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PATRIA Y HUMANIDAD

Curiosidades

HASTA EL DAVID LUCE MAL…

HASTA EL DAVID LUCE MAL…  ESTA REPRODUCCIÓN DISTORSIONADA  DE LA CÉLEBRE ESCULTURA DE MIGUEL ÁNGEL SIRVIÓ A LA FEDERACIÓN ALEMANA DE DEPORTE OLÍMPICO  PARA HACER CAMPAÑA CONTRA LA OBESIDAD. MENOS COMIDA CHATARRA; MÁS EJERCICIOS, PARECE DECIRNOS EL  JOVEN DE LA CÉLEBRE HONDA.

TOQUE DE SILENCIO

TOQUE DE SILENCIO

 

Por Luis Sexto 

 

Sin chovinismo -como solemos advertir cuando defendemos lo nuestro con tanta desmesura-; sin chovinismo, La Habana me parece una de las ciudades más ruidosas del planeta. Y conozco varias. Para el estruendo aquí no hay horario: un grito o un claxon,  a las tres de la madrugada o a las dos de la tarde. Da igual, como decretamos en nuestro funesto dispendio. Si rebajáramos los precios del mercado agropecuario con la misma prodigalidad con que repartimos el ruido, algunas páginas de los periódicos quedarían sin contenido crítico. 

Este rasgo habanero no proviene, sin embargo, del vértigo moderno, con sus urgencias motorizadas, su democrática diversión, sus calles anchas. Esta ciudad es también una de las más fieles a su pasado: se apega a la tradición, la hace perdurar... Y la supera. Muchas cosas que uno puede criticar hoy, ya fueron enjuiciadas unos 70 años antes, por citar una marca temporal. Rubén Martínez Villena condenó en una crónica  hacia 1920, el fanguillo grasoso que se impregna en los guardafangos de los automóviles y en los pantalones del transeúnte después de un aguacero y luego se apelotona entre el contén y el pavimento.    

Y la tendencia a generar ruido retrocede hasta el pasmo. Una de las primeras provisiones del Obispo Espada, al ocupar su solio, fue el llamado Edicto de campanas, dictado en 1803, con el propósito religioso, urbano, higiénico, de regular el metálico disturbio. Espada, uno de los impulsores del progreso en Cuba en el siglo XIX, debió pensar que La Habana era la ciudad más bulliciosa de los dominios españoles. Aquí las campanas sonaban dilapidándose, burlándose de las normas diocesanas; una manga ancha las hacía tañer, en particular, en los toques de difuntos. Por las noches, al Ánima, se mecían durante veinte minutos. Los conventos –ámbitos de silencio y retiro- tiraban al paso público los toques internos que regían la disciplina comunitaria. Y al tintineo parroquial o conventual se le pegaban el chirrido de los carretones, la imprecación de los carretoneros, el pregón de los vendedores, la algazara de los esclavos domésticos...

Y para más ruido, la tradición del cañonazo. 

Desde hace unos 300 años, ese estruendo cuartea la laxitud nocturna en la Habana. La explosión data de cuando la villa se protegía con un semicírculo amurallado, y con un cañonazo a las 4:30 de la madrugada y otro a las 8 de la noche, las autoridades avisaban que las puertas se abrían o se cerraban. Para el extranjero que viene por primera vez a La Habana, podrá figurársele un misterio el que todos los residentes del perímetro metropolitano acierten dar la hora a las 9: 00 p.m. sin consultar el reloj. La diferencia sería de segundos. Pero el enigma se aclarara enseguida al enterarse que un cañón envejecido a la intemperie de días y noches seculares, y que a veces ha tenido nombre como los hijos de Dios, es el cronometro inapelable de esa hora. Porque la influencia acústica del cañonazo va deshollinando los oídos de los parajes más cercanos al canal de la bahía. En el Parque Central se oye a los 4,3 segundos; en el Hotel Nacional, a los 9,7, y en la esquina de 23 y 12, se escucha dieciséis segundos después de que la mecha antigua del cañón haya hecho estallar la pólvora.

Entre 1942 y 1945, cuando el entonces presidente Fulgencio Batista decidió suprimirlo por “razones de guerra y para ahorrar explosivos”, los habaneros del centro supieron una vez  qué sería La Habana sin el cañonazo.   El decreto fue una salva de ridículo.

¿Qué sería La Habana sin el cañonazo? Pregunto. Y los que pudieran precisar el detalle ya no viven o no recuerdan. Y el habanero actual –menos acendrado por la mezcla migratoria, pero más escolarizado- diría preguntando a su vez mientras su índice derecho reposa, en pose de pensador, sobre la punta de la nariz: ¿Sin el cañonazo? Vamos a ver... Perderíamos una de las voces de la historia. 

Respuesta correcta. Sabia. A mí, no obstante, me gustaría que ese estornudo de fuego, de simpática prosapia popular, convocara al silencio. A callar, llama el cañón. Qué alivio, señor. (Del libro Crónicas del primer día)            

EL BOSQUE DE LA AMERICANA

EL BOSQUE DE LA AMERICANA

Por Luis Sexto

El espíritu de Helen Rodwan Jones ya se retiró a su nicho de intemporalidad. Ahora nadie teme pasar cerca de donde perduran el piso y los cimientos de su casa, ni cree verla vestida de blanco con un majá enroscado al cuerpo; un majá enorme que, al arrastrarse por el suelo húmedo, trazaba huellas tan anchas como las  ruedas de un tractor.

La presencia de Tomás Betancourt López obligó a abandonar la subversiva memoria con la cual por unos 40 años mistress Jones habitó aquel bosque que llaman, desde tiempos lejanos, La Jungla. Helen y su esposo Harris llegaron a la Isla de Pinos en 1902. Entonces, junto con la intervención estadounidense, desembarcaron en el archipiélago cubano centenares de ciudadanos norteamericanos. Eran nuevos colonos sobre una tierra ya colonizada en parte y en parte deshabitada, y a la cual mayoritariamente consideraban predio de salvajes.

Helen y Harris no se enriquecieron en la isla que el novelista inglés Stevenson sobrenombró como del Tesoro. Permanecieron pobres. Más bien entregaron la riqueza de su bondad, de su espíritu de progreso: plantaron un bosque. El Departamento de Agricultura de los Estados Unidos les suministró semillas o posturas de árboles de diversas especies y países con el propósito de estudiar cómo se comportaban en el trópico. Unas diez hectáreas se tupieron con el follaje de la arboleda. En ciertos espacios el sol permanecía como tras una visera, ajeno al movimiento que las sombras de la selva  protegían con una noche simulada. En el medio, los Jones edificaron un bungalow;  casa rara, atípica, con  paredes de tablas y techo de guano, casi al borde de un riacho cuyo murmullo se adhería al abanicar de los pinos o el crujir de los bambúes.

 Distante un kilómetro, las ruinas de la primera iglesia de  la Isla de Pinos, en el punto llamado Los Almácigos, abastecía a La Jungla de un valor más: ese había sido el sitio del primer asentamiento pinero, a finales del siglo XVIII. De ahí, en 1809, partieron los pobladores que, muy cerca,  fundaron Santa Fe, como prolongación o sustituto del primitivo caserío. Los baños mineromedicinales, descubiertos allí a mediados del XIX, permitieron que la Jungla se convirtiera en un atractivo turístico.

Del cercano pueblo venían los bañistas en coche de tiro a descansar, relajarse, meditar en el bosque. Harris murió en 1932. Helen, sola, continuó allí. Era señora de un paraíso donde, a su llamado –cruc, cruc, cruc-, los sapos venían a comer de las manos humanas. Un majá largo, pero no tan voluminoso como luego lo reprodujo el mito, colgaba del cuello de la mujer, más tarde vieja, y luego anciana. Siempre en  su regazo, un revólver Colt de calibre 38. No pudo, sin embargo, utilizarlo para defenderse aquella noche  del 26 de enero de 1960, cuando varios prófugos del presidio llamado Modelo la asesinaron para robarle un dinero que nunca poseyó: sólo percibía una pensión de 25 pesos. Incendiaron la vivienda quizás para simular un accidente. Entre las cenizas y las ruinas, unos colgajos sanguinolentos, negros  como pulmones de fumador,  anunciaron que Helen había muerto.Ese mismo día el bosque empezó a morir su vida.

Nadie más lo cuidó, ni lo amparó. Razones aparentemente justificables le horadaron el suelo, talaron ceibas seculares, dinamitaron raíces. Los cerdos lastimaron la capa vegetal con su hocico depredador. Bosque, selva, jungla: coágulo maltrecho en la llanura. La maleza creció. Y también la leyenda. Quizás el  inconsciente colectivo creía adivinar, en los despojos de la arboleda castigada, entre la penumbrosa soledad, el alma encolerizada de la anciana que acusaba, en la forma imprecisable de la superstición, a cuantos lastimaban la natural heredad, la amorosa herencia de los Jones.

Pero la victoria de la muerte suele transitar hacia el triunfo de la vida. Como en los bambúes. Florecen una sola vez, aproximadamente a los 130 años, y echan flores antes de fenecer de modo que, secándose, su simiente rebrota en el mismo suelo. Y mientras  La Jungla se clareaba, se deshojaba, en la Isla de la Juventud, en Guantánamo nació Tomás Betancourt López. Se graduó de profesor de física. Un día, uno de esos días de incertidumbre del Período Especial, Tomás pidió trasladarse hacia Cayo Largo del Sur. Allí le prometieron un empleo en una instalación turística. Esperanzas de vivienda también. Mas le retuvieron la baja en la escuela. Perdió la oferta donde lo aguardaban. Y entonces  por necesidad de casa, y por decisión de su carácter independiente, renuente a las imposiciones, y por el desafío de gobernar su libertad y comenzar otra existencia, partió hacia Nueva Gerona con su esposa y con el hijo. Transcurría 1998. Tenía 28 años. Apenas dinero. Y una divisa compuesta mientras leía a Martí: vivir abrazado a la verdad. Por ello,  miraba de frente. Y en sus ojos, tras cierta cortina de melancolía, se transparentaba una reflexiva, intelectual  madurez.

Acertados estuvieron los dirigentes municipales de la agricultura cuando decidieron entregar a Tomás Betancourt y su familia la finca forestal donde se hallaba La Jungla: dos caballerías y un tanto más. Sólo hacía dos semanas que habían desembarcado en los muelles de Nueva Gerona. ¡Un profesor de física metido a trabajador forestal! Cuánto durará. La pregunta, lógica; la duda, normal.  El 28 de mayo inauguraron el comienzo del rescate de la Jungla. No creo pertinentes las palabras para describir cuánto sufrió quien obligó a sus manos apretar el hacha con los mismos dedos que poco antes guiaban  el lápiz o la tiza. Una finca forestal es el campo, el trabajo, el usufructo de una familia. No más. Un presupuesto para limpiar y replantar el bosque. Y un paño para autoabastecimiento. Y varios carneros y unas vacas.  

Tomás limpió. Plantó. Aró. Surcó. Sembró. Y condujo a pastar a los ovinos, y aprendió a ordeñar vacas. Hubo momentos desesperados: volar, salir de allí... Resistieron.

-Era posible. Sólo basta desear, querer hacer las cosas. Esa es mi convicción. 

Fabricaron la casa. Y la mujer, Yaritza Morejón, tan joven como su marido, se habituó a la soledad. Y a él el cuerpo se le curtió. Aunque el sudor no le encalleció la conciencia. La purificó. La afinó. Porque estaba en contacto con la naturaleza. Y su sensibilidad intuía que allí podía trabajar para el futuro. Como un creador. 

Tomás Betancourt supo con los días la historia de la americana Helen. Empezó a ordenar aquella selva mixta. Identificó los árboles, al menos los que logró reconocer; les puso tablillas con los nombres. Y por las tardes viajaba a Nueva Gerona a leer en la biblioteca, a conversar con Colina el historiador. Yaritza quedaba en la finca. Nunca pueden salir juntos. La recompensa de tanta ofrenda aparecía jornada a jornada, al amanecer: Helen y su obra antigua y olvidada iniciaron la resurrección. El bosque se desprendió de supersticiones, de las cuales Tomás no quiere hablar. Alguien podría confundirse. A él le interesa y lo ocupa la obra, lo útil. La belleza. También  brotó el Bosque Martiano, con 35 especies de las 56 que menciona Martí en su Diario de Cabo Haitiano a Dos Ríos. Es un medio de educación, vinculado a las escuelas.Veo, toco la obra.

Confirmo, con paso moroso, que La Jungla se alza sobre un suelo limpio, acolchonado por las hojas caedizas. Van rellenándose poco a poco las marcas que pretendieron extinguir el bosque. Tomás confía. Está seguro que cuantos construyen son en Cuba más numerosos que los que alguna vez pretendieron  demostrar poder enseñándose con la naturaleza. Caminamos. Dejamos atrás el sitio, aún señalado por el piso y el pozo doméstico, donde los Jones habitaron su bohío de estilo americano. Uno siente un murmullo de energía aquietarle el ánimo y los músculos. Es el vaho de la sombra, de las ramas, de la savia, de una existencia que discurre  plácidamente. En paz. De pronto, un símbolo. Una mata de jobo, caída horizontalmente al suelo, no se resignó: jorobó su tronco, y continuó creciendo hacia arriba. Hacia la luz. Pero la paz cuesta. Por sugerencia de Tomás, que los dirigentes del municipio especial de la Isla de la Juventud apoyaron política y materialmente, a la entrada del bosque se dispersan ciertas instalaciones rústicas para comer, beber, conversar. Si en 1956, según averiguó, visitaron la Jungla más de 1500 turistas, ¿por qué ahora no incluían en sus paseos una vuelta por el bosque? Y, en efecto, desde Cayo Largo del Sur llegan hoy extranjeros para admirar un bosque compuesto por árboles de distintas zonas del orbe. Y para oír la historia de Helen, amasada, depurada, por la cultura que Cuba facilita a sus jóvenes, a su gente. Y Tomás, a quien ya le asignaron un ayudante para tanta faena, pulsa un inclaudicable rigor. Un celo intransigente. Son turistas de sol y playa, tal vez sin hábitos ecológicos. El jefe de la finca, el guardián de La Jungla, se yergue ante el descuido, y les recuerda:-El hombre puede vivir sin pan, no sin amor, ni sin naturaleza.

La frase parece gastada, vacía. Él, sin embargo, la pronuncia en el pecho. Por la boca sólo escapa el sonido. Nos apoyamos con cautela en la cerca de púas del potrero, mientras llama a sus dos vacas que, como perritos de casa, vienen a entregar el cuello para que él se los acaricie. Una vez, ante su impericia para dominarlas, las golpeó convertido en un irracional. Pero comprendió que los animales no eran culpables. “La culpa era mía. Vine a meterme en su mundo. Y debo respetarlos.” Continúa sobándolas suavemente. Una de las vacas parece llorar. Y llora, en verdad.  De sus ojos salen lágrimas. ¡Quién sabe por qué!  

DIME CÓMO HABLAS Y TE DIRE QUÉ JUEGAS

DIME CÓMO HABLAS Y TE DIRE QUÉ JUEGAS

Por  Luis Sexto

 Uno puede resultar un cubano atípico si es incapaz de tomar el bate con plasticidad y mantenerse en postura eurítmica, como ante un escultor. O  es cubano incompleto si uno  no asiste a un estadio para desgañitarse elogiando o vituperando a cuantos juegan en el terreno o a quienes los dirigen mediante señas sentados en el dogout.

 El béisbol, y entramos en asunto resabido, lo inventaron y reglamentaron en Estados Unidos. Mas en Cuba lo transformaron en pasión, calco ardiente del drama de la vida, y le insuflaron arte, acrobacia, ritmo. El primer partido oficial se desató sobre la hierba de El Palmar de Junco, en la ciudad de Matanzas, en l874. Diez años más tarde era una alborotadora costumbre. Un poema en décimas de Mariano Ramiro, poeta nacido en España en l836 y muerto en La Habana, bautizado de cubanía, en l886, confirma cuán rápidamente la afición adquirió temperatura de fiebre y cómo la terminología inglesa se castellanizó con zancos de siete leguas y las situaciones del juego se trasuntaron en comunicación, expresión coloquial. En dicharacho y metáfora. En símil.

Una espinela, de entre las l2 del poema de Ramiro, dice: “Muchas lindas habaneras/ sienten del juego el contagio/ y hacen amoroso plagio/ de las luchas peloteras./ Al que en frases plañideras/ les declara su pasión/ y quieren meterse en jom/ sin sacramental detalle,/ lo ponen out en la calle,/ y mamá le da el scoom.”

 Hay, pues, un tercer modo de jugar béisbol o pelota. Y de esa manera todos los practicamos aunque desconozcamos las posturas que impone el Jom, o nunca vayamos al estadio o no  nos pongamos descocadamente ante el televisor. Jugamos en el habla o con el habla. La terminología beisbolística, que se ha difundido uniforme y monótonamente durante casi toda esta centuria, se infiltró en nuestra lengua,  y una carga bastante pesada de modismos y dicharachos se balancea en las cuerdas del habla cotidiana, incluso en la tropología, en el cuerpo metafórico del lenguaje, comprendida la norma culta. Porque surge igualmente en un poema, un filme, un comentario periodístico, en una conferencia científica o en un discurso político.

 A nadie le parece raro que un psicólogo diga a un paciente luego de escucharle la tragedia íntima: es cierto, estás en tres y dos. Y con ello le indica que decida pronto y con tino, pues el próximo lanzamiento será la muerte o la gloria. O te embasas o te anulas bajo el abucheo del público. La gloria suprema sería el jonrón, un batazo que deje a los jardineros con las manos en la cintura y mirando al cielo. En la pose de la impotencia. Dar un jonrón. Qué sueño, qué hazaña.  Lo batea también aquel que conquista la mujer más contundente del barrio, o consigue un empleo de lujo...  

Al pitcher que le dan el jonrón le botan la bola del parque. Y a ti te la botan en la vida cuando ante tu argumento la réplica salta inapelable. Pero tú  puedes dejar a tu rival con la carabina al hombro, si la contrarréplica se cuadra tan aguda que aquel enmudece. Se ponchó. Le cantaron el tercer strike, recta de humo, apenas se veía...  

Cuando las cosas necesitan rigor, seriedad, exigencia, se ha de jugar al duro. Pero si usted no quiere inmiscuirse, comprometerse, entonces juega como cargabates. Es decir, juega sin jugar. Usted, muy asépticamente, sólo recoge, guarda, ordena los bate, y otros implementos. Y cuanto más usted anima al que se arriesga en jom o en el box. Desde lejos; en la orilla.

Ahora bien, si espera  jugar en algún momento, usted comienza a calentar el brazo, a tirar pelotas para preparar músculos y facultades. Y lo mismo hace  cuando le prometen una promoción, un aumento de sueldo, un viaje al extranjero: calienta el brazo. Espera el instante en el que el manager haga la seña. 

Algo más  queda por decir. Será para más tarde.

EL VUELO POPULAR

EL VUELO POPULAR

 Por Luis Sexto

Otra estampa de costumbres 

La fama de Matías Pérez nació y creció paradójicamente en unos minutos. Fue un mártir del progreso y se le recuerda entre risas, como un payaso. Con el tiempo se convirtió en sujeto de una de las dos desapariciones más espectaculares colectadas por las menudencias históricas de Cuba. El primero fue el Conde de Casa Barreto, cuyo sarcófago, con el cadáver dentro, se fue a navegar al pairo la noche del ciclón de 1791. 

¿Hiere a alguien este párrafo? ¿A los descendientes de Pérez y de Barreto? Si los hubiese, reconocerían que, verdad, así han llegado a nosotros tales episodios, trastocados ya en mitos. Sin embargo, hace cuatro años Estanislao Pérez Milián me reclamó  justicia. Sugirió, incluso, degradarme el apellido a Quinto. Porque el domingo 28 de mayo del 2000, escribí en Juventud Rebelde un párrafo parecido sobre el Conde Barreto, sus orígenes, sus escarnios, y la volatización de sus despojos que varios esclavos doméstico velaban en la casona condal de Puentes Grandes. Mencionaba también a Matías Pérez. Pérez Milián me tachaba que yo no hubiera incluido como tercera desaparición espectacular la del Cucalambé. La carta,  respetuosa, decía:  “Este poeta guajiro y cubano salió de la finca El Cornito, en Tunas, a caballo  con rumbo a esa ciudad, y no se ha vuelto a saber dónde desapareció, a pesar de conjeturas o suposiciones. Yo soy de Camagüey, pero pienso que los tuneros han de sentirse relegados, y sin razón alguna dirán que La Habana siempre se da la preferencia en todo.”

A La Habana, en efecto, a veces le damos preferencia. Reconocemos en la capital nuestra Meca, adonde casi todos peregrinamos alguna vez. Y muchos patriotas de provincias la hemos elegido como ciudad definitiva. Pero la evidencia no acusa en este expediente a La Habana. El Cucalambé –Juan Nápoles y Fajardo- es un inmortal desaparecido. Pero no me parece que su pérdida fuese espectacular. Salió de su casa. Y no volvió. Mi bisabuelo materno hizo lo mismo; dijo en Canarias: Me voy a Cuba; nos veremos pronto. Y nadie de la familia jamás lo vio o supo de él. Dolorosa, curiosa, desaparición. Solo eso.

Matías Pérez, de origen portugués, fabricante de toldos en  San Cristóbal de La Habana, al parecer era un hombre apremiado por la necesidad de trascendencia. Y quiso convertirse en precursor de la aeronáutica cubana. En justo juicio lo es.  Pero no gozó su mérito en vanidad corporal. Porque  el 29 de junio de  1856,  cuando en la plaza de Marte -cerca de donde se empina hoy el Capitolio- cortó las amarras de su globo aerostático La villa de París, un viento aleve lo empujó hacia el mar. Y ante el público boquiabierto, como en un circo ante los trapecistas, se fue alejando para siempre como una pluma en el torbellino sin fin del espacio.

Tampoco la posteridad se le ha rendido oficialmente al globonauta el reconocimiento que ganó con su intento de insertar a  Cuba en los esfuerzos mundiales que durante esos años se sudaban en ciudades luminarias –digamos París-, con el fin de que la humanidad se sostuviera en el aire, como había previsto Leonardo en el Renacimiento. Salvo el capítulo que el doctor Tomás Terry llenó con la curva vital de Matías en su libro El correo aéreo en Cuba, no conozco una tarja, o un aeródromo, un establecimiento, un habano que hagan flotar en la memoria de cada día el vuelo frustrado de aquel habanero entusiasta.  Al parecer, Matías Pérez no clasifica en el prontuario que la historia de la ciencia y la técnica, avara e irregular, somete a los aspirantes a la perdurabilidad.

El pueblo, con su talento de Midas para pulir el oro viejo de los valores, perpetuó, sin embargo, la hazaña del intrépido piloto. Convengamos que Matías no aportó ningún aditamento al aerostato, ni ningún principio o ley a la navegación. Pero a la gente llana le resultó admirable la decisión de aquel progresista vecino que, poco apercibido en recursos y conocimientos, se ofreció voluntariamente como piloto de prueba cuando ni los ojos servían de fiable radar. Y don Matías dejó de ser un Pérez cualquiera, según la locución castiza, en una frase tan añeja como la incierta travesía del toldero que se aplica desde entonces a quienes se apartan del medio habitual, o emigran, o se esconden para no pagar cuanto deben: voló como Matías Pérez. Así, como en un espectáculo. 

UN MUSEO RODANTE

UN  MUSEO RODANTE Por Luis Sexto

Una estampa cotidiana

El único ferrocarril eléctrico de Cuba partió un día de 1921 y continúa rodando por un trazado cuyo itinerario y sistema operacional es el mismo de su origen, cuando Milton J. Hershey construyó un central azucarero para endulzar el chocolate de su fama y su fortuna.

Mister Hershey llegó a La Habana en 1915. Y cuatro años después, el ingenio realizó la primera molienda. Ubicado muy cerca de la costa norte, a mitad de la distancia entre La Habana y Matanzas,  pronto el nombre de la fábrica de azúcar, llamada como su millonario dueño, empezó a repetirse entre los habitantes que poblaban la franja del litoral norte, entre lomas y valles, y que prácticamente vivían aislados a causa de la escasez de enlaces con las dos ciudades más importantes del occidente de Cuba.

El tren de Hershey abrió un camino hacia el progreso de la zona, además de establecer la vía más corta, aunque también la más lenta, entre Casablanca, poblado habanero del lado oriental de la bahía, y la llamada Atenas de Cuba. Algo positivo debía producir aquel emporio norteamericano que se nutría de braceros sin otras opciones de trabajo, sometidos al ciclo de “tiempo muerto”-zafra que comprendía unos tres meses de empleo y nueve meses vacantes para la mayoría. 

La influencia del  llamado Zar del Chocolate no pudo ganar, sin embargo, el litigio con la United Railways of Habana, compañía inglesa que lo acusaba de repetir su recorrido solo un poco más al norte. Por ello, los tribunales le prohibieron al tren de Hershey  utilizar la estación central de  ferrocarril. Y los pasajeros que lo preferían, comenzaban el viaje  en una de las lanchas que, antes como ahora, unen las bandas opuestas de la bahía de La Habana. A lo largo de unos 90 kilómetros, el tren eléctrico estableció un itinerario que incluía más de 50 paradas –quien esto escribe ha contado 56-,  en cada uno de los pequeños poblados y empalmes que se dispersan por los  valles del Jibacoa y del Jaruco, rumbo al este.

El viaje, de unas tres horas, desde el punto de partida hasta su destino, tiene la particularidad de atravesar parajes abruptos, colmados de palmares, alfombrados por una vegetación habitualmente verde; sobre todo el valle del Yumurí, uno de los más hermosos de Cuba, a la entrada de la ciudad de Matanzas.  Hasta hace poco, varios de los coches inaugurales, semejantes a los tranvías de inicios del siglo XX, circulaban con su estampa inactual, vetusta. Quizás todavía ruede alguno. Pero el tren eléctrico permanece invariable, bamboleándose como un elefante sobre los mismos carriles, señalizado con las mismas luces, conectado a los cables mediante los mismos trolley con patas de araña y naturaleza de museo. Y aunque mister Hershey vendió enseguida su empresa azucarera y de electricidad,  el nombre perdura en la voz popular. 

 -Vamos a coger el tren de Hershey -invita un viajero a su compañero, embarrancados ambos en una  terminal de ómnibus.

-No, chico, es muy lento.

-Lento, pero exacto y seguro – responde el otro con un argumento al que ya refuerzan 85 años de existencia.

NAPOLEÓN AL ALCANCE DE LA MANO

NAPOLEÓN  AL  ALCANCE DE LA MANO

Por  Luis Sexto

 

 La mascarilla mortuoria de Napoleón Bonaparte se encuentra en Cuba, traída por el doctor Francesco Antommarcci, último médico del prisionero de Santa Elena. Y ese dato podrá parecer increíble al lector no cubano. Pero no es lo único en la mezcla de historia y cultura que distingue al Museo Napoleónico de La Habana.

Napoleón Bonaparte es un nombre de resonancias históricas disímiles y contrapuestas. Unos lo amaron hasta morir en el campo de batallas por las ambiciones imperiales, mientras otros lo odiaron precisamente por lo mismo. Nadie fue indiferente al hombre que enterró la revolución de 1789,  erigió el imperio y facilitó la resurrección de la monarquía en Francia.

Su memoria, a pesar de ello y quizás por ello,  se impone al tiempo y la distancia, y se materializa en la capital cubana, y se ofrece al alcance de los que deseen introducirse en el mundo de grandeza y vanidad del Gran Corzo y palpar el espíritu de Europa a principios del siglo XIX.

Nadie, absolutamente nadie de los contemporáneos de Napoleón, evadió el influjo del vencedor de Austerlitz. Fue un poder. Un  concepto militar. Un orden. Y fue, sobre todo, una época cuyas huellas en el arte y los objetos de la cotidianidad  ayudan a que perdure la imagen del político y el militar que personalizó cruciales acontecimientos de la historia europea.

El Museo Napoleónico, institución única en América Latina, se ubica  en el ambiente clásico que le propicia  un palacio florentino jalonado por jardines, vestíbulos, escaleras, salones, columnas, sito en la esquina de las calles San Miguel y Ronda, en la misma colina donde se levantan las edificaciones de la Universidad de La Habana.

Más de 7 000 piezas vinculadas a Napoleón, entre óleos, documentos, libros, vestuario, bronces, porcelanas, muebles,  armas,  se conciertan en las cuatro plantas del Museo. Entre los objetos más valiosos figura una lámpara que el Emperador regaló a Josefina; también el cuadro que la condesa polaca María Waleska encargó pintar cuando su amante se hallaba desterrado en la Isla de Elba. Y, como una joya excepcional, la mascarilla mortuoria que el doctor Antommarcci, trajo a Cuba consigo después del deceso del ex emperador.  La biblioteca, recoleta, acogedora,  exhibe en sus anaqueles 4 000 volúmenes, muchos de ellos dedicados a la vida y las campañas de  Napoleón, y otros que proceden del  siglo XVI hasta el XIX y que se ofrecen como un tesoro a los investigadores.

Por sí misma, la mansión que sirve de sede al Museo compone un atractivo por su refinamiento expandido por los mármoles italianos, la cristalería de las ventanas, el artesonado del techo y la herrería. La casa, construida en 1928, perteneció al abogado, político y escritor, de origen italiano, Orestes Ferrara. Su recuerdo en Cuba despide los olores de una actuación que se afilió incluso a la tiranía del general Gerardo Machado (derrocado en 1933), de cuyo gobierno fue embajador y ministro de relaciones exteriores.  Como autor escribió, entre otras obras, la biografía de Maquiavelo y la del Papa Alejandro VI, que le dieron cierto renombre. Al menos, El Papa Borgia, libro que resultó un acontecimiento bibliográfico en su tiempo, discurre contrariamente a las apreciaciones que hacia 1930 predominaban en los juicios históricos sobre este controvertido personaje de la iglesia romana.

El Museo Napoleónico de La Habana se fundó en 1961. Fue la primera institución museológica inaugurada por la entonces recién triunfante revolución. Sus fondos inaugurales procedieron  de la colección que Julio Lobo, magnate azucarero –propietario de unas 15 fábricas de azúcar- había reunido desde cuando su padre, en la infancia, lo estimuló a interesarse por Napoleón, su imperio y su época.

Ahora, el gusto personal de un señor muy rico ilustra el gusto masivo de quien quiera tocar la historia con sus manos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

BARCO VARADO SÍ GANA FLETE

BARCO VARADO SÍ GANA FLETE Por Luis Sexto

Una estampa casi insólita

Ahora se va en automóvil recorriendo el pedraplén de Caibarién a Cayo Santa María. Pocos años antes había que navegar una 20 millas desde ese puerto del norte de Villa Clara, hasta arribar cerca de Cayo Francés. Entonces me embarque en esa travesía, en dos cuartas de lancha, porque me habían dicho que Santa María, Los Ensenachos y otras isletas eran postales de un paraíso que, contrariamente al del poeta Milton, aún no se había encontrado. 

A las seis de la mañana zarpamos. El aire fresco, tan temprano, punteaba la piel con cabecitas de alfiler. Teníamos el sol de frente como una raya plateada sobre al agua. Era el rumbo este que a veces variaba hacia el norte sin dar el costado al astro. Yo era novato. Nunca había navegado más de los cinco  o diez minutos que tardan las lanchitas de Regla o Casablanca en atravesar la bahía de La Habana. Me ubiqué en la proa. Crucé los brazos. Y con los ojos semicerrados por el cuchillo de luz, creí reanimar sueños lactados desde niño cuando pasábamos en ómnibus por la bahía de Matanzas en viaje guajiro desde mi recoleto pueblito. 

¿Por qué tantos niños aspiran a ser marinos o aviadores? Pensaba en mi pose de capitán Ajab. Tal vez porque en la conciencia infantil forcejea la tendencia humana a desafiar cuanto creemos peligroso o ignoto. Después, la personalidad definitiva del adulto pone a los sueños en  su cabal dimensión. Infortunado de mí si hubiera persistido en querer leer cartas marinas. En el examen de ingreso me habría frustrado, porque a los pocos minutos los mareos me pintaron de verde. Y el veterano timonel me recomendó que no mirara al agua, sino al horizonte: así, con la cabeza altiva, engallada...

A las cuatro o cinco horas avistamos Cayo Francés, donde se localiza el puerto exterior de Caibarién, pues el interior sólo está apto para goletas. Allí en Francés anclan los mercantes, y en patanas les llega la mercancía, sobre todo azúcar. Ya, en el trayecto habíamos orillado esos cayos de arenas tan blancas como las de Varadero, insólitamente solitarios, que aguardaban el momento en el que la audacia del turismo practicara la recomendación del Capitán Núñez Jiménez en la primera edición de su Geografía de Cuba, cuando describió a Santa María y los Ensenachos. 

Pero una presencia rara me retuvo en aquella zona. La avistamos desde lejos. Y en lontananza parecía un barco fantasma, uno de esos buques sin mástiles y chimeneas que surgen, cuentan  ciertas leyendas, de entre las brumas sugiriendo matanzas, saqueos y naufragios aún sin descifrar. Nos amarramos a la escalerilla, y lo abordamos. Era un antiguo casco desconchado, emparentado con la ruina. Y uno, cuando ve despojos, piensa que allí hay una historia por airear. 

Había, en efecto, una historia. El San Pasqual es uno de  cuatro barcos de hormigón armado diseñados y fabricados en el mundo. Quizás los únicos. Los construyeron en 1920 –al menos esa es la fecha del San Pasqual-  los astilleros de la empresa Pacific Marine Construction, en San Diego, California. Al parecer los cuatro eran gemelos. Y enormes. Eslora: 132,36 metros; manga: 16,46; puntal: 10,97 metros, y 6 670 toneladas de peso muerto. El San Pasqual según todos los indicios fue un chasco. En su primera travesía apenas avanzó. El agua se le transformaba en arena y cuando su proa entraba en oleajes recios, no podía levantar,  y salir del hoyo abierto por las olas. De acuerdo con datos de Luis Úbeda, periodista perito en lengua y aparejos del mar, desde 1848 constructores de embarcaciones intentaron emplear el cemento. Fue en Francia. Los de San Diego pretendieron más con el hormigón. Y fracasaron. El barco vino remolcado hasta Cayo Francés cuando lo adquirió la Punta Alegre Sugar Company.

Los prácticos se negaron a anclarlo en la zona portuaria y lo dejaron afuera, en mar franco. Pero pronto, mediante negociaciones y dinero, lo arrastraron hacia la plataforma insular donde permanece. Lo rebautizaron como El Pontón, por mantenerse quieto, estable, mediante sus anclas. Las cisternas sirvieron para almacenar melaza exportable. Los buques tanques extranjeros se apareaban, conectaban sus mangueras a las tomas y trasegaban la miel de caña. No era entonces difícil averiguar en cuál tarea lo utilizaban. El olor del mar se avergonzaba ante el melado, dulzón arriba y podrido abajo, en los efluvios del mosto. Todavía, a nuestro paso, continuaba prestando sus tanques para la melaza. 

Miguel Diego Cearra, jubilado con 65 años de edad cuando lo entrevisté, trabajó durante 42 en El Pontón. Veinte días a bordo y diez en su casa de Caibarién. La vida en el San Pasqual era monótona, solitaria, sólo dos empleados operaban el embarque de miel de caña. Pero hubo una etapa durante la cual la uniformidad de la bitácora se alteró.Ocurrió durante la Segunda Guerra Mundial. La Marina norteamericana transformó  el barco en una estación naval. Lo artilló con seis ametralladoras antiaéreas, y dos cañones de tiro rápido emplazados en la popa. Seis hidroaviones dormitaban alrededor, y ocho lanchas cazasubmarinos bailaban próximas: cuatro norteamericanas y cuatro cubanas. Un muelle, ya desaparecido, unía el barco con Cayo Francés, por donde a ratos deambulaban varios marinos de una dotación de 200 hombres.Cearra recordó la vez cuando trajeron prisionero a un japonés capturado en  Cayo Coco. Lo suponían un agente de Tokio, porque en un falso horno de carbón le habían hallado un radiotransmisor. Lo subieron a un hidroavión. Y lo trasladaron a Estados Unidos. 

En 1960 piratas de origen cubano procedentes de Miami se acercaron a El Pontón. Por una de las tomas para conectar mangueras de vapor echaron un explosivo. Al día siguiente entraría un buque británico. El artefacto estalló, pero no en el punto donde operaba la bomba que impulsaba la melaza, sino arriba, en una de las cubiertas; luego ametrallaron el casco, y se perdieron en el horizonte tras un chorro de agua. 

El San Pasqual continúa desmintiendo la frase o el refrán marinero que asegura que barco varado no gana flete. Después del ciclón Kate en 1885 hubo que repararlo, y  ante los gastos una idea recomendó transformarlo en una opción turística. Habilitaron diez camarotes, prepararon bares, restaurantes, y aprestaron vías, pasarelas, para facilitar el recorrido por el barco. Desde hace aproximadamente dos años, el antiguo fantasma, más blanco y por tanto más fantasmal en lontananza, ofrece su pasado, su origen y sus valores como un museo en medio de la marina soledad de un paraíso que ahora se empieza a recobrar.