DEUDA CON EL GALLEGO OTERO
Por Luis Sexto
Ah, Gallego, vuelvo a encontrarte; te habías extraviado, que es el término menos punzante para admitir que te olvidé entre mis libretas de trabajo. Y acabo de saber que, a pesar de la sábana amarillenta del tiempo, Enrique El Gallego Otero sigue su vocación de cambiar la vida. Y aunque su paso lento y un tanto desgarbado, su sonrisa contenida y sus ojos cautelosos ya no recorrieran aquel retazo del Escambray, sería igualmente justo y útil desempapelar la historia del hombre que, un día entre los primeros de 1990, conocí en Cuatro Vientos donde, a unos 700 metros de altura, se horneaba entonces el mejor pan de Cuba.
Eso decían allí, y yo con un pedazo crujiente en la boca asentí mientras concertaba la entrevista, realizada más tarde y abandonada en la cuneta de la prosa urgida y urgente de los periódicos. “Nos vemos pronto”... “Pero en mi casa. En La Sierrita”, dijo.
Habías tentado, Gallego, con pocas palabras, mi vocación por revelar lo bueno, lo noble. Porque detrás de tu aparente desencanto aún soñaba un luchador, persistía una voluntad renuente a anestesiarse con el despego o la indiferencia. Entonces, como hoy, se dedicaba a hacer prosperar un plantío de hierbas medicinales. “Como he tenido que beber tanto cocimiento, algo sé del asunto.”
Y continuaste hablando de que ahora los científicos nuevos analizan para qué sirven las plantas, pero uno les adelanta algo, pues “yo me conozco cada palo y cada hoja de estas lomas, y cuando era niño no había medico, ni medicina, y las que podíamos tomar nos la fiaba el boticario Pepe Burtó, que de tanto ser humanitario murió pobre, porque nadie podía pagarle”.
“Un médico me dijo hace poco que tuviera cuidado con las hierbas, pues algunas eran tóxicas. Y yo le respondí que sí, que todas las antiparasitarias eran tóxicas, pero que a él le tocaba indicar la dosis exacta para cada paciente. Si esas hierbas mataran yo estaría muerto.”
A tu padre, Gallego, no pudiste salvarlo con cocimientos. Se suicidó en la misma cueva del Valle del Indio donde tú y tus hermanos nacieron. Perdió 600 quintales de café que había depositado en las manos de un almacenista, en 1933. Lo buscó por Cienfuegos, quizás para matarlo, pero no lo encontró. Y esa mañana, “papá le dijo a mamá que metiera el pan en el horno, un horno casero, y le pidió que sacara de la cueva a los niños para él descansar”. Afuera les sorprendió el trueno de una escopeta. Adentro, el padre yacía con la garganta ensangrentada. Estaba vivo, y un vecino quiso bajarlo, pero falleció en el camino. En el cuartel de La Sierrita “papá dijo que se mataba para no ver morir de hambre a sus hijos”.
“Al parecer enloqueció. Estaba ahorrando para regresar a España con toda la familia. Yo tenía cinco años. Ese no fue el único golpe. Perdí los tres hijos de mi primer matrimonio: uno de seis años, otro de l7, y la hembra, veterinaria, murió en un accidente hace poco. Cuando un hijo se muere, uno pierde un pedazo del cuerpo. A mí me gustaba mucho el punto guajiro, y ya ni me gusta. Cuando voy a un acto, permanezco en la parte política; al empezar la música me voy. La única música que oigo es el Himno Nacional, que si no me da alegría, me da valor.”
Pero no eras un ser vencido, Gallego. Enseguida, luego del aquel silencio, se irguió el nombre que en el Escambray la gente invoca como una contraseña, como un pase al asombro por actos que imaginan y él no cuenta, y por su recia tozudez. “Por eso trabajo todos los días, y no me jubilaré mientras tenga salud. No vivo para pensar en el pasado. He vivido para cambiar la vida. Porque cuando tuve mi primer trabajo de leñador y ganaba un peso diario, me las arreglé para ahorrar, y a los seis años tenía 500 pesos. Subarrendé una posesión del monte, y la planté de café: tuve l6 mil matas.
Al morir el arrendatario, el dueño de la finca, viendo la manigua cambiada en vergel, quiso expulsarlo. El Gallego contrató un abogado. Y se vendió al propietario. Perdió el litigio. Y otro letrado le dijo: Sólo haciéndole firmar un papel en blanco y tomándole las huellas digitales se puede echar atrás el fallo del juez. “Le dije: prepare el papel.” Y no actuó como su padre. No se rindió. Pidió un revolver prestado. Y encontraste al expoliador. Lo esperaste en la loma, recostado a una palma cana. Tomó bruscamente las riendas y detuvo el paso del caballo. Le dijo al otro: Bájate, y con él se metió en el monte. “Coño -le advertí- la miseria es larga y yo no estoy dispuesto a esperar tanto; te mato si no firmas este papel. Sin embargo, fui legal.” El Gallego pagó lo que a aquel fullero le correspondía. Eso fue en aquella época de la que algunos dicen que era buena, justa, democrática…
Hablábamos en el área, despojada de pica pica y aromas, donde entonces cultivaba 10 262 plantas medicinales de 114 especies. Proyectaba plantar 13 hectáreas para abastecer a toda la provincia de Cienfuegos, porque “en ningún otro rincón usted encontrará el barrilete, el manajú, el chichicate... que sólo nacen en estas lomas”. Al fondo, hacia el sur, asomaba a toque de dedo el lomerío y los picachos del Escambray profundo.
Después, en su casa, me enseñó un libro mimeografiado. El volumen clasificaba todo su saber sobre hierbas medicinales, recolectado en la experiencia y en la necesidad, y algo que le tomó siendo joven a un botánico de apellido Zercerio. “Tenía manuales, y aunque poseía una finca y no era curandero, este hombre recetaba a cuantos llegaban allí. Afortunadamente hemos rescatado esa tradición, casi se extingue; la habíamos confundido con espiritismo y superstición.”
El Gallego Otero es curandero. No le molestaba que alguien lo llamara con ese término tan cargado de condenables resonancias. Lo es, porque recomienda un remedio y cura, pero sin muecas, ni alborotos, ni rezos. Sin lucro. Con honradez. Cura, porque sabe que la yerbaluisa sirve contra dolores de estómago, y la sábila contra la hepatitis y las quemaduras; la siempreviva contra dolores de oídos. Todo ese formulario aparece en su libro, que escribió en tres semanas sin consultar a nada ni a nadie. Sólo ayudado por tres compañeras: Josefa González Gallardo, Concepción Otero, e Inés Llanes, la mecanógrafa. Por eso, el manual se llama Los Muchos, en honor de los activistas que lo secundaban escribiendo y recolectando yerbas en el monte.
Ya sé, Gallego, que nada se ha modificado en ti. Sigues diciendo que te mueres allí, que todavía hay mucho que pagar a la Revolución y que un compromiso tuyo es tan duro como el más duro palo del monte. Que naciste para cambiar la vida, y que la vida con sus golpes no ha podido cambiarte. Aquí te pago, tardíamente, la deuda que contraje cuando te pedí tu historia. Ahora comprendo mejor tus cicatrices…
6 comentarios
Jimmy -
Fabian Pacheco Casanova -
Fabian Pacheco casanova.... -
Fabian Pacheco Casanova -
Fabian Pacheco Casanova -
Jimmy -
Gracias, gallego.