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PATRIA Y HUMANIDAD

Curiosidades

ESPIRALES DE HUMO

ESPIRALES DE HUMO

 Por Luis Sexto

Curiosidad histórica que no pretende estimular el dañino consumo del tabaco

 

El tabaco era culto, medicina y placer. Cristóbal Colón, aparentemente insensible a cualquier debilidad humorística por la gravedad de su misión y de su opinión sobre sí mismo, relató el encuentro de los europeos con el tabaco empleando imágenes casi cómicas. Escribió que el 5 de noviembre de 1492 unos emisarios volvieron e informaron que habían encontrado un poblado donde vieron a hombres y mujeres “con un tizón en la mano”. Eran hojas secas “en forma de mosquetes del largo de una vela de 10 a 12 pulgadas”. Los aborígenes sorbían “con el resuello para adentro el humo”, y se adormecían las carnes, y conseguían cierta borrachera, y “dicen que no sienten el cansancio”.

El indio, conquistado y oprimido, se vengó un tanto del despojo y el castigo por medio de esas hojas que, secas, consumidas por el fuego y aspiradas, parecieron al español “desarrollado”, pero limitado por otras ignorancias, un negocio inspirado y firmado en el infierno. Un hombre que expulsaba humo como el dragón vencido por San Jorge, asumía entonces la forma de Belcebú encarnado en un infiel.

El tabaco, en fin, sedujo y conquistó al conquistador, y lo llenó de manchas dentales y de cierto tufo antisocial, y sobre todo lo colmó de un vicioso deseo que alentó, primero, el auge de la plantación y, más tarde, la factoría del tabaco.  Hacia  mediados del siglo XVI el hábito de fumar se extendía como una epidemia en La Habana y para abastecerlo se impuso la necesidad de importarlo de Venezuela y Santo Domingo.

Las plantaciones criollas, ante la demanda surgieron y se multiplicaron. Pero hombres forzados no podían plantarlas y atenderlas.  Y porque desde entonces el tabaco entraña servidumbre voluntaria, y exige un estilo erótico de cultivo, es preciso arrodillarse y trabajar boca a boca con la hoja, para que asuma la gratuita esencia de la luz, el agua y el suelo de Cuba, cuyo sello, se supo más adelante, es también único porque ellos  forjan un aroma y sabor distintivos, sin competidores en el orbe. La esclavitud de látigo y mando, pues, no levantó sus barracones en la finca tabacalera. El trabajo forzado jamás ha podido hacer de su tarea una ofrenda emotiva, sentimental.

El veguero, como don Alonso Quijano con sus libros,  pasa las noches de claro en claro y los días de turbio en turbio dentro de su plantío: la vega, llamada con nombre tan sugerentemente hispánico, porque en el principio los labradores buscaban paños de tierra humedecida por las corrientes morosas de los ríos cubanos.

Afortunadamente aún se conserva el nombre de uno de los primeros canarios empeñados en el cultivo del tabaco. Los fumadores debían tal vez canonizarlo y rendirle culto en el humo azulenco que sube a los cielos desde el incensario de un habano. O los fabricantes  torcer un puro que perpetúe, en la mejor hoja, la identidad del isleño que comenzó a acumular la sabiduría agrotécnica que honra a Cuba y también a las Islas Canarias. Se llamó Demetrio Pela, cuya pericia se desenvolvió  bajo el magisterio d Erio-Xil Panduca, indio que le trasmitió una de las verdades clásicas de la agrotecnia tabacalera y que el isleño fijó en una carta familiar, citada por Gaspar Jorge García Galló,  uno de los biógrafos del tabaco: “Bastan dos aguaceros al mes, porque si el agua es mucha roba la miel del tabaco.”

El tabaco logró ser habano, es decir, ser único, exclusivo. Porque  posee un toque, una anilla, que se concilia con la cósmica calidad de la hoja cubana. Es su confección. Limpiamente artesanal, fluido intercambio de familiaridad entre la materia prima y el operario. Pruebe a fabricarlo a máquina y el puro empezará a ser impuro, porque le faltará la poemática energía, la personalizada ternura de las manos.

La cultura del tabaco, que incluso los que no fuman asimilan involuntariamente en el humo ajeno, ha establecido que sería despojarlo de su autenticidad torcer un habano en la inconsciente faena de una maquinaria. Los adelantos de la ciencia  o la técnica son a veces intermediarios que en lugar de ayudar al hombre a asumir su plenitud, lo vacían de su humanidad. Ciertos actos no toleran el distanciamiento, las mamparas desvinculadoras. Como el amor. Jamás un robot podrá servir una mesa con una sonrisa caliente, ni un beso se humedecerá a través del teléfono. Y el genuino habano es un proceso amoroso desde el semillero hasta el taller.

Si el trabajo forzado jamás ha podido hacer de su tarea una entrega emotiva, sentimental, tampoco la máquina, ante la cual el obrero se mantiene aislado mientras mueve palancas y oprime botones de la producción en serie. La maquinización, incluso la automatización, ofrecerán las ventajas del volumen, del bajo costo. Pero al menos para la excelencia, la excepcionalidad del producto, el torcedor es el privilegiado con las facultades del Rey Midas.

¿Soy excesivamente romántico? Tal vez. Pero la tradición afirma que las máquinas producirán cadáveres ocres; los torcedores, cápsulas de vitalidad. Las manos. Son ellas el secreto último, la filosofía exacta del cultivo y la configuración del tubo o el huso de la breva. Noventa y dos operaciones distintas signan el recorrido de la hoja hasta la fábrica, y en casi todas intervienen las extremidades más humanas del hombre y la mujer, en una estampa tradicional, donde lo que suelta olor a antigüedad es la sutil hoja. Porque la eficacia es intemporal. Las manos son instrumentos conscientes de la relación: usted extiende la mano al otro, esto es, tira al semejante el canal de su afectividad. Insuperado vehículo de la ternura.

Por esa minuciosidad manual, el tabaco tampoco tolera el plantío extenso. Es planta casi doméstica. Crece a orillas de la vivienda, a vista de ventana. Como prolongación del patio. En las vegas de Vueltabajo, en Pinar del Río, Justo Armas, ya entonces septuagenario cosechero, me confesó que el tabaco exige primeramente semilla. “El semillero es la mitad de la cosecha.” Y añadió que, por lo demás, si algo en la vega se escapa por el trillo de la negligencia, el tabaco es un fracaso como negocio y como arte.

Allá, en el taller, las manos del operario parecen las de un prestidigitador. Se mueven con tanta presteza como si extrajeran de la nada, en total oscuridad, una antorcha destinada a alumbrar el alma de los adictos al habano. El torcedor amontona la tripa, la tuerce, la envuelve; una, otra capa, otra, quizás más. La hace girar con la palma sobre el tablero; corta, pega. Y entre sus dedos va apareciendo la fisonomía tubular o fusiforme de la breva. Como en cualquier ordenamiento, hay clasificaciones, tamaños. La selección compone el acto rector del cultivo y el proceso industrial del tabaco. La calidad de la hoja, ya curada, y bendita con el aroma del que gustan hasta los que no fuman, decidirá el destino de la obra e impondrá el nombre del puro. Y, así, habrá “cazadores”, “aristócratas”, y nombres más encumbrados, de más refinada prosapia, en una nómina  de tropológica invención. Como en un poema. Completado por fuera en las litografías del envase. Y en todos los habanos, iguales o diversos, una marca, sello, crédito, común: la homogeneidad; parejos en el holocausto, aptos para quemarse sin que el fuego amengüe su ardor y su equilibrio. No son hogueras de leña bastarda.

La sala fabril, amplia. Iluminada. Ojos y manos se apegan a la ceremonia en la que se gesta el parto cuya criatura colmará el hábito que embriaga y no trastorna. Y los oídos del torcedor se prenden del lector mientras este recita un periódico o una novela...

La lectura en las tabaquerías es otra institución que no promete pasar con el cambio de siglo y de milenio. Entró, con el  XXI, en su tercera centuria y permanece acompañando al torcido en una alianza  indisoluble. Porque qué será del torcedor si a su monótona, aunque creativa faena, se le suprime “la mesa de pensar al lado de la de ganar el pan”, que dijo José Martí, gestor definitivo de la independencia de Cuba.

Cuando en l923 instalaron el primer receptor de radio en un taller — y sucedió en la fábrica de Cabañas y Carvajal, La Habana—, ciertas voces profetizaron que la lectura comenzaba a acercarse a su extinción. Con el tiempo coexistieron, turnándose en el ámbito sonoro de la tabaquería.

Y qué sobrevendrá ahora, en este electrónico celo de posmodernidad, cuando  el progreso se erige en antena inexorable, en rasero inapelable con él que se pretende sustituir lo útil con lo suntuario, lo necesario con lo lujoso. Nada, pues, habrá de pasar. La humanidad se anuda a lo práctico. Ese es su mejor resorte de adaptabilidad. De modo que sabe que la lectura es el pasadizo primordial del conocimiento.

Los torcedores, con la lectura, alcanzaron pronto cotas de instrucción impropias para la época. Estamos hablando de 1865 cuando el iletrado era el trabajador típico de la sociedad esclavista colonial. Ese año, a sugerencia de don Nicolás Azcárate — dúctil sensibilidad y empinado talento literario y jurídico—, y apoyados por el tabaquero y periodista Saturnino Martínez, los talleres de El Fígaro, en La Habana, inauguraron la institución de la lectura. El más preparado de los torcedores, con un salario juntado por la dádiva de sus compañeros, se aplicó a leer lo mismo un novelón que un texto filosófico. Don Jaime Partagás, apellido trocado hoy en una celebérrima marca, aprobó luego la iniciativa y la estableció en su fábrica.

Otros propietarios, sin embargo, se opusieron, secundados por el Diario de la Marina, vocero de los intereses españoles en Cuba . Temían que la lectura sacudiera el polvo, ordenara los trapos de la conciencia proletaria. Y fue verdad. En breve los torcedores se convirtieron en el sector más instruido en humanística y en política de la entonces incipiente clase obrera cubana. Los líderes más lúcidos provenían de las tabaquerías. Martí, conociendo que eran trabajadores intelectualmente aptos, se auxilió de los torcedores para difundir y apuntalar la idea de la independencia.

El lector de tabaquería fue ― lamentablemente ya no es― una especie de actor. Hasta hace pocos años, al menos los lectores más antiguos actuaban el texto. Como leían para ser escuchados, la voz adoptaba tonos, ritmo, énfasis, incluso matiz, para que el libro o el periódico fueran comprendidos. Actualmente, quizás por la bondad sonora del altoparlante, el lector no se esfuerza tanto en  “vivir” la lectura.

Pero de cualquier forma, cuando usted entra en un taller de torcido, junto con el aroma evocador, plácido, del tabaco, lo toca el mensaje de un libro que intenta hacerle recordar que el tiempo es también la prueba de lo que no se propone pasar. 

 

EL ECO DE LAS PIEDRAS

EL ECO DE LAS PIEDRAS

Por Luis Sexto

Estamos en el poblado de Baracoa, lindando con El Salado un poco más allá de Jaimanitas. El sol rebota en el suelo de piedra caliza con el picante candor de la media mañana. Más allá, manigua sobre piedra y, al fondo, el mar, que con un ronquido calmo se recuesta sobre los arrecifes del litoral.

La cantera es pequeña. Apenas seis hombres horadan, pican y desprenden bloques que los quintuplican en volumen y los superan  en estatura. Martillos y barrenas neumáticas picotean el cuero de la tierra hasta desprender el retazo previamente marcado. Una grúa baja luego sus aparejos. Alza a aquel jimagua de témpano polar, y lo amontona fuera del hoyo donde antes, quizás varios meses o años antes, se compactaban decenas de bloques... Nada extraordinario, en fin. 

 Sin embargo, estamos en una cantera única.

 Piedra es piedra. La llamada de Jaimanitas algo más: una piedra célebre que usted oye nombrar cuando le hablan de que aquel edificio, ese monumento fueron construidos con piedras de Jaimanitas. Y ante términos tan claros uno estima que puede imaginarla, conocerla. Y supone que es una piedra especial, propia de esa playa del litoral noroncidental de la ciudad de La Habana. Y uno se equivoca. A medias.

 En Jaimanitas ya no hay piedras, al menos en ese sitio ya no existen canteras. Y, a pesar de ello, los arquitectos e ingenieros de la construcción prosiguen invocándolas, empleándolas. Porque la piedra de Jaimanitas es originaria de ahí mismo... y no lo es. También puede verse, tocarse, sacarse en otras zonas del país.

CIUDAD EMPEDRADA

Las rocas inscribieron una persistente incidencia en la fundación y expansión de la Habana. Palacios, iglesias, fortalezas se erigieron con piedras, Varias canteras cercaban la incipiente villa, muy próximas al núcleo primigenio. La calle Lagunas, cuentan ciertos cronistas, adquirió ese nombre porque en sus predios hubo una cantera y el agua colmaba varias depresiones que la excavación provocó. Y más al oeste surgieron las de San Lázaro, donde el adolescente José Martí purgó sus primeros impulsos patrióticos. Por los horrores que sufrió y vio sufrir en otros, las llamó el cementerio de San Lázaro. Físicamente las describió así: “... Extenso espacio de ciento y más varas de profundidad. Fórmanla elevados y numerosos montones ya de piedras de distintas clases; ya de cocó, ya de cal...”

Canteras hubo en el barrio de El Cerro. Y en el de El Vedado, cuando había dejado de ser eso: vedado, porque en el siglo XVI un acuerdo del Cabildo vedó  el paso por caminos y trillos y prohibió el cultivo de la tierra y la crianza de ganado en esa franja de monte que por la costa hacia occidente llegaba hasta La Chorrera. Así pretendían evitar los habaneros de entonces que piratas y corsarios los sorprendieran por tierra.

Las canteras, mientras se alargaban las ambiciones de espacio de la ciudad, fueron alejándose. La última, dicen, abrió sus cuencas en la actual intersección de Quinta Avenida y calle 84. Y después saltó muy largo: a Jaimanitas. Tal vez en el siglo XIX. La playa, ubicada en la desembocadura del río de igual nombre, ganó por mucho tiempo predilección entre los bañistas. El caserío, en 1862, apuntaba solo 67 habitantes.

LA RAZÓN DE LA SINRAZÓN

  En una época, el dueño donaba su nombre a la cantera que le pertenecía; también el lugar cedía su crédito. Ocurrió con la de Jaimanitas, que le regaló incluso su apelativo a la piedra. Piedras así, con la misma composición geológica, hay en toda la costa norte de Cuba. Las canteras de La Habana prestaron rocas parecidas para edificar el Castillo de los Tres Reyes del Morro, la iglesia Catedral, el Palacio de los Capitanes Generales... Pero si ello es verdad, no redondea toda la verdad.

Porque resulta que la piedra de Jaimanitas se refiere también a un toque, un distintivo, una marca de calidad. Precisamente, desde esa playa hasta El Mariel, según estudios geológicos, asoman su blancura los más reputados yacimientos de la piedra. El resto carece de esa distinción. La Corporación de Mármoles Cubanos intentó explotar canteras en la provincia de Granma, pero los resultados surgieron con el signo de menos; la piedra es allí sumamente porosa.

Jaimanitas equivale, pues, a un sello. Y por esa causa, el único centro de elaboración radica en Santa Fe, cerca del lugar que bautizó a la roca. Los bloques de un metro y tantos centímetros de alto y fondo llegan en camiones desde la cantera de Baracoa, a unos nueve kilómetros, y una máquina italiana computadorizada los divide en láminas de hasta un mínimo de dos centímetros de espesor, y luego se transforman en losas, entre otras medidas, de 20 por 40, ó 40 por 40, ó 40 por 60 centímetros. Setenta y cinco trabajadores, entre ellos l7 mujeres, participan del proceso en la planta y  la cantera.

Ahora hay un auge. Aunque ya no se emplea como piedra sillar, la de Jaimanitas se utiliza abundantemente como revestimiento de exteriores. Bella en su impresión cromática entre lo blanco y lo amarillo, sustituye la pintura; permeable por su ajustada porosidad, absorbe la humedad, pero la transpira, la expulsa, y de ese modo protege la edificación de agentes corrosivos. Hoteles como el Meliá Cohíba en la capital, y en Varadero, Camagüey, Holguín adoptaron o proyectan asumir el esplendor de esta roca.  Y al pasar frente a la Biblioteca Nacional, el Palacio de la Revolución y otros edificios, el transeúnte se percata que se  revistieron con ella.

En partidas incluso mínimas, va a Canadá, Venezuela, República Dominicana, Panamá, Argentina, islas Caicos... Es superior, incluso, a sus similares de  canteras de Colombia y La Florida. En una plancha de dos centímetros de espesor, usted casi nunca halla un hueco pasante.

Como todas las rocas del planeta, la piedra de Jaimanitas esconde millones de años de gestación. Es una piedra sedimentaria. Los geólogos la clasifican como caliza organógena. Y componen sus ingredientes: arena, caracoles, conchas y otros restos fósiles. Tres variedades la diferencian: la arenisca, con predominio, como se aprecia en el nombre, de arena; la conchífera, y la coralina, la más dura y frágil a la vez. Y como la naturaleza no se divide, ni se compartimenta, todas se combinan en un mismo bloque, aunque la mezcla no las empareja.

(Este reportaje fue escrito en el año 2001)

 

 

La novena más “dura” del humedal

La novena más “dura” del humedal

Por Héctor Darío  Reyes

 

¿Ustedes han escuchado de un equipo de pelota femenino? ¿Que no existe? 

Muy equivocado está usted, porque yo lo conocí, o sea las conozco.

Esta historia no tiene nombres conocidos. No tiene estadio siquiera, pero como todo equipo, tiene lo más importante, tesón, talento y seguidores.

Para contarle esta historia, usted debe viajar por la autopista y torcer rumbo sur en la entrada de la Ciénaga de Zapata. Sí ahí, justo frente al entronque de Jagüey Grande.

¿Entró? Un par de kilómetros andados y ya usted ve la impotente armazón del central Australia, destruido por uno de los últimos ciclones que atravesó la ciénaga; pero continúe que no hemos llegado al objeto de la historia.

Pasado el centro turístico “La Boca” y el criadero de cocodrilos ya está llegando a Pálpite.

¿Qué hay en Pálpite? Pues el equipo de pelota.

La coach, entrenadora, y alma del equipo se llama Mercedes Machado Hernández; pero aquí todos le dicen “La Pelotera”. Es una mujer común, como todas las cenagueras. Pero no crea usted, es un fenómeno esta mujer. Madre de tres hijas, abuela de abundante prole; promotora cultural y encargada del área de recreación y deportes en el pueblo. Jugadora excepcional de dominó y “tronco é pelotera” como dijera uno de sus vecinos.

La idea surgió hace ya tiempo cuando la mediana de sus hijas, Yuleiky Otaño”La Negra”, que juega segunda base y además es lanzadora oficial, llegó con la propuesta de formar el team de mujeres, pero que no fuera de softbol, sino de pelota, a la dura y la cubana. Eso fue hace 13 años, por allá por el 93´.

 Nada corta en acciones “La Pelotera” puso manos a la obra. Comenzó a embullar junto a sus hijas a todas las mujeres del pueblo. Así fue que reunieron a las interesadas en el deporte de los estrikes y lo batazos. Algunas respondieron. Otras, de seguro, aún miran con ganas de pertenecer y jugar. Una enfermera; otra, bailarina del Conjunto Artístico Korimakao; una, técnico en informática; otra ama de casa, el caso fue que se conformó el equipo. Se decidió por nombre: Las Marianas; y así han jugado desde el inicio.

Cuando aquello, solo “practicaban juego de manigua. Luego con las prácticas fueron tomando destreza y complicándoles el “pley” a los entrenadores”

La FMC, el INDER, el PCC y el Gobierno del municipio Cienaga de Zapata las apoyaron desde el inicio. Con el apoyo institucional llegó el embullo colectivo.

Así las cosas, cuando llegaban del trabajo se iban a entrenar. Y era interesante ver en aquellos humedales, a un grupo de féminas entrenadas por los mocetones que reían a carcajadas, cada vez que la pizarra imaginaria del inexistente campo de juego, marcaba un error o una mala jugada. Se caían, se lastimaban con la seca tierra del sur, pero igual se levantaban; proferían alguna maldición, y lanzaban o corrían, tan duro como su blasfemia.  Tanto así que los espigados cenagueros comenzaron a tomarlas en serio.

Con las prácticas llegó el buen jugar. Se acabaron las maldiciones y comenzó a coger forma de equipo aquella batahola de muchachas.

El año 1998 sorprendió a este  conjunto deportivo con las condiciones objetivas para jugar en grande. “La Pelotera” y su team, no descansaron. Practicaron bateo, entrenaron el pitcheo, la carrera de bases, se adiestraron en el “fildeo de rollings”  y se presentaron a competencia contra otros equipos de iguales. 

Así las cosas, estas cenagueras dejaron el humedal y viajaron de visitadoras a  Sancti Spíritus. Cabaiguán, La Sierpe y Jatibonico fueron prácticas decisivas para jugar en el  “Changa” Mederos, de la Habana. Donde sin importar resultados, lo mejor era reconocerse y ser reconocida como atletas.

Por cierto que es el mejor cuadro que he visto en Cuba, si tenemos en cuenta la belleza y talento de todas las muchachas, particularmente las del infield.

Rodeando el montículo se encuentran “los mejores lideres individuales en materia de seguidores” que encantaría a las gradas tanto en la Serie Nacional, como en play off, o en la Súper Liga. Yusleidy Otaño, es una rubia tiposa, a la que su condición de esposa y madre, no prohibió el jugar primera base y ser 3era en la alineación de su equipo.

En la posición de siol, su hermana yuliesky (La Chiqui) era una esbelta muralla que no dejaba zona buena por donde batear. Mientras el montículo era coronado por la belleza de “la Negra”. Y no me cabe duda de su talento, cuando  me cuentan  como importantes lanzadores, la instruyeron y agasajaron por allá por SanctiSpiritus.

Pálpite es un pueblo cenaguero. Donde no hay monte hay diente perro (Está localizado a 4 Km. de Playa Larga) sino, hay humedal. Encontrar un terreno con las condiciones idóneas es como encontrar olas para surfear en playas cubanas; sin embargo Mercedes hizo sus gestiones institucionales. Algunos no la entendieron, otros la ignoraron. Los menos aún la apoyan. 

Lo cierto es que en Pálpite se añora un terreno para jugar pelota desde hace más de diez años. No crea usted que toda la culpa es de la natura. No, un planificado movimiento de tierra en uno de los tantos montecitos que rodean al pueblo puede dar espacio a un buen  campo beisbolero, y por que no, para ser utilizados en otras disciplinas y actividades. Un sencillo movimiento de tierra que, teniendo en cuenta por supuesto la atención a la ecología y el espacio para crear el recinto, puede ser beneficioso para todo el pueblo de Pálpite. Inversión mínima para colosales resultados sobre todo en el contexto social de este municipio.

Esperemos que para la próxima temporada, Las Marianas, que están dispuestas a aceptar cualquier reto o desafío, puedan jugar de locales en su tierra, con el mismo tesón, talento y seguidores.  (El autor es alumno del quinto año de la licenciatura en Periodismo en la Facultad de Comunicación Social de la Universidad de la Habana)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

APOLOGÍA DE LA YUCA

APOLOGÍA DE LA YUCA

Por Luis Sexto

¿Tendremos que comer frito o salcochado un huevo de dinosaurio para asegurar que los cubanos ingerimos alimentos prehistóricos?

Aludo más bien a la prehistoria que en Cuba terminó con los pies de Colón mojados en la playa de Bariay y ante la silla de Gibara. De esa época pervive, endureciéndose sobre la leña del descrédito, la yuca y su metamorfosis: el casabe. No conozco otro comestible más vilipendiado. Ni los chícharos, que solo recibieron el desdoro de la saturación, porque los médicos los recomendaban para los párvulos por el caudal ferroso del grano.

De la yuca, en cambio, algún especialista ha dicho que sólo lleva almidón al cerebro, sin que se haya podido confirmar, salvo que la rigidez de ciertas mentalidades planchadas sea la secuela de un banquete superdotado de este tubérculo. Los agricultores, incluso, cooperan con el desprestigio de la yuca. La siembran -según la impresión del mercado- en cantidades menores de edad. ¿Por qué? Acaso porque siendo cultivo de ciclo corto, a los seis meses es cuando la plenitud le tira la bendición. Quizás la cosecha, tan trabajosa si uno utiliza solo las manos, la recomiende como un negocio poco saludable. Mis palmas todavía sufren el recuerdo de las arrugas de aquel día de trabajo voluntario en la finca Novedades, en Alquízar. Entonces me fajé con un cangre que, en vez de enterrado, parecía fraguado en hormigón. Todo ese conglomerado de argumentos más o menos apuntalados por la razón práctica, puede condicionar la contrahecha presencia de la yuca en los establecimientos. Y adjuntémosle el criterio de la cocina. El fogón la reputa de impredecible, porque viene envuelta en una disyuntiva donde el agua hirviendo puede vencer o extinguirse en la impotencia.

La yuca, sin embargo, predomina airosa en esa puja que intenta desacreditarla. Que murmuren, qué más da. Porque nadie se niega a comerla aliñada con ajo, limón, aceite, en ese mojo que más que mojarla la pule, la hace rebrillar. Tiene esta vianda una prosapia folclórica. O mentiría esa pieza –guaracha u otro género, no sé- cuya letra integra en un plato criollísimo el arroz con picadillo, yuca;/ arroz con picadillo, yuca... Y en la Nochebuena, o en el jolgorio de cualquier pretexto, el puerco asado o frito huele a indefenso si no se asegura con yuca.

Los indocubanos se suscribieron a ella; la llamaban yacubia. Y cultivaban, de acuerdo con el historiador José Manuel Galardy, seis variedades llamadas ipatex, diaconan, nubaga, tabaga, coro y tabucan. El casabe –yuca en conserva- es tal vez la herencia aborigen más recurrente, además del bohío. Cuando rayaron el tubérculo, y humedecieron con agua la cativía –harina resultante- y la tostaron en el burén, una vasija de barro, redonda y casi plana, los taínos demostraron que el almidón en sus cerebros no era bastante para convertirlos en un sinónimo de “tronco de yuca”. Y aunque algún tragón descontentadizo diga que el casabe es comida de bobo, y bobo es quien come cativía, la historia lo ha exaltado a símbolo de abnegación patriótica. Si no hay pan, casabe.

Reparo ahora, finalizando ese acertijo, que tal vez la yuca afronte tanto descrédito a causa de las sutilezas de su desnudamiento. Hace falta manipular el cuchillo como un cirujano: empezar en la punta, y rodear el tubérculo con el filo, en una operación parecida a las eses de un majá. Despacio. Constantemente. ¡Cuidado! Cualquiera se equivoca. Como aquella escritora de corazón  recio y estilo fino que, en uno de sus primeros trabajos voluntarios en el campo, la asignaron de ayudante del cocinero.  La mañana del primer día, tomó una yuca y la descascaró… como si le sacara punta a un lápiz.

 

TINTO EN CAFÉ

TINTO EN CAFÉ

Por Luis Sexto

Por primera vez bebí café solo, sin leche, a los 20 años. Todavía investigo la causa del rechazo que desde la niñez me apartó del gusto unánime de mis compatriotas. Y es una suerte que el café no tiña. Si lo hiciera, los cubanos estaríamos tintos, retintos, por dentro. Alguien se atrevió a calcular los tanques que en 1960 se bebían en Cuba, y según publicó la revista Bohemia, la cuenta se voló la cerca de los cinco mil millones de tazas anuales. Unas tres diarias por persona, en una población que contaba la mitad de las bocas del presente: seis millones.

Quizás sea un récord, o tal vez solo un promedio pasable. Posiblemente hoy, a pesar de la cuota regida por una mínima norma, el per cápita sea mayor, en una hipérbole aditiva que nadie osa estimar, porque los caminos del café, a pesar de las restricciones productivas y distributivas, curvean, descienden, discurren en un itinerario tan subrepticio que no se le ve ni el olor. Lo que sí me parece exclusivo, único, insuperable, es la definición que del café compuso un cubano. En uno de sus textos sobre América Latina –cuyo título y fecha no recuerdo, ni me levantó a confirmar-, José Martí lo llamó “la mejor forma del oro”. ¿La aceptará el Guinnes? ¡Quién sabe! Sabemos, sin embargo, que los libros de historia ya aceptaron un dato fundamental en la relación de Cuba con el café: la fecha del encuentro.

José Antonio Gelabert era un jerifalte español cuyos dedos contaban las finanzas de la colonia. Un día de 1748, al regresar de un viaje a Santo Domingo, desembarcó consigo un cafeto, extendido por el Caribe gracias a un oficial francés de apellido Descliuex que lo trajo a Martinica desde los invernaderos reales en París. Gelabert la plantó en su finca del Wajay, a unos 20 kilómetros al sur de La Habana. Los primeros frutos los utilizó para fabricar un jarabe aguardentoso que, en lugar de emborrachar, se expendía en las boticas contra la embriaguez, la somnolencia y la jaqueca. Todavía el chocolate calentaba el gusto social de los cubanos. La hora del café como infusión básica, predominante, se colgará de los relojes criollos medio siglo más tarde, cuando Cuba ponga sobre la mesa del mundo, además del azúcar, el polvo negro.

El Wajay celebra y defiende su primacía cafetalera. Y con certeza. Ninguno de los biógrafos de la Coffea arábiga en Cuba, o los que han mencionado la planta y su primigenio asiento cubano, duda del papel traslaticio de Gelabert. Ni Calcagno en su diccionario, ni Pérez de la Riva en su monografía, ni otros autores, según comprobó Gonzalo Salas, experto en papelería espolvoreada por el tiempo, discrepan en los nombres y números primordiales de la crónica de cómo y cuándo llegó el café a nuestro archipiélago.

El Wajay recuperó en la década de 1980 las fiestas del café, para celebrar su prelatura caficultora. Allí sostienen que una casona antigua –la vivienda del cafetal La Aurora- pervive, entre la ruina y la utilidad, como el despojo de la finca donde creció el primer cafeto. Esa es una creencia tradicional, popular. Me introduje en la biblioteca del pueblo, donde los apuntes inéditos de Gandarilla, historiador de la localidad, establecen que La Aurora no perteneció al introductor del café, ni esa casa se edificó en el siglo XVIII, sino en el XIX. En cambio, las tierras de Gelabert aparecen en el censo de 1767, atendidas por el mayoral Antonio Hernández y Petronila Ortiz, su mujer, y ubicadas al oeste del Wajay, en la porción que, de acuerdo con ciertas opiniones demasiado largas, perteneció más de cien años después al ex presidente Alfredo Zayas.   

 Estuve un día en el Wajay, y luego otra jornada en Santiago de las Vegas, y varias semanas la invertí en lecturas y consultas, para precisar estos detalles cafeteros. La vida necesita de la contradicción. Es natural la paradoja. Porque, yo que tomé café por primera vez a los 20 años, he querido llegar al fondo, que es el inicio, del reinado de esa bebida cuyo volumen activo, ya sea en el negro, amargo y legítimo fluido, o en el ficticio cafué, el grosero cafuá, o el insultante cafunga, nadie podría evaluar hoy con exacta apreciación. Solo sé que lo bebo sin dominio de mi tendencia. Al concluir estas líneas, he ingerido casi una jarra. Ah, por si acaso alguien me invita, me gusta fuerte, aunque no severamente amargo. (Del libro Con Judy en un cine de La Habana)


UN JINETE EN EL AIRE

UN JINETE EN EL AIRE

Por Luis Sexto

Lucas Roque se despertaba a las cuatro de la madrugada y ejecutaba el ceremonial de todo hogar guajiro: colar y beber un café fuerte, proclive a lo amargo. Hora y media después, llegaba al palmar elegido. Y permanecía hurgando en el cielo hasta las dos de la tarde…

Nunca  leyó la crónica en que Anselmo Suárez y Romero decía que la palma real  era el árbol que no se cansaba de contemplar en Cuba y junto al cual, según el cuentista Alfonso Hernández Catá, “la vida del hombre adquiere una serena intensidad”. Tampoco supo que la palma era la referencia esencial de la nostalgia que el poeta José María Heredia evocó entristecido, a orillas del Niágara precipitado y soberbio. Ni que otro poeta, José Luis Alfonso,  hallándose en París, quiso ver en el horizonte antes de morir.

También ignoraba la ciencia botánica labrada en el tronco y el penacho de las palmas. Pero lo poco que sabía era bastante para domeñar a este árbol, figura natural de la altivez, vegetal con sueños de águila, que sólo se inclina  para mirarse en las aguas del río que le moja las raíces, pero que se rinde a la intrepidez. El conquistador es usualmente un hombre humilde a quien llaman desmochador y despojan de su grandeza con ese nombre, porque le ajustaría cualquier título con pretensión de nube: acróbata, alpinista, aviador, jinete del aire…

Algo de ello era Lucas Roque.

La palma ante las hazañas del desmochador se abate, se desnuda de sus riquezas. Aunque están en lo alto sus dádivas no bajan, como en la metáfora bíblica, del cielo. Preciso es subir. Seducirla con el señuelo de las acrobacias. El desmochador trepa con la astucia de un lagarto. Treinta metros arriba, la corona, el penacho que se agita como la cabelleras desmelenada de una sílfide criolla. Llega. Mira en lontananza. Millares de palmas se amontonan en las arrugas de los potreros. La visión lo tienta como a un solitario Alejandro Magno en la torre de la última ciudad tomada. Ya les llegará también el cuchillo. Ahora corta. El hombre alza el racimo en acto de triunfo. Lo echa a rodar por una soga, rampa delgadísima, que abajo sostiene su auxiliar –el cabuyero. Y luego otro, y otro racimos…

Comida del hombre y del ganado, cobija del campesino, envase del tabaco. Todo ello ha sido la palma con la masa del palmito, los granos del palmiche, las pencas del penacho y las sábanas de la yagua. El desmochador busca hoy principalmente esa tela flexible que envuelve la porción más suave y alta de la palma, para embalar las hojas curadas del tabaco y remitirlas a la industria, en ecológica preservación. También procura el palmiche. Sin ese fruto redondo, arracimado en la cresta, los cerdos no podrían almacenar debajo de la piel una manteca gruesa, granulada, “la más sabrosa de todas” al decir de un gusto guajiro. Y sin ese grano, también los cerdos enflaquecerían en  lugares donde la comida ralea como la manigua. Es su alimento principal. Prescrito y cedido por la naturaleza.

Cuáles serán los secretos de los desmochadores. Uno imagina la valentía. El gusto por desafiar la altura. O la díscola pasión por trabajar solitariamente, sin la observación fiscalizadora de un jefe. Cualquier cosa es posible en el hombre habituado a laborar en espacios libres, en comunión con el aire, abierta la nariz imperceptiblemente a olores limpios, y los oídos  sólo anuentes  a cantos y  murmullos calzados con la discreción del campo. La costumbre, sin embargo, atempera las impresiones, la propia estima, y el desmochador carece de la arrogancia que podría acomodarse en el desdén  de quien se pudiera considerar superior por sus nervios sin temblores, cuando se introduce entre las muelas del peligro.

En áreas abruptas, sitiadas por el lomerío de Tapaste y Jaruco, vivía  Lucas Roque, hecho fibra en su cuerpo seco, mínimo, rebijido, como se definía. Lo vimos escalando  palmas. Después,  echado sobre la hierba, cerca de un arroyo, enumeró las reglas y accidentes de su faena diaria, regida por el sol.

Si las palmas estaban mojadas, o había neblina, o viento, iniciaba la tarea cuando la humedad se secaba, se disipaba la bruma, el aire se aplacaba. El clima en contra es tan peligroso para el aviador de un jet como para el palmanauta de alturas menores. Un día, con el tronco mojado por el relente, se atrevió a subir. Resbaló de improviso.  Vino abajo, como en un bache aéreo, unos cinco metros. Sólo su experiencia sorteó la desgracia.

 La empresa lo abastecía de medios de protección. Pero Lucas pensaba que ningún accidente podría evitarse con aquel cinturón para atarse a la palma, como un liniero de la electricidad. Y lo rechazó. Tampoco aceptó los estribos de cuero, más rígidos y menos duraderos que los de yagua. En suma, todo cuanto el desmochador lleva innecesariamente en su despegue, estorba.

Aparte del cuchillo y la soga, porta un mechero, tubo de caña brava relleno de estopa o trapos humedecidos con kerosina. En la cúpula, entre el follaje de las pencas las avispas suelen aposentar sus colmenas. Y cuando asoma el rostro intruso, el ataque de esos insectos amenaza la estabilidad del que en lo alto pende solo de su pericia de escalador. El fuego asfixia, quema, calcina tanto abajo como arriba.

Lucas era un desmochador “largo”. Bajaba diariamente unos 11 “caballos”.

La voz del desmochador sonó alegre, juguetona. Sí, “caballos”.

Caballo para los de su oficio son 10 racimos; quizás los que caben precisamente sobre esa bestia.  Le pagaban un peso y 34 centavos por cada unidad y aun era poco. Antes de 1959, 40 centavos. “Era criminal. Porque todo cuanto gano se lo quito a mi cuerpo. ¿Ha sacado usted la cuenta de cuántas palmas tengo que trepar al día, si a veces una, una sola, da dos racimos?”

A Lucas le inquietaba la falta de desmochadores. Uno no encuentra rápida y fácilmente a un desmochador. Pocos se interesan hoy por un oficio para el cual las piernas y los brazos han de ser elásticos y recios, y la cabeza inmune a la altura, y la voluntad dispuesta a desechar pantalones y camisa con frecuencia casi mensual, y cambiar las botas cada dos meses. Hay, en realidad, tantas otras labores, comparativamente mejor pagadas. Y escasas de riesgos. Porque en un descuido, una falla de sogas y estribos, el aparejo que ayuda a ascender no sirve como paracaídas. Pensaba que se extinguían los hombres con afición a cabalgar en una palma anónima. Uno de sus hijos, aun adolescente en 1990, quería aprender, y él  le iba a enseñar, porque podía enseñar dormido el oficio a quien deseara aprenderlo. No le gustaba que las riquezas de la palma permanecieran en lo alto, en espera de que el viento o el rayo vinieran a destruir lo que ese árbol, con sueños de águila, sólo entrega a los audaces que saben dominarlo en el aire.

 

EL FARO DE CARAPACHIBEY

EL FARO DE CARAPACHIBEY

Por Luis Sexto 

A Rolando Téllez le faltaba visitar el faro de Carapachibey, en la Isla de la Juventud. Ya había estado en el Roncali, del Cabo de San Antonio, y en el de la Punta de Maisí. Los había prefijado como lugares, tierras sagradas, donde al llegar quemaría su culto a la geografía de la patria. Lo conocí cuando ya, como cubano devoto, había peregrinado a sus mecas.  En cada sitio su imaginación, viajera hipotética, se había avergonzado. Nunca pudo columbrar con acierto, desde la distancia del deseo, la verdadera faz de sus dioses. Carapachibey, para este trabajador del Telecentro provincial de Las Tunas, era el recóndito espacio de tres casuchas y un faro cilíndrico y pequeño como un habano. Ahora lo encuentro aquí; le pregunto cómo fue el tope entre lo imaginario y lo real.  "Como si entrara en un centro de experimentación: instalaciones futuristas, raras, entre las cuales el faro semeja un cohete dispuesto a ir a la Luna. El farito de Las Tunas le cabe en la barriga.".   

Rolando Téllez, de 31 años, es una mención casual en este reportaje. Coincidimos porque ambos habíamos soñado el mismo proyecto, la misma forma de imbricarnos con nuestro país: conocerlo. En mi condición de periodista, al conocerlo yo, lo conocerán otros mediante mi palabra. Porque la palabra -acota Téllez, publicitario de oficio- hace ver, oír y, sobre todo, imaginar.  Pude, al igual que Téllez, imaginar a Carapachibey como cualquier torre que en las costas de Cuba orientan la navegación en el mar Caribe. Erré también. Es distinta. Singular. En lo cual no fallé durante mis horas de previsión fue en la atmósfera: una soledad perfectamente definida por el mar y su sonido al desfallecer ahora o revolcarse luego sobre los arrecifes del litoral, y por las voces de los pájaros y el silbido del aire al transitar entre los pinares. Verdor variopinto abajo. Y azul arriba. Y azul también abajo. En el ocaso, el sol se enrojece y se pone a mano como una lámpara benigna. Una estampa única, a cuya luz el hombre solo puede hablar consigo mismo.  Esta última visión se ve plenamente desde la altura. El faro, cilíndrico y delgado, asciende 60 metros. El mayor de América Latina, de acuerdo con el dato de Julio Suárez Acosta, uno de los tres torreros. Para alcanzar la cima, e introducirse en la cristalería del fanal alógeno que cada 7,5 segundos deletrea una señal posible de captar a 17 y media millas, hay que prepararse como alpinistas. La cuesta se empina 280 escalones.  A la redonda, lo que no agua, es tierra de la Isla de la Juventud.  

Estamos en el sur, cerca de Cocodrilo, el antiguo Jacksonville, donde aún radica un nieto de Jackson, el ciudadano de Gran Caimán que hace más de un siglo fundó el poblado. Hacia el norte y el este se explaya un tapiz donde prevalecen parte de los pinares y bosques que Colón vio atónito por primera vez en junio de 1494, cuando, al salir de Cortés, en el occidente de Cuba, ventoleras y marejadas del Golfo lo enrumbaron hacia la bahía de la Siguanea. Este es el punto donde al suroeste la Evangelista, nombre puesto por el Almirante, y luego la Isla de Pinos y hoy de la Juventud, se eleva en el mapa como una nariz de gancho al revés, o una cachimba con traza de saxofón.  La caleta de Carapachibey y sus alrededores fue zona de aborígenes. En los residuarios, clasificados como de la cultura de Siboney Guayabo Blanco, han aparecido herramientas y despojos alimenticios, algunos de los cuales se conservan en el museo del faro. Carapachibey suena a lengua indígena, aunque Julio Suárez, medio en broma, apunta que es término derivado de carapacho. Porque como aquí caguamas y careyes vienen a desovar anualmente, y ponen en huecos centenares de huevos, tal vez por ello el paraje haya recibido ese nombre.    

El ciclón de 1944 arrambló con el faro metálico existente en Carapachibey, punto más estratégico del sur pinero para enviar al mar los guiños de la costa. En 1949 se irguió uno de hormigón, cilíndrico, pintado de rayas blancas y rojas, con unos 27 metros de altura y con una potencia de 11,000 bujías. A 16 millas de distancia se apreciaban sus destellos, y los navegantes, mirando la carta, podían decir: pasamos Carapachibey. Esa franja marina ha sido habitualmente ruta de transporte. En la actualidad, unos ocho o nueve buques cada día se atienen a la posición del nuevo faro que en 1983 se estrenó en el servicio. También de hormigón, con el doble de altura que el anterior. Y con las viviendas más confortables, fabricadas en una unidad arquitectónica que, entre el bosque tupido y solitario, y el mar desierto, asoma como un toque de novedad extraterrestre.  Las edificaciones requieren aquí solidez. El mar y los vientos del sur pregonan enemistad, garra. A tres o cuatro metros de la costa, las aguas ya se hunden 10 ó 12 brazas; a veinte, 60 ó 70, y a 200 metros la profundidad baja 300 ó 400 brazas. Al voltear la vista, el mar puede convertirse en una mano gigantesca con los dedos de espuma.

Julio Suárez recuerda el ciclón Lily. El mar estaba en fuerza tres, y de súbito, se encaramó en fuerza doce. Las olas medían 12 metros de altura. Todavía las paredes, los techos, conservan las heridas de los palmetazos del mar. El agua entró en las viviendas. Destruyó colchones, televisores, refrigeradores. Y dejó, cerca, las ruinas de una casa de dos plantas donde operaba una cafetería del Poder Popular. El mar creció hasta el segundo piso.  Salvo esos momentos, la vida en Carapachibey navega lentamente en la placidez. Usted se pone a dormitar al mediodía y no oye el claxon de un carro, aunque el ómnibus de Cocodrilo a Nueva Gerona pasa por el faro; ni el grito de un vecino. Silencio. El propio Julio Suárez llegó aquí con 54 años, hace tres, padeciendo una hipertensión que paraba en 190 de mínima y 220 de máxima. Como para morirse. Ya oscila en la normalidad de esta existencia apacible, sedada, sin que por ello tanta paz aburra. Además de la responsabilidad de trabajar 24 horas seguidas, de una a una, que implica actividad y tensión, la naturaleza sorprende a los torreros y su familia con la visita inesperada de un venado, un puerco jíbaro, un caguayo, una caguama...   

Han visto caguamas presilladas en Jamaica, Haití, Puerto Rico. ¿Presilladas? Sí, como las palomas mensajeras: una presilla en una pata para saber cuánta distancia recorren, qué edad tienen... Cuba presilla (cerca de aquí hay un centro de quelonios), y presilla Japón, aunque no hemos visto ninguna presillada allí. Tendrían -digo- que cruzar el Canal de Panamá. Y lo cruzan -dice Julio Suárez. Me han contado que en el Canal las caguamas parecen piedras cuando descansan de su travesía.  Recorremos las instalaciones. Subimos la torre. Abajo, mientras observamos con los prismáticos hacia el mar y tratamos de identificar una embarcación en lontananza, comento: qué lugar para un escritor. A mi comentario, Julio Suárez asiente y añade: y para leer. ¿Usted lee? Sí, libros, memorias de campaña; fui militar. ¡Ah! ¿Y periódicos? No, aún no nos llegan. Pues pídanlos. ¿Cómo leerán el reportaje sobre el faro? Y cuenta Julio que antes los leía. Antes, cuando no estaba en sitio tan remoto, y antes de venir a la Isla de Pinos hace 37 años. Porque nació en Pedro Betancourt, en Matanzas, y estudió agronomía. Y aquí está. Como navegando en el mar sin ser marino y caminando por el campo sin cultivarlo, aunque es agrónomo. Claro, ya ve usted las vueltas que da la vida, musita Julio dirigiendo los anteojos hacia una mancha blanquecina, allá, lejos, en el cuchillo del horizonte...    

EL COHETE QUE VOLÓ BAJITO

EL COHETE QUE VOLÓ BAJITO Por Luis Sexto

Anécdotas cubanas 

El ambiente campestre del reparto Casino Deportivo se resentía del bullicio de centenares de personas. El público se aglomeraba atraído por el momento en el que verían al progreso ganar certeza, saltar límites...

La expectación y la ansiedad se filtraban entre la brisa y la luz de aquella mañana.

Algunos, sin embargo, esperaban confirmar si, como pregonaban ciertos vaticinios, el episodio derivaría  hacia un final ruidoso y chusco.

Solemnes y discretos, los funcionarios del gobierno habían concurrido a la cita. Escéptica e incisiva, la prensa.

En medio del gentío,  aquel artefacto... revestido de aluminio en las 50 pulgadas de su fuselaje de bala.Dentro de unos minutos despegará oficialmente, en La Habana, el primer cohete postal cubano.

Entonces el mundo pretendía acelerar el correo utilizando la aviación y la cohetería, todavía incipientes. El Club Filatélico de Cuba se sumaba a los experimentos de otros países. Era el 15 de octubre de 1939.

El pirotécnico Antonio Funes, fabricante del proyectil, encendió la mecha de la pólvora.

Humo.

Silencio.

Vista arriba.

A los pocos metros de altura, el cohete cayó vencido. Como vela sin viento.

Carcajadas.

Decepción.

Un sello de correo registraba el hecho. Y muchos años después, esa estampilla verde, pieza casi inasible, se convertía en el punto de partida de la temática del Cosmos, entre los filatelistas del planeta.

(Del libro inédito Historias de bolsillo)