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PATRIA Y HUMANIDAD

Crónicas

EL OJO IZQUIERDO DE SALVADOR ALLENDE

EL OJO IZQUIERDO DE SALVADOR ALLENDE

 Por Yamil Díaz Gómez

 La próxima asistencia  del autor de esta crónica a  la V Feria Internacional del Libro Zicosur, en Antofagasta,  del 22 de abril al 3 de mayo,  autoriza la reproducción de esta  página tan original, escrita en 2012, cuando  este escritor villaclareño, poeta y cronista sensible, concurrió por primera vez a  esa muestra chilena

 A través de ese lente, el ojo izquierdo de Salvador Allende lanzó a las multitudes del futuro, piadosamente, su última mirada. A través de ese lente, las palabras saltaban como chispas cuando aquel Salvador que lo dio todo por salvarnos erigía en el aire las grandes alamedas por donde habría de pasar el hombre libre. A través de ese lente, hay un vacío que nos interroga.

El día que lo suicidaron, una mano salvó la mitad de las famosas gafas Magnum del presidente de Chile. Y en el Museo Histórico Nacional, el mismo que anuncia a su entrada ser obra del “excelentísimo señor capitán general Augusto Pinochet”, ahora se exhibe en la segunda planta. (Por lo menos el tiempo se ha hecho cargo de precisar cuál nombre debe ir debajo y cuál arriba).

También el tiempo, con impactante simbolismo, prefirió conservar solo el lado izquierdo de aquellos espejuelos. Y ahora nos convida a imaginar detrás de ese cristal manchado y partido la pupila anhelante que le quedaba al líder más cerca del corazón. Ese era el ojo con el que más soñaba.

Ahora, en la pequeña Nueva York, esta calle que pasa tan cerca del palacio de la Moneda, me siento a meditar, a superar el impacto que me causa aquella pieza, o media pieza, del museo.

A esta hora debía estar escribiendo yo una crónica sobre la Feria del Libro de Antofagasta, sobre la grata aventura de un grupo de cubanos que llegamos al desierto con poemas y canciones; pero no logro borrar de mi retina la retadora imagen de una mirada cercenada. 

Sentado en la pequeña Nueva York, me siento menos turista. No sé si pisaré las calles nuevamente de una Santiago dramática y hermosa; pero conozco el sitio que nunca dejaré de visitar.

Y me imagino cómo podría brillar aquel ojo de Salvador, el mismo que cerraba para disparar, cuando el hombre bromeaba. Luego de varias derrotas electorales, el que jamás se rendía, pidió para su tumba este epitafio: “Aquí yace Salvador Allende, futuro presidente de Chile”.

Por fin, puedo reírme con ese chiste grande en su utopía.

Y siento que aquí yace, sin poder enviar jamás a Cuba la crónica que le pidieron, imperceptible entre los transeúntes de la pequeña Nueva York, un cubano que solo atina a buscar tras un mínimo cristal al ser humano que no cabe en ninguna vitrina.

Aquí voto, en silencio, por el futuro presidente. Mis palabras se pierden rumbo a sus grandes alamedas. Desde allí, el ojo izquierdo de Salvador Allende todavía nos mira con ternura.

 

 

Diario de viaje

Diario de viaje

 Luis Sexto

  Tomado de Mi arca de Noé 

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ÍBAMOS HACIA MONTE CRISTI. ENTRE LOS detalles del relieve histórico de la carretera, el chofer me señaló La­guna Verde, pueblito donde nació y tiró sus primeras pelotas Juan Marichal, el lanzador de las grandes ligas. El Monstruo de Laguna Verde, así lo llaman, dijo el Padre Teófilo Castillo; Tofo para cuantos lo quieren en confianza.

   Habíamos salido temprano de Moca, la activa ciudad del Cibao, en el valle de la Vega Real, al que Colón le regaló el nombre seducido ante su hondo esplendor de tierra fértil y verde enlazada por las montañas. Pasamos a Santiago de los Caballeros y enrumbamos hacia el oeste por la carretera nom­brada La Línea. Paramos en un restaurante rústico, y Luis, el conductor –hijo de “Bolívar”, próspero y vital productor de huevos en Moca– convino con la dueña que nos guardara car­ne de chivo para la vuelta, un tiempo más allá de la habitual hora de almuerzo. El chivo abunda por estas tierras del norte dominicano. Como el algodón y el arroz, cultivos de regadío. Después, Monte Cristi, ciudad parecida a muchas ciudades cubanas: entre lo moderno y lo antiguo, con atmósfera rural y marina. Y ahora, aquí, en la casa de Máximo Gómez, en la calle Ramón Matías Mella, 29. Antes, José Núñez de Cáceres, con el mismo número…

   Un decenio antes, llegué a Barahona, origen del pe­regrinar por lugares de la República Dominicana anudados especialmente a la historia de Cuba. Transcurría 1996. Me habían invitado el entonces obispo de la diócesis, monseñor Fabio Mamerto Rivas, y su vicario, padre Teófilo Castillo, mis maestros dominicanos en el seminario salesiano de La Haba­na, 36 años atrás. Ambos me facilitaron techo, pan, vehículo y compañía durante un mes, para realizar varios reportajes encargados por Bohemia[1].

   Barahona, situada en el suroeste, entre el mar y las monta­ñas, en la misma región donde el cacique Enriquillo resistió la conquista española, me favorecía también con la posibi­lidad de tocar la presencia de José Martí durante su pri­mer viaje a la Española, en 1892, en una casa que, ajada, con una antigüedad que las maderas pintadas de azul de cielo, puertas blancas y el techo de cinc a cuatro aguas no ocultan, carecía de una placa en cuyo bronce constara el privilegio histórico del inmueble. Sólo la familia que la habitaba y unos pocos conocedores del pasado, sabían que las palabras del Delegado del Partido Revolucionario Cubano singularizaron esa vivienda, perteneciente, hacía un siglo, a Carlos Alberto Mota, para quien el viajero trajo carta desde Santo Domingo.

   Rodeado de vecinos que deseaban saludarlo, Martí habló allí de la misión que lo había transformado en un peregrino renuente al descanso. Sus palabras fueron “dulces y fáciles”, como testimonió Mota en 1939, buscando con los ojos entre­abiertos los claros del recuerdo donde aparecía aquella frase que nunca pudo olvidar, fijada en cuantos lo oyeron por los garfios de la sinceridad: “No es un hombre el que habla, es un pueblo que atado con fuertes cadenas lucha, y grita para romperlas, para conseguir su libertad”.

   La estadía del Apóstol[2] en Barahona fue de tránsito en su recorrido por tierra hacia Puerto Príncipe. ¿Qué otra razón pudo determinar su paso por la recoleta, apacible ciudad del sur donde se detuvo apenas 24 horas? Ya había cumplido su tarea primordial: sumar al mayor general Máximo Gómez a la epopeya de la liberación de Cuba. Había comenzado su itinerario por Monte Cristi, y de ahí a La Reforma, finca don­de el viejo libertador se doblaba sobre la tierra. Y el 21 de septiembre, a las cinco de la tarde, se ajustó las espuelas de plata, montó en la mula que le prestó Carlos Alberto Mota, y reemprendió el viaje hacia la frontera haitiana.

   Tres días después de mi llegada, decidí ir Baní. En aquel año se redondeaba el aniversario 160 del nacimiento de Máximo Gómez. Qué permanecerá allí del Generalísimo, me pregun­taba mientras calentaba la presunción de hallar información nueva, quizás sorprendente, sobre el Jefe del Ejército Liberta­dor. Materialmente, aparte de otros objetos sepultados en el museo local, quedaba un horcón de la casa a la que pasó a resi­dir desde niño, porque Gómez nació en Paya, caserío distante a cinco kilómetros de Baní por la misma carretera que, partien­do de la capital, bordea el sur de la República hasta Barahona, situada a 200 kilómetros de Santo Domingo. El horcón, que se yergue como un tótem familiar, preside un parque enreja­do, y sombreado por flamboyanes y robles americanos, y con flores que crecen en el espacio vacío de la casa y el patio de los Gómez. Un busto y una bandera recuerdan que aquel es el pequeño lar del más grande de los banilejos.

   Ha sido tierra dilecta de la fama. Primeramente por sus mangos; luego por sus dulces caseros a base de leche –ya hoy crecidos en industria– que prohijaron el prestigio de la aldea desde su fundación en 1764. Y ha sido famosa, finalmente y sobre todo, por su crédito histórico, político, cultural. En Baní, o en áreas aledañas, nacieron o vivieron –además de Gómez– cinco presidentes de la República –entre ellos Mota, Victoria, Billini; y nació un fervoroso, decisivo promotor de la cultura dominicana, el periodista Joaquín Sergio Incháustegui.

   Ante los restos de la antigua casa, incliné mi cabeza bajo aquel palo doméstico transido de humedad. Después, un problema me detuvo en medio del pueblo, que ya había tras­cendido su candidez de aldea y era la cabecera de la provin­cia de Peravia. Afrontaba el dilema del viajero que, más que por pasear, deambulaba intentando descubrir los datos más remotos de sus raíces. ¿A dónde dirigirme, a quién buscar? Así inquirí en el ayuntamiento, edificio macizo, moderno, de cinco o seis pisos. Y oí: Muerto Buenaventura Báez Gómez, la farmacia veterinaria de Luis Manuel Peguero es la más segu­ra para averiguar sobre cosas ligadas a Cuba.

   Lloviznaba. Nubes negras. Esa mañana las calles reme­daban espejos donde la poca luz incidía como en un cristal empañado. El doctor Peguero, sentado a la mesa donde la caja contadora registraba la crónica monetaria de su negocio, oyó mi presentación. Y él se presentó como uno de los dirigentes del subcomité de Amigos de Cuba. Luego, dirigiéndose a los cuatro o cinco clientes que esperaban tur­no, dijo: “Este compañero cubano desea ver algún familiar de Máximo Gómez”.

   Hubo un silencio. No creí que todo resultara tan fácil. Y de pronto sí resultó fácil. Alguien respondió. “Yo; yo soy pa­riente del General”. Creí entonces que en Baní todos podrían ser familiares de El Viejo. Y Santos Isidoro Gómez, agricultor que había ido a la farmacia angustiado por una vaca enferma, rectificó mi percepción: “No se equivoque: somos la familia más corta de este pueblo. Tan solo unos 60 emparentados con el Generalísimo”. Coincidencia. Y aprovechándola visité a un bisnieto del General.

   Ahora, en los primeros días de enero de 2006, gracias tam­bién a mis antiguos amigos y maestros, viajé a San Fernando de Monte Cristi, capital de la provincia del mismo nombre, ubicada en el noroeste, cerca de la frontera haitiana. La prime­ra referencia del pueblo apareció en los anales de la Española en 1506, cuando Nicolás de Ovando le dio vida en papeles y en algunas chozas. Desde el punto de vista geográfico, la ciu­dad se distingue por una altura llamada El Morro, a la que un poeta evocó como “reloj de piedras sin esferas / que marca los siglos de mi tierra”. En la perspectiva urbana, resalta la torre que ya se erguía, como un símbolo de la ciudad, en 1895. Fue el primer lugar donde mis ojos se humedecieron. La puerta del parque estaba cerrada: una cerca lo protegía. Y desde el lado de acá mi devoción concibió un pensamiento de fervor para aquella torre metálica cuyo reloj circunvaló algunas ho­ras de la vida del Apóstol, y junto al cual Martí aseguró que “muy pronto marcará la hora de la libertad de Cuba”. Tantas veces lo había visto en fotografías que, como suele ocurrir, observarlo desde tan cerca parecía un acto irreal, fantasioso. Después, pedí a Tofo me condujeran a la casa de Gómez.

  Quedo en silencio. Nada he de escribir que parezca vero­símil, lógico, sin afectación. Estaba emocionado. Me ahogó la conciencia de mi privilegio. Haber visto esta casita des­de la infancia en las ilustraciones de los textos de Historia. Y recorrer, 50 años más tarde, el mínimo y humilde espacio que amparó a dos de nuestros libertadores primordiales, tie­ne que significar algo en el corazón de un cubano. Caminé. Vi. Toqué. Nos guiaba Ramón Amado Gutiérrez García, el conservador del museo, que se confesaba bisnieto del general Calixto García Iñiguez

   Un pasillo central, que separa las habitaciones a la dere­cha y a la izquierda, permite la entrada alargándose hasta el comedor, amplio, extendido horizontalmente de un extremo al otro de la vivienda, cuya propiedad Gómez adquirió en 1888. Paredes de madera y techo de dos aguas, aún con el cinc alemán original; pintada de azul grisáceo con ventanas y puertas –de estas, tres en la fachada– del mismo color y marcos en blanco. Al recorrerla uno nota los valores de Cuba en su bandera, puesta en sitio relevante, en los retratos de sus próceres y en libros de autores y editoriales cubanos. En una escueta habitación, del lado derecho según se viene de la calle, encajada entre uno de los cuartos y el comedor –hoy biblioteca–, Martí escribió el Manifiesto de Monte Cristi.

   No hay mucho más que contar. En el patio, un árbol de mamoncillo, superviviente de aquella época. Tomamos unas fotos. Podría describir sensaciones que, quizás, suenen vacia­das en retórica. Ciertos sentimientos han de quedar ocultos en la sinceridad de lo recoleto, pequeño, humilde.

 



[1] Revista  entonces semanal, hoy quincenaria, de interés general. Fundada en 1908.

[2] Así llaman los cubanos  José Martí,  máximo gestor e ideólogo de la independencia y la república.

LA ESPERANZA DE LOS ANCIANOS

LA ESPERANZA DE LOS ANCIANOS

Por Ilse Bulit

Una de las estampas humanas  que mi querida colega acostumbra a enviarme

Desde la puerta abarcó el panorama interior. Ocupados todos los asientos, tres seres categorizados todavía como personas de a pie. Desanimado, lanzó la pregunta histórica. ¿Quién es el último?. Una angustiada voz femenina sentada respondió el “yo” con el consabido “voy detrás de ese señor” y señaló a uno de los de pie que en verdad, tenía un aspecto más crucificado que el de la mujer. Una buena muestra de la existencia todavía de la caballerosidad o del naciente espíritu de solidaridad y pertenencia de la asociación no lucrativa de los ancianos. El chachareo apagado a la llegada de el, renació en intercambios bipartitas o tripartitas con el fondo de toses, carraspeos y suspiros  provocados por la espera y no por enamoramientos tardíos.

Los destartalados asientos de maderas se unían en continuos sonidos porque los malditos provocaban movimientos por la  incomodidad a los huesos, músculos, nervios y demás componentes de cuerpos gastados acumuladores de más meses que los propios muebles.

Al principio, descartó intervenir en algunos de los intercambios verbales y prefirió entretenerse en la escucha de las conversaciones. Su tímpano disminuido, dada la altura de las voces sentadas, permitían acceder a la mayoría de las palabras. Su mente burocratizada por tantos años de esos papeles que los rodean a todos por todas partes, las clasificó.
Tres señoras de vestidos “made in out” se intercambiaban sus achaques en competencia feroz por romper el record de las dolencias. Otras cuatro en atuendos fuera de moda, adelantaban los finales de la telenovela de turno en demostración  de que la cerrazón a la información verídica destapa imaginerías dignas de Julio Verne. Los hombres, en minoría, bordeaban las enfermedades para arañar al béisbol con garras afiladas y evocaban partidos sumergidos en el pasado. Los cuatro de pie, incluido él, gastaban el tiempo en cambio de posiciones porque el esqueleto erecto suplicaba descanso.

Por obra y gracia de un milagro estomacal, alguien pronunció el vocablo papa y todos los presentes convergieron en el tema. No se referían al Papa argentino que a pesar de su sobriedad, debía ingerirla sin obligadas limitaciones. Reverenciaban al tubérculo americano, ese salvador de la mesa criolla.

Subidos los ánimos en demasía, tanto que la doctora desde el interior pidió silencio a los “esperantes”, una entrada triunfal provocó el suplicado silencio.

Una muchacha llegaba con un párvulo en brazos y la pregunta de rigor. ¿Hay alguien adentro?.
“Pase, pase”, respondió una voz amargada y agregó: “Los niños tienen preferencia sobre nosotros”.

El anciano de aspecto crucificado atajó la amargura: “Ellos son la esperanza. Por lo menos, el intento de una futura esperanza.

SORPRESA EN EL PARQUE

SORPRESA EN EL PARQUE

Luis Sexto

Primeramente fue la plaza. Después el parque, versión cómoda, sombreada y trasnochada de los espacios colectivos. Surgió como democrático estacionamiento y superficie para el vaivén. ¡Y son tan polivalentes, asumen tantos papeles los parques de pueblos, o de barrios! Por momentos solitarios parajes de citas, confesionarios de amor. Tribunas de peroratas y rincón de ideas susurradas. Peñas de lo banal. Recintos de la frustración. Academias del aburrimiento. Cuartones de los mitómanos. Corral de ensueños. 

En los parques convergen directores a distancia de béisbol, gobernantes de la suposición, periodistas del rumor, estrategas de romances, narradores de fantaciencia, filósofos sin cátedra y poetas aprendices. ¡Parques! Ámbito escueto en lo físico y ancho en sus deseos donde, al fin, como los bueyes al trapiche colonial, la gente da la vuelta para reconocer las mismas caras, los mismos árboles, los mismos bancos. Invariablemente.

Retengo de los parques un único  recuerdo personal, carnalmente doloroso, sin mezcla de nostalgia; tal vez de lamento. A Sergio Hernández Rivera, poeta de Remedios y Caibarién, los parques sí le azuzaban remembranzas, fantasmas de sensaciones envueltos en las batas anchas de muchachas lindas e imposibles, o aventuras creadoras que le afirmaron su vocación, su búsqueda de la poesía, aunque de poemas, en la época de su juventud, en vez de vivir se podía morir.  Lo leí en el borrador de sus memorias que me llevó a casa unos meses antes de fallecer, ya retirado y abstraído. Con unos 20 años, junto a dos amigos más jóvenes -Panchito de Oraa y Carlos Galindo Lena-, que en el futuro serán poetas de hondura y sortilegio en una expresividad original, improvisó un tríptico de sonetos al General José Maceo. En Cuba versificadores y cantadores componen décimas en la inspiración entusiástica de la controversia repentista. Pero el soneto es estrofa de mayor tino, más apegado al filo descortés de la exigencia formal y la precisión de la idea. Ellos, sin embargo,  lo consiguieron para enviar la obra a un concurso y tratar de merecer los  cien pesos que  metalizaran un tanto sus  ayunos de místicos pueblerinos.

El esfuerzo reclamaba un estimulante, un paraíso de lentejuelas, una sicodélica  estancia de ángeles. Carecían de peculio para ron, incluso para un plebeyo aguardiente. La fantasía de Panchito de Oraa superó gallardamente el trance. Había leído que el jugo de caña  regalaba al cuerpo humano un sucedáneo de embriaguez. Y reuniendo los centavos que por ignotos rejuegos se dispersaban en sus bolsillos, obtuvieron capital para cinco vasos de guarapo por boca.

Inflados, tal vez distendidos, pero vacíos de prefiguraciones esotéricas, encontraron un rincón en el parque de Caibarién, y convocaron, mediante la conversación apropiada, la presencia del General José. Creada la atmósfera histórica, la composición imaginaria del lugar, Sergio, de pronto, ordenó:

-Vamos, Panchito, comienza tú; pero con endecasílabos.

Oraa, alzando la mano en un gesto aún habitual, recitó como si extrajera el verso de una memoria imprecisa y consciente a la vez: Hermano digno del coloso oscuro... Galindo, asumiendo la dirección, dijo:

-Arriba, Sergio, tú ahora.

Y Sergio: Fruto inmortal del vientre de Mariana. Y Galindo: Que abriste con tu brazo la ventana... Y Oraa, a un ademán de Sergio, completó el primer cuarteto: Hacia  el amanecer más alto y puro.

A los 20 minutos habían compuesto tres sonetos. El primero seguía así: “Bajo tu empuje irrefrenable y duro/ Cedió la furia de la hueste hispana, /Y fue tu corazón áurea campana/ De Libertades sobre el patrio muro./ Tu sangre perfumada y florecida,/ Hoy, desde el surco fértil de la gleba,/ Resurge  en flor brillante y encendida,/ Mientras tu voz despierta el horizonte/ Con un grito que cada palma eleva/ Y hace estremecimiento cada monte”.

No ganaron el concurso. Ganaron más: la certeza renovada del talento propio y la justificación del parque como expresión de libertad para aquellos que cuerdos o locos tienden a encontrarse  para soñar, o mirar el cielo entre los árboles.

Yo, por el contrario, nunca he escrito poemas en los parques. Y no besé muchachas en agraz bajo copudas sombras clandestinas o cómplices. Y menos moldeé mentiras como aquel compañero que haciendo retroceder el recuerdo, relataba que un día matriculó en la universidad y se dijo que hasta que no se hiciera abogado no se detendría. Luego callaba. Y todos suponíamos que era abogado. Así, de vez en cuando hacía alusión a su pretendida carrera. Una noche, alguien le preguntó si había cumplido su empeño, si se había detenido o había continuado contra cualquier oposición o dificultad. Tartamudeó. Y logró admitir que esa pregunta nadie nunca se la había hecho, porque a fin de cuentas se podía colegir de su historia el resultado final. Por tanto, el tampoco contestaría a quien no sabía emplear la imaginación, ese borde delantero de la inteligencia. Porque él había aprendido, en la academia militar... Y añadió otro diploma a un currículo que crecía en esa universidad improvisada y siempre activa de los parques.

Pero aún me agobia el único hecho que me correspondió protagonizar en un parque. Sucedió mientras conversaba una noche de jueves con varios condiscípulos. De pronto, una pelea.  No supe nunca por qué causa. Y me inmiscuí con mi vocación de buen samaritano que Juan Ángel Cardi, escritor y humorista, reconoció públicamente años más tarde al dedicarme un cuento  de su libro El  caso del beso con sabor a cereza. Dentro, pues, de la concertación de puñadas  y trompicones, echando a un lado a unos y a otros, recibí un golpe en la nunca. Un mazazo cuya contundencia requería premeditación del puño tan certeramente teledirigido. A veces trato de intuir qué incógnito enemigo aprovechó la confusa circunstancia, y lo que hallo en la penumbra  es una especie de aversión hacia los parques donde tantas opciones pululan y donde, sin embargo, elegí la menos conveniente para contar después cualquier historia

 

 

 

MEA CULPA

Luis Sexto

Una página de mis memorias periodísticas 

Adelanto mi testamento, y como nada dejo, pido... Pido perdón a mis lectores por las veces en que inconscientemente les falseé un dato, un detalle sin que ellos –ustedes- se percataran de mi pifia. No es tanto, sin embargo, el dolor por esas fallas. Los errores periodísticos, o literarios, son quizás los únicos que se pagan con una sonrisa al ser recordados. Lastiman sin sangre y brevemente. Y con el tiempo van revelando un filón humorístico que fundamentaría más de un libreto de televisión. Diría, extendiéndome, que una sonrisa es la mejor escoba contra los sedimentos de culpabilidad que amontonan los errores. Una sonrisa comprensiva que nos acepte como seres frágiles, falibles, capaces por igual de la trascendencia olímpica y del tropezón en la acera.

Propongo por ello un arrepentimiento autotolerante para evitar que nos depreciemos sufriendo por lo irremediable. Irremediable de cualquier modo: en el anverso o el reverso. Porque en mis actos o mis decisiones cruciales no solo me arrepiento de los errores en los que incurrí; me pesan también los que nunca cometí. Alguna vez deseé meter la pata, chocar contra la pared, desafiar la incertidumbre. Y preferí detenerme en la zanja que separa al inocente del pecador.

Pero nunca quise equivocarme profesionalmente. Ninguno de mis colegas tampoco ha calentado la intención de errar. El crédito. El orgullo... Aunque la historia interna de la prensa prestaría información para un volumen de pifias que resultaría más interesante  que cualquier periódico, porque no reflejaría la desolación de un mundo desequilibrado, injustamente distribuido, con el matonismo de barrio convertido en diplomacia y política. Presentaría más bien a los lectores una faceta menuda, humana, ridícula de la vida, con todo cuanto de hilarante, consolador, tiene el vernos en un juego cuyas consecuencias nunca serían definitivamente trágicas.

No me disgustaría leer otra vez esta joya del disparate. La publicó un periódico cubano unas seis décadas atrás. La nota reportaba un accidente de tránsito. Y en una línea del segundo párrafo decía, y cito  aproximadamente el sentido: “El occiso llegó a la casa de socorro al parecer cadáver y con un diente de oro.” O esta, aparecida en un rígido, puritano y millonario diario, también antes de 1959. El periódico informaba el duelo de una señora de las “clases vivas” que entonces se convertía en “la resignada viuda de”... Y el texto trastocaba las letras ge y ene  de modo que el nuevo valor semántico del adjetivo en errata, aunque exacto por razones obvias, era una obscenidad en el castellano de Cuba, y también de alguna otra parte. Eso también ocurrió con un general de caballería que cargó en cierta batalla del XIX, pero al verbo  le omitieron la erre, y el avezado militar en vez de  acometer y derramar probablemente su sangre, parece que estropeó la montura con otro fluido menos glorioso y en situación tan inoportuna.

Todos esos dislates tuvieron arreglo. Quizás una nota aclaratoria. O tal vez, el tiempo echó al olvido errores que si lograron ofender, generaron mayoritariamente la risa con su ridícula virtud. Sin embargo,  a los periodistas no nos llega de inmediato el perdón. Hay que pasar por cierta temporada de tortura; someterse a la crítica, al reconcomio. Incluso pueden descontarte parte del salario. O despojarte de los estímulos monetarios del mes. Contradictoriamente se nos niega la natural debilidad de la especie. Y somos, ¡si no lo supiera yo!,  tan febles como el barbero que tijeretea sin tino en un momento de cháchara, o el empresario que compra una barredora de nieve para una ciudad tropical.

Existen errores que aunque los lectores achacan al periodista, pertenecen a los correctores. Son las erratas. Pero el nombre del que firma asume la culpabilidad. José Martí llamó al corrector “mi invicto amigo”. Nunca yerra. Otros equívocos requieren del psicólogo para explicarse. No se les encuentra causa ni en el descuido. Tal vez influya en ellos la soledad. ¿Habrá escrito alguien sobre la soledad del periodista? García Márquez anticipó una tesis que todavía no he visto exhausta: el oficio de escritor es el más solitario del mundo. Y el periodista –escritor constantemente apremiado- usa por instantes la compañía, la colaboración. Luego se ubica solitariamente ante la máquina de escribir o el ordenador, artefactos carentes de solidaridad.

Ah, la soledad del periodista. Una noche, como jefe de turno, cerraba yo la primera plana. Nadie permanecía en la Redacción. Hasta la teletipista se había ido a principios de la madrugada. Antes de autorizar bajar a imprenta la primera, que era la última página en salir del taller de composición, revisé los teletipos para que la posible noticia de última hora no se echara a dormir sobre mi indiferencia.  Y de pronto, lo supe: mi amigo Ricardo Vázquez, poeta de décimas afiladas como una rosa, historiador y crítico, había fallecido en Matanzas. El teletipo proseguía en su martilleo incomprensible e indiferente. Y yo me vi entonces como una pelota diminuta que rodaba sobre la desolada piel del planeta. Eso, según contó el periodista Félix Soloni, le ocurrió al hijo de Alfonso Hernández Catá, cuando al ojear los cables leyó el flash informativo sobre la muerte de  ese escritor, embajador de Cuba en Brasil, durante un accidente aéreo en Río de Janeiro. Pero el vino puede ser aún más ácido. Al morir a destiempo, Mario Rodríguez Alemán, cuyo nombre evoca a un polémico pero honrado e  incontestable crítico cinematográfico, me correspondió redactar el cable para los circuitos de Prensa Latina, junto con Jorge Garrido, igualmente consternado. Era nuestro amigo. Y aquella nota aparentemente impersonal, debió de  haber trasuntado la contenida humedad de nuestra pena solitaria.

Quizás la soledad determinó  uno de mis errores más escandalosos. O tal vez la prisa. Aún me pregunto quién trasplantó a mis cuartillas o a mis dedos un nombre extraño cuando en mis notas estaba escrito el correcto. Fue en la entrevista con Humberto Vela Rodríguez, Machito, posiblemente el más sabio conocedor de los murciélagos en Cuba detrás del doctor Silva Taboada. Lo peculiar de su mérito estriba en que parte de cuanto sabía lo aprendió en el tiempo libre que le proporcionaba su empleo de cantinero en el bar del central Marcelo Salado, en Caibarién.

Yo lo avecindé en el Obdulio Morales, en Yaguajay. Distante 30 kilómetros de allí por la misma costa norte. Y los lectores del Marcelo Salado se ofendieron por haberles quitado su gloria local. Y también los del Obdulio Morales, porque cuando fueron a conocer o reconocer a aquel barman portentoso y anónimo, no lo hallaron. Y sobre  la revista donde trabajaba y encima de mi desconcertada responsabilidad echaron un juicio inmerecido: ¿Acaso ustedes juegan con las personas?

Descendí entonces a los infiernos de la vergüenza.

 

LA ESPUMA DE CINCO SIGLOS

LA ESPUMA DE CINCO SIGLOS

 Luis Sexto

Existen diversas maneras de contar las estrellas sobre el muro del Malecón, y la que elegí resultó tan improductiva que ni obtuve lo que deseaba, ni dormí. Aunque me ahorro el lamento, porque no existe desgracia sin su gracia. Realicé el ejercicio que considero primordial para graduarse como habanero de corazón.

Puede ser un capricho mío. O quizás sea esa la ceremonia imprescindible para legitimar a tantos habitantes que tienen su acta de nacimiento en las zonas orientales, el centro o en el extremo occidental de Cuba. Si en Santa Clara solo merecían el gentilicio de pilongos -en ortodoxa tradición- cuantos se bautizaban en la pila de la Parroquial Mayor, nadie, a mi parecer, podrá decir que conoce y siente a La Habana como habitación interior si no ha amanecido alguna vez oyendo el rumor del mar al bostezar sobre el diente de perro del litoral.

Lo dicho tendrá sus flecos de barbaridad, o locura. A lo mejor de estupidez. Pero no creo que ningún residente de la capital, ni siquiera sus más renombrados especialistas discutirán el hecho de que el Malecón le ha quitado al Castillo del Morro el pergamino de símbolo de la ciudad. Sus puertas cerradas al acceso público durante décadas y su orgullo de promontorio, que desde este lado del foso de la bahía remeda una altura inconquistable, fueron enajenando al Morro de las entrañas habaneras. Aún conserva su petulancia militar, su apariencia de lugar esotérico, exclusivo. Y el Malecón, cada día, se introduce más en la democrática vecindad de la gente.

A partir de los primeros años del siglo XX, cuando los norteamericanos trazaron el muro entre el mar y la nueva Avenida del Golfo hasta la calle Belascoaín, el Malecón ha sido el jardín de concreto y asfalto donde la canícula se compadece de la ciudadanía nocturna echándoles algún palmetazo húmedo. Ha sido también la pista de los carnavales habaneros desde el primero de la república, en febrero de 1903, y muro de lamentaciones, porque en algún momento nos hemos sentado ante el agua, azul o negra, a llorar una desgracia, una decepción, y muro sobre el cual meditamos en nuestros ensueños, añoranzas, resoluciones, y paseo de los deprimidos, de los que tienen una hora para perder andando sin meta fija. Y ha sido el único parque donde los enamorados pueden besarse  dándole las espaldas a la curiosidad transeúnte.  

O se lleva el Malecón en el alma o La Habana es solo el dormitorio o el sitio de trabajo, nunca el lar de los dioses familiares que nos comprometen a cumplir un culto de pasión hacia el aire y las formas de la ciudad. Esa línea irregular y amurallada que  poco a poco, fue creciendo hasta su longitud actual, se nos pega como un sello o un cuño en el sobre de correo. Encontrándome en Nueva York, en circunstancias periodísticas, recibí una propuesta de deserción. Y muy serenamente, para quitarme la pejiguera de aquella vendedora de falacias, respondí: me quedo si me traes un pedazo del Malecón y me lo pones aquí, en Manhattan, a orillas del Est river.

Cualquiera de nosotros  -incluso aquella persona que tentaba mis convicciones políticas- nos hemos  puesto a contar estrellas en el Malecón. Unas veces adheridos a la oreja de una novia; otras, escuchando el programa Nocturno de los años 60. Nunca, sin embargo, yo había intentado pescar.  No sé a quien se le ocurrió la idea. Y una noche, hacia las 10, dos o tres amigos nos echamos los cordeles al hombro. Y elegimos el saliente que se adentra en el agua frente al bronce de General Calixto García, en la calle G.

Las horas pasaron. Las estrellas se adormecieron en los primeros resplandores del amanecer. Y yo me fui sin siquiera una sardina que justificara la ausencia de casa. Inventé contar que el peje, grande, había roto la pita, pero me pareció tan común y cursi como un cuento de esquina, y admití ante mi mujer que jamás yo sería un pescador, pero que había aprendido a ser un habanero genuino, al pasar despierto una noche mientras el mar le contaba al muro del Malecón la espuma de cinco siglos.    

Foto en Twiter de: tripadvisor/ Atardecer en El Malecón

¡SANTIAGO!

¡SANTIAGO!

Ayer, 21 de febrero, la Unión de Periodistas de Cuba informó a la prensa que los 15 miembros del jurado del premio nacional de periodismo José Martí por la obra de la vida, eligieron unánimemente a Santiago Cardosa Arias. El 9 de febrero de 2012, publiqué está crónica. Tres meses antes, había llevado a Santiago, como invitado especial al encuentro anual de cronistas en Cienfuegos, donde le vi compartir con jóvenes y profesionales maduros como  de igual a igual, como uno de ellos. Leyó alguna de sus crónicas, que se emparejaban con las mejores, a pesar de haber sido escritas muchos  años antes. Estimo  justo reproducir este texto como modesto homenaje a uno de mis maestros, hoy cuando, ya en su vejez, Santiago confirma que no ha sido olvidado y mucho menos ignorado.

Luis Sexto

Su nombre se me presentó cuando mí  aprendizaje primerizo deletreaba la pizarra de periódicos y revistas.  Crónicas, artículos y reportajes que leía entonces en El Mundo, Revolución y luego Granma, o en Bohemia, me servían de cartilla, de modelos donde incorporar la técnica de combinar palabras con exactitud y gusto.

Convertido años más tarde en periodista, y andando por  lugares donde fluye el murmullo del agua, crecen montañas o la llanura y el cielo se juntan, y  descubriendo gente anónima, intocada por la publicidad en el recato de su grandeza humana, el nombre de Santiago volvió a salirme al paso. ¿Me perseguía para estorbarme? ¿O era yo quien ponía mis pies sobre la huellas de los suyos? 

Hacia 1989,  intenté demostrar que Francisca Paula Álvarez Quílez era entonces la cubana más vieja. Decían que tenía los aires de 118 años sobre su piel, que casi se adicionaba a sus huesos, y los ojos  se le habían blanqueado de tanto abrirse a luz. Bohemia me facilitó adentrarme una mañana en la península de Guanahacabibes. Hablé con las hijas. Y entre tantos papeles, me mostraron un reportaje de Santiago -de Santiago Cardosa Arias- ilustrado, entre otras, con un retrato de Liborio Noval en que la negra Francisca Paula, vestida de blanco, exhibía, en los primeros años de los 1960, toda su dignidad de señora antigua y sin sonrisa para el extraño. Las hojas ya cuarteadas correspondían a la revista INRA, que luego cedió, a la que se llamó Cuba, su largo formato y propósitos de periodismo de larga distancia, es decir, letra narrativa, circunstanciada como los libros de cuentos.

Santiago narraba entonces la nueva odisea del país: transformar la zona que había estado 500 años inaccesible para la geografía cercana y habitable. Y en la letra de aquel reportaje ancho yo le intuía al periodista la vocación andariega, la adicción al periodismo vivencial, arriesgado. Ya soy consciente de esta verdad: yo transitaba sobre los zapatos gastados por Santiago en la búsqueda de lo menos sabido, lo más intenso del pueblo. Coincidíamos en la vocación “andantatriz, en la pasión de caminar o rodar mientras uno observa y luego cuenta lo visto como si en ello alentara la certeza de multiplicar nuestra existencia.

Santiago –que habla de sí como quien se ignora- ya se aproxima a los ochenta y dos años. Todo cuanto anduvo en más de medio siglo ha quedado en los archivos o en las hemerotecas, sepulcro que deshace poco a poco el papel de  miles de horas de inquietud, angustia, apremios, inconformidades de cierre y no mucho sueldo. Sólo quedaron en la superficie los reportajes de su libro Ahora se acabó el chinchero. En estos días he vuelto a repasarlo. Fue impreso recientemente para periodistas y estudiantes de periodismo. El “chinchero” cuya muerte Santiago historió, no reapareció solo. Lo precede un texto que le da título al libro actual: El reportaje y el reportero, donde  Santiago Cardosa Arias, baracoeso nacido en 1933, nos trasmite su experiencia y su técnica de construir reportajes: escribirlos como si contara un cuento.  Luego, el maestro enumera las razones por las cuales puede trepar a la tarima privilegiada del aula, y  expone una parcial muestra de sus textos, aquellos de Ahora se acabó el chinchero.

Al releer nuevamente a Santiago en sus reportajes, quiero devolverle su influencia de maestro desde la distancia. Deseo salirle al paso como él se me atravesaba transfigurado en historias y personajes durante mis primeros años aprendices, y decirle que si ciertos lectores tienden a menospreciar el periodismo, no dudo de que haya un periodismo que merezca ser rebajado, como esta o aquella obra literaria podría ser ignorada sin que y el mundo y ni Cuba, fueran más pobres. Pero el periodismo de Santiago Cardosa Arias afirma el ejercicio limpio, creador, aliado a las tensiones de lo poético, y niega que el periodismo deba ser un estilo chambón, gris, ni mucho menos un producto comunicativo que sirva para suplir necesidades menores: ni en papel, ni en sonido, ni en imagen.  Esto es, ni para envolver la basura, ni para oírlo como si estuviera lloviendo, ni para verlo porque no hay en la TV algo mejor.

Santiago Cardosa Arias es una columna del periodismo en el último medio siglo. Y yo, apenas una piedra pelona, tengo la dicha –dicha, así puedo llamar a mi gratitud- de recostar mi cabeza sobre su macizo fuste, su enraizada base de humano servicio.  

 

COMO UN SUSPIRO

COMO UN SUSPIRO

Luis Sexto

Les parecerá que divago en estas líneas que apenas logran ponerse de acuerdo. Vivo uno de esos días en que  nos parece que nada es como pudo haber sido, y favorecen hablar del futuro, del pasado, de lo fugaz. Cuanto más envejezco  recurro  a los años de fervorosos aciertos y creencias. Días en que el tiempo parecía una campana amiga que tañía invitándonos  a vivir. Entonces no podíamos suponer que un día doblarían por cualquiera de nosotros.

Ya no me engaño. El pasado es como el futuro vuelto al revés:   una promesa ya fría, un lugar de cita  sólo para lamentar cuanto yace entre los deseos sin vestir.

El tiempo, lo sabes, nos tiende una trampa: nos promete la vida y no las quita a la vez. Así hay tiempo para nacer y morir. Y lo hay también para actuar, para rectificar, para sumarse, para mirar a los lados, para ser con todos y vivir como todos hasta el final, previsiblemente imprevisto.

Me he percatado que el tiempo es una categoría poética, lenguaje de la nostalgia, balido terminal de una oveja. También es cuestión dramática si uno vive con el ánimo en  tensión, queriendo construir, pisar tan hondo para que, al menos, podamos dejar obra durable de nosotros. Pero es también  asunto trágico cuando intentamos reivindicar los días de pérdidas y derroche. Y ello ocurre cuando el tiempo nos parece que empieza a pasar más vertiginosamente. Porque el tiempo se nos "va" más rápidamente, cuanto más queremos hacer. O cuanto más urgidos estamos de aprovechar ese regalo todavía incomprendido del tiempo.

Y, en efecto, el tiempo se va en la medida en que nosotros, que pasamos como una sombra, como un suspiro, según el salmista, vamos pasando con los días que "admiten su falacia de presunta eternidad” -versos de uno de mis poemas.  Lo que se bota, no da frutos. Ni regresa. Es posible que, en cierto momento, nos parezca que el tiempo, todo el tiempo nos pertenece. Pero convengamos en que es un espejismo. No alcanza una vida para leer cuanto de útil y bello hemos de leer, ni para obrar de modo que los actos, en vez de clamar por el arrepentimiento, nos produzcan satisfacción.

Seremos siempre una obra a medio hacer -lo dijo antes alguien que olvidé- si no aprovechamos el tiempo. Qué vamos a dejar. O mejor: qué vamos a llevar cuando el tiempo, que no suele ir a ninguna parte, nos conmine a bajar del coche circular del sol. Un poeta escribió: "lleva quien deja". Y llevaremos algo de equipaje  si de las maletas definitivas de nuestro viaje,  sacamos a tiempo la indiferencia, la pusilanimidad, la deshonra, el egoísmo y esa superficial manera de vivir aposentándonos sobre los cojines de la placidez. Cada uno de estos desvalores nos deja a medias, sin apenas "ropa interior", que me va pareciendo, en estos mis días maduros, casi pasados, el vestido fundamental.

A veces creemos que, en la vejez, el tiempo acumulado, en vez de suma se transforma en una resta por la proximidad de la muerte. Pero nos equivocamos. Desde el primer vagido,  el tiempo resulta poco para cambiar, amar y crecer.

Ese podría ser el ideal básico. Ciertas metas, tanto  en la vida social como personal,  necesitan de la puntualidad: si llegas temprano fallas; si llegas tarde, también. No sé... Nada más se me ocurre hoy.