LOS MISTERIOS DE DRAKE
Luis Sexto
La espirituosa, ensoñadora, trastabillante naturaleza del ron no fue lo primero en su historia. Antes fueron otro sabor, otro aroma… Otra cosa. Desde los primitivos trapiches, molinos o ingenios, el aguardiente brotó como un derivado de la caña de azúcar. Entonces ganó fama de plebeyo en su consumo: alegró el ocio de los piratas y purificó democráticamente la zanja del látigo en las espaldas esclavas. Era entonces ofensivo como hueco de letrina.
Pero resolvía la atmósfera de las tertulias escabrosas o de las más decentes. Mezclado con agua, azúcar, una rodaja de limón y una ramita de hierbabuena, deambuló por tabernas y hogares con el nombre de Drake, el corsario que en el Caribe arrastraba la cola del diablo y en Londres lo cubrían con una clámide de santón. Después, insurgió el ron como una criatura fantástica. Y tal mudanza continúa oficiándose como un misterio. Los químicos no han precisado con certeza los resortes que desdoblan una bebida para convertirse en otra que de un trago borra su pendenciero pasado.
Una alquimia, soterrada y silenciosa, procesa el aguardiente. En este –suponen- subsiste en un uno por ciento de materia orgánica, y al pasar el tiempo reacciona ante el aire que trasvasa los toneles. O el roble de los barriles despide ciertos ácidos que se coligan con los residuos orgánicos del aguardiente. O influyen ambos fenómenos. Y poco a poco vibra en un proceso de metamorfosis sorprendente.
El tiempo parece ser el catalizador de la fórmula enigmática del “hijo alegre de la caña de azúcar”, como bautizará al ron el periodista cubano Fernando G. Campoamor, que será el más culto y ágil biógrafo del caldo criollo. Mientras más vieja, añejada, superior es la bebida. Esa fue, quizás, la receta de Bacardí, el destilador que en 1862 fundó en Santiago de Cuba la dinastía del ron cubano. Influye también la alcurnia de la melaza que, mediante la levadura, se tornará en alcohol. Y esa miel de pureza única sólo es posible obtenerla en las circunstancias climáticas y telúricas de la caña cultivada en Cuba.
Los cubanos beben ese misterio, como en un culto. Y a su influjo el sordo baila, el tímido habla, y el triste ríe. Cualquier cubano, sea en Santiago de Cuba o en La Habana, en Cienfuegos o en Pinar del Río, dirá que su ron es el mejor, aunque hay marcas. Y más marcas. Y usted tendrá que descubrir las mejores, porque el cronista no es catador ni publicitario. Lo que sí asegura es que la proverbial tendencia cubana a la desmesura no exagera cuando convierte a su ron en lo “máximo”. Lo confirmará Hemingway con su autoridad de bebedor. El escritor, en una página de Adiós a las armas, confesará que el supremo placer consiste en un sorbo de güisqui. Años más tarde, cambiará de opinión convirtiéndose en uno los más asiduos degustadores del ron cubano. En particular del trago llamado daiquirí y que no es más que el gemelo esclarecido de aquel mejunje que el corsario Drake le dio nombre.
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