EL VUELO POPULAR
Por Luis Sexto
Otra estampa de costumbres
La fama de Matías Pérez nació y creció paradójicamente en unos minutos. Fue un mártir del progreso y se le recuerda entre risas, como un payaso. Con el tiempo se convirtió en sujeto de una de las dos desapariciones más espectaculares colectadas por las menudencias históricas de Cuba. El primero fue el Conde de Casa Barreto, cuyo sarcófago, con el cadáver dentro, se fue a navegar al pairo la noche del ciclón de 1791.
¿Hiere a alguien este párrafo? ¿A los descendientes de Pérez y de Barreto? Si los hubiese, reconocerían que, verdad, así han llegado a nosotros tales episodios, trastocados ya en mitos. Sin embargo, hace cuatro años Estanislao Pérez Milián me reclamó justicia. Sugirió, incluso, degradarme el apellido a Quinto. Porque el domingo 28 de mayo del 2000, escribí en Juventud Rebelde un párrafo parecido sobre el Conde Barreto, sus orígenes, sus escarnios, y la volatización de sus despojos que varios esclavos doméstico velaban en la casona condal de Puentes Grandes. Mencionaba también a Matías Pérez. Pérez Milián me tachaba que yo no hubiera incluido como tercera desaparición espectacular la del Cucalambé. La carta, respetuosa, decía: “Este poeta guajiro y cubano salió de la finca El Cornito, en Tunas, a caballo con rumbo a esa ciudad, y no se ha vuelto a saber dónde desapareció, a pesar de conjeturas o suposiciones. Yo soy de Camagüey, pero pienso que los tuneros han de sentirse relegados, y sin razón alguna dirán que La Habana siempre se da la preferencia en todo.”
A La Habana, en efecto, a veces le damos preferencia. Reconocemos en la capital nuestra Meca, adonde casi todos peregrinamos alguna vez. Y muchos patriotas de provincias la hemos elegido como ciudad definitiva. Pero la evidencia no acusa en este expediente a La Habana. El Cucalambé –Juan Nápoles y Fajardo- es un inmortal desaparecido. Pero no me parece que su pérdida fuese espectacular. Salió de su casa. Y no volvió. Mi bisabuelo materno hizo lo mismo; dijo en Canarias: Me voy a Cuba; nos veremos pronto. Y nadie de la familia jamás lo vio o supo de él. Dolorosa, curiosa, desaparición. Solo eso.
Matías Pérez, de origen portugués, fabricante de toldos en San Cristóbal de La Habana, al parecer era un hombre apremiado por la necesidad de trascendencia. Y quiso convertirse en precursor de la aeronáutica cubana. En justo juicio lo es. Pero no gozó su mérito en vanidad corporal. Porque el 29 de junio de 1856, cuando en la plaza de Marte -cerca de donde se empina hoy el Capitolio- cortó las amarras de su globo aerostático La villa de París, un viento aleve lo empujó hacia el mar. Y ante el público boquiabierto, como en un circo ante los trapecistas, se fue alejando para siempre como una pluma en el torbellino sin fin del espacio.
Tampoco la posteridad se le ha rendido oficialmente al globonauta el reconocimiento que ganó con su intento de insertar a Cuba en los esfuerzos mundiales que durante esos años se sudaban en ciudades luminarias –digamos París-, con el fin de que la humanidad se sostuviera en el aire, como había previsto Leonardo en el Renacimiento. Salvo el capítulo que el doctor Tomás Terry llenó con la curva vital de Matías en su libro El correo aéreo en Cuba, no conozco una tarja, o un aeródromo, un establecimiento, un habano que hagan flotar en la memoria de cada día el vuelo frustrado de aquel habanero entusiasta. Al parecer, Matías Pérez no clasifica en el prontuario que la historia de la ciencia y la técnica, avara e irregular, somete a los aspirantes a la perdurabilidad.
El pueblo, con su talento de Midas para pulir el oro viejo de los valores, perpetuó, sin embargo, la hazaña del intrépido piloto. Convengamos que Matías no aportó ningún aditamento al aerostato, ni ningún principio o ley a la navegación. Pero a la gente llana le resultó admirable la decisión de aquel progresista vecino que, poco apercibido en recursos y conocimientos, se ofreció voluntariamente como piloto de prueba cuando ni los ojos servían de fiable radar. Y don Matías dejó de ser un Pérez cualquiera, según la locución castiza, en una frase tan añeja como la incierta travesía del toldero que se aplica desde entonces a quienes se apartan del medio habitual, o emigran, o se esconden para no pagar cuanto deben: voló como Matías Pérez. Así, como en un espectáculo.
4 comentarios
Celio Barreto -
Celio H. Barreto R. -
Matías -
alberto -
Según lo leído y conversado resulta que la suerte no existe, ¿A que me refiero?, me refiero a que uno podría eventualmente equivocarse de haber recibido un golpe o favor del destino basado en una simple obsesión.
Cuando estudiaba en la universidad, en una ocasión el profesor comentaba respecto a los grandes avances y descubrimientos logrados por el azar, pero explicaba además que dicho azar era bastante relativo, ya que para poder entender que ha acontecido un fenómeno has de estar preparado para ello cosa en la que concuerdo absolutamente sobretodo si aceptamos el gastado pienso y luego existo del viejo Platón.
La obsesión existe, y al existir, nos da el impulso necesario para acomodar los acontecimientos de una forma tal, que erradamente creemos ver la luz donde solo ha habido oscuridad, por ejemplo, vemos ovnis donde hay aves, oímos voces donde hay silencio, creemos que nos hemos comunicado por el pensamiento, cuando en realidad a acontecido una simple casualidad irrepetible.
Es indudable, estimado Sexto que no Quinto que Martín Pérez era un revolucionario, si asumimos como cierto que, el revolucionario persona que intenta realizar un cambio no tiene porque ser necesariamente original en el proyecto, sino tener esa certeza única de que puede provocar o que provoca definitivamente un cambio, entonces, le he dado vueltas a las siguientes preguntas.
1- ¿Cuánto tiempo dura una revolución hasta que se auto extermina?. Las ondas físicas, miradas en el tiempo son estáticas.
2- Si Matías Pérez que era un revolucionario voló, ¿qué posibilidades hay de que pase lo mismo?
3- ¿En un ciclo más del fin institucional de la revolución diremos; voló como Matías Pérez o voló como la revolución?
Una revolución es un círculo vicioso: comienza con un exceso para volver a él Napoleón.