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PATRIA Y HUMANIDAD

EÇA DE QUEIROZ EN LA HABANA

EÇA DE QUEIROZ  EN LA HABANA Por Luis Sexto

José Maria Eça de Queiroz vino a La Habana queriendo ir a París. Para  aquel joven poseso de la originalidad, la capital francesa mostraba en sus luces la ocasión de encontrar “algo nuevo que mirar”. El servicio diplomático portugués, en cambio, supuso que tan desaforado retador de la tradición merecía ir a Las Antillas, donde lo viejo enseñoreaba ceñudo e insultante.

La incongruencia entre el deseo y la realidad quizás condicionó la relación entre el escritor y sus días en La Habana, entre su vida y las memorias de la ciudad. Nunca se acomodó al clima físico, ni a la atmósfera moral del primordial enclave colonial español en el Caribe. No comprendió por qué los cubanos guerreaban contra España. Ni reconoció que junto a la Cuba española existía la Cuba Libre o la Tierra del Mambí, como apuntó el irlandés James O’Kelly que visitó a Cuba en la misma época que el portugués. No se interesó. Sus fuentes discurrían de las informaciones oficiales. Y nunca, al parecer, habló o escribió amablemente sobre la primera plaza consular de su expediente.

El 18 de agosto de 1870 aquel graduado de Coimbra, alto, delgado, pálido, y vestido con traje incólume se presentó a la convocatoria del Ministerio de Asuntos Extranjeros para la carrera consular. Disertó, en septiembre, sobre el derecho de visitas y sus límites. Y obtuvo el primer lugar entre los concursantes. La próxima vacante le pertenecerá, le dijeron. Pero solicitudes de rostros bonitos, recomendaciones de títulos poderosos lo apartaron durante dos años. También colaboró a tal preterición su fama de airado crítico de lo caduco. Una conferencia contra el romanticismo lo puso en cuarentena ideológica. Y él, al saberlo, escribió con la tinta negra y espesa, como de pulpo, que iba distinguiendo a su prosa: “Nunca pienses servir a tu país con la inteligencia (...) ¡Cree en la intriga! ¡No estudies, corrompe!”  Al fin, el 16 de marzo de 1872 recibió el nombramiento de cónsul de primera en La Habana. 

LA PRIMERA OFENSA

Cuando desembarcó aún no era Eça de Queiroz. Había tan sólo viajado, sobre todo por el Oriente Medio, y  publicado varios cuentos reputados de ofensivamente originales, lindando con la excentricidad, en La Gaceta de Portugal, y levantado cierto crédito como articulista político. Mordaz. Corrosivo. Ingenioso. Poco antes de llegar, había comenzado su primera novela, “El crimen del padre Amaro”, que tal vez concluyó en Cuba, porque la publicará en 1875, un año después de finiquitar sus tareas en La Habana. A partir de esa fecha, aparecerán las obras que lo entronizarán en el nicho de los renovadores y liberales de las letras portuguesas. “Los maias”, “El primo Basilio”, “La reliquia”, “Las cartas de Fadrique Mendes”, “La ilustre casa de los Ramires”, “Las ciudades y las Sierras”...Lo más recomendable que antes envalijó en su currículo fue la militancia en El Cenáculo, grupo literario del poeta Antero de Quental y compuesto también por Ramalho Ortigao, Guerra Junqueiro, Oliveiro Martins. Por lo demás era el perfecto desconocido en esta ciudad que al común de los viajeros ofrecía de inmediato, en esa época, una estampa festiva en el bullicio de las calles, y en los colores rojo, amarillo, verde, azul de las casas, envueltas en un aura que algunos visitantes remitían a una semejanza con las ciudades portuarias del Oriente.

Ser aquí un desconocido quizás lo mortificó. Una anécdota presumiblemente apócrifa ha venido susurrando hasta hoy que Eça de Queiroz llevó un artículo a un periódico habanero -¿El Siglo, El País?. Jornadas más tarde regresó para preguntar por el destino de la colaboración, y el director, deferente más con el cónsul que con el periodista, le dijo: No lo podemos publicar, pero siga escribiendo; usted promete. Desde ese momento, al parecer, los periódicos de La Habana se señalaron para aquel  revolucionario de las formas por su “prosa infecta”. 

HABLAR EN CHINO 

El Cónsul de Portugal en La Habana no ejercía sus funciones en una poltrona, rodeado de placidez. Esta plaza era desfavorable al artista que esperara hallar ocio, apacibles vacaciones para la creación. Entonces tenía que ocuparse de unos cien mil chinos culíes, ciudadanos portugueses en mayoría, porque provenían de la colonia lusitana de Macau. Eça de Queiroz asumió con entereza humanitaria el papel de diplomático. Y las relaciones con las autoridades españolas lo asfixiaban en la impotencia o la cólera.  

La esclavitud enmascarada de los braceros chinos transitaba por una de sus fases más escandalosas. Y humanamente horribles. Los que empezaron a  desembarcar después de 1861 inclusive, tenían que salir de Cuba uno o dos meses para conseguir un nuevo contrato. O eran enjaulados en barracones y forzado a trabajar gratuitamente para el gobierno local, en tanto esperaban un nuevo convenio por ocho años más. En un informe del Cónsul a su Ministerio ― publicado en 1926 por Antonio Iraizoz, escritor y gramático cubano― Eça de Queiroz relata el glosario de horrores padecidos por los culíes. Y a manera de anécdota definitiva narra que en esos días había desembarcado un chino de Macau, médico de un barco, y al bajar a la ciudad lo apresó la policía como “colono sin papeles”. “Hace diez y ocho meses que está en presidio; últimamente ―continúa el Cónsul― consiguió venir al Consulado, y reclamar como portugués; está consumido de trabajo y casi idiota del terror. Hace un mes que lo reclamé, pidiendo enérgicamente su inmediata libertad. No me han dado respuesta alguna y el miserable continúa en presidio.”

En ese timbre  transcurrían los días: respondiendo a chinos que, en chino, le explicaban lo que les oprimía.Y así se aclara, o al menos uno va comprendiendo, por qué La Habana colonial lo obligó a tanto desprecio, tanta queja, tanta insatisfacción. Porque si es cierto que usualmente los viajeros dejaron en sus memorias juicios adversos sobre la Cuba del siglo XIX y la ciudad mayor del archipiélago, también lo es que mezclaron, con aquellos, juicios menos malignos, más justos, viendo, en el porvenir, el desarrollo de cuanto de virtud apreciaron. La Habana, en particular, ha sido una ciudad paradójica, contradictoria. Sucia y limpia. Ardiente y serena. Bella y caótica. Pero el autor de La reliquia se ensaña con ella empleando toda su agencia de ironía e insulto.

Una carta de 1873, dirigida a Ramalho Ortigao, e inserta  en la “Correspondencia” de Queiroz, se fija a la condición de documento expresivamente antológico. Único. Llama a La Habana “ciudad estúpida, fea, sucia, odiosa, innoble.” Y añade: “!Oh! la gente grosera. (...) Esta ciudad (...) ¡qué miserable aldea es, con todos sus palacios, con todos sus trenes arrastrados por cuatro caballos cubiertos de plata! ¡Ah! La miserable, subalterna, rastrera manera  de estos espíritus. (...) ¡Ah! El terrible precio de una camisa. (...) Detesto esta ciudad verdeada y millonaria, sombría y ruidosa ―este depósito de tabaco, este charco de sudor, este estúpido palillero de palmeras.”

No le creamos del todo. Hay al final como una explicación de su furia taurina, de su rencor aparentemente irracional, de su subjetividad agriada. “Disculpe mi cólera ―mas ella nace de un tedio sin límites y de un despecho cruel: el despecho de sentirme un pobre diablo artista, encajado en una función oficial, y tener que ajustar el sentido artístico al código de los cónsules.”

En 1874 se marchó. Lo ubicaron después, sucesivamente, como cónsul en Newcastle y en Bristol; luego en China y, por fin, en París. Ya para entonces era Eça de Queiroz.  El novelista comparado en Portugal con Flaubert y Zola.  Y tal vez, si no hubiera fallecido de tuberculosis en 1900, en la ciudad santa  de las ansiedades del escritor por lo nuevo, habría tenido tiempo para reconsiderar cuanto decía sobre aquella ciudad maldita en el recuerdo. Quizás habría comprendido que no debió venir a La Habana deseando ir a París. Porque el rechazo hacia la mala suerte, podía confundirse con el desdén por la tierra que, casi con certeza, no intentó comprender.  

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