LA ESPERANZA DE LOS ANCIANOS
Por Ilse Bulit
Una de las estampas humanas que mi querida colega acostumbra a enviarme
Desde la puerta abarcó el panorama interior. Ocupados todos los asientos, tres seres categorizados todavía como personas de a pie. Desanimado, lanzó la pregunta histórica. ¿Quién es el último?. Una angustiada voz femenina sentada respondió el “yo” con el consabido “voy detrás de ese señor” y señaló a uno de los de pie que en verdad, tenía un aspecto más crucificado que el de la mujer. Una buena muestra de la existencia todavía de la caballerosidad o del naciente espíritu de solidaridad y pertenencia de la asociación no lucrativa de los ancianos. El chachareo apagado a la llegada de el, renació en intercambios bipartitas o tripartitas con el fondo de toses, carraspeos y suspiros provocados por la espera y no por enamoramientos tardíos.
Los destartalados asientos de maderas se unían en continuos sonidos porque los malditos provocaban movimientos por la incomodidad a los huesos, músculos, nervios y demás componentes de cuerpos gastados acumuladores de más meses que los propios muebles.
Al principio, descartó intervenir en algunos de los intercambios verbales y prefirió entretenerse en la escucha de las conversaciones. Su tímpano disminuido, dada la altura de las voces sentadas, permitían acceder a la mayoría de las palabras. Su mente burocratizada por tantos años de esos papeles que los rodean a todos por todas partes, las clasificó.
Tres señoras de vestidos “made in out” se intercambiaban sus achaques en competencia feroz por romper el record de las dolencias. Otras cuatro en atuendos fuera de moda, adelantaban los finales de la telenovela de turno en demostración de que la cerrazón a la información verídica destapa imaginerías dignas de Julio Verne. Los hombres, en minoría, bordeaban las enfermedades para arañar al béisbol con garras afiladas y evocaban partidos sumergidos en el pasado. Los cuatro de pie, incluido él, gastaban el tiempo en cambio de posiciones porque el esqueleto erecto suplicaba descanso.
Por obra y gracia de un milagro estomacal, alguien pronunció el vocablo papa y todos los presentes convergieron en el tema. No se referían al Papa argentino que a pesar de su sobriedad, debía ingerirla sin obligadas limitaciones. Reverenciaban al tubérculo americano, ese salvador de la mesa criolla.
Subidos los ánimos en demasía, tanto que la doctora desde el interior pidió silencio a los “esperantes”, una entrada triunfal provocó el suplicado silencio.
Una muchacha llegaba con un párvulo en brazos y la pregunta de rigor. ¿Hay alguien adentro?.
“Pase, pase”, respondió una voz amargada y agregó: “Los niños tienen preferencia sobre nosotros”.
El anciano de aspecto crucificado atajó la amargura: “Ellos son la esperanza. Por lo menos, el intento de una futura esperanza.
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