Blogia
PATRIA Y HUMANIDAD

Crónicas

ENTRE LAS SOMBRAS

ENTRE LAS SOMBRAS

Luis Sexto

Angelina Fantoli me ha perseguido con la insolencia del  espejismo que promete el agua y se disuelve en la arena. Hace quince años intenté leer su traducción al italiano de Mis mejores tiempos, libro de memorias del polígrafo cubano Raimundo Cabrera, y desde entonces la música del nombre persistió en mi oído como un bolero nocturno cuyo autor no se recuerda. ¡Angelina, Angelina Fantoli! ¡Quién eres tú, Angelina!  

No creo haberme enamorado del nombre; ya estoy viejo para esas apuestas fantasmales. Quizás mi interés provenga de la críptica afinidad de dos seres, en un curvo engarce sobre el tiempo y la muerte. ¿La habré conocido a través de una reminiscencia platónica y cuando topé con su nombre Angelina empezó a llamarme, o la habré amado en una de nuestras reencarnaciones, según la candorosa doctrina hinduista? La verdad es más sencilla. Y la contraseña del enigma precisamente se ha posado en la muerte. Mi sensibilidad de lector, que lee además para escribir, se conmovió al conocer la nota de los editores de aquel libro cubano, impreso en París y en italiano. Elogiaban la inteligencia, la preparación y el gusto de Angelina Fantoli, italiana de origen, y lamentaban que su deceso, en La Habana, doblemente trágico por lo prematuro, le hubiera tapiado el placer de apreciar sus empeños intelectuales. Había enviado las cuartillas originales a una editorial de Milán. Y ya fuese porque la Primera Guerra Mundial impidiera la normal travesía del correos, o porque la Casa no quisiera aceptarlas, la traducción apareció en 1921, promovida por “una mano amica”, que así le rendía  homenaje a la traductora recién fallecida. 

A partir de entonces me apliqué con la insistencia de los obsesos a saber quién había sido Angelina, qué muerte tan atroz le había repatriado sus sueños. Busqué. Pregunté. Registré en los archivos del cementerio. Y, según los indicios de aquel rastreo en el polvo de tanto inventario funesto, su cadáver no había sido sepultado en la necrópolis de Colón. Se me escabulló así la oportunidad de empezar a localizarla desde la cruz de su defunción.

Pero Gonzalo Salas, tan experto en referencias que si no conoce el dato sabe dónde hallarlo, me desbrozó el acceso hacia esa mujer enigma con un mínimo de señales. Y en la Biblioteca Nacional, revisando las páginas de Heraldo de Cuba –periódico dirigido entonces por el italiano Orestes Ferrara- topé con la nota de su deceso. Angelina había sido colaboradora del Heraldo desde la fundación del diario. Escribía crónicas sobre novedades literarias o asuntos europeos en una sección “para las damas”. En un estilo transparente, tejido sobre la sencillez -según comprobé- escribía también de lo mismo en la sección Femenidades en  Cuba y América, fundada por Raimundo Cabrera en 1897, y rectorada por él hasta cuando la revista desapareció en 1917, después de varios cambios de periodicidad y de formato.  

La nota necrológica de Heraldo de Cuba describía a Angelina como poseedora de “un espíritu inquieto y penetrante y en su figura juvenil y agradable albergaba un corazón lleno de dulzura y entusiasmo por la belleza”. Falleció en la mañana del sábado 14 de febrero de 1920, en “un fatal accidente”. Y ya no pude saber más. Ni la edad, ni la precisión de su nacionalidad, ni el tipo de accidente. Los periodistas de antes, como los de hoy,  acudimos a los circunloquios ante la muerte: larga y penosa enfermedad, trágico accidente, aunque una enfermedad o un accidente puedan aplastar a un ser humano con mil fórmulas diversas.

En el prólogo a la traducción con que Angelina trasladó al italiano Mis mejores tiempos (I miei bei tempi)  de Raimundo Cabrera, los editores, entre otras vaguedades, informaron también que Angelina murió cuando, “ya esposa y madre” podía respirar la felicidad. ¿Lo habrá sabido ella? Uno nunca sabe que es feliz. Y cuando los demás lo aseguran ya uno no está para averiguarlo. Y si Angelina Fantoli continúa siendo para mí una incertidumbre, pues todavía la veo al esfumino, entre la disolvencia de pinceles irresolutos, vaporosos, como un espejismo, espero que nadie me descubra cuanto ignoro de su retrato cuando yo ya no esté.         

ANTIGUA Y BELLA

ANTIGUA Y  BELLA

Luis Sexto

De un  origen aparentemente impreciso,  surge Remedios  con el fulgor del medio milenio, aunque  este año celebremos el aniversario 498 de su fundación

Malos y buenos documentos enrejan a San Juan de los Remedios entre lo verdadero, lo falso y lo dudoso; entre  el misterio y la claridad. Hasta ahora solo su presencia  muestra el sello de lo imborrable. Mágica, mística, poética presencia que la envuelve en títulos más literarios que históricos, aunque la historia la reclama por su primigenia antigüedad entre los pueblos cubanos.

El paisaje también la favorece. Y en la sabana los palmares se enlazan unos con otros acreditándola con el título natural de millonario traspatio de la palma real en Cuba. Nunca tantas palmas vido, habría dicho Colón si por el litoral del norte, en el centro de la Isla, hubiera echado el ancla.

Entrando en Remedios, el viajero podrá sentir que ha llegado a un pueblo donde cualquier cosa que se relacione con el misterio puede disponer de un escenario apropiado en calles y callejas, casas y palacetes. Muchos de cuantos han puesto con ánimo de cronista algunas letras en un papel o una pantalla de ordenador, han repetido ese término que induce a admitir lo fantástico, lo aparentemente inexplicable. La llorona de la calle La Mar, los fantasmas de la ermita, la bailarina ectoplasmática de la calle de Jesús del Monte, el güije de La Bajada, la güira de Juana Márquez la Vieja, insinúan con sus rúbricas inseguras la interiorizada poesía que recorre a la que otros papeles clasifican exactamente como la octava villa de Cuba.

Uno de los misterios de Remedios duerme con los ojos abiertos en el zigzagueo de su nacimiento en esta ínsula. No existen argumentos para invalidarle el título de octava villa. Este título se acordaba a los pueblo con ayuntamiento. Y San Juan de los Remedios lo recibió en 1545, adjuntándose el privilegio de pueblo antiguo entre los más antiguos, crecido  entre las malas yerbas de los odios, abusos y crueldades coloniales, y enraizado en la arcilla donde la nación moldeó sus pilares de independencia y solidaridad.

OLOR DE AZUFRE

 Ciertas actas de  vieja y hábil caligrafía establecen que en San Juan de los Remedios el diablo  usurpó cuerpos de humanos como si se hubiese multiplicado por su estridente potencia, aunque los fines de la llegada a tierra del gestor de las tentaciones se referían más bien a los intereses materiales de un cura que quiso convertirse en el primer vendedor de solares de la villa.

Don Fernando Ortiz necesitó un volumen, más bien un  baúl de papel, para esclarecer ese episodio que la fe predominante en aquellos tiempos quiso prestigiar como verdadero, siendo sólo un truco criollo en la crónica remediana. Sin embargo, el obispo Morell de Santa Cruz, de caritativa memoria,  declaró en la relación de la visita eclesiástica a su extensa diócesis, que Santa Clara, también llamada Pueblo Nuevo, debía su fundación a “la sencillez” del padre José González de la Cruz. Cuando Su Ilustrísima  inspeccionó a San Juan de los Remedios, se llevó una hojas  donde aquel cura resumió la guerra entre él,  representante de la Iglesia, y una cohorte de los infiernos, librada un siglo antes. Tan ejemplar consideró el episodio el obispo, que lo reprodujo en su informe. Y el lector actual se entera de que González de la Cruz, párroco y además comisario local del Santo oficio de la Inquisición, y experto en aritmética infernal, confesó haber expulsado a ochocientos mil espíritus malignos en apenas dos años.

Como es sabido, no todos los habitantes de este archipiélago eran tan crédulos. Y el apéndice del tercer tomo de los Tres primeros historiadores de la isla de Cuba, obras editadas en 1876 por Cowley y Pego, este último con imprenta en Obispo, 34, en La Habana,  resume esa pelea entre las  tinieblas y la luz en el cuadro  dedicado a San Juan de los Remedios, “Tenencia de Gobierno y villa fundada  en 1545”. Sintetizando, desde 1668  empezó a proponerse el traslado de Remedios. “Su población se dividió  en tres partidos”, uno capitaneado por el padre González de la Cruz, que pretendía se estableciese en su hato de Copey; otro  por el padre Bejarano, que proponía emigrar hacia los predios de lo que es hoy Santa Clara. El tercero no aceptaba “ningún cambio”. Y explica este libro que esos partidos se originaron “en virtud  de los asedios y asesinatos que cometían en su asiento los piratas”, principalmente el francés Jean David Nau, conocido como L’Olonnais  y que posiblemente  atacó a la villa en 1668.

Veintiún años después, el gobernador general de Cuba ordenó la mudanza hacia el hato de Antón Díaz donde se levantó Santa Clara. Sólo migraron 18 familias. La mayoría persistió  en el lar de los orígenes, a pesar del incendio con que, en 1691, las autoridades coloniales pretendieron forzar el abandono de Remedios.

Y sin invocar al demonio y sus raíces cuadradas, estacionémonos en lo más movedizo de esta historia. En este 2013, según lo confirmado, cumple Remedios  468 años de haber sido distinguida como villa y 498 de haberse fundado como asentamiento, según una cronología que se remonta a 1515.  Sin embargo,  muchos remedianos no aceptan esta fecha. Y qué reclaman por la voz apasionada y aún vigente del historiador Rafael Jorge Farto Muñiz, aunque su garganta se haya cerrado definitivamente. De este pueblo, cuyo ámbito  persiste como la tinta de los códices antiguos  y sus calles parecen sestear  sobre el lomo de una tenue brisa espiritual, sus  hijos reivindican el privilegio de habitar en  el segundo asentamiento completamente español de esta ísola, después de Baracoa. Y por tanto, 2013 cierra el medio milenio del primeramente llamado Santa Cruz de la Sabana de Vasco Porcallo, y más tarde San Juan de los Remedios de la Sabana del Cayo, y finalmente San Juan de los Remedios, nombre menos largo que sus 500 años.

OLORES DEL TIEMPO

Los papeles defienden esa edad. Y  deletreando, para sortear el equívoco de una lectura rápida, San Juan de los Remedios no pretende ser la segunda villa de Cuba, sino el segundo asentamiento levantado  por los colonizadores con ánimo de vivir allí establemente. El doctor Ignacio José de Urrutia, otro de los tres primeros historiadores,  en su Teatro histórico, Jurídico y Político Militar de la Isla Fernandina de Cuba –concluido en 1791-,  apunta, sin abundar, que  Vasco Porcallo fundó a Remedios en la costa norte, frente a un pueblo aborigen llamado Carahate, al “que llaman los nuestros Casa-harta”,  para llegar al cual había que cruzar un brazo de mar, un canal, de “menos de una legua de la costa”. Urrutia aceptó, “por la tradición que aún se conserva”, que esa aldea estaba en cayo Conuco, pero por esa misma razón, considera que el asentamiento castellano no pudo ser en ese lugar tan inapropiado por estar fuera de la tierra insular, sino en el surgidero “que hoy nombramos Tesico” (…) “De allí se dice  que fue mudada a una sabaneta poco distante, y últimamente al parage  en que se halla actualmente, como una milla adentro de dicho Tesico”.

Y entre lo principal de cuanto suscribe, el doctor Urrutia selecciona un dato de índole temporal, básico para legitimar con suficiencia la primacía de Remedios. Pongámosle signos de admiración: fue “tan permanente y  feliz Vasco Porcallo de Figueroa en su fomento...” Dicho a nuestra forma: el soldado derivó en agricultor y la ranchería perseveró en su sitio, sin intermitencias, y fue ascendiendo en tamaño y riqueza.

Según Farto Muñiz, en mayo de 1513 “llegan esos hombres al poblado de Sabana”, también Sabaneque o Cavaneque, cacicazgo aborigen. Se sobrentiende que es la zona que describe Urrutia. En abril de 1514, después de fundar Bayamo el 5 de noviembre del año anterior, Diego Velázquez se despojó del yelmo y la armadura y empezó a dictar  una carta al rey. Le informó a su majestad  de los sucesos del año de 1513 cuando ha explorado parte de la isla para poblarla, y añadió que  “cient ombres” se fueron a una provincia llamada Cavaneque, situada en la costa norte, a 25 leguas del río Caonao y que desde allí “anduvieron viendo y calando la tierra de las provincias subjetas á la de Camagüey y parte de la de Guamuahaya...” Y comunicó también  que había ordenado “quedasen en la dicha provincia del Cavaneque cinqüenta ombres con los que obiese de cavallo…” Esos 50 hombres  forman el principio de Remedios.

Como Velázquez en su viaje de exploración, este cronista se adentró en los zigzagueos de lo desconocido. Se ha obligado a leer, para argumentar el derecho de San Juan de los Remedios a  contar ya 500 años de existencia como el segundo establecimiento español en Cuba. Y quiere el cronista concluir narrando su primer viaje consciente a esa villa, desde el barrio de General Carrillo. Si no se acuerda de haber nacido, como confesó Unamuno, tampoco recuerda el día cuando lo bautizaron en la parroquial mayor  de  Remedios, donde uno de sus tíos abuelos cumplió votos como hermano lego franciscano. Excava en su memoria. Y precisa cuando mamá, y él con seis o siete años, penetraron en el cementerio a dejar un ramo de rosas sobre la tumba de una tía recién fallecida, esposa de don Tomás Morales. Después, visitaron a Juanita Laguardia, muy amiga de sus abuelos maternos.

Las evocaciones de este cronista son más fiables que el diálogo del padre González de la Cruz con Lucifer, a través de la negra Leonarda, esclava de Pascuala Leal. Desde aquel primer viaje, el que esto escribe recuerda a la villa como una aneblada, amodorrada presencia entre olores a cosa antigua. Con esos ingredientes se estableció su identidad local. Y a pesar del pirático o diabólico  asedio de la ausencia, Remedios  no se le ha trasladado: sigue dentro  del cronista en el mismo sitio de la sabana. 

 

 

PICADILLO

PICADILLO

Luis Sexto

A mediados de 2008, falleció Héctor Fraga, una de las voces fundamentales entre locutores y animadores de la radio y la televisión cubanas. Fue mi amigo. A raíz de su muerte, nada escribí;  sin embargo, publiqué esta crónica en Juventud Rebelde, quizás en 2003 ó 2004

Le debo al periodismo, entre otras experiencias deslumbradoras, el haber conocido a personas en plenitud de excepción... Si la letra impresa no hubiese estado delante hubiera yo perdido el privilegio de saber que existen seres como Oscar Gil en Ciego de Avila, Luis Formigo y Felina González en San Cristóbal, Jorge Freddy en Candelaria, Xiomara y Pedro de Celis en Sandino, Héctor Fraga en Bauta...

Desde mi adolescencia, a Héctor Fraga le veía la identidad facial a través del vidrio del televisor. Mas no lo conocía. Lo admiraba, pero no lo apreciaba con la certeza de un cajero cuando cuenta o cambia dinero. Un día de 1992, alguien me llamó telefónicamente a Bohemia.

-Oye, Luis Sexto, soy yo, Héctor Fraga...

-¿Fraga? -Sí, yo, Picadillo. Te llamo para decirte que te leo.

El honor, por supuesto, era para mí; no para él. Fraga tenía ya su historia hecha, y su nombre se engastaba en el tablero lumínico de la Televisión Cubana, con un estilo de animación desenfadado sin desparpajo, informal sin chapuzas, simpático sin necedad, chispeante sin groserías. Criollo y culto. Desde el saco desabotonado hasta la sonrisa pícara se configuraba un cubano inserto en una tradición artística que a ninguna escuela tenía que copiar, porque sobraban entre nosotros modelos y maestros. Como él. Y honor fue también para mí que el viernes 18 de julio me invitaran a participar en el homenaje, conservado en secreto, que sus compañeros del ICRT y el Gobierno y la dirección de Cultura de Bauta le rendirían por su cumpleaños setenta y cinco.

Iniciado el acto, nadie había previsto colocar a mano una palangana con agua fría. Casi hubo que darle un baño de pie a Fraga cuando entró en el teatro municipal y se topó con el recinto colmado de vecinos –reside en el Pueblo Textil, junto al lecho seco de la laguna de Ariguanabo- y un grueso grupo de amigos y antiguos compañeros de trabajo. Resultó un fogonazo. Delante de él estaban María de los Ángeles Santana, Fernando Alcorta, Mongo P, Darío Carmona, Luis Orlando Pantoja, Ángel Larramendi, Alberto Luberta. En fin, cinco mil años lo contemplaban y le cantaban felicidades. Tal vez con la excepción de Teresita Segarra, Aida Isalbe, Maríalina Grau, Guille Vilar, Teófilo Stevenson, Fraga resultaba el más joven de aquella banda de arte y señor y mío.

Muchos hablaron. Contaron anécdotas o expresaron deseos de que el festejado cumpliera 100 años más y todos juntos los celebráramos. Mongo P leyó una décima cuyas rimas más sobresalientes fueron cordial y leal. Esos dos adjetivos, en resumen, componen el perfil caracteriológico de Fraga. Lo sé. Porque desde aquella llamada que nos ligó, he sido su amigo, y lo he visitado en su retiro rural donde, además de Lilian, su esposa, lo acompañan los libros.

A veces se me va el atrevimiento y lo llamo Picadillo. Como sus amigos más viejos. Y él ríe. Como le es habitual. Dicen que lo sobrenombraron así cuando, en épocas de café con leche a cinco centavos y cama gratis en los parques, este guantanamero integró en la capital un dúo que se llamaba Salsa y Picadillo. Él era el picoteado. Pero admite qué sí, que es Picadillo, porque se trucida, se hace talco, para darse en afecto a los demás.

Lo mejor de la historia es que algunas veces quienes la hacen también la cuentan. Y yo, que no merezco mucho, porque no he hecho mucho, experimento que la vida suele derivar hacia la gracia cuando uno envejece junto a tanta gente singular. Conociéndola y queriéndola. Solo por ello ha valido el esfuerzo de pasar por periodista.

UN DÍA BREVE

UN DÍA BREVE

Luis Sexto

La noche antes,  entró de improviso en la habitación y me dijo: Tendremos que levantarnos temprano: acabo de conseguir  por Internet una oferta en el  tren rápido: con el precio de uno, viajaremos los dos…. Mi hijo me regalaba el mejor acto de amor: el inesperado. Aunque sea un día, viejo, estarás en Roma.

Cuando  llegamos  a Roma Termini, tras haber recorrido unos 700 kilómetros, desde el norte,  en poco más de tres horas, bajamos a los soterrados del metro, cuya velocidad, también en un santiamén, nos llevó a la vía de la Conciliación, ancha y colmada de peregrinos: al fondo la cúpula de San Pedro cuyos 43 metros de ancho nadie podrá estimar desde lejos. Llegamos jadeantes, allí donde comenzaba la plaza,  circuida por la columnata de Bernini. Nos sumamos a la cola para entrar en la basílica. Entretanto, miré hacia la derecha donde se situaban sin fastuosidad aposentos y oficinas papales.  Intenté ver una figura conocida asomada a una de las ventanas. ¿A quién, si yo sabía que Benedicto XVI se hallaba este verano en Castelgandolfo? Era una  mirada  hacia atrás, más allá de ese instante y de cuantos lo habían precedido en lo inmediato. Quería reconstruir el momento  cuando en el primero o segundo año de su pontificado, Juan XXIII, mientras conversaba una mañana con varios de sus colaboradores, se levantó, caminó hasta una de las ventanas del despacho papal, la abrió y ante el perfil de San Pedro  y la ciudad  que se difuminaba entre neblinas, dijo que la Iglesia necesitaba abrirse para que penetrara el aire fresco: iba a convocar un concilio ecuménico. Y un abanicazo del vientecillo que venía del castillo de Sant’Angelo, causó un escalofrío en los señores de rojo que oyeron aquella frase con cierta suspicacia, dudando si Roncalli chochaba o amenazaba la estabilidad de la Iglesia de Cristo.

Imaginé al Papa campesino y bonachón, renuente a estar solo en el Vaticano como un anacoreta o un condenado. Y la anécdota, más bien metáfora subversiva,  la conservaba desde mis años de seminarista, por aquellos días en que el adolescente oía, preparándose para dormir junto con  unos 40 condiscípulos, la biografía de Angelo Giussepe Roncalli, hasta entonces Patriarca de Venecia y ahora, en aquel  tiempo ya deshojado, recién electo papa con el nombre de Juan.

Entramos en San Pedro. Y me parece que no puedo describirla. ¿Describir lo que tanto se ha descrito y fotografiado y reproducido?  Y si esa razón no bastara, he aprendido que al peregrino que anda movido por la fe no lo acompañará la facultad del pintor. No le pida a quien acude a sitios entrevistos en las visiones ensoñadoras de sus creencias que los describa. ¿Podría un sediento degustar, saborear morosamente el agua que le sacia la sed acumulada durante días?  Tampoco tendrá sosiego, ni concentración para recordar detalles, puntear espacios, quien haya deseado, entre ser o no ser, atravesar una puerta, conquistar una confianza, estar donde nunca creyó que podría estar. Y ello le ocurre también a este  periodista que ha vivido los últimos 40 años describiendo cuanto ha visto en su andar para ver y contar.  No me pidan, por tanto, que describa la basílica de San Pedro, que me entretenga en pormenorizar imágenes, columnas, detalles. Más bien, estuve allí obnubilado, viendo sin ver, agradeciendo con los ojos interiores la oportunidad de estar allí, en aquel anchísimo y alto templo donde el arte y la historia formaban un consorcio para producir una visión única.

El peregrino solo puede esbozar un sentimiento. Es el más cercano y posible: la certeza de  no volver. No estar tal vez nunca más dentro de la imagen que la Televisión o el cine, o Internet te ofrecen como una invitación. Ya no soy el seminarista adolescente que creía disponer del futuro para, incluso, estudiar en la Universidad Gregoriana. Entonces parecía que todas las aspiraciones conducían a la ciudad de las siete colinas. Aunque los días, al juntarse, se obstinan en  dictar rumbos que parezcan invisibles o inasibles

Durante tres horas anduvimos de un lado a otro. La Pietá de Miguel Ángel, aun protegida por un cristal inviolable para balas o ladrones, nos detuvo en el éxtasis del arte del Renacimiento. La basílica de San Pedro, más que concierto de fervor, tenía el movimiento de un museo donde los flashes son permitidos, y también los comentarios y las exclamaciones de asombro. Y el silencio. Como el mío. Un silencio que abría la boca para tragar todo cuanto era preciso ver en tan escasas horas, y congelarlos en el calor que pervive sobre la cuerda floja de un suceso casi milagroso.

San Pedro no contará físicamente los 20 siglos del cristianismo. Apenas en 1506 comenzaron sus piedras y líneas a combinarse. Sin embargo, allí, entre la penumbra de sus naves y salas y en el subsuelo yacen las crónicas y los cimientos del cristianismo y sus mártires. Cuando los cristianos proliferaban  por la Roma del imperio, las costumbres, la vida y la muerte empezaron a adquirir otros valores. Ni el humanismo griego ni latino pudieron igualar entre filosofías y versos la doctrina de amar incluso al enemigo, de perdonar a quien te desuella o te quema.

Después, el mediodía de Roma nos llamó a andar por la ciudad. Vimos en tan breve plazo, lo que todos ven: los restos del Foro, y el coliseo donde sobraron en una época los gritos y faltó la compasión que el cristianismo estrenó mientras moría entre dentelladas… La calles. La Fontana de Trevis, la esquina de las  cuatro fuentes, viaje turístico andando aprisa. La tarja de aquel poeta cuyo nombre no retuve, ni anoté; la plaza de España, la loma de la Trinidad del Monte, el Tíber, que se agiganta en papeles y libros, y allí parece un río menor…

A las siete, ya sobre el rápido, de regreso mirando la campiña que volaba como un chasquido,   iba pensando en las experiencias del día más breve de mi existencia. Y recuerdo tanta iglesia  enjoyada, escoltada de estatuas perfectas, atronada por órganos gigantescos. Y me estimo dichoso por haber visto parte del norte de Italia en un mes, y en un día tocar con mis dedos el rostro impertérrito de Roma y la majestad del Vaticano y su basílica maestra. Lo he de decir limpiamente: mi fe aprendida desde niño se extasió ante el fulgor del arte, la facultad humana para ascender mediante las formas plásticas o las letras, pero quise sentir allí a Dios. Y me di cuenta de que no había espacio para Él, aunque todo pretendiera ser suyo. Lo hallé, en cambio,  en mi silencio, en mi boca abierta por donde entró la historia como un fuego que limpia y te inquieta, y hoy lo renuevas al girar y topar nuevamente con el mismo sueño sin haber saciado  el anterior.

 

 

 

LA RÁFAGA DEL LLANO

LA RÁFAGA DEL LLANO

Por Jesús Arencibia Lorenzo

jesus@juventudrebelde.cu

Su asignatura preferida no debió ser la Diplomacia. Porque en el idioma labriego de «los nadie, de los ninguneados» no se haría entender bien quien le diera más de una vuelta a las palabras en la boca. Todavía en Naciones Unidas andan buscando el «olor a azufre» que dijo sentir en el podio después de que pasara por allí George Bush o «Buss», como solía llamarlo en su inglés antiyanqui.

Su virtud más preciada no debió ser la contención. Porque al llano corazón del llano, hecho de joropo y espuela, no le sentaba la mesura impoluta; y si había que subir el tono lo subía; y si había que gritar y cerrar el puño ante los cañoneros, lo cerraba, en una ráfaga romántica y contagiosa.

Ni la retórica clásica, ni la cautela política excesiva, ni la plástica elegancia... Ninguna de estas «bellas artes» de la jungla tribunicia eran puntos sobresalientes de su currículum.

Lo de este hombre era otra cosa. Algo raro y genuino que amalgamaba la pólvora del carisma con el fulminante de la humanidad. Algo como de arado entrándole a una tierra virgen en un desafuero de versos, consignas y carcajadas.

Hugo Chávez era un ser primigenio. Un venezolano acabado de salir del molde único, que llevaba el resplandor de los adelantados.

La gente sabía al escucharlo que estaba hablando para ellos, porque interrumpía el más profundo análisis macroeconómico para saludar a Petra o a Jimmy, o mandarle un beso a una de sus hijas, o decirle a la cámara, para que lo viera su padre latinomericano: «¿How are you, Fidel? Un abrazo para ti»...

Y puede que polarizara en exceso sus consignas; o soñara demasiado cuando se trataba de multiplicar riquezas entre todos; pero nadie podría acusarlo de ilegítimo, de frío, de impostor.

Los cubanos veíamos en él el símbolo extrañado de la revolución naciente; de ir nombrando cosas y haciéndolas de muchos con el fervor quemante de los barbudos de la Sierra Maestra, que partieron en dos la historia universal.

Chávez nos removió a golpe de chistes y picardía de hermano el almidón burocrático que en muchas de nuestras arterias se había ido enquistando. Y más de uno soñamos con él una inyección de socialismo al socialismo. De patria vivificante a patria contenida.

Hugo supo tocar y trocar el cuatro en laud y el corrido en décima, cuando de agradecer a Cuba se trataba. De él, aprendimos que no hay mayor monumento al buen gobierno que un pobre enarbolando la Constitución; o que la rígida grisura nunca es una política amable.          

Y ahora, cuando veo a Evo Morales, el indio Presidente, casi temblando ante un micrófono para decir sin voz unas palabras de despedida a su amigo Chávez, comprendo por qué a las 4:25 de la tarde de este martes rojo, todos hemos sido un poco más huérfanos.   

MANUAL DE LO CURSI

MANUAL DE LO CURSI

 

Luis Sexto

Ven a aceptar que lo cursi es un valor humano. Qué es un bolero, sino un molde de la cursilería. Un te sigo amando, un debemos separarnos, un oh vida, si supieras, situaciones elementales, básicas en la vida humana. Las personas necesitan que les hablen de amor, de corazón, de besos, de dolores amatorios. Yo mismo he sido cursi. Cuántos  apuntes conservo de esas fantasías, de esas quejas estridentes, de esos énfasis próximos a la demencia. Una vez una novia se me fue para el Norte… Cómo lloré.

Esas quejas permanecen ilustrando mi tránsito por ese sentimiento juvenil cuando la cursilería se convierte en lo más grave de la existencia. En aquella época de mis 18 años, te sentías obligado a leer a Vargas Vila, o a Hilarión Cabrisas o a José Ángel Buesa, y a oír rancheras al son de guitarras lagrimeantes y fantasiosamente alcohólicas, pues lo máximo de la cursilería era emborracharse después que te cansabas de rogarle que sin ella de pena morirías. Y si eras capaz de leer a Romeo y Julieta, más atractivo ganaban las reacciones cursis ante el suicidio de la pareja de Verona, cuyo balcón es todavía ídolo de peregrinaciones y juramentos que mañana se burlan.

En vez de beber, me atraganté de palabras, de versos.  ¿Quieres leer un párrafo de ese cuaderno que no he picoteado para tener cerca las pruebas de mi vocación literaria? Me arriesgo. Verás como podía empezar a escribir un muchacho que llegó a publicar en periódicos y a hilvanar algún libro: Sé benigna al juzgarlo: “Hace poco me tambaleé como acróbata en las cuerdas de un circo. Tuve una novia. La amé. No vivía yo en mí. Era ella quien vivía en mí. Un día, en el cual me hice hombre, sus labios profirieron, con mil subterfugios, un exquisito no te quiero. Desde aquella tarde, despojado de mis esperanzas, he andado como un cadáver rebelde. La soledad y el orgullo abatido me ahogan. Pero  el amor seguirá siendo para mí altar y horno”.

Ella nunca se enteró de esa nota tan ridículamente quejumbrosa. Tampoco de mis poemas. . ¡Ella! ¿Quién era ella? No me comprometas, por favor. Mucho años más tarde, esos recuerdos te parecerán  triviales, artificios condicionados por el cine y las letras más vulgares. Pero no me parece que al ser humano le baste  el bienestar –estudios, empleo, vivienda, confort, consumo- para resolver sus problemas y ser feliz.   ¿Y  la muerte? ¿Y el amor? ¿Se resolverán esos básicos problemas del hombre y la mujer? Y ambos, el amor y la muerte, se dilucidan en el prosar diario, en ese enamorarse, ilusionarse hasta la bobería, olvidando que la muerte está en cualquier parte, pero que no se habrá de fijar en mí, que aún no he acabado de vivir. Y sabiendo que el amor también se nos abalanza en una brusca aparición, casi sin merecerlo.

Aún lloraba a la amada móvil –móvil porque se marchó al extranjero, contrariamente a la de Amado Nervo que la muerte inmovilizó-; aún lagrimeaba cuando me topé con otra mujer. Y allí, al pie de mis descargos contra la que me abandonó, me asistió el tino para dejar una página en blanco y apuntar la presencia de la nueva novia, que sería la definitiva.

 (Publicado en Juventud Rebelde)

 

EL DÍA EN QUE ME MATARON

EL DÍA EN QUE ME MATARON

Luis Sexto

Un episodio de la juventud

No recuerdo haber muerto; sin embargo, me mataron.  Fue un día imprecisable en el que me inscribieron como difunto, por  broma o confusión, en  la memoria de los vivos. Murió en un accidente, difundieron en ciertos lugares por donde nunca más yo había pasado.

Y no me quejo. Cumplí involuntariamente un deseo de adolescente. Influido por un poema de Rubén Martínez Villena, había pedido en versos asistir, protocolar y silencioso, a mi velorio. Era una estrofa de cuatro o cinco líneas. La escribí durante una clase de matemáticas, y no pude proseguirla porque se mezcló con alguna metáfora algebraica que el profesor, golpeando tres veces el pizarrón, me exigió copiar. También la he olvidado.

Con el privilegio poético de estar muerto y vivo a la vez, quería confirmar si Balzac acertó al decir que en los cementerios todas las esposas son amantes, los amigos fieles y los ricos generosos.

Por entonces sabía muy poco de la muerte.

Ahora me he dado cuenta que el sentimiento de la muerte posee gradaciones. A los 18 años es una circunstancia emotiva; seduce el imaginar el propio rostro tieso, plácida y candorosamente juvenil, y oír el lamento de la gente por que uno haya fenecido siendo tan joven, tan inteligente, incluso tan hermoso. Es la edad de la audacia y el desprendimiento incontaminados de cálculos. Transitando por ella acometí mi único gesto heroico: arrojarme a las riendas de un caballo desenfrenado. Arrastraba un carretón, y el viejo que lo conducía y acopiaba desperdicios para cebar puercos, no podía detenerlo. Los ojos de Mirta, una amiga que entonces hacía que mi cerebro  se empapara de ternura, condecoraron aquel acto casi fílmico. Y no hubiese dudado en morir pateado para sentirla llorar por este muchacho loco.

Ah, la muerte, tan lejana e imposible.

Tras los 40 la posibilidad es más próxima, y menos romántica. Y nos parece inverosímil tener que encararla sin haber podido realizar los ideales de todo hombre, propósitos que quizás uno nunca consigue para disponer de un pretexto con el cual distraer a la muerte. Pero algo raro me falta por añadir. Desde mi infancia hasta la adolescencia, la muerte entumeció mis tardes.  Quizás aquella preocupación empezó como con un símbolo, una atmósfera, una señal. La vi cuando una noche acompañaba a mamá a la capilla, para oír unos sermones del mes de mayo. Íbamos por el callejón que delimitaba el pueblo de los campos. Por esos linderos vivíamos entonces. La luna, completamente redonda, me obligó a sentir tristeza, sensación de finitud. Quizás ya había visto recientemente al  primer muerto de mi vida: a Josefa, la vecina, de cuya cara apacible mamá quiso que me despidiera. Ambos momentos confluyen. Más adelante, trasladados ya a la casa de La Loma, la parte alta, asomado a una ventana que miraba al oeste, el rumbo del cementerio, volví a sentir la inutilidad de la existencia. Quizás fue el efecto del poniente que se embarraba de amarillo agonizante.  Me pregunté: para qué vivir si uno muere. Padecía precozmente, al parecer,  de vocación de perennidad. Y como la lógica, el engarce de los detalles, era mi talento más elogiado, deduje que para no morir habría que ejercer el único oficio a cuyo ejecutante la muerte no podía dañar. Y muy pronto, ante el familiar plato de sopa, papá preguntó  en qué pensaba yo trabajar cuando fuese joven, y le respondí:

-Como sepulturero.

Pero he muerto joven.

Lo supe cuando, después de varios años, volví a saludar a ciertos ex compañeros de trabajo. Reaparecí de improviso. Laboraban en un salón donde, en arbitrario conjunto, las mesas de dibujo mostraban, como escudos, sus tableros móviles.

-Buenas tardes.

Unos alzaron la cabeza y quedaron entontecidos; otros dejaron el compás en el aire; aquel, el índice puesto en el número nueve del teléfono...

-¡Sexto! – respondieron colocando en mi apellido signos de admiración especiales que no hallo en mi máquina.

Lo que todavía suele conmoverme al acordarme de aquella escena son las palabras de Pedro Vargas, topógrafo con quien yo jugaba inocentes partidas de ajedrez cuando ambos ayudábamos a que tomara rectitud y solidez la línea ferroviaria entre el central Colombia y la terminal marítima de Guayabal, entonces en el sur de la provincia de Camagüey y hoy perteneciente a Las Tunas.

Vargas había salido. Al regreso le informaron:

-¿Sabes quién te dejó saludos?

Casi airado respondió a lo que supuso un chiste:

-No jueguen con los muertos, caballeros. Y mucho menos con ese, que era tan buen muchacho.

Desde entonces, Balsac, para mí, es infalible. Y Vargas me resultó más simpático.

(Del libro El día en que me mataron y otras crónicas en primera persona

TOQUE DE SILENCIO

TOQUE DE SILENCIO

 

Luis Sexto

Sin chovinismo -como solemos advertir cuando defendemos lo nuestro con tanta desmesura-; sin chovinismo, La Habana me parece una de las ciudades más ruidosas del planeta. Y conozco varias. Para el estruendo aquí no hay horario: un grito o un claxon,  a las tres de la madrugada o a las dos de la tarde. Da igual, como decretamos en nuestro funesto dispendio. Si rebajáramos los precios del mercado agropecuario con la misma prodigalidad con que repartimos el ruido, algunas páginas de los periódicos quedarían sin contenido crítico.

Este rasgo habanero no proviene, sin embargo, del vértigo moderno, con sus urgencias motorizadas, su democrática diversión, sus calles anchas. Esta ciudad es también una de las más fieles a su pasado: se apega a la tradición, la hace perdurar... Y la supera. Muchas cosas que uno puede criticar hoy, ya fueron enjuiciadas unos 70 años antes, por citar una marca temporal. Rubén Martínez Villena condenó en una crónica  hacia 1920, el fanguillo grasoso que se impregna en los guardafangos de los automóviles y en los pantalones del transeúnte después de un aguacero y luego se apelotona entre el contén y el pavimento.  

 Y la tendencia a generar ruido retrocede hasta el pasmo. Una de las primeras provisiones del Obispo Espada, al ocupar su solio, fue el llamado Edicto de campanas, dictado en 1803, con el propósito religioso, urbano, higiénico, de regular el metálico disturbio. Espada, uno de los impulsores del progreso en Cuba en el siglo XIX, debió pensar que La Habana era la ciudad más bulliciosa de los dominios españoles. Aquí las campanas sonaban dilapidándose, burlándose de las normas diocesanas; una manga ancha las hacía tañer, en particular, en los toques de difuntos. Por las noches, al Ánima, se mecían durante veinte minutos. Los conventos –ámbitos de silencio y retiro- tiraban al paso público los toques internos que regían la disciplina comunitaria. Y al tintineo parroquial o conventual se le pegaban el chirrido de los carretones, la imprecación de los carretoneros, el pregón de los vendedores, la algazara de los esclavos domésticos...

Y para más ruido, la tradición del cañonazo.

Desde hace unos 300 años, ese estruendo cuartea la laxitud nocturna en la Habana. La explosión data de cuando la villa se protegía con un semicírculo amurallado, y con un cañonazo a las 4:30 de la madrugada y otro a las 8 de la noche, las autoridades avisaban que las puertas se abrían o se cerraban. Para el extranjero que viene por primera vez a La Habana, podrá figurársele un misterio el que todos los residentes del perímetro metropolitano acierten dar la hora a las 9: 00 p.m. sin consultar el reloj. La diferencia sería de segundos. Pero el enigma se aclarara enseguida al enterarse que un cañón envejecido a la intemperie de días y noches seculares, y que a veces ha tenido nombre como los hijos de Dios, es el cronometro inapelable de esa hora. Porque la influencia acústica del cañonazo va deshollinando los oídos de los parajes más cercanos al canal de la bahía. En el Parque Central se oye a los 4,3 segundos; en el Hotel Nacional, a los 9,7, y en la esquina de 23 y 12, se escucha dieciséis segundos después de que la mecha antigua del cañón haya hecho estallar la pólvora.

Los habaneros supieron que sería La Habana sin el cañonazo entre 1942 y 1945, cuando el entonces presidente Fulgencio Batista decidió suprimirlo por “razones de guerra y para ahorrar explosivos”. El decreto fue una salva de ridículo. ¿Qué sería La Habana sin el cañonazo? Pregunto. Y los que pudieran precisar el detalle ya no viven o no recuerdan. Y el habanero actual –menos acendrado por la mezcla migratoria, pero más escolarizado- diría preguntando a su vez mientras su índice derecho reposa, en pose de pensador, sobre la punta de la nariz: ¿Sin el cañonazo? Vamos a ver... Perderíamos una de las voces de la historia.

Respuesta correcta. Sabia. A mí, no obstante, me gustaría que ese estornudo de fuego, de simpática prosapia popular, convocara al silencio. A callar, llama el cañón. Qué alivio, señor. (Del libro Crónicas del primer día)