Diario de viaje
Luis Sexto
Tomado de Mi arca de Noé
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ÍBAMOS HACIA MONTE CRISTI. ENTRE LOS detalles del relieve histórico de la carretera, el chofer me señaló Laguna Verde, pueblito donde nació y tiró sus primeras pelotas Juan Marichal, el lanzador de las grandes ligas. El Monstruo de Laguna Verde, así lo llaman, dijo el Padre Teófilo Castillo; Tofo para cuantos lo quieren en confianza.
Habíamos salido temprano de Moca, la activa ciudad del Cibao, en el valle de la Vega Real, al que Colón le regaló el nombre seducido ante su hondo esplendor de tierra fértil y verde enlazada por las montañas. Pasamos a Santiago de los Caballeros y enrumbamos hacia el oeste por la carretera nombrada La Línea. Paramos en un restaurante rústico, y Luis, el conductor –hijo de “Bolívar”, próspero y vital productor de huevos en Moca– convino con la dueña que nos guardara carne de chivo para la vuelta, un tiempo más allá de la habitual hora de almuerzo. El chivo abunda por estas tierras del norte dominicano. Como el algodón y el arroz, cultivos de regadío. Después, Monte Cristi, ciudad parecida a muchas ciudades cubanas: entre lo moderno y lo antiguo, con atmósfera rural y marina. Y ahora, aquí, en la casa de Máximo Gómez, en la calle Ramón Matías Mella, 29. Antes, José Núñez de Cáceres, con el mismo número…
Un decenio antes, llegué a Barahona, origen del peregrinar por lugares de la República Dominicana anudados especialmente a la historia de Cuba. Transcurría 1996. Me habían invitado el entonces obispo de la diócesis, monseñor Fabio Mamerto Rivas, y su vicario, padre Teófilo Castillo, mis maestros dominicanos en el seminario salesiano de La Habana, 36 años atrás. Ambos me facilitaron techo, pan, vehículo y compañía durante un mes, para realizar varios reportajes encargados por Bohemia[1].
Barahona, situada en el suroeste, entre el mar y las montañas, en la misma región donde el cacique Enriquillo resistió la conquista española, me favorecía también con la posibilidad de tocar la presencia de José Martí durante su primer viaje a la Española, en 1892, en una casa que, ajada, con una antigüedad que las maderas pintadas de azul de cielo, puertas blancas y el techo de cinc a cuatro aguas no ocultan, carecía de una placa en cuyo bronce constara el privilegio histórico del inmueble. Sólo la familia que la habitaba y unos pocos conocedores del pasado, sabían que las palabras del Delegado del Partido Revolucionario Cubano singularizaron esa vivienda, perteneciente, hacía un siglo, a Carlos Alberto Mota, para quien el viajero trajo carta desde Santo Domingo.
Rodeado de vecinos que deseaban saludarlo, Martí habló allí de la misión que lo había transformado en un peregrino renuente al descanso. Sus palabras fueron “dulces y fáciles”, como testimonió Mota en 1939, buscando con los ojos entreabiertos los claros del recuerdo donde aparecía aquella frase que nunca pudo olvidar, fijada en cuantos lo oyeron por los garfios de la sinceridad: “No es un hombre el que habla, es un pueblo que atado con fuertes cadenas lucha, y grita para romperlas, para conseguir su libertad”.
La estadía del Apóstol[2] en Barahona fue de tránsito en su recorrido por tierra hacia Puerto Príncipe. ¿Qué otra razón pudo determinar su paso por la recoleta, apacible ciudad del sur donde se detuvo apenas 24 horas? Ya había cumplido su tarea primordial: sumar al mayor general Máximo Gómez a la epopeya de la liberación de Cuba. Había comenzado su itinerario por Monte Cristi, y de ahí a La Reforma, finca donde el viejo libertador se doblaba sobre la tierra. Y el 21 de septiembre, a las cinco de la tarde, se ajustó las espuelas de plata, montó en la mula que le prestó Carlos Alberto Mota, y reemprendió el viaje hacia la frontera haitiana.
Tres días después de mi llegada, decidí ir Baní. En aquel año se redondeaba el aniversario 160 del nacimiento de Máximo Gómez. Qué permanecerá allí del Generalísimo, me preguntaba mientras calentaba la presunción de hallar información nueva, quizás sorprendente, sobre el Jefe del Ejército Libertador. Materialmente, aparte de otros objetos sepultados en el museo local, quedaba un horcón de la casa a la que pasó a residir desde niño, porque Gómez nació en Paya, caserío distante a cinco kilómetros de Baní por la misma carretera que, partiendo de la capital, bordea el sur de la República hasta Barahona, situada a 200 kilómetros de Santo Domingo. El horcón, que se yergue como un tótem familiar, preside un parque enrejado, y sombreado por flamboyanes y robles americanos, y con flores que crecen en el espacio vacío de la casa y el patio de los Gómez. Un busto y una bandera recuerdan que aquel es el pequeño lar del más grande de los banilejos.
Ha sido tierra dilecta de la fama. Primeramente por sus mangos; luego por sus dulces caseros a base de leche –ya hoy crecidos en industria– que prohijaron el prestigio de la aldea desde su fundación en 1764. Y ha sido famosa, finalmente y sobre todo, por su crédito histórico, político, cultural. En Baní, o en áreas aledañas, nacieron o vivieron –además de Gómez– cinco presidentes de la República –entre ellos Mota, Victoria, Billini; y nació un fervoroso, decisivo promotor de la cultura dominicana, el periodista Joaquín Sergio Incháustegui.
Ante los restos de la antigua casa, incliné mi cabeza bajo aquel palo doméstico transido de humedad. Después, un problema me detuvo en medio del pueblo, que ya había trascendido su candidez de aldea y era la cabecera de la provincia de Peravia. Afrontaba el dilema del viajero que, más que por pasear, deambulaba intentando descubrir los datos más remotos de sus raíces. ¿A dónde dirigirme, a quién buscar? Así inquirí en el ayuntamiento, edificio macizo, moderno, de cinco o seis pisos. Y oí: Muerto Buenaventura Báez Gómez, la farmacia veterinaria de Luis Manuel Peguero es la más segura para averiguar sobre cosas ligadas a Cuba.
Lloviznaba. Nubes negras. Esa mañana las calles remedaban espejos donde la poca luz incidía como en un cristal empañado. El doctor Peguero, sentado a la mesa donde la caja contadora registraba la crónica monetaria de su negocio, oyó mi presentación. Y él se presentó como uno de los dirigentes del subcomité de Amigos de Cuba. Luego, dirigiéndose a los cuatro o cinco clientes que esperaban turno, dijo: “Este compañero cubano desea ver algún familiar de Máximo Gómez”.
Hubo un silencio. No creí que todo resultara tan fácil. Y de pronto sí resultó fácil. Alguien respondió. “Yo; yo soy pariente del General”. Creí entonces que en Baní todos podrían ser familiares de El Viejo. Y Santos Isidoro Gómez, agricultor que había ido a la farmacia angustiado por una vaca enferma, rectificó mi percepción: “No se equivoque: somos la familia más corta de este pueblo. Tan solo unos 60 emparentados con el Generalísimo”. Coincidencia. Y aprovechándola visité a un bisnieto del General.
Ahora, en los primeros días de enero de 2006, gracias también a mis antiguos amigos y maestros, viajé a San Fernando de Monte Cristi, capital de la provincia del mismo nombre, ubicada en el noroeste, cerca de la frontera haitiana. La primera referencia del pueblo apareció en los anales de la Española en 1506, cuando Nicolás de Ovando le dio vida en papeles y en algunas chozas. Desde el punto de vista geográfico, la ciudad se distingue por una altura llamada El Morro, a la que un poeta evocó como “reloj de piedras sin esferas / que marca los siglos de mi tierra”. En la perspectiva urbana, resalta la torre que ya se erguía, como un símbolo de la ciudad, en 1895. Fue el primer lugar donde mis ojos se humedecieron. La puerta del parque estaba cerrada: una cerca lo protegía. Y desde el lado de acá mi devoción concibió un pensamiento de fervor para aquella torre metálica cuyo reloj circunvaló algunas horas de la vida del Apóstol, y junto al cual Martí aseguró que “muy pronto marcará la hora de la libertad de Cuba”. Tantas veces lo había visto en fotografías que, como suele ocurrir, observarlo desde tan cerca parecía un acto irreal, fantasioso. Después, pedí a Tofo me condujeran a la casa de Gómez.
Quedo en silencio. Nada he de escribir que parezca verosímil, lógico, sin afectación. Estaba emocionado. Me ahogó la conciencia de mi privilegio. Haber visto esta casita desde la infancia en las ilustraciones de los textos de Historia. Y recorrer, 50 años más tarde, el mínimo y humilde espacio que amparó a dos de nuestros libertadores primordiales, tiene que significar algo en el corazón de un cubano. Caminé. Vi. Toqué. Nos guiaba Ramón Amado Gutiérrez García, el conservador del museo, que se confesaba bisnieto del general Calixto García Iñiguez
Un pasillo central, que separa las habitaciones a la derecha y a la izquierda, permite la entrada alargándose hasta el comedor, amplio, extendido horizontalmente de un extremo al otro de la vivienda, cuya propiedad Gómez adquirió en 1888. Paredes de madera y techo de dos aguas, aún con el cinc alemán original; pintada de azul grisáceo con ventanas y puertas –de estas, tres en la fachada– del mismo color y marcos en blanco. Al recorrerla uno nota los valores de Cuba en su bandera, puesta en sitio relevante, en los retratos de sus próceres y en libros de autores y editoriales cubanos. En una escueta habitación, del lado derecho según se viene de la calle, encajada entre uno de los cuartos y el comedor –hoy biblioteca–, Martí escribió el Manifiesto de Monte Cristi.
No hay mucho más que contar. En el patio, un árbol de mamoncillo, superviviente de aquella época. Tomamos unas fotos. Podría describir sensaciones que, quizás, suenen vaciadas en retórica. Ciertos sentimientos han de quedar ocultos en la sinceridad de lo recoleto, pequeño, humilde.
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