A CABALLO SOBRE UN LEÓN
Luis Sexto
Un reportaje de hace veinte años
Nos habíamos detenido para tirar un centavo al aire y seguir el camino que indicara la estrella o el escudo. Entrevimos el tractor en la distancia polvorienta. Lo esperamos. Y el operador sólo me dejó decir:
-Oiga, dónde vive…
-Raúl Acosta –completó la pregunta con certeza.
Repliqué negándome a creer que fuera un adivino, un mago que aún no hubiese conseguido empleo bajo el globo de un circo o en la caja de un televisor.
-Ah, más de 20 personas me preguntan por él todos los días.
La gente, sin embargo, no busca a la persona de Raúl Acosta. Su nombre es apenas el pase; la contraseña. Y los visitantes se internan en aquella llanura cuadriculada de guardarrayas, donde predomina el verde rastrero del tomate, y el silencio es el único rumor que el oído escucha, cortado de vez en cuando por un trino o un mugido lejano; se internan a riesgo de extraviarse ante tanta diversidad de rutas y tanta ausencia de señales, para llegar a Hato de las Vegas, la finca de Raúl Acosta.
Allí, cuantos vienen de La Habana, y Pinar del Río, y Consolación del Sur, y de otros lugares, rinden su curiosidad cuando entran en el patio aparentemente espectacular de Raúl Acosta, y ve compartir el espacio a puercos con gallinas, y gallinas criollas con gallinas de guinea, y gallinas de guinea con patos, y patos con halcones, y halcones con tórtolas, y tórtolas con pericos, y pericos con tomeguines, y tomeguines con pájaros vaqueros, y pájaros vaqueros con palomas, y palomas con azulejos, y azulejos con negritos, y negritos con faisanes, y faisanes con pájaros degollados mexicanos, y pájaros degollados mexicanos con jutías, y jutías con ratones, y ratones con conejos, y conejos con jicoteas, y jicoteas con curieles, y curieles con monos, y monos con cocodrilos, y cocodrilos con leones…
Nosotros sí buscábamos a Raúl Acosta. Pretendíamos llegar al batey de Hato de las Vegas –cerca de Herradura- para conocer la pieza principal de ese patio que viola la tradición de albergar sólo a animales cuya carne abastezca la mesa doméstica. Porque si pintoresco es un zoológico particular; si insólito son los leones de melena negra dándose existencia sedentaria en un paraje de la campiña pinareña, más lo es el hombre que los salvó de una muerte necesaria, los crió, los nutre, los baña, y los jinetea como si fueran caballos de palo.
Raúl Acosta, en cambio, no se juzga como un ser único, dependiente de su voluntad. Estima que lo dirige una especie de instinto, cosa natural. Nadie le enseñó a querer a los animales, ni tampoco leyó libros. Ya los 68 años reconoce que el amor por los pájaros y los cuadrúpedos lo invadió desde niño. Cuentan por aquel paraje que cuando alguien llamaba a Raulito, la madre decía: “Andará por uno de esos rincones de Dios currándole la pata a cualquier pájaro herido”. Y todavía práctica la medicina de la ternura; no puede incumplir ese juramento de un Hipócrates veterinario que la conciencia del niño recitó como en un juego. Cada vez que se encuentra un animal enfermo, lo trae para la casa. Y cuando hace 47 años su mujer fue a vivir con él a Hato de las Vegas, encontró curieles, conejos, pájaros amparados por la generosidad de Raúl.
Flaco, pero con músculos elásticos, narizón y de ojos verdes, Raúl Acosta es un campesino que heredó de su padre casi 54 hectáreas. Las cultiva ayudado por sus cuatro hijos, y con tanto tesón y efectividad que es un distinguido proveedor del acopio estatal al que destina, exclusivamente, la leche de sus 50 vacas, la carne de sus 100 carneros y sus 60 cerdos, y el arroz y los tubérculos…
Podría ser rico, opinan muchos vecinos. Y no lo es. Su casa conserva el guano y las maderas tradicionales en el campo. Dentro –donde se aprecia orden y limpieza- solo el televisor desentona con el ajuar de la modestia guajira. Los animales le cuestan: los alimenta, y los compra cuando se entera de que un ejemplar valioso ha caído en el ámbito de una persona que, quizás, lo maltrate o, en un momento de irresponsabilidad, lo sacrifique en un festín de domingo.
-Sí, me cuestan un mundo. Hace poco me avisaron de que había un venado pequeño en San Cristóbal; fui y lo compré en 600 pesos. Créame, tengo más interés en los animales que en el dinero.
-¿Qué ve en ellos?
-No sé explicarlo. Tal vez ustedes no me crean si les digo que los considero como amigos, familia…
(Castillo, el fotógrafo, lo retuvo llevándose la mano a uno de sus ojos humedecidos.)
-Y si los perdiera, qué ocurriría en su vida.
-Que no puedo vivir sin ellos. He planteado que si en Pinar del Río se construyera un zoológico, yo donaría mis animales al gobierno. Pero con una condición…
Permití que el silencio expresara el monosílabo interrogativo.
-…Que me dejen cuidarlos.
-Son muchos, viejo.
-Sí y nunca los he contado. Van desde uno hasta 20 ejemplares de cada especie. Por ejemplo, tengo ocho cocodrilos, que ya necesitan un estanque mayor, y también más seguridad. Porque los problemas aumentan.
El herbicida que vuela sobre la llanura se posa en los árboles y los destiñe y los deshoja afeando y quitando capacidad de oasis al patio. Y las jaulas –toscas, simples, aunque seguras- se dispersan de modo que aprovechen el techo de alguna rama indemne.
Hemos salido del bohío. Raúl Acosta nos ha llevado a la jaula de Joe y Joanka, la pareja de felinos cuya jeta plácida niega que las estas fieras pertenezcan a la especie de leones menos domeñables de África.
Llegaron a Hato de las Vegas recién nacidos. La escasez de alimentos en el zoológico de La Habanas –ah, sí, transcurren los años iniciales de los 1990, extinción del socialismo europeo- los había condenado a perecer. Acosta los recibió de regalo. Y crecieron saltando sobre las camas y mordisqueando las sábanas. Entre las fieras y el hombre –también Josefina, una de las hijas- se solidificó una relación parecida a las de un perro y su amo.
Cierto día, cuando Josefina –heredera de la ternura paterna- limpiaba la jaula, la pareja se escurrió por la puerta entreabierta. La mujer los vio cuando, con sigilo, como sabiendo que obraban mal, avanzaban hacia el fondo del patio. Les gritó:
-¡Joeee, Joankaaa!
Y regresaron.
-Nos habían dicho: nunca les griten para que si se ven obligados a hacerlo, obedezcan.
Esa relación tan pacífica maravilló a varios artistas del circo soviético, que aceptaron, en su visita a hato de las Vegas, las evidencias de lo que Raúl y Josefina hacen con los leones, pocos, o ningún experto puede repetirlo. Raúl Acosta pasó a demostrarlo. Lo siguió Josefina. Joe y Joanka reposaban en el piso. El viejo se acostó sobre el macho. Josefina le tomó la cabeza, le abrió la boca y medio la mano derecha, casi el brazo. Un colmillo mostraba mansamente su posibilidad de trucidar aquel miembro. Luego ambos cabalgaron sobre el lomo de Joe.
-Sabemos cuándo podemos acercarnos y jugar. Si están comiendo, no podemos entrar, ni siquiera si hubiera un objeto, un pedazo de hierro dentro: el instinto los manda a defenderlo.
Hasta ahora ningún animal ha mordido a Raúl. Ni los monos. Chita y Mimbo pertenecen a los llamados monos verdes, como decir: eléctricos, fieros. A Raúl le sacan la comida del bolsillo.
-Podemos creer que usted los hipnotiza.
-No, no vaya a creerlo. Pienso que con paciencia y cariño se consigue cualquier cosa de los animales. Aunque le voy a decir la verdad: tengo buena mano para la tierra y los animales.
Según Josefina, su padre transpira un olor de bondad, a amparo, que los animales advierten. Y por muy huidizos que sean, al cabo se entregan en la mano de Raúl
-¿Podrá con tanto ajetreo diferenciar a sus hijos de los animales?
-Mire usted, hijo es hijo, pero cuando pierdo un animal lo lloro como si fuera un hijo.
-Pero uno podría pensar que confía más en las bestias que en los hombres.
-Bueno, confío más en los animales que en ciertos hombres. A mi manera de ver, lo que sería capaz de hacerme la maldad de un ser humano, no me lo haría un animal.
Pero Raúl Acosta no teme. Porque no tiene enemigos. “Sirvo como un paño de lágrimas para mis vecinos”. Si de madrugada necesitan ir al médico, los lleva al pueblo en su yip
La última pregunta lo estremeció. No soporta a los cazadores, que para él no son personas.
-¿Entonces usted nunca ha cazado; ni ha matado a un puerco?
Y la respuesta, con el tiempo, me obligará a recordar a este hombre raro, personaje de una historia que corresponderá a un futuro todavía entre añoranzas:
-Yo no como carne.
(Hasta hace unos meses, Raúl Acosta vivía, aunque ya había desaparecido su zoológico doméstico. Tenía entonces 89 años. La foto que acompaña a este post fue publicada en el semanario Guerrillero, de Pinar del Río, en marzo de 2011 )
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