DE SEGUNDA MANO
Las librerías de segunda mano se emparientan con un muestrario de sorpresas. Una veces aparece el título viejo, ese que nunca esperabas encontrar, como El Papa Borgia, de Ferrara, hábil para clarear apócrifas cloacas de la historia europea, o Ariel o la vida de Shelley, de André Maurois. O abres, más bien por hábito, un ejemplar que ya leíste y encuentras anotaciones manuscritas un tanto injustas sobre el autor que, además de reconocido poeta, es amigo tuyo.
Vas de asombro en asombro, de tentación en tentación. Y compras este, aquel, y también el del amigo, porque quieres protegerle el crédito, impedir que alguien más conozca aquellas opiniones dictadas, según el tono predominante, por la intolerancia. O la ignorancia ilustrada. Aún lo conservas. Pero has llegado a pensar que quizás el gesto de abnegación del bolsillo no era imprescindible. Uno, aunque no quiera, escribe para que otros lean y luego piensen o digan... cualquier cosa. Es riesgo del escritor y derecho del lector.
Las sorpresas pueden variar. Y un día de pronto te llama al periódico un lector e informa que un revendedor, uno de los que tienden sus ofertas en una acera, tiene en su inventario un libro dedicado por Waldo Medina a una persona con tus señas. Le respondes que nunca te has desprendido de un texto que Waldo te hubiera dedicado. Tal vez –sugieres- pensó entregármelo y la muerte se adelantó. El lector te recomienda que vayas rápidamente o podría el librero venderlo, así, con tu nombre escrito en la letra desparramada de aquel abogado y periodista que, en la Cuba previa a 1959, mereció el título de Juez del pueblo por sus fallos contra los garroteros y los casatenientes.
Y una nueva sorpresa se adhiere a las otras. Porque te diriges a la esquina donde se acuestan los anaqueles del revendedor, cerca del Yara. Y descubres que Obdulio es mucho más que un tratante. Luego de conocerlo, te percatas de la sensibilidad con la cual organiza y opera su negocio. Le das una vuelta cualquier tarde, y el saludo que te tira es un “qué estás leyendo”. De modo que enseguida comprendes que comercializa sus libros después de haberlos leído. Y lamentas que no todos los libreros sean iguales o parecidos a Obdulio, porque paseas de un lado al otro, mirando, hojeando, sopesando, y ninguno de los empleados de la librería se interesan por lo que buscas, ni intentan proponerte un título reciente, del cual quizás no sepan ni el nombre del autor. Y acostumbrado a creerlos simples custodios o cobradores, te extrañas cuando alguien desanuda la norma, como Miguelito, que fue administrador la librería de Monte y Cárdenas. O aquel español en la librería Las Américas, en Montreal, Canadá. Me preguntó si necesitaba ayuda para encontrar lo que mis preferencias deseaban. Entre mis manos, tres libros ya sumaban algo más de 30 dólares, y le dije: deje, deje, que si me ayuda me va a dejar sin el dinero sagrado de la comida. En esencia, el librero ha de ser un persuasivo promotor de la lectura.
El libro dedicado por Waldo de modo tan original en la página 118, se titulaba Dos novelas de Macondo. El viejo, sabio de múltiple ciencia, quería tal vez influir en mi formación, pero olvidó entregármelo o murió antes, y alguien, tras su muerte, lo llevó a alguna librería de segunda mano. El ejemplar, por cierto, estaba sucio y estropeado. Obdulio, al saber que yo era el autor de las crónicas dominicales en Juventud Rebelde quería regalármelo. Y le propuse una transacción justa. En mi subdesarrollada biblioteca figuraba esa edición. Cuidada. Limpia. Y se la di a cambio.
La memoria de Waldo merecía rescatar su dedicatoria. Aunque cuando me muera, ese libro, junto con el de mi amigo poeta, tachado de insultos, tal vez volverá a Obdulio. ¿Y a quién se lo regalará?
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