ESPIRALES DE HUMO
Por Luis Sexto
Curiosidad histórica que no pretende estimular el dañino consumo del tabaco
El tabaco era culto, medicina y placer. Cristóbal Colón, aparentemente insensible a cualquier debilidad humorística por la gravedad de su misión y de su opinión sobre sí mismo, relató el encuentro de los europeos con el tabaco empleando imágenes casi cómicas. Escribió que el 5 de noviembre de 1492 unos emisarios volvieron e informaron que habían encontrado un poblado donde vieron a hombres y mujeres “con un tizón en la mano”. Eran hojas secas “en forma de mosquetes del largo de una vela de 10 a 12 pulgadas”. Los aborígenes sorbían “con el resuello para adentro el humo”, y se adormecían las carnes, y conseguían cierta borrachera, y “dicen que no sienten el cansancio”.
El indio, conquistado y oprimido, se vengó un tanto del despojo y el castigo por medio de esas hojas que, secas, consumidas por el fuego y aspiradas, parecieron al español “desarrollado”, pero limitado por otras ignorancias, un negocio inspirado y firmado en el infierno. Un hombre que expulsaba humo como el dragón vencido por San Jorge, asumía entonces la forma de Belcebú encarnado en un infiel.
El tabaco, en fin, sedujo y conquistó al conquistador, y lo llenó de manchas dentales y de cierto tufo antisocial, y sobre todo lo colmó de un vicioso deseo que alentó, primero, el auge de la plantación y, más tarde, la factoría del tabaco. Hacia mediados del siglo XVI el hábito de fumar se extendía como una epidemia en La Habana y para abastecerlo se impuso la necesidad de importarlo de Venezuela y Santo Domingo.
Las plantaciones criollas, ante la demanda surgieron y se multiplicaron. Pero hombres forzados no podían plantarlas y atenderlas. Y porque desde entonces el tabaco entraña servidumbre voluntaria, y exige un estilo erótico de cultivo, es preciso arrodillarse y trabajar boca a boca con la hoja, para que asuma la gratuita esencia de la luz, el agua y el suelo de Cuba, cuyo sello, se supo más adelante, es también único porque ellos forjan un aroma y sabor distintivos, sin competidores en el orbe. La esclavitud de látigo y mando, pues, no levantó sus barracones en la finca tabacalera. El trabajo forzado jamás ha podido hacer de su tarea una ofrenda emotiva, sentimental.
El veguero, como don Alonso Quijano con sus libros, pasa las noches de claro en claro y los días de turbio en turbio dentro de su plantío: la vega, llamada con nombre tan sugerentemente hispánico, porque en el principio los labradores buscaban paños de tierra humedecida por las corrientes morosas de los ríos cubanos.
Afortunadamente aún se conserva el nombre de uno de los primeros canarios empeñados en el cultivo del tabaco. Los fumadores debían tal vez canonizarlo y rendirle culto en el humo azulenco que sube a los cielos desde el incensario de un habano. O los fabricantes torcer un puro que perpetúe, en la mejor hoja, la identidad del isleño que comenzó a acumular la sabiduría agrotécnica que honra a Cuba y también a las Islas Canarias. Se llamó Demetrio Pela, cuya pericia se desenvolvió bajo el magisterio d Erio-Xil Panduca, indio que le trasmitió una de las verdades clásicas de la agrotecnia tabacalera y que el isleño fijó en una carta familiar, citada por Gaspar Jorge García Galló, uno de los biógrafos del tabaco: “Bastan dos aguaceros al mes, porque si el agua es mucha roba la miel del tabaco.”
El tabaco logró ser habano, es decir, ser único, exclusivo. Porque posee un toque, una anilla, que se concilia con la cósmica calidad de la hoja cubana. Es su confección. Limpiamente artesanal, fluido intercambio de familiaridad entre la materia prima y el operario. Pruebe a fabricarlo a máquina y el puro empezará a ser impuro, porque le faltará la poemática energía, la personalizada ternura de las manos.
La cultura del tabaco, que incluso los que no fuman asimilan involuntariamente en el humo ajeno, ha establecido que sería despojarlo de su autenticidad torcer un habano en la inconsciente faena de una maquinaria. Los adelantos de la ciencia o la técnica son a veces intermediarios que en lugar de ayudar al hombre a asumir su plenitud, lo vacían de su humanidad. Ciertos actos no toleran el distanciamiento, las mamparas desvinculadoras. Como el amor. Jamás un robot podrá servir una mesa con una sonrisa caliente, ni un beso se humedecerá a través del teléfono. Y el genuino habano es un proceso amoroso desde el semillero hasta el taller.
Si el trabajo forzado jamás ha podido hacer de su tarea una entrega emotiva, sentimental, tampoco la máquina, ante la cual el obrero se mantiene aislado mientras mueve palancas y oprime botones de la producción en serie. La maquinización, incluso la automatización, ofrecerán las ventajas del volumen, del bajo costo. Pero al menos para la excelencia, la excepcionalidad del producto, el torcedor es el privilegiado con las facultades del Rey Midas.
¿Soy excesivamente romántico? Tal vez. Pero la tradición afirma que las máquinas producirán cadáveres ocres; los torcedores, cápsulas de vitalidad. Las manos. Son ellas el secreto último, la filosofía exacta del cultivo y la configuración del tubo o el huso de la breva. Noventa y dos operaciones distintas signan el recorrido de la hoja hasta la fábrica, y en casi todas intervienen las extremidades más humanas del hombre y la mujer, en una estampa tradicional, donde lo que suelta olor a antigüedad es la sutil hoja. Porque la eficacia es intemporal. Las manos son instrumentos conscientes de la relación: usted extiende la mano al otro, esto es, tira al semejante el canal de su afectividad. Insuperado vehículo de la ternura.
Por esa minuciosidad manual, el tabaco tampoco tolera el plantío extenso. Es planta casi doméstica. Crece a orillas de la vivienda, a vista de ventana. Como prolongación del patio. En las vegas de Vueltabajo, en Pinar del Río, Justo Armas, ya entonces septuagenario cosechero, me confesó que el tabaco exige primeramente semilla. “El semillero es la mitad de la cosecha.” Y añadió que, por lo demás, si algo en la vega se escapa por el trillo de la negligencia, el tabaco es un fracaso como negocio y como arte.
Allá, en el taller, las manos del operario parecen las de un prestidigitador. Se mueven con tanta presteza como si extrajeran de la nada, en total oscuridad, una antorcha destinada a alumbrar el alma de los adictos al habano. El torcedor amontona la tripa, la tuerce, la envuelve; una, otra capa, otra, quizás más. La hace girar con la palma sobre el tablero; corta, pega. Y entre sus dedos va apareciendo la fisonomía tubular o fusiforme de la breva. Como en cualquier ordenamiento, hay clasificaciones, tamaños. La selección compone el acto rector del cultivo y el proceso industrial del tabaco. La calidad de la hoja, ya curada, y bendita con el aroma del que gustan hasta los que no fuman, decidirá el destino de la obra e impondrá el nombre del puro. Y, así, habrá “cazadores”, “aristócratas”, y nombres más encumbrados, de más refinada prosapia, en una nómina de tropológica invención. Como en un poema. Completado por fuera en las litografías del envase. Y en todos los habanos, iguales o diversos, una marca, sello, crédito, común: la homogeneidad; parejos en el holocausto, aptos para quemarse sin que el fuego amengüe su ardor y su equilibrio. No son hogueras de leña bastarda.
La sala fabril, amplia. Iluminada. Ojos y manos se apegan a la ceremonia en la que se gesta el parto cuya criatura colmará el hábito que embriaga y no trastorna. Y los oídos del torcedor se prenden del lector mientras este recita un periódico o una novela...
La lectura en las tabaquerías es otra institución que no promete pasar con el cambio de siglo y de milenio. Entró, con el XXI, en su tercera centuria y permanece acompañando al torcido en una alianza indisoluble. Porque qué será del torcedor si a su monótona, aunque creativa faena, se le suprime “la mesa de pensar al lado de la de ganar el pan”, que dijo José Martí, gestor definitivo de la independencia de Cuba.
Cuando en l923 instalaron el primer receptor de radio en un taller — y sucedió en la fábrica de Cabañas y Carvajal, La Habana—, ciertas voces profetizaron que la lectura comenzaba a acercarse a su extinción. Con el tiempo coexistieron, turnándose en el ámbito sonoro de la tabaquería.
Y qué sobrevendrá ahora, en este electrónico celo de posmodernidad, cuando el progreso se erige en antena inexorable, en rasero inapelable con él que se pretende sustituir lo útil con lo suntuario, lo necesario con lo lujoso. Nada, pues, habrá de pasar. La humanidad se anuda a lo práctico. Ese es su mejor resorte de adaptabilidad. De modo que sabe que la lectura es el pasadizo primordial del conocimiento.
Los torcedores, con la lectura, alcanzaron pronto cotas de instrucción impropias para la época. Estamos hablando de 1865 cuando el iletrado era el trabajador típico de la sociedad esclavista colonial. Ese año, a sugerencia de don Nicolás Azcárate — dúctil sensibilidad y empinado talento literario y jurídico—, y apoyados por el tabaquero y periodista Saturnino Martínez, los talleres de El Fígaro, en La Habana, inauguraron la institución de la lectura. El más preparado de los torcedores, con un salario juntado por la dádiva de sus compañeros, se aplicó a leer lo mismo un novelón que un texto filosófico. Don Jaime Partagás, apellido trocado hoy en una celebérrima marca, aprobó luego la iniciativa y la estableció en su fábrica.
Otros propietarios, sin embargo, se opusieron, secundados por el Diario de la Marina, vocero de los intereses españoles en Cuba . Temían que la lectura sacudiera el polvo, ordenara los trapos de la conciencia proletaria. Y fue verdad. En breve los torcedores se convirtieron en el sector más instruido en humanística y en política de la entonces incipiente clase obrera cubana. Los líderes más lúcidos provenían de las tabaquerías. Martí, conociendo que eran trabajadores intelectualmente aptos, se auxilió de los torcedores para difundir y apuntalar la idea de la independencia.
El lector de tabaquería fue ― lamentablemente ya no es― una especie de actor. Hasta hace pocos años, al menos los lectores más antiguos actuaban el texto. Como leían para ser escuchados, la voz adoptaba tonos, ritmo, énfasis, incluso matiz, para que el libro o el periódico fueran comprendidos. Actualmente, quizás por la bondad sonora del altoparlante, el lector no se esfuerza tanto en “vivir” la lectura.
Pero de cualquier forma, cuando usted entra en un taller de torcido, junto con el aroma evocador, plácido, del tabaco, lo toca el mensaje de un libro que intenta hacerle recordar que el tiempo es también la prueba de lo que no se propone pasar.
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Normandio Ciano -
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