DIEZ AÑOS SIN MANUEL
Luis Sexto
Manuel González Bello murió el 31 de mayo de 2002 cuando había decidido impulsar definitivamente lo mejor de sus letras, es decir lo más chispeante y seductor de su estilo de periodista. Aparte de algún título como el libro dedicado al ex canciller Raúl Roa, González Bello –Manolito, para cuantos lo quisimos con su modo desenfadado de transitar por nuestros días- dejó un volumen póstumo que recientemente la Casa Editora Abril ha publicado, luego de la primera edición de la editorial Mecenas, en Cienfuegos.
Con una sonrisa, así se llama este conjunto de crónicas costumbristas, crónicas del mejor costumbrismo, ese que no se resuelve en fotografías groseras de las personas, las cosas y los hechos. Y para que algún lector se ubique en la sustancia de este libro, hago recordar que esos textos aparecieron en Juventud Rebelde a fines del siglo XX, bajo el epígrafe de Crónicas del sábado. En esta columna podíamos leer, como ahora en el libro, finísimos alfilerazos a nuestra vida y nuestras costumbres, amables puntazos de uno de los periodistas más ingeniosos de cuantos integraron las redacciones en los últimos cuarenta años.
Manolito –nacido en Tamarindo, Ciego de Ávila, en 1949- no dejaba tranquilo a ningún hábito, ni a ningún personaje que le parecieran articulados con los alambres oxidados de la falsedad o la desvergüenza. Hasta las goteras tuvieron su crónica definidora. O las permutas. Veamos: “Nunca una casa adquiere tanto confort, comodidades y ventajas como en el momento en que el propietario la va a permutar. Tanto como para preguntar: ¿Y entonces por qué permuta?” Y sigue la crónica por la vía dolorosa del cambio de casa, deteniéndose en sus diversos personajes hasta el final de la crónica: “Cuando ya todo está colocado en la casa, viene la expresión inevitable: A mí no me hablen de permuta. Hasta la próxima, claro.”
Si el comentarista forzara un tanto las analogías, pudieran hallarse contactos, afinidades, entre las Crónicas del sábado y aquella sección de Eladio Secades nombrada Estampas de la época, cuyo espacio temporal se remite a la década de los 1950. Habremos, sin embargo, que salvar diferencias imprescindibles. Manuel González Bello superaba al casi insuperable Secades en el ritmo jadeante de la prosa, en la brevedad y en la concisión. Pintaba Manolito sus episodios sin detenerse demasiado en la elaboración de trazo. Y sus crónicas sabatinas brotaban como el oro de las manos de Midas. “La suerte mía es que me hice periodista –es decir, me estoy haciendo-, porque otra cosa no sabría hacer en mi vida. Ahora, por cierto, la palabra periodista está en peligro de extinción –como las cotorras-, para dar paso a un nombre más… posmoderno, más ondoso, con swing: comunicador social. Es una onda más actual, que está de moda como el pelo corto, los géneros y el marketing”.
Manolito tuvo el poco común privilegio de trascender el periodismo con la prosa de urgencia. Lo que escribió le salió también para después. Forma y contenido se le juntaron con vocación de perennidad. Y estas Crónicas del sábado, en particular, servirán como instantánea, como referencia circunstanciada de un segmento de nuestro tiempo.
Leo y releo a Con una sonrisa. Y no puedo evitar evocar los ojos azules de Manolito, que Ares, el también punzante caricaturista, dibujó en la portada del libro a su manera oblicua, mansa, de quien parece que juega., como parecen jugar los ojos de Manolito, cuya mirada se viste de tigre y se acorazada de ironías, pero en el fondo sonríe como dos gotas traslúcidas sobre un cosmos limpio.
Para no falsear la memoria de a Manuel González Bello, habrá que recordarlo, principalmente, por su obra breve, pero repleta de preguntas incisivas y sedosas estocadas.
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