BARCO VARADO SÍ GANA FLETE
Una estampa casi insólita
Ahora se va en automóvil recorriendo el pedraplén de Caibarién a Cayo Santa María. Pocos años antes había que navegar una 20 millas desde ese puerto del norte de Villa Clara, hasta arribar cerca de Cayo Francés. Entonces me embarque en esa travesía, en dos cuartas de lancha, porque me habían dicho que Santa María, Los Ensenachos y otras isletas eran postales de un paraíso que, contrariamente al del poeta Milton, aún no se había encontrado.
A las seis de la mañana zarpamos. El aire fresco, tan temprano, punteaba la piel con cabecitas de alfiler. Teníamos el sol de frente como una raya plateada sobre al agua. Era el rumbo este que a veces variaba hacia el norte sin dar el costado al astro. Yo era novato. Nunca había navegado más de los cinco o diez minutos que tardan las lanchitas de Regla o Casablanca en atravesar la bahía de La Habana. Me ubiqué en la proa. Crucé los brazos. Y con los ojos semicerrados por el cuchillo de luz, creí reanimar sueños lactados desde niño cuando pasábamos en ómnibus por la bahía de Matanzas en viaje guajiro desde mi recoleto pueblito.
¿Por qué tantos niños aspiran a ser marinos o aviadores? Pensaba en mi pose de capitán Ajab. Tal vez porque en la conciencia infantil forcejea la tendencia humana a desafiar cuanto creemos peligroso o ignoto. Después, la personalidad definitiva del adulto pone a los sueños en su cabal dimensión. Infortunado de mí si hubiera persistido en querer leer cartas marinas. En el examen de ingreso me habría frustrado, porque a los pocos minutos los mareos me pintaron de verde. Y el veterano timonel me recomendó que no mirara al agua, sino al horizonte: así, con la cabeza altiva, engallada...
A las cuatro o cinco horas avistamos Cayo Francés, donde se localiza el puerto exterior de Caibarién, pues el interior sólo está apto para goletas. Allí en Francés anclan los mercantes, y en patanas les llega la mercancía, sobre todo azúcar. Ya, en el trayecto habíamos orillado esos cayos de arenas tan blancas como las de Varadero, insólitamente solitarios, que aguardaban el momento en el que la audacia del turismo practicara la recomendación del Capitán Núñez Jiménez en la primera edición de su Geografía de Cuba, cuando describió a Santa María y los Ensenachos.
Pero una presencia rara me retuvo en aquella zona. La avistamos desde lejos. Y en lontananza parecía un barco fantasma, uno de esos buques sin mástiles y chimeneas que surgen, cuentan ciertas leyendas, de entre las brumas sugiriendo matanzas, saqueos y naufragios aún sin descifrar. Nos amarramos a la escalerilla, y lo abordamos. Era un antiguo casco desconchado, emparentado con la ruina. Y uno, cuando ve despojos, piensa que allí hay una historia por airear.
Había, en efecto, una historia. El San Pasqual es uno de cuatro barcos de hormigón armado diseñados y fabricados en el mundo. Quizás los únicos. Los construyeron en 1920 –al menos esa es la fecha del San Pasqual- los astilleros de la empresa Pacific Marine Construction, en San Diego, California. Al parecer los cuatro eran gemelos. Y enormes. Eslora: 132,36 metros; manga: 16,46; puntal: 10,97 metros, y 6 670 toneladas de peso muerto. El San Pasqual según todos los indicios fue un chasco. En su primera travesía apenas avanzó. El agua se le transformaba en arena y cuando su proa entraba en oleajes recios, no podía levantar, y salir del hoyo abierto por las olas. De acuerdo con datos de Luis Úbeda, periodista perito en lengua y aparejos del mar, desde 1848 constructores de embarcaciones intentaron emplear el cemento. Fue en Francia. Los de San Diego pretendieron más con el hormigón. Y fracasaron. El barco vino remolcado hasta Cayo Francés cuando lo adquirió la Punta Alegre Sugar Company.
Los prácticos se negaron a anclarlo en la zona portuaria y lo dejaron afuera, en mar franco. Pero pronto, mediante negociaciones y dinero, lo arrastraron hacia la plataforma insular donde permanece. Lo rebautizaron como El Pontón, por mantenerse quieto, estable, mediante sus anclas. Las cisternas sirvieron para almacenar melaza exportable. Los buques tanques extranjeros se apareaban, conectaban sus mangueras a las tomas y trasegaban la miel de caña. No era entonces difícil averiguar en cuál tarea lo utilizaban. El olor del mar se avergonzaba ante el melado, dulzón arriba y podrido abajo, en los efluvios del mosto. Todavía, a nuestro paso, continuaba prestando sus tanques para la melaza.
Miguel Diego Cearra, jubilado con 65 años de edad cuando lo entrevisté, trabajó durante 42 en El Pontón. Veinte días a bordo y diez en su casa de Caibarién. La vida en el San Pasqual era monótona, solitaria, sólo dos empleados operaban el embarque de miel de caña. Pero hubo una etapa durante la cual la uniformidad de la bitácora se alteró.Ocurrió durante la Segunda Guerra Mundial. La Marina norteamericana transformó el barco en una estación naval. Lo artilló con seis ametralladoras antiaéreas, y dos cañones de tiro rápido emplazados en la popa. Seis hidroaviones dormitaban alrededor, y ocho lanchas cazasubmarinos bailaban próximas: cuatro norteamericanas y cuatro cubanas. Un muelle, ya desaparecido, unía el barco con Cayo Francés, por donde a ratos deambulaban varios marinos de una dotación de 200 hombres.Cearra recordó la vez cuando trajeron prisionero a un japonés capturado en Cayo Coco. Lo suponían un agente de Tokio, porque en un falso horno de carbón le habían hallado un radiotransmisor. Lo subieron a un hidroavión. Y lo trasladaron a Estados Unidos.
En 1960 piratas de origen cubano procedentes de Miami se acercaron a El Pontón. Por una de las tomas para conectar mangueras de vapor echaron un explosivo. Al día siguiente entraría un buque británico. El artefacto estalló, pero no en el punto donde operaba la bomba que impulsaba la melaza, sino arriba, en una de las cubiertas; luego ametrallaron el casco, y se perdieron en el horizonte tras un chorro de agua.
El San Pasqual continúa desmintiendo la frase o el refrán marinero que asegura que barco varado no gana flete. Después del ciclón Kate en 1885 hubo que repararlo, y ante los gastos una idea recomendó transformarlo en una opción turística. Habilitaron diez camarotes, prepararon bares, restaurantes, y aprestaron vías, pasarelas, para facilitar el recorrido por el barco. Desde hace aproximadamente dos años, el antiguo fantasma, más blanco y por tanto más fantasmal en lontananza, ofrece su pasado, su origen y sus valores como un museo en medio de la marina soledad de un paraíso que ahora se empieza a recobrar.
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