemos agradecer a la Portuondo su valentía para acercarse a la causa que dilucida la desaparición abrupta del Cucalambé.  Escribe: “El escepticismo sería  el signo  de Nápoles Fajardo en los comienzos de 1860 cercado por la pobreza, entrampado en un compromiso matrimonial que ya no deseaba, inmerso en la escandalosa corrupción de las autoridades de toda la Isla, endeudado por el vicio del juego de que era víctima. Estos antecedentes lo llevarían a la malversación de los fondos del Estado”. En justicia puede admitirse que podría el poeta como cualquier hombre apremiado, padecer escarnio, condena,  pero su acto, a pesar de lo deshonroso, deja incólume la fama literaria del cantor insuperado del campo cubano.

   Pero Matías Pérez, de origen portugués, desapareció como en un espectáculo. (Y cuanto sigue se imbrica con un perfile muy general del episodio, devenido en tema costumbrista.) Fabricante de toldos en  San Cristóbal de La Habana, al parecer era un hombre tentado por la necesidad de trascendencia. Y quiso convertirse en precursor de la aeronáutica cubana. En exacta evaluación lo es. Pero no gozó su mérito en vanidad corporal. Porque el 29 de junio de 1857, cuando en la plaza de Marte -cerca de donde se empina hoy el Capitolio- cortó las amarras de su globo aerostático llamado “La villa de París”, un viento aleve lo empujó hacia el mar. Y ante el público boquiabierto, como en un circo ante los trapecistas, se fue alejando para siempre como una pluma en el torbellino sin fin del espacio.

   Tampoco la posteridad se le ha rendido oficialmente al globonauta el reconocimiento que ganó con su intento de insertar a Cuba en los esfuerzos mundiales que durante esos años se sudaban en ciudades luminarias –digamos París-, con el fin de que la humanidad se sostuviera en el aire, como había previsto Leonardo en el Renacimiento. Salvo la página de Álvaro de la Iglesia, en Tradiciones cubanas;  el capítulo que el doctor Tomás Terry llenó con la curva vital de Matías en su libro El correo aéreo en Cuba, y algunas recientes crónicas en libros de Rolando Aniceto y Orlando Carrió, entre alguno más que olvido, y sellos de correos y una obra teatral, no conozco una tarja, o un aeródromo, un establecimiento, un habano que hagan flotar en la memoria de cada día el vuelo frustrado de aquel habanero entusiasta. Al parecer, Matías Pérez no clasifica en el prontuario que la historia de la ciencia y la técnica, avara e irregular, somete a los aspirantes de la perdurabilidad.

   Todos los que escriben señalan, sin embargo, que el pueblo, con su talento para pulir el oro viejo de los valores, perpetuó la hazaña del intrépido, y tal vez inconsciente, piloto. Convengamos que Matías no aportó ningún aditamento al aerostato, ni ningún principio o ley a la navegación. Pero a la gente llana le resultó admirable la decisión de aquel progresista vecino que, poco apercibido en recursos y conocimientos, se ofreció voluntariamente como piloto de prueba cuando ni los ojos servían de fiable radar. Y don Matías dejó de ser un Pérez cualquiera, según la locución castiza, y pasó a residir en una frase, tan añeja como la incierta travesía del toldero, que se aplica desde entonces, como sabemos de sobra,  a quienes se apartan del medio habitual, o emigran, o se esconden para no pagar cuanto deben: voló como Matías Pérez.

 

 



[1] Ediciones Unión, La Habana, 2011. Págs.: 54 a la 64.

LOS HIJOS DE LA LUNA

LOS HIJOS DE LA LUNA

Luis Sexto

En la foto, El Andarín Carvajal  cuyo sobrenombre es todavía una referencia en el habla coloquial del cubano

Este título puede llegarnos un tanto polisémicamente. Es decir, puede sugerirnos más de un  significado.  ¿De qué trata, pues, Los hijos de la luna, libro de Orlando Carrió?  ¿Es acaso un  texto de ciencia ficción que supone  que allí, en el satélite natural de la tierra, viven personas como nosotros, o parecidas? ¿O  acaso los hijos de  esa lámpara fría que cambia  varias veces de tamaño y de cara  ante nuestros ojos, son esas personas que desde hace mucho tiempo llamamos lunáticos?  

 Posiblemente Orlando Carrió  esté proponiéndonos una pista falsa, o se refiera con título tan enigmático a que las personas que nos presenta son tan excepcionales que sólo caben en el calificativo de locos, esa condición que en los entretelones del lenguaje le damos a todos aquellos que se destacan por su originalidad o por su singularidad. “Es un quemao”,  es un loco, exclamamos ante las conductas que no  podemos explicarnos,  o no sabemos calificar.  Por tanto, estar loco, entre nosotros,  resulta frecuentemente un elogio.

Me parece, así, que el profesor Orlando Carrió, con Los hijos de la luna,  nos ha presentado un conjunto de personajes caracterizados por su exclusividad y que, de alguna manera, con sus actitudes y hechos se han quedado entre nosotros. Eso es, en fin, este libro, publicado por la editorial José Martí: un muestrario de maravillas humanas. Y digo más; es también una relación de personajes que no suelen aparecer en los diccionarios biográficos, porque su originalidad  clasifica en las calles, en los campos, en el vecindario. Ni  la Televisión habitúa a mostrarlos. Pero  alguna vez nos hemos topado con ellos en persona, o al menos,  en libros y periódicos. Y  de ese modo, registrando en libros y  periódicos, Orlando Carrió ha compuesto Los hijos de la luna.  Libro dividido en capítulos clasificadores, es decir, comienza por los personajes heroicos, y sigue por los solitarios, por los indomables, por los inauditos, y otros epígrafes  que caben bajo el techo de personajes populares. Eso son, sí, personajes populares, cuya primera página abre el heroico Matías Pérez, primer retador del aire en nuestra historia.

He de mencionarles algunos. Además de Matías Pérez, nos salen al paso El andarín Carvajal, y Faquineto, aquel portentoso meteorólogo empírico e inspirado de Guanabacoa; también Bigote Gato, el Médico chino, Chicho pan de gloria, Papá Montero, Olga la tamalera, Chacumbele, Seboruco, La marquesa, y muchos más, inclusos personas tan serias y cuerdas como el umpire Amado Maestri, o el viejo Raúl Acosta, cuyo patio en su casa en campos de Pinar del Río se había convertido en un zoológico, con leones y cocodrilos conviviendo entre seres humanos. Es decir, hombres que sin estar loco lo parecían por su excepcionalidad o por su originalidad humanas.

No voy a seguir. Ponga usted cualquiera de esos nombres que recuerde haber oído o haber visto, y quizás esté aquí en este libro confeccionado con honradez. Sí, con honradez. Los libros también necesitan ser escritos con honradez. Y  si Orlando Carrió   extrae del olvido  a tantos personajes populares, se sirve básicamente  de periódicos y revistas. Y lo reconoce,  y cita, incluso,  párrafos de los periodistas que le han servido de fuente.  Si hubiese un premio a la honradez intelectual,  el autor de este libro  tendría mi voto. Y  mi voto  tiene también este libro titulado Los hijos de la luna, que ha reunido en un volumen a toda esa gente que alguna vez hemos visto entre las sombras del anonimato, o  entrevisto  en la distancia de lo desconocido u olvidado. 

(Difundido por Radio Progreso el 5 de septiembre de 2014, en el programa Epigramas, sección Al pie de las letras)

LOS MISTERIOS DE DRAKE

LOS MISTERIOS DE DRAKE

Luis Sexto

La espirituosa, ensoñadora, trastabillante naturaleza del ron no fue lo primero en su historia. Antes fueron otro sabor, otro aroma… Otra cosa. Desde los primitivos trapiches, molinos o ingenios,   el aguardiente brotó como un derivado de la caña de azúcar. Entonces ganó fama de plebeyo en su consumo: alegró el ocio de los piratas y purificó democráticamente la zanja del látigo en las espaldas esclavas. Era entonces ofensivo como hueco de letrina.

Pero resolvía la atmósfera de las tertulias escabrosas o de las más decentes. Mezclado con agua, azúcar, una rodaja de limón y una ramita de hierbabuena, deambuló por tabernas y hogares con el nombre de Drake, el corsario que en el Caribe arrastraba la cola del diablo y en Londres lo cubrían con una clámide de santón.  Después,  insurgió el ron como una criatura fantástica. Y tal mudanza  continúa oficiándose como un misterio. Los químicos no han precisado con certeza los resortes que desdoblan una bebida para convertirse en otra que de un trago borra su pendenciero  pasado.

Una alquimia,  soterrada y silenciosa, procesa el aguardiente. En este –suponen- subsiste en un uno por ciento de materia orgánica, y al pasar el tiempo reacciona ante el aire que trasvasa los toneles. O el roble de los barriles despide ciertos ácidos que se coligan con los residuos orgánicos del aguardiente. O influyen ambos fenómenos. Y poco a poco vibra en un proceso de metamorfosis sorprendente.

El tiempo parece ser el catalizador de la fórmula enigmática del  “hijo alegre de la caña de azúcar”, como bautizará al ron el periodista cubano Fernando G. Campoamor, que será el más culto y ágil biógrafo del caldo criollo. Mientras más vieja, añejada, superior es la bebida. Esa fue, quizás, la receta de Bacardí, el destilador que en 1862 fundó en Santiago de Cuba la dinastía del ron cubano. Influye también la alcurnia de la melaza que, mediante la levadura, se tornará en alcohol. Y esa miel  de pureza única sólo es posible obtenerla en las circunstancias climáticas y telúricas de la caña cultivada  en Cuba. 

Los cubanos  beben ese misterio, como en un culto. Y a su influjo el  sordo baila, el tímido habla, y el triste ríe. Cualquier cubano, sea en Santiago de Cuba o en La Habana,  en Cienfuegos o en Pinar del Río, dirá  que su ron es el mejor, aunque hay marcas. Y más marcas. Y usted tendrá que descubrir las mejores, porque el cronista no es catador ni  publicitario. Lo que sí asegura es que la proverbial tendencia cubana a la desmesura no exagera cuando convierte a su ron en lo “máximo”.  Lo confirmará Hemingway con su autoridad de bebedor. El escritor, en una página de Adiós a las armas, confesará que el supremo placer consiste en un sorbo de güisqui. Años más tarde, cambiará de opinión convirtiéndose en uno los más  asiduos degustadores del ron cubano.  En particular del trago llamado daiquirí y que no es más que el gemelo esclarecido  de aquel mejunje que el corsario Drake le dio nombre.

 

 

A CABALLO SOBRE UN LEÓN

A CABALLO SOBRE UN LEÓN

Luis Sexto

Un reportaje de hace veinte años

Nos habíamos detenido para tirar un centavo al aire y seguir el camino que indicara la estrella o el escudo. Entrevimos el tractor en la distancia polvorienta. Lo esperamos. Y el operador sólo me dejó decir:

-Oiga, dónde vive…

-Raúl Acosta –completó  la pregunta con certeza.

Repliqué negándome a creer que fuera un adivino, un mago que aún no hubiese conseguido empleo bajo el globo de un circo o en la caja de un televisor.

-Ah, más de 20 personas me preguntan por él todos los días.

La gente, sin embargo, no busca a la persona de Raúl Acosta. Su nombre es apenas el pase; la contraseña. Y los visitantes se internan en aquella llanura cuadriculada de guardarrayas, donde predomina el verde rastrero del tomate, y el silencio es el único rumor que el oído escucha, cortado de vez en cuando por un trino o un mugido lejano;  se internan a riesgo de extraviarse ante tanta diversidad de rutas y tanta ausencia de señales, para llegar a Hato de las Vegas, la finca de Raúl Acosta.

Allí, cuantos vienen de La Habana, y Pinar del Río, y Consolación del Sur, y de otros lugares, rinden su curiosidad cuando entran en el patio aparentemente espectacular de Raúl Acosta, y ve compartir el espacio a puercos con gallinas, y gallinas criollas con gallinas de guinea, y gallinas de guinea con patos, y patos con halcones, y halcones con tórtolas, y tórtolas con pericos, y pericos con tomeguines, y tomeguines con pájaros vaqueros, y pájaros vaqueros con palomas, y palomas con azulejos, y azulejos con negritos, y negritos con faisanes, y faisanes con pájaros degollados mexicanos, y pájaros degollados mexicanos con jutías, y jutías con ratones, y ratones con conejos, y conejos con jicoteas, y jicoteas con curieles, y curieles con monos, y monos con cocodrilos, y cocodrilos con leones…

 

Nosotros sí buscábamos a Raúl Acosta. Pretendíamos llegar al batey de Hato de las Vegas –cerca de Herradura- para conocer la pieza principal de ese patio que viola la tradición de albergar sólo a animales cuya carne abastezca la mesa doméstica. Porque si pintoresco es un zoológico particular; si insólito son los leones de melena negra dándose existencia sedentaria en un paraje de la campiña pinareña, más lo es el hombre que los salvó de una muerte necesaria, los crió, los nutre, los baña, y los jinetea como si fueran caballos de palo.

Raúl Acosta,  en cambio, no se juzga como un ser único, dependiente de su voluntad. Estima que lo dirige  una especie de instinto, cosa natural. Nadie le enseñó a querer a los animales, ni tampoco leyó libros. Ya los 68 años reconoce que el amor por los pájaros y los cuadrúpedos lo invadió desde niño. Cuentan por aquel paraje que cuando alguien llamaba a Raulito, la madre decía: “Andará por uno de esos rincones de Dios currándole la pata a cualquier pájaro herido”. Y todavía práctica la medicina de la ternura; no puede incumplir ese juramento de un Hipócrates veterinario que la conciencia del niño recitó como en un juego. Cada vez que se encuentra un animal enfermo, lo trae para la casa. Y cuando hace 47 años su mujer fue a vivir con él a  Hato de las Vegas, encontró curieles, conejos, pájaros amparados por la generosidad de Raúl.

Flaco, pero con músculos elásticos, narizón y de ojos verdes, Raúl Acosta es un campesino que heredó de su padre casi 54 hectáreas. Las cultiva ayudado por sus cuatro hijos, y con tanto tesón y efectividad que es un distinguido proveedor del acopio estatal al que destina, exclusivamente, la leche de sus 50 vacas, la carne de sus 100 carneros y sus 60 cerdos, y el arroz y los tubérculos…

Podría ser rico, opinan muchos vecinos. Y no lo es. Su casa conserva el guano y las maderas tradicionales en el campo. Dentro –donde se aprecia orden y limpieza- solo el televisor desentona con el ajuar de la modestia guajira. Los animales le cuestan: los alimenta,  y  los compra cuando se entera de que un ejemplar valioso ha caído en el ámbito de una persona que, quizás, lo maltrate o, en un momento de irresponsabilidad, lo sacrifique en un festín de domingo.

-Sí, me cuestan un mundo. Hace poco me avisaron de que había un venado pequeño en San Cristóbal; fui y lo compré en 600 pesos. Créame, tengo más interés en los animales que en el dinero.

-¿Qué ve en ellos?

-No sé explicarlo. Tal vez ustedes no me crean si les digo que los considero como amigos, familia…

(Castillo, el fotógrafo, lo  retuvo  llevándose la mano a uno de sus ojos humedecidos.)

-Y si los perdiera,  qué ocurriría en su vida.

-Que no puedo vivir sin ellos. He planteado que si en Pinar del Río se construyera un zoológico, yo donaría mis animales al gobierno. Pero con una condición…

Permití que el silencio expresara el monosílabo interrogativo.

-…Que me dejen cuidarlos.

-Son muchos, viejo.

-Sí y nunca los he contado. Van desde uno hasta 20 ejemplares de cada especie. Por ejemplo, tengo ocho cocodrilos, que ya necesitan un estanque mayor, y también más seguridad. Porque los problemas aumentan.

El herbicida que vuela sobre la llanura se posa en los árboles y los destiñe y los deshoja afeando y quitando capacidad de oasis al patio. Y las jaulas –toscas, simples, aunque seguras- se dispersan de modo que aprovechen el techo de alguna rama indemne.

Hemos salido del bohío. Raúl Acosta nos ha llevado a la jaula de Joe y Joanka, la pareja de felinos cuya jeta plácida niega que las estas fieras pertenezcan a la especie de leones menos domeñables de África.

Llegaron a Hato de las Vegas recién nacidos. La escasez de alimentos en el zoológico de La Habanas –ah, sí, transcurren los años iniciales  de los 1990, extinción del socialismo europeo- los había condenado a perecer. Acosta los recibió de regalo. Y crecieron saltando sobre las camas y mordisqueando las sábanas. Entre las fieras y el hombre –también Josefina, una de las hijas- se solidificó una relación parecida a las de un perro y su amo.

Cierto día, cuando Josefina –heredera de la ternura paterna- limpiaba la jaula, la pareja se escurrió por la puerta entreabierta. La mujer los vio cuando, con sigilo, como sabiendo que obraban mal, avanzaban hacia el fondo del patio. Les gritó:

-¡Joeee,  Joankaaa!

Y regresaron.

-Nos habían dicho: nunca les griten para que si se ven obligados a hacerlo, obedezcan.

Esa relación tan pacífica maravilló a varios artistas del circo soviético, que aceptaron, en su visita a hato de las Vegas, las evidencias de lo que Raúl y Josefina hacen con los leones, pocos, o ningún experto puede repetirlo. Raúl Acosta pasó a demostrarlo. Lo siguió Josefina. Joe y Joanka reposaban en el piso. El viejo se acostó sobre el macho. Josefina le tomó la cabeza, le abrió la boca y medio la mano derecha, casi el brazo. Un  colmillo mostraba mansamente su posibilidad de trucidar aquel miembro. Luego ambos cabalgaron sobre el lomo de Joe.

-Sabemos cuándo podemos acercarnos y jugar. Si están comiendo, no podemos entrar, ni siquiera si hubiera un objeto, un pedazo de hierro dentro: el instinto los manda a defenderlo.

Hasta ahora ningún animal ha mordido a Raúl. Ni los monos. Chita y Mimbo pertenecen a los llamados monos verdes, como decir: eléctricos, fieros. A Raúl le sacan la comida del bolsillo.

-Podemos creer que usted los hipnotiza.

-No, no vaya a creerlo. Pienso que con paciencia y cariño se consigue cualquier cosa de los animales. Aunque le voy a decir la verdad: tengo buena mano para la tierra y los animales.

Según Josefina, su padre transpira un olor de bondad, a amparo, que los animales advierten. Y por muy huidizos que sean, al cabo se entregan en la mano de Raúl

-¿Podrá  con tanto ajetreo diferenciar a sus hijos de los animales?

-Mire usted, hijo es hijo, pero cuando pierdo un animal lo lloro como si fuera un hijo.

-Pero uno podría pensar que confía más en las bestias que en los hombres.

-Bueno, confío más en los animales que en ciertos hombres. A mi manera de ver, lo que sería capaz de hacerme la maldad de un ser humano, no me lo haría un animal.

Pero Raúl Acosta no teme. Porque no tiene enemigos. “Sirvo como un paño de lágrimas para mis vecinos”. Si de madrugada necesitan ir al médico, los lleva al pueblo en su yip

La última pregunta lo estremeció. No soporta a los cazadores, que para él no son personas.

-¿Entonces usted nunca ha cazado; ni ha matado a un puerco?

Y la respuesta, con el tiempo, me obligará a recordar a este hombre raro,  personaje  de una historia  que corresponderá a un futuro todavía entre añoranzas:

-Yo no como carne.

 (Hasta hace unos meses, Raúl Acosta vivía, aunque ya había desaparecido su  zoológico doméstico. Tenía entonces 89 años. La foto que acompaña a este post fue publicada en el semanario Guerrillero, de Pinar del Río, en marzo de 2011 )

 

 

 

 

 

 

QUERER NO ES PODER

QUERER NO ES PODER

Por Luis Sexto

En 1987, en la península de Guanahacabibes, región occidental de Cuba, conocí a esta anciana centenaria

El automóvil se detuvo a unos cien metros del bohío. Francisca Paula  todavía estaba en la cama. Ahorita se levanta -dijo María, la hija mayor, mientras intentaba ordenar la casa que en su desgaste parecía suplicar la presencia de manos jóvenes para remendar las paredes y renovar el guano del techo.

No lo esperaban. El cronista habían llegado allí  porque, procedente de Pinar del Río, una noticia circuló por La Habana citando, segura, cifras y fechas que adjudicaban implícitamente  la  primogenitura nacional a Francisca Paula Álvarez Quílez. Según los datos, debía entonces sumar 118 años.

Llegar a aquel sitio  hubiera significado una aventura tres décadas antes. En ese tiempo el valle de San Juan, en la Península de Guanahacabibes, permanecía amurallado por el aislamiento. El bohío de la anciana contrastaba ahora con los edificios de cuatro pisos de la comunidad de El vallecito, y con las viviendas de mampostería, dispersas o agrupadas a orillas de la carretera hacia el Cabo de San Antonio.

Francisca Paula apareció sobre las 10 de la mañana. María, y Catalina –la otra hija-, la traían sujeta por los brazos, casi a rastras, como si fuese un combatiente herido.

Viéndola sin capacidad para gobernar los pies, reducida en su estatura por la loma de la espalda, con la mirada puesta en remotas neblinas, el cronista creyó que era, entre todos los cubanos, la de mayor edad, una especie de campeona entre personas que vivían, usualmente entre 74 ó 76 años.

Venía quejándose. Sus dolamas se había concertado ese día para maltratarla, aunque los médicos aseguraban que el estado clínico de la anciana punteaba en lo satisfactorio. El cronista, compadeciéndola, dijo: No se lamente, vieja; alégrese, mire cuántos años usted ha vivido. Francisca Paula, levantando la cabeza y mirándolo con sus ojos blancos, le respondió:

-Y quiero seguir viviendo, mi hijito; qué se cree usted….

 

VIVEN EN CUBA 1 541 CENTENARIOS

La actualización del Estudio de Centenarios en Cuba que se realizó en el periodo comprendido entre los años 2004 al 2008, una investigación multicéntrica coordinada por la Dirección Nacional del Adulto Mayor y Asistencia Social del Ministerio de Salud Pública, muestra que actualmente viven en nuestro país 1 541 personas que en edad rebasan la centena, 53 más que hace dos años.

Lo anterior indica que en el territorio nacional habita un centenario por cada 7 296 cubanos, y también uno por cada 1 269 adultos mayores, es decir, personas mayores de 60 años.

El tema será objeto de análisis en la nueva edición del Seminario Internacional Longevidad Satisfactoria: Visión Integral, que incluye un Encuentro de Centenarios, a partir de este miércoles y hasta el viernes en el Hotel Nacional de Cuba, con la asistencia de delegados procedentes de diez países.

El mencionado estudio motiva gran interés entre los investigadores y población en general al tratarse de un grupo humano que ha logrado vencer obstáculos ambientales, de salud y alcanzar los mayores límites de vida actuales.

La decana en Cuba de los que han sobrepasado la curva de los 100 es Juana de la Candelaria Rodríguez, con 125 años cumplidos el pasado 28 de febrero, quien radica en el municipio de Campechuela, en la provincia de Granma.

El presidente del Club de los 120 años y de la Asociación Médica del Caribe (AMECA), profesor Eugenio Selman Housein-Abdo, en su libro Cómo vivir 120 años, publicado por la Editorial Científico-Técnica, sustenta seis elementos esenciales como pilares fundamentales para la expansión de vida.

La motivación, desde las más tempranas edades, porque somos lo que nos motiva; la alimentación, con frutas y vegetales, y comer incluso "de todo" pero evitando los extremos; la salud, enfocada sobre la prevención; actividad física durante 30 minutos entre tres y cinco días por semana, porque "es necesario moverse"; la cultura, como enriquecimiento espiritual, que tiende incluso a combatir el exceso de estrés; y rodearnos de un medio ambiente sano. (Tomado de Granma)

 

 

AGUAS DE AMOR Y PAZ

AGUAS DE AMOR Y PAZ

 Por Luis Sexto

Notas de viaje por la Isla de la Juventud

Varios nombres y sobrenombres recibió la Isla de la Juventud: de Pinos, del Tesoro, de las Cotorras, la Evangelista. Ninguno, sin embargo, se asoció a la calidad y la abundancia de los manantiales de Santa Fe. Quizás sólo el escritor Raimundo Cabrera, que abrió la primera escuela para niños pobres en Nueva Gerona, apuntó en sus memorias que al desembarcar allí confinado llegaba a “la isla de los baños termales”.

En esos días de 1869 en los que el estudiante, luego autor, entre otros, de un libro útil titulado Mis buenos tiempos, afrontaba su destierro por infidencia, Isla de Pinos permanecía deshabitada. Unas 800 personas se concentraban primordialmente en Nueva Gerona, fundada en 1834. Muchos eran patriotas deportados o delincuentes comunes. Isla de Pinos se empleaba entonces como campo de concentración, émula caribeña de la Siberia de los zares.

Ya existían los baños de Santa Fe. Desde 1826, cuando de La Habana llegó el doctor José de la Luz Hernández y probó el agua y puso en práctica un proyecto terapéutico, pacientes de la Isla grande empezaron a salvar la travesía por el golfo de Batabanó para encontrar la curación que les negaba, por otros medios, la medicina. Peregrinos en busca de milagros relativamente baratos. Hasta 1848 pagaban, además, los tres reales fuertes que el gobierno español exigió como impuesto para bañarse allí. Favorecía a los viajeros que los últimos piratas acababan de extinguirse. José Rives, apodado Pepe el mallorquín, murió en 1827, en brazos de Rosa Vinajeras, su mujer, en una casa de Santa Fe. Había sido un pirata contradictorio: robaba y también defendía los intereses de los pineros. Dieciocho años después, Juan Manuel Calvo, vasco emprendedor, estableció la primera línea de vapores entre Batabanó, Júcaro y Nueva Gerona.

El doctor De la Luz y el señor Calvo acordaron asociarse, y construyeron las primeras piscinas e instalaciones. Se empezó a edificar una Santa Fe nueva, higiénica, al lado de la antigua que databa de 1809. Ninguna bestia de tiro o monta tenía permiso para pisar las calles del poblado. Pero la pareja de socios no podía con aquel plan de desarrollo. Y fundaron la Sociedad de Fomento Pinero. Vendieron acciones. El propósito de mejoramiento convenció a figuras como Rafael María de Mendive y Cirilo Villaverde.

Samuel Hazard, viajero al que tanto le debe en difusión la Cuba del siglo XIX, pasó por los baños en 1866. Divulgó las medidas de las piscinas, que aún se mantienen. Y escribió sobre las propiedades de las aguas, que hoy se definen, con toda ciencia, como bicarbonatadas cársicas magnesianas, con flora no patógena que produce antibióticos, y que poseen incluso cierta radioactividad inocua para el ser humano.

APARECE UNA COTORRA

A principios del XX, Claudio Conde Cid embotelló el agua potable bajo el membrete de la Cotorra. La extrajo del manantial que aún se nombra Del Pueblo, y que se ubica en la orilla del río Santa Fe. Lo estableció Sánchez Amat, ex ayudante del general  Antonio Maceo, que al terminar la guerra de independencia en 1898, fue a  isla de Pinos y ocupó la alcaldía en nombre de la revolución. Se adelantó a los americanos. Y prometió que nunca esa fuente dejaría de abastecer al pueblo. Todavía llenan allí sus vasijas los santafecinos, que el doctor Waldo Medina, antiguo y ya fallecido juez de la Isla y promotor de la primera biblioteca en Santa Fe, calificó como “la mejor gente del mundo”. La Cotorra alcanzó el crédito de ser el agua más salutífera para beber. Cimentada la marca, el propietario pudo después abastecer sus botellas y garrafones con otras aguas en La Habana. Aún se conservan protegidos los manantiales originales.

 España, al iniciarse la guerra de 1868, despojó a De la Luz del balneario por patriota e infidente. El balneario osciló posteriormente entre el olvido y la precaria memoria de pocos clientes. En 1941, el padre de Jesús Montané, uno de los asaltantes del cuartel Moncada en 1953, publicó un artículo en el periódico Los Pinos Nuevos en el que profetizaba que algún día Santa Fe tendría un gobierno astuto, inteligente y patriota que lo condujera a tener el mejor balneario de Cuba, como en los tiempos del doctor De la Luz Hernández. Decursaron 14 años, y se convirtió en efecto en el mejor centro termal del país. Pero no había un gobierno astuto ni inteligente, y menos patriótico. El dictador Fulgencio Batista asistió a la inauguración de la obra modernizadora que Francisco Cagiga, dueño de la Isla, levantó: un motel, y  una clínica, en cuyo  techo armó un solario que fue uno de los tres mejores del mundo. En 1958 Santa Fe acumuló visitantes como para sumar cifras correspondientes al tercer polo turístico de Cuba. Un baño de 30 minutos valía entonces  cinco dólares.

APARECIÓ EL DIABLO

La historia de los baños  no se completa sin el episodio de la aún renombrada con respeto Vieja Gorda. La señora Virginia Hernández viajó a Santa Fe en 1939. Padecía de una afección renal. Apenas podía moverse. Su hijo, que en 1920, con seis años, se había curado allí del estómago, alquiló un avión a la Panamerican, y solicitó permiso en la ciudad militar de Columbia para aterrizar en el aeropuerto del Presidio Modelo. Lo tacharon de loco.  “No lo sé, respondió el doctor Silvestre Pujol, “pero tengo a mi madre enferma.” Y también - cuenta ahora- la corazonada de que el vuelo terminaría en fortuna.

Santa Fe entonces languidecía entre ruinas. El hotel negó el hospedaje a la enferma. La vivienda de un vecino sirvió de albergue. La señora bebió agua, mucho agua, y a las pocas horas sus riñones la despidieron como en un manantial de inmundicias. Se curó.

Agradecida, Virginia Hernández, de acendrada fe religiosa, edificó una casa para vivir en ciertas temporadas, y detrás, una capilla de dos plantas dedicada a Nuestra Señora de las Mercedes. Y propuso talar la esquina de unos pinares para una pista de aterrizaje que propiciara a otros pacientes volar desde La Habana. Pidió permiso a mister Robert Irving Wall, gerente de la Santa Fe Land Company. Y pagando de su peculio a unos, y convocando al trabajo voluntario a otros vecinos, la señora consiguió alistar la pista para el 24 de febrero de 1940, cuando aterrizó la primera nave, un Ford trimotor. Agustín Parlá, pionero de la aviación cubana, había aprobado dos días antes la aptitud del aeropuerto. Pronunció también el discurso inaugural delante de una enorme bandera que hoy guarda la familia que reside en la casa de la Vieja Gorda, madrina de una de las muchachas, y también de más de 500 ahijados y ahijadas en el pueblo.

Un guajiro, apodado Corico, que vivía cerca de la pista y a la cual había puesto escasa atención, cuando oyó el trueno largo de los motores y vio la nave posarse en la tierra, corrió aterrorizado. Otro guajiro, Cecilín Pantoja, mal improvisador, pero con lengua picante, compuso una décima que conserva las incidencias de aquel día único. “La primer vez en llegar/ el avión a Santa Fe/ Corico corriendo fue/ al cuartel de la rural./ Al verlo el oficial/ al que asustado llegó,/ enseguida le preguntó:/ paisano que a usted le pasa,/ ay guardia que allá en mi casa/ el diablo se me aposó.”

Toda esta historia, en parte, me la cuenta Wilse Peña, culto administrador del balneario donde ahora el gobierno de la Isla de la Juventud se empeña en rescatar la casi bicentenaria fama de unas aguas cuyo origen no se liga a otros baños del archipiélago cubano, fundados sobre negros esclavos que curaron, casualmente, sus laceraciones en aguas sulfurosas. Sobre las de Santa Fe, la historiadora norteamericana Irene Wrigt recogió en su libro Isla de Pinos, gema del Caribe la leyenda de Auki Himario, hijo del cacique de la Siguanea. Siendo joven, lo enviaron a Cuba a demostrar en la guerra si estaba apto para heredar el mando. En vez de pelear propuso la amistad a sus rivales. Presentado ante el cacique como un traidor, le sugirió: Padre, el hombre en paz es como un árbol en tierra llana: crece vigoroso. Encolerizado, guiado por el orgullo y el prejuicio, el jefe clavó la lanza en el costado cordial de su hijo. Pocas jornadas más tarde, en el lugar donde cayó el cuerpo del joven aborigen con vocación de amistad universal, surgió un surtidor de agua, caliente como la sangre y buena como los dioses para curar.

 

                        


 

LA OTRA PELEA PERDIDA DE JACK JOHNSON

LA OTRA PELEA PERDIDA DE JACK JOHNSON

  Por Luis Sexto

 

Dentro de seis años se redondeará  el centenario de uno de los escándalos boxísticos del siglo XX: la pelea entre Jack Johnson y Jess Willard el 5 de  abril de 1915, en el Hipódromo de Marianao, La Habana. Poco importa hoy hacer memoria de esa estafa protagonizada por dos norteamericanos: el campeón mundial de los pesos completos, negro, y un retador a quien la propaganda calificaba, como a muchos después, de “gran esperanza blanca” del boxeo.

 

  Ya sabemos que Jonson, perseguido por su color y su audacia de mantener mujer blanca y fina, tuvo que vender su faja por 30, 000 dólares, y en el asalto 26 de un duelo pactado a 45 rounds, se tiró a la lona luego de que, desde el público su esposa le hiciera una señal con la cual le advertía: ya tengo el dinero. Enseguida, ante 20, 000 espectadores entre los cuales figuraba el presidente de Cuba, Mario García Menocal, el campeón simuló no poder levantarse del impacto de un golpe del inefectivo Willard. Y así el título se blanqueó y miles de estadounidenses racistas, al saberlo, durmieron en paz.

 

  Esos son los términos esenciales, el resumen de aquel combate que generó  opiniones polémicas. Parece que casi todos los espectadores pudieron percatarse del turbio negocio. Se sintieron frustrados y ofendidos. Solo alguno de los promotores del la pelea negaron el fraude.

 

  El combate había despertado una explosión de interés desde cuando el 21 de febrero de ese año Jack Johnson desembarcó en el puerto de Cienfuegos, en el sur de la parte central de Cuba. Matizó su presencia en la capital cubana la peripecia de un negro famoso a quien los hoteles más reconocidos –el Inglaterra, el Plaza, el Pasaje- le negaron  habitación. Tuvo que albergase en un establecimiento de segunda o tercera, nombrado Las Villas.

 

  Entre los periodistas que se le acercaron estuvo Ruy de Lugo Viñas. Entonces uno de las firmas de la prensa con mayores méritos. Tras publicarse en un periódico, la crónica en que sintetizó su  conversación con Johnson apareció, en el mismo año de 1915, formando uno de los capítulos de libro titulado Los ojos de Argos, con prólogo de Luis G. Urbina, delicado poeta y cronista mexicano, que ya era, o será más tarde, padre de Silvia Pinal, después renombrada actriz cinematográfica. Urbina testifica las calidades de Lugo Viñas, periodista nacido en  1888, en Santo Domingo,  provincia de Las Villas. “Todo lo construyó adrede el autor de este libro para albergar (…) las impresiones momentáneas exigidas por la inquieta voracidad del periodismo.”  Sí, en efecto: eso es lo que halla uno en Los ojos de Argos: periodismo. Pero, advierte Urbina enseguida, “el material de cultura, de talento, de emoción estética, es, a pesar de todo, tan fuerte, que resultó durable y de perfectas condiciones de estabilidad para ser trasladado de la hoja volante al tomo superviviente”.

 

  Lugo Viñas compuso su libro con crónicas que parten de un hecho noticioso o de una figura noticiable. Esto es, no son crónicas de remembranzas, de nostalgia, que suelen ser las más proclives al entramado poético. Son crónicas a la manera modernista y que estos tomaron de los franceses. Lugo-Viña habla de la vida de su momento, del discurrir maratónico de los acontecimientos. Lo que, como lo dijo Urbina en su turno,  el acontecimiento no se congela ni muere, como es usual, en la urgencia de la nota informativa. El  factstory norteamericano pervive más allá del tiempo, porque el cronista intenta reflejar la vida con los espejos de la subjetividad, embadurnando el perfil de cosméticos estéticos. Ofreciendo una amable visión de la gente, los hechos y las cosas. Veamos en un fragmento cómo el cronista define a Jack Johnson, en la crónica cuyo título resulta sumamente expresivo: “Jack Johnson, el negro de los knock-out formidables”:

 

  “El “big-man”llega a La Habana seguido de una corte: la francesa lánguida que es su esposa, su entrenador, el secretario, que es por igual memorialista y corre-ve-y dile… y cuatro domésticos: uno que le limpia las botas –casi tan descomunales como las de un “gun-boat” Smith, otro que se encarga de la ropa sucia, otro que lo enjabona en el baño y lo cepilla cuando ya está vestido y el cuarto que, por estar a las órdenes de la consorte, no hace nada… a menos que se entretenga en cornamentar a su patrón. El “big-man” viaja como lo que es: como millonario que tiene larga cuenta en el Crédito Lyonnais y una fortuna en cada brazo.”

 

  Notamos la originalidad en el esbozo del personaje: lo define mediante datos que se convierten en símbolos, y emplea la ironía mediante alusiones que le incrementan el relieve: el crédito en un banco, la fortuna de sus brazos de boxer imbatible, la esposa francesa o afrancesada. Por supuesto, esa estampa atorrante de hombre fuerte, poderoso queda sugestivamente en entredicho con aquella observación  de un criado que apenas hace algo, salvo que se dedique a cornamentar a su amo. Cornamentar, cuánta finura en la palabra que tanto podría ofender a quien sepa leer español.

 

  No sabemos si Johnson protestó por la sugerencia marital que lo desacreditaba. De cualquier manera, parece que el campeón perdió verdaderamente esta pelea con este periodista, cuya intrepidez lo golpeó en los planos bajos. Ruy de Lugo Viñas fue un escritor audaz. Con el tiempo, se convirtió en un sobresaliente experto en  asuntos de la municipalidad como categoría histórica y política. Viajó mucho, porque parece que la bohemia, el vivir de salto en salto le espoleaba el gusto por la vida. Residió en Nueva York, y en Buenos Aires, donde aprendió conceptos nuevos sobre el  periodismo. En México trabajo en El Universal y Excelsior, que parece poco y es demasiado para un periodista, y fundó una revista en Madrid: Así va el mundo.  Fue delegado de Cuba en la Liga de las Naciones. Escribió obras de teatro. También poesía. Trabajó en Heraldo de Cuba, el periódico de Manuel Márquez Sterling, el notable diplomático e historiador.

 

  Ruy de Lugo Viñas murió en Cali, Colombia, en 1937 cuando el avión en que viajaba chocó con una montaña mientras reportaba el vuelo Pro Faro de Colón, con el fin de promover un monumento al llamado Descubridor de América. Murió, como solemos decir, con las botas o los guantes puestos.