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PATRIA Y HUMANIDAD

Crónicas

QUIERO LLORAR... PERO NO PUEDO

QUIERO LLORAR... PERO NO PUEDO
TESTIMONIOS DESDE MÉXICO

 

Por Leydi Torres Arias

Desde el 19 de septiembre no lloro. No lloro y lo que veo dan ganas de gritar y llorar y derrumbarse como los edificios. Yo creo que, como muchos edificios, estoy agrietada, pero no me derrumbo aun.

No puedo llorar, o más bien, no debo. Miro a mi alrededor y casi todos quieren llorar, pero no deben, o están bloqueando emociones, como yo. En los centros de acopio, junto a los carteles de clasificación: agua, ropa, medicinas, juguetes, pañales y comidas para bebés…hay personas sentadas con otros carteles: Terapia psicológica. Nadie se acerca a contarle sus traumas. Y no porque no tengamos qué contar, sino porque estamos muy enfocados en seguir moviéndonos como hormigas laboriosas y no paramos a pensar en cuán dañados estamos.

Ayer mientras me duchaba me descubrí moretones en los brazos y en las piernas que no tenía, o que tal vez traigo desde el 19 de septiembre, pero que no había tenido tiempo de mirar. También siento a cada rato que el piso se mueve, y me espanto. Y pregunto a los demás si ellos también lo sienten o solo yo estoy enloqueciendo. Y sí, todos sienten que tiembla, todos estamos aterrados de que vuelva a sacudirse la tierra. Aun así, nadie se detiene a llorar.

Creo que el mantenerse en las calles, quitando escombros o en centros de acopio, alerta al gobierno de que no queremos que paren las búsquedas, que nadie valora como posibilidad inminente que tiren los edificios que peligran o que quiten los escombros ellos con maquinaria pesada, cuando los familiares de desaparecidos aun los buscan. En este país ya ha habido demasiados desaparecidos que no han buscado, como para permitirnos abandonar nuestras posiciones. Sí, porque México ahora es como un campo de batalla con posiciones muy estratégicas que cada cual defiende.

Creo, estoy convencida, que el día en que el gobierno pare las labores de rescate y empleen maquinarias para remover escombros y terminar de demoler, ese día todos vamos a volver a llorar. Ese día sentiremos que el terremoto fue más fuerte.

UNOS LLAMAN A SU FAMILIA Y NADIE RESPONDE

UNOS LLAMAN A SU FAMILIA Y NADIE RESPONDE

TESTIMONIO DESDE MÉXICO

 

Por Leydi Torres Arias

      Estoy viva.
      Eso fue lo único que pude escribir cuando volví a tener conexión luego del terremoto en México.  Mi celular se me cayó de las manos en el momento que empezó a temblar, lo recuperé y pude salir del edificio donde estaba. Pensé, de veras pensé, que las escaleras se iban a caer junto conmigo. Por un momento tuve la idea de hacer una llamada (creyendo que podía ser la última) pero me contuve porque la otra persona no estaba en México, no tenía por qué sentir mi terror, y yo no debía ser tan egoísta de romper su tranquilidad, ni de hacer que escuchara mi voz en el justo momento en que yo pensaba que no iba a volver a hablar.
   No exagero, el estremecimiento fue muy fuerte. Salí del edificio llorando, por suerte todos los de casa nos reunimos rápido. Pude pasar solo dos mensajes antes de quedarme sin conexión. Creo que en ese momento ni ellos ni yo teníamos la dimensión justa de lo que había pasado, así que yo solo dije: “Acaba de temblar en México, estoy bien”. Y ellos me respondieron algo así como: qué bueno que estás bien.
   El edificio donde vivo resistió, pero como el movimiento fue oscilatorio y trepidatorio a la vez, se sentía que se movía a los lados y que a la vez, lo sacudían de arriba abajo. Sentí miedo. Nunca había sentido tanto miedo. Tuve un colapso nervioso y lloré. Lloré como niña chiquita. Solo se me pasó cuando salimos a la calle y vimos la destrucción y los que lloraban porque habían perdido familiares en los edificios caídos. Eso sí era un llanto irreversible, pensé, no como el mío que era de alteración, y hasta sentí vergüenza de haber entrado en shock cuando yo estaba en una pieza y habían tantas personas muertas. Pero mi miedo también era intransferible, yo también estaba aterrada. Y no me podía comunicar.  Así que volví a llorar.
    Ya que todos debían permanecer fuera de sus casas (por posibles desplomes, fugas de gas, y réplicas del terremoto), y nos dijeron de un edificio que se derrumbó a dos cuadras de nosotros, nos fuimos a ayudar. Había mucho escombro. Horas después, cuando pude responderle a un amigo bombero, me hizo jurarle que nunca iba a entrar a un edificio colapsado aunque yo sintiera gritar a un niño dentro, y le dije: tengo miedo. Y me dijo: el miedo nos mantiene vivos en momentos así.
    Mi celular se conectaba intermitentemente y en ningún momento pude llamar a mi familia en Cuba ni comunicar directamente con ellos, así que le agradezco a los que lo hicieron, y a quienes me llamaron por whatsapp o Messenger porque misteriosamente yo no podía hacer ninguna llamada, pero las veces que me llamaron, pude al menos decirles: estoy bien.
   Gracias a los que se preocuparon, a los que avisaron a mi familia. Hoy he visto más desgracia y dolor de la que pensé ver en mi vida. He visto cómo los ciudadanos se movilizan para ayudar, cómo quitan escombros y se alegran cuando creen encontrar un sobreviviente, y cómo se ensombrecen cuando notan que ya es cadáver. He visto cómo identifican a ese cadáver, gritan su nombre para si hay algún familiar cerca. Y no. No hay ningún familiar cerca. Tal vez su familia aun está bajo los escombros, o en otro o en otro edifico caído.
   Estoy viva. Como me dijo un amigo: soy una sobreviviente.
 

CARRETERA ADENTRO

CARRETERA ADENTRO

 

Luis Sexto   

   Nadie podrá decir con certeza de esta agua jamás beberé, porque, como confirma un poeta, "el agua tiene senderos, no la sed". Y el hombre, finito en un fin imprevisible, habrá de estar dispuesto a no ir a donde va. A veces el rumbo fijado con anticipación, se modifica por urgencias del camino, de modo que venimos a parar en un sitio nunca antes deseado o planeado. O bebemos del agua que nos negamos un día a beber.

   ¿Filosofando? Sí, señor, filosofando. En toda alma de persona puja un pequeño pensador, aunque sea de la pelota o del boxeo. El escritor Miguel Ángel de la Torre calificó al periodista Víctor Muñoz como el "filósofo del basebola" –dicho así como se lee–. Y existen filósofos de aguardiente, o de esquina, o de parque, pues la instrucción o el diploma universitario no componen requisitos insalvables para intentar comprender la vida o aprender al fin de qué masa, qué sustrato, nos forma y nos inspira a actuar.

   Mi abuelo apenas aprendió a escribir su nombre, y leer Cuba, patria, trabajo. Pero una noche, mientras lo acompañaba durante las primeras horas de su turno como sereno en una fábrica de ladrillos en El Cotorro, lo oí rematar, como pontífice, una conversación sobre el fin del mundo con dos de sus compañeros de trabajo: El mundo se acaba con las guerras. Y recién concluía la de Corea.

   Y si de mi abuelo materno me llega ese hábito de saber qué hay debajo de la suela de mis zapatos, también de mi padre, otro sabio casi ágrafo. Papá me pasó un consejo que podría competir entre las máximas de Labruyere, de Pascal, o de Luz y Caballero. Una tarde de sábado, él se afeitaba y me le quejé de la soledad de mis bolsillos. Entonces yo andaba por los 20 años. Y él, sosteniendo la navaja en el aire, como degollando las musarañas que ponían sus lentejuelas sobre mi inexperiencia, dictó una regla: nunca te preocupes por el dinero; va y viene. Lo recomendaba él que nunca ganó sueldo más allá de los 100 pesos al mes, y la chequera de la jubilación le tocó la puerta una semana después de haberse muerto. Tras cinco décadas de trabajo, el dinero, para él, seguía yéndose, nunca terminó de venir.

   Estoy, pues, filosofando. Tratando de explicarme las sinrazones, las inconstancias, la bifurcación de los proyectos y las esperanzas. Cuando mamá arreó a sus hijos hacia La Habana –la Meca de los inconformes– se asomó a la ventanilla del tren y mirando hacia nuestro General Carrillo,  que parecía huir, pronunció en un conjuro: ¡Solo te quedes!

   Muchos años más tarde, la invité a conocer a una novia. Nadie pudo  pronosticarle  a mamá lo mismo que a Matías Pérez, globonauta criollo que ha de estar diciéndose en su viaje sin destino: no por mucho volar se llega a alguna parte. Y el niño preparado para ver en el campo la cara más aburrida del infierno, regresaba al polvo, al silencio, a hondonadas y palmares enamorado de una mujer.

   -¿A dónde me has traído, hijo?

   Era un caserío amodorrado, circuido de tomeguines del pinar. Fue la primera novia, atada con el anillo que uno entrega, o recibe, con la promesa de que se convierta en un cepo.

   La segunda y definitiva novia también la hallé carretera adentro. En un ingenio azucarero, en medio de la llanura de Colón, a 50 kilómetros de la Ciénaga de Zapata, y, para consuelo, a 50 de Varadero. ¿Cómo lo interpreto? ¿Cómo lo asumo? Como mi karma. Tendré acaso que admitir que he sido arrastrado por un tractor cuya pertinacia resultó ser una vocación de cabra –cabra digo–. Porque he de confesar mi ignorancia sobre las causas que me aislaron de las mujeres de la capital. Nunca avanzamos más allá de un amago, un entrenamiento conjunto. El juego no encendió nunca los micrófonos del anuncio. En equilibrada autocrítica reconoceré que no les ofrecí ni estatura ni holgura a las damas de La Habana. Pero la vida descansa en el banco de la paciente sapiencia del que no ve. Y se enreda, se desvía, como una carretera obstruida o agujereada.

   No digan, pues, que de esta agua no beberán. El agua elige la ruta. Pero la parada se forja en la sed.

LA FIEBRE DEL LIBRO NO MATA

LA FIEBRE DEL LIBRO NO MATA

Luis Sexto - @Sexto_Luis

   Como muchos, me parezco a aquel personaje de Rubén Darío, en “El pájaro azul”, que sufría ante un anaquel de libros deseando poseerlos todos. Y aunque no puedo decir con Rilke que he leído mucho, algunos libros me acompañan desde los 16 años. Por sus títulos puedo precisar los días cruciales de mi existencia.

   Leí al Juan Cristóbal a los veinte. Entonces me rebelaba contra una educación familiar inflexible, quietista, desgarradora. Cruz y raya, peso y límite. Y leí Adiós a las armas cuando afrontaba la primera e inevitable frustración de amor. Recuerdo el último párrafo. Terminé la lectura con una punzada en el lado cordial del pecho. Quizás por la intensidad emocional de la novela. O porque al igual que el teniente Henry, me despedía de la mujer amada como si dijera adiós a una estatua.

   Ambos libros fueron  psicólogos que colaboraron en mi curación, revelándome en el código de las parábolas el modo en el que ellos actuaban en circunstancias semejantes. Nunca he leído por placer. El placer va implícito, soterrado, en la comunión del papel y los ojos. Leo para hacerme Hombre, concretar ese desafío interminable  lectura a lectura. Con ese empeño elijo mis libros y los conservo en mi biblioteca. Y los manoseo.

A mamá le inquietaban aquellos libros que poco a poco iban congregándose en la sala. Polvo. Cucarachas... ¡Hijo! Y le angustiaba mi desaforado apego a la lectura. Sobre todo los domingos, cuando las sesiones comenzaban a la misma hora que los programas infantiles de la Televisión. Temía que yo enloqueciera.

   ¡Mamá! ¡Qué cosas!

   Ella desconocía que la locura de los libros es un empezar a ser cuerdos. Porque sólo cuando uno está loco así, intenta ordenar lo revuelto. Don Alonso Quijano perdió los frenos leyendo. Lo sabemos. Y salió a los caminos disfrazado de héroe para vengar insultos, devolver palizas. Y convertir aldeanas en princesas. Ese acto de trocar a Aldonza Lorenzo, apestada con el ajo y el humo de cocina pobre, en una señora de castillo y caballero, me parece la gesta más perdurable de Don Quijote. Con ella reivindicó el ideal. Salvó la magia del sueño. Descabezó diferencias. Porque lo habitual es que no haya  demasiados varones decididos a ser magos. Ni tantas mujeres  dispuestas a mudar de vestidos en la copa de un sombrero.

   Ya mi biblioteca, subdesarrolladamente doméstica, reclama un inventario discriminador.  Amigos me aconsejan que compre ebooks, y los concerve en mi disco duro. Pero intuyo que no podré sustituir volúmenes palpables por  digitales intocables, sin subrayarlos o comentarlos al margen con letra apresurada.  Por el otro ángulo del conflicto, no me alcanzaría el local de acero que, para preservar la cultura humana de una demolición atómica, recomendó construir el paradójico, incisivo y a veces un tanto ingenuo Giovanni Papini en su Libro negro. Son tantos los que deseo retener. Ni podría seleccionar qué títulos echaría en una mochila, con capacidad para 10 volúmenes, si eligiera vivir en una isla desierta. Mis libros simbolizan momentos, suspiros, que deseo memorizar en el fetiche de un objeto acariciable.

   Pero algo más me lo impide. Cuando veo libros se me extravía la cordura. Me vuelvo ambicioso. Abro los brazos. Los quiero todos. Y un creyón de tristeza me emborrona la cara. Porque entonces lamento que mi dinero no proceda de Las mil y una noches. ¿Qué hacer, pues?  Lo mismo que  tantos: Seguiré  buscando libros y leyendolos. Aunque me enferme...

   

CONQUISTADORES

CONQUISTADORES

Luis Sexto -@Sexto-Luis

   Mis ojos, que gozaron de tantos momentos de esplendor, de tan seguro 20-20, que incluso leían en el crepúsculo, sin luz, no pueden ya leer o ver TV sin las lentes. Soy un hombre a unos espejuelos pegados sin tener una nariz  superlativa, según palabras del señor don Francisco de Quevedo.

   Superlativas son, en cambio, las limitaciones de andar metiéndose a viejo, única condena que uno recibe sin que un tribunal lo sentencie. Viene como la lectura que alguna gitana etérea y eterna te echa sobre la mano bajo el  primer tajo de luz al nacer. Y no yerra cuando lee entre las líneas arrugaditas un vaticinio inexorable: Te irás poniendo viejo. Porque uno envejece desde el primer día, pero llegar a viejo, ah, eso a veces es una suerte que no les toca a cuantos se quedan a medias.

   Los viejos, por tanto, son conquistadores del tiempo;  los supervivientes que cuentan los días que ya no cuentan. Los jóvenes –y todo el que tenga 15 años más que yo, definió un geriatra, es viejo- suelen minimizar la presencia imprescindible  de los viejos. Lo aprendí en medio de la vergüenza. Hace 37 años manejaba yo auto nuevo, un Lada casi alado, y bajando por la calle L, en El Vedado, delante de mí, por la carrilera del medio, renqueaba un “almendrón” (1), que entonces no los llamábamos así, y aceleré y me le escapé por la izquierda gritándole al chofer, tan usado como su auto: Los viejos pa’la orilla. Y el hombre me alcanzó ante la roja de la calle Línea y me dijo: Oiga, jovencito, estos viejos llevan mucha gente al hospital y al trabajo. Entonces, desde Prado hasta Marianao te cobraban un peso, un descomunal peso…

Con esa  filosofía de consideraciones, voy consumiendo lo que me queda. Y aun echo mi alarde cuando me encuentro con un vecino en las escaleras de casa, porque el elevador también se encangreja por viejo, y le paso por el lado dando zancadas de dos en dos escalones. Y alguno me pregunta cómo lo puedes hacer, tú, que no puedes disimular que eres tan viejo como yo, y le digo, caramba, si fumas, y bebes, ¿también quieres subir escaleras corriendo, con aire y sin dolores precordiales?

   Petulancia un lado, voy aprendiendo a ser viejo. Ya casi sé elegir el sitio apropiado, que no es el mismo que lastimeramente quisieran darnos ciertos menores de edad: la orilla, el rincón. Y por tanto ya tengo mi plan de trabajo y de lecturas hasta los ochenta. Tal vez siga escribiendo estas crónicas, acabe de componer mis memorias profesionales y lea recuerdos de alpinistas, para averiguar cómo se clava la bandera en la cima. Y a partir de esa edad, ya veremos que me piden mis editores del periódico o de las emisoras donde todavía trabajo, hoy jóvenes y que para entonces no lo serán tanto, y quizás me pregunten qué se siente siendo viejo. Les diré que la vejez es un oficio oscuro, compuesto de mitos y de prejuicios, y que hay que interpretarla como un manual esotérico, cabalístico, y luego cualquier cosa que se diga es como volver a pasar las mismas páginas desde el principio de esa semana que compone el Génesis, y comienzas con el sol del primer día, luego verás todo lo demás, jornada a jornada, incluidas la luna,  las estrellas, y los árboles, y los animales acuáticos y aéreos, reptiles y cuadrúpedos, hasta llegar al hombre, y  enseguida la mujer, y el séptimo día corresponderá al feriado: el descanso. Así, tan rápidamente se va la vida, pero, según me aseveró un teólogo, la mujer seguirá turbando tu lado izquierdo y tu cintura de varón hasta dos días después de muerto.

(1) En Cuba, auto norteamericano fabricado durante las décadas de 1940 y 1950.

LA VUELTA

LA VUELTA

  Luis Sexto

 Algunos comentaristas sueñan que la ruta ciclística entre Guantánamo y La Habana, sea el embrión que rescate las vueltas a Cuba. Para evocar el desaparecido giro nacional,  reproduzco el prólogo que escribí para el libro titulado  La Vuelta es Cuba*, de Joel García León, hoy uno de los cronistas deportivos más sobresalientes en Cuba

 

Nunca gané una Vuelta. Paradójicamente la Vuelta me ganó, otorgándome  el premio de la emotividad y su tributo permanente: la nostalgia.  He terminado de leer este libro, y mi corazón ha viajado a rueda de la memoria y la añoranza. ¡La Vuelta! ¿Habrá alguien que habiendo participado en ella, dentro o fuera del pelotón, haya podido olvidar esas jornadas cuando nos parecía que un nuevo hombre se formaba con el barro distinto del polvo y el sudor?

En las páginas que siguen se verá que ninguno de los protagonistas de este entrañable guión ciclístico ha logrado borrar la cicatriz de la Vuelta. Porque, como en el poema famoso de Amado Nervo dedicado a su amada, “quien la vio no la pudo jamás olvidar”.  Y ahora este libro de Joel García nos la resucita vital, cierta, creadoramente. Y lo primero de cuanto podría decir sobre la obra, se refiere a su clasificación genérica. Me parece que los mejores libros son esos que carecen de la ductilidad que facilite introducirlos en un casillero. Y por tanto aquí cada lector encontrará lo que más lo apremia o le satisface. Desde el dato estadístico y la valoración técnica o periodística, hasta la confesión inédita, la intrahistoria, el dato nunca sabido del cúmulo de pasiones humanas que surgen y se pulen en una vuelta ciclística.

Yo me reencontré, al leerlo, con una de las etapas más fecundas de mi vocación periodística. Cubriendo la Vuelta, siendo testigo y a veces víctima de las insolencias e inclemencias del camino y las provocaciones de la meta lejana, experimenté hace 30 años el privilegio de ejercer el periodismo. Lo supe desde el primer momento. No tuve que esperar la aparición de las cenizas o el reposo de las aguas para apreciar nítidamente cuánto me transformo la Vuelta en mis conceptos profesionales. Y si poco después de haber cubierto el giro de 1976, abandoné el sector deportivo con el propósito de adscribirme a otros temas, cada vez que la Vuelta repetía su ciclo mi corazón de enamorado experimentaba el desgarramiento. Así debe pasarnos a todos. Y menciono en particular a Elio Menéndez, uno de los parteros de la Vuelta Ciclística a Cuba, de quien aprendí mis primeros términos en la ruta.

La Vuelta es una de las tantas cristalizaciones perdurables del INDER. Su inauguración en 1964 ayudó a masificar el ciclismo y a convertir el espectáculo deportivo en una fiesta de cultura. Cuando los trabajadores de la zafra armaron por primera vez un arco con sus machetes a orillas de la carretera para que los ciclistas gozaran del triunfo de competir, y los habitantes de pueblos y caseríos se aglomeraron en las aceras con sus  pañuelos en el aire, la Vuelta empezaba a gestar un público respetuoso y querencioso de la gloria deportiva, bajo cuya influencia revolucionaria Cuba se hacía mejor sociedad.

Joel García, periodista de 29 años, nos reproduce en este libro las primeras 30 ediciones del giro nacional. Pero, como ya he insinuado,  no asume la postura del compilador que pone nombres, tiempos y fechas. Trasciende esa mínima, aunque necesaria, función. Y junto con todo el andamiaje estadístico, onomástico y cronológico, nos delinea en un estilo restallante, vívido, rápido como la bicicleta de Pipián Martínez o  Locomotora Vázquez, la profundidad humana de la épica de la Vuelta. Predomina en el autor el gusto por una síntesis que se afinca en el detalle más revelador. Y las páginas, más que resúmenes, son crónicas noveladas que a la vez que informan, recrean el ambiente geográfico y psicológico de la carrera con un tino de estirpe romántica.  De la Vuelta no se puede escribir sino así: mojando las teclas en la sensibilidad. Y para ello hay que estar enamorado. Joel García –que escribe su libro con la misma edad con que yo cubrí mi primera Vuelta- también fue seducido. Él, al igual que ruteros, directivos y periodistas, se percató que le habían dado acceso a un hecho único. Y no ha tardado en regalar a su novia el anillo que afianza un compromiso, una pasión.

La Vuelta cuenta con un corto prólogo. Una carrera que calienta las piernas. Y este prólogo -cuya encomienda, ante la ausencia de otros con mayores méritos, me honra- ha de ser también breve. Termino de escribir. Y mi corazón pedalea jadeante tras el pelotón que se estira y se pierde en la ignota incertidumbre del que hace camino al andar,  y que aunque no sea el Líder, el ganador, sabe que habrá ganado siempre el fuego y el placer de la aventura, la promesa, el tesón. Y la nostalgia. 

Corta es la vida, larga es la cola de la Vuelta. 

 

 

*Ed. Deportes, La Habana, 2005

EL DÍA MÁS BREVE

EL DÍA MÁS BREVE

LUIS SEXTO

Cuando llega a Cuba el papa Francisco, me parece útil volver a insertar esta crónica de 2011

Cuando llegamos a Roma Termini, tras haber recorrido unos 700 kilómetros, desde Milán, en poco más de tres horas, bajamos a los soterrados del metro, cuya velocidad, también en un santiamén, nos llevó a la vía de la Conciliación, ancha y colmada de peregrinos: al fondo la cúpula de San Pedro cuyos 43 metros de ancho nadie podrá estimar desde lejos.

Llegamos jadeantes, allí donde comenzaba la plaza, circuida por la columnata de Bernini. Nos sumamos a la cola para entrar en la basílica. Entretanto, miré hacia la derecha donde se situaban sin fastuosidad aposentos y oficinas papales. Intenté ver una figura conocida asomada a una de las ventanas. ¿A quién, si yo sabía que Benedicto XVI se hallaba este verano en Castelgandolfo? Era una mirada hacia atrás, más allá de ese instante y de cuantos lo habían precedido en lo inmediato. Quería reconstruir el momento cuando en el primero o segundo año de su pontificado, Juan XXIII, mientras conversaba una mañana con varios de sus colaboradores, se levantó, caminó hasta una de las ventanas del despacho papal, la abrió y ante el perfil de San Pedro y la ciudad que se difuminaba entre neblinas, dijo que la Iglesia necesitaba abrirse para que penetrara el aire fresco: iba a convocar un concilio ecuménico. Y un abanicazo del vientecillo que venía del castillo de Sant’Angelo, causó un escalofrío en los señores de rojo que oyeron aquella frase con cierta suspicacia, dudando si Roncalli chochaba o amenazaba la estabilidad de la Iglesia de Cristo.

Imaginé al Papa campesino y bonachón, renuente a estar solo en el Vaticano como un anacoreta o un condenado. Y la anécdota, más bien metáfora subversiva, la conservaba desde mis años de seminarista, por aquellos días en que el adolescente oía, preparándose para dormir junto con unos 40 condiscípulos, la biografía de Angelo Giussepe Roncalli, hasta entonces Patriarca de Venecia y ahora, en aquel tiempo ya deshojado, recién electo papa con el nombre de Juan.

Entramos en San Pedro. Y me parece que no puedo describirla. ¿Describir lo que tanto se ha descrito y fotografiado y reproducido? Y si esa razón no bastara, he aprendido que el peregrino que anda movido por la fe no lo acompañará la facultad del pintor. No le pida a quien acude a sitios entrevistos en las visiones ensoñadoras de sus creencias que los describa. ¿Podría un sediento degustar, saborear morosamente el agua que le sacia la sed acumulada durante días? Tampoco tendrá sosiego, ni concentración para recordar detalles, puntear espacios, quien haya deseado, entre ser o no ser, atravesar una puerta, conquistar una confianza, estar donde nunca creyó que podría estar. Y ello le ocurre también a este periodista que ha vivido los últimos 40 años describiendo cuanto ha visto en su andar para ver y contar.

No me pidan, por tanto, que describa la basílica de San Pedro, que me entretenga en pormenorizar imágenes, columnas, detalles. Más bien, estuve allí obnubilado, viendo sin ver, agradeciendo con los ojos interiores la oportunidad de estar allí, en aquel anchísimo y alto templo donde el arte y la historia formaban un consorcio para producir una visión única. El peregrino solo puede esbozar un sentimiento. Es el más cercano y posible: la certeza de no volver. No estar tal vez nunca más dentro de la imagen que la Televisión o el cine, o Internet te ofrecen como una invitación. Ya no soy el seminarista adolescente que creía disponer del futuro para, incluso, estudiar en la Universidad Gregoriana. Entonces parecía que todas las aspiraciones conducían a la ciudad de las siete colinas. Aunque los días, al juntarse, se obstinan en dictar rumbos que parezcan invisibles o inasibles.

Durante tres horas anduvimos de un lado a otro. La Pietá de Miguel Ángel, aun protegida por un cristal inviolable para balas o ladrones, nos detuvo en el éxtasis del arte del Renacimiento. La basílica de San Pedro, más que concierto de fervor, tenía el movimiento de un museo donde los flashes son permitidos, y también los comentarios y las exclamaciones de asombro. Y el silencio. Como el mío. Un silencio que abría la boca para tragar todo cuanto era preciso ver en tan escasas horas, y congelarlos en el calor que pervive sobre la cuerda floja de un suceso casi milagroso. San Pedro no contará físicamente los 20 siglos del cristianismo. Apenas en 1506 comenzaron sus piedras y líneas a combinarse. Sin embargo, allí, entre la penumbra de sus naves y salas y en el subsuelo yacen las crónicas y los cimientos del cristianismo y sus mártires. Cuando los cristianos proliferaban por la Roma del imperio, las costumbres, la vida y la muerte empezaron a adquirir otros valores. Ni el humanismo griego ni latino pudieron igualar entre filosofías y versos la doctrina de amar incluso al enemigo, de perdonar a quien te desuella o te quema.

Después, el mediodía de Roma nos llamó a andar por la ciudad. Vimos en tan breve plazo, lo que todos ven: los restos del Foro, y el coliseo donde sobraron en una época los gritos y faltó la compasión que el cristianismo estrenó mientras moría entre dentelladas… Las calles. La Fontana de Trevis, la esquina de las cuatro fuentes, viaje turístico andando de prisa. La tarja de aquel poeta cuyo nombre no retuve, ni anoté; la plaza de España, la loma de la Trinidad del Monte, el Tíber, que se agiganta en papeles y libros, y allí parece un río menor…

A las siete, ya sobre el rápido, de regreso mirando la campiña que volaba como un chasquido, iba pensando en las experiencias del día más breve de mi existencia. Y recuerdo tanta iglesia enjoyada, escoltada de estatuas perfectas, atronada por órganos gigantescos. Y me estimo dichoso por haber visto parte del norte de Italia en un mes, y en un día tocar con mis dedos el rostro impertérrito de Roma y la majestad del Vaticano y su basílica maestra.

Lo he de decir limpiamente: mi fe aprendida desde niño se extasió ante el fulgor del arte, la facultad humana para ascender mediante las formas plásticas o las letras, pero quise sentir allí a Dios. Y me di cuenta de que no había espacio para Él, aunque todo pretendiera ser suyo. Lo hallé, en cambio, en mi silencio, en mi boca abierta por donde entró la historia como un fuego que limpia y te inquieta, y hoy lo renuevas al girar y topar nuevamente con el mismo sueño sin haber saciado el anterior.

EL BUEN DEUDOR

EL BUEN DEUDOR

 Mi casa; al lado, lo que fue la escuela pública.

Luis Sexto

Historia vuelta a contar

Aún en mi pueblo se yergue la casa donde crecí hasta los nueve años, y está también la ventana desde donde, al mirar el atardecer, recibí la impresión de que la vida carecía de sentido: todo tenía fin. El episodio lo conté hace años en  una crónica condenada también a morir con el día. Incluso, en un poema retraté aquel momento tan antiguo y tan presente en la flaccidez de mi envoltura carnal: “Cuando hacia el oeste/ se juntan/ la bola amarilla/ de la tarde/ y el blanco viejo/ del  cementerio, / ¿por qué todo acaba, / papá?”.

Hace un tiempo, la dicha recurrió y me premió con una visita a mi casa sentimental y volví a echar mis ojos hacia el rumbo de donde me llegó la primera tristeza. Varios de mis coterráneos, vecinos del pueblito de donde salí a los nueve años, en 1954, y que me vieron crecer, se asombraron ante la precisión de mi memoria. Qué habría olvidado de mi General Carrillo si fui indicando lo que había donde ahora ya no está lo que hubo y a la vez nombraba a las personas que tampoco están. Mi pueblito nunca me abandonó, quizás se acurrucó clandestinamente bajo algún tapete del pasado, y la mañana nublada en que subí al tren junto a mamá y mis dos hermanos todavía colorea mis recuerdos. ¿Por qué nos parece tan triste le ida que no promete la vuelta?

Pero he vuelto más de una vez, como el buen deudor regresa a quien algo le prestó. Y el  22 de febrero de 2012 llegué acompañado por el primer secretario del Partido y la presidenta del gobierno del municipio de Remedios, y tres amigos: la sensible Leydi Torres Arias, el servicial Tomás Rojas y el cordial Jesús Díaz. Iban a entregarme el más intenso y también el más inmerecido premio de mi existencia.

Varios de mis coterráneos, encabezados por Perico San Pedro y Rolando Ramos, amigos de Elda y Manolo, mis padres, se habían reunido en la casa de la Cultura. Esta era la fonda de Neno, dije al entrar y evocar los antiguos olores que yo solo podía percibir. Varios estudiantes elegidos de la música, al son de armónicas cuerdas y percusiones, cantaron una pieza, movida como palma bajo el viento y con un estribillo, o una frase final que me estremeció: “Luis Sexto es también de aquí”. Sí, yo soy de aquí. De aquí. Y luego Gisel de la Rosa, presidenta de la Asamblea Municipal de Remedios, casa matriz de mi cultura, de mi fe y de mi honra, leyó un acuerdo en que se me nombraba hijo ilustre de la octava villa de Cuba.

¿Ilustre yo? No los engaño. Lo deseé sobre todo cuando los años ya me iban convirtiendo en la posibilidad de constar solo como un asiento en el tomo primero de nacimientos de General Carrillo, y una ficha en algún libro de bautismos de la antiquísima parroquia de Remedios. Cuánto esperé, hermanos,  cuánto trabajé para habitar -no sabía cuándo, ni cómo- este instante que se me figura el juicio final para quien, entre yerros y nobles propósitos, reclama sobre todo una virtud: haber andado constantemente, como entre celajes, por las calles polvorientas de mi pueblito y saludar de vez en cuando a aquella gente de mi corazón. Buenos días, maestro Fruto;  y a usted también, señor juez Celestino Fábregas; y también  a usted, Fray no recuerdo el nombre, franciscano que me golpeó la mejilla caritativamente por entretenerme mientras él predicaba en la iglesuca construida por miembros pudientes de mi familia. Ah, y cómo estarán tus huesitos, Emilio Manengo, mi compañero de juegos, muerto de tétanos poco después de haberme marchado a la capital desconocida, ajena y ruidosa.

Lo he creído sin devaneos: ningún prestigio será completo sin el reconocimiento de los que testificaron haberte conocido desde cuando asomaste la cabeza entre los quejidos de mamá. Es la valoración suprema. Aunque se equivoquen, al reconocerte como alguien valioso para tu terruño, uno duda menos del merecimiento propio. Si ellos lo dicen, si ellos aceptan que tú seas hijo ilustre, qué oponerles.

Y sin embargo, aquella tarde acudí a un argumento que me preserva de toda culpa por aceptar sin méritos tanto honor. Y les dije que como sé un poquito de gramática y me defiendo con la palabra, vamos a modificar el título. Quitemos la i de ilustre, invirtamos la oración y digamos: Remedios y General Carrillo le dan lustre al más indigno de sus hijos. Y quedé limpio de toda vanidad y seguí siendo aquel niño que aprendió en su pueblito, mirando la tarde a través de la ventana, a intuir tan tempranamente la brevedad de la existencia.