EL MÉRITO DE UN PÉREZ CUALQUIERA
Luis Sexto
La fama de Matías Pérez nació y creció paradójicamente en unos minutos. Fue un mártir del progreso y se le recuerda entre risas, como un payaso. Con el tiempo se convirtió en sujeto de una de las dos desapariciones más espectaculares colectadas por las menudencias históricas de Cuba.
¿Hiere a alguien este párrafo? ¿A los descendientes de Pérez? Si los hubiese, reconocerían que, verdad, así ha llegado a nosotros tal episodio, trastocado ya en mito. Sin embargo, hace más de 15 años Estanislao Pérez Milián me reclamó justicia. Sugirió, incluso, degradarme el apellido a Quinto. Porque el domingo 28 de mayo del 2000, escribí en Juventud Rebelde un párrafo parecido sobre el conde Barreto, sus orígenes, sus escarnios, y la fuga de sus despojos que varios esclavos domésticos velaban en la casona condal de Puentes Grandes. Yo mencionaba también a Matías Pérez. Pérez Milián me tachaba que no hubiera incluido como tercera desaparición espectacular la del Cucalambé. La carta, respetuosa, decía: “Este poeta guajiro y cubano salió de la finca El Cornito, en Tunas, a caballo con rumbo a esa ciudad, y no se ha vuelto a saber dónde desapareció, a pesar de conjeturas o suposiciones. Yo soy de Camagüey, pero pienso que los tuneros han de sentirse relegados, y sin razón alguna dirán que La Habana siempre se da la preferencia en todo”.
A La Habana, en efecto, a veces le damos preferencia. Reconocemos en la capital nuestra Meca, adonde casi todos peregrinamos alguna vez. Y muchos patriotas de provincias la hemos elegido como ciudad definitiva. Pero la evidencia no acusa en este expediente a La Habana. El Cucalambé –Juan Cristóbal Nápoles y Fajardo- es un inmortal desaparecido. Pero no me parece que su pérdida fuese espectacular. Mi bisabuelo materno hizo lo mismo; dijo en Canarias: Me voy a Cuba; nos veremos pronto. Y nadie de la familia jamás lo vio o supo de él. Ambigua desaparición. Solo eso.
Recientemente hemos conocido por qué el Cucalambé se esfumó de modo que sus compañeros de trabajo, y su familia y amigos, que haya sido divulgado, nunca más recibieron sus noticias. La afanosa historiadora Olga Portuondo descubrió en archivos de España y Cuba autos judiciales que acusaban a Juan Cristóbal Nápoles Fajardo de haberse apropiado de “6, 471, pesos y 88 centavos”, el 24 de noviembre de 1861. Ese dinero componía el salario para los constructores del faro de cabo Cruz. El poeta era el pagador. El libro, titulado Un guajiro llamado El Cucalambé, imaginario de un trovador[1], ha pasado en silencio, según mi percepción. Pero debemos agradecer a la Portuondo su valentía para acercarse a la causa que dilucida la desaparición abrupta del Cucalambé. Escribe: “El escepticismo sería el signo de Nápoles Fajardo en los comienzos de 1860 cercado por la pobreza, entrampado en un compromiso matrimonial que ya no deseaba, inmerso en la escandalosa corrupción de las autoridades de toda la Isla, endeudado por el vicio del juego de que era víctima. Estos antecedentes lo llevarían a la malversación de los fondos del Estado”. En justicia puede admitirse que podría el poeta como cualquier hombre apremiado, padecer escarnio, condena, pero su acto, a pesar de lo deshonroso, deja incólume la fama literaria del cantor insuperado del campo cubano.
Pero Matías Pérez, de origen portugués, desapareció como en un espectáculo. (Y cuanto sigue se imbrica con un perfile muy general del episodio, devenido en tema costumbrista.) Fabricante de toldos en San Cristóbal de La Habana, al parecer era un hombre tentado por la necesidad de trascendencia. Y quiso convertirse en precursor de la aeronáutica cubana. En exacta evaluación lo es. Pero no gozó su mérito en vanidad corporal. Porque el 29 de junio de 1857, cuando en la plaza de Marte -cerca de donde se empina hoy el Capitolio- cortó las amarras de su globo aerostático llamado “La villa de París”, un viento aleve lo empujó hacia el mar. Y ante el público boquiabierto, como en un circo ante los trapecistas, se fue alejando para siempre como una pluma en el torbellino sin fin del espacio.
Tampoco la posteridad se le ha rendido oficialmente al globonauta el reconocimiento que ganó con su intento de insertar a Cuba en los esfuerzos mundiales que durante esos años se sudaban en ciudades luminarias –digamos París-, con el fin de que la humanidad se sostuviera en el aire, como había previsto Leonardo en el Renacimiento. Salvo la página de Álvaro de la Iglesia, en Tradiciones cubanas; el capítulo que el doctor Tomás Terry llenó con la curva vital de Matías en su libro El correo aéreo en Cuba, y algunas recientes crónicas en libros de Rolando Aniceto y Orlando Carrió, entre alguno más que olvido, y sellos de correos y una obra teatral, no conozco una tarja, o un aeródromo, un establecimiento, un habano que hagan flotar en la memoria de cada día el vuelo frustrado de aquel habanero entusiasta. Al parecer, Matías Pérez no clasifica en el prontuario que la historia de la ciencia y la técnica, avara e irregular, somete a los aspirantes de la perdurabilidad.
Todos los que escriben señalan, sin embargo, que el pueblo, con su talento para pulir el oro viejo de los valores, perpetuó la hazaña del intrépido, y tal vez inconsciente, piloto. Convengamos que Matías no aportó ningún aditamento al aerostato, ni ningún principio o ley a la navegación. Pero a la gente llana le resultó admirable la decisión de aquel progresista vecino que, poco apercibido en recursos y conocimientos, se ofreció voluntariamente como piloto de prueba cuando ni los ojos servían de fiable radar. Y don Matías dejó de ser un Pérez cualquiera, según la locución castiza, y pasó a residir en una frase, tan añeja como la incierta travesía del toldero, que se aplica desde entonces, como sabemos de sobra, a quienes se apartan del medio habitual, o emigran, o se esconden para no pagar cuanto deben: voló como Matías Pérez.
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