ESTO NO ES UN DESAGRAVIO
Por Michel Contreras
Ahora mismo, en Cienfuegos, mi colega Francisco G.
Navarro -barba cana, ojos breves y corazón de infante-
debe sentirse desairado. Vino a La Habana, presentó su
libro Gajos del Oficio, y yo no pude ir al
lanzamiento. Él me había pedido que estuviera, pero
ciertas razones -razonables razones- lo impidieron.
Francisco ha de pensar que lo menosprecié. Por eso,
en la dedicatoria del ejemplar que me dejó en manos
amigas, me reprocha la ausencia, aunque luego su
generosidad lo lleva a hacerme unos elogios que
embriagan mi autoestima.
Se trata de un gran tipo. De una de esas personas
que abren camisa y pecho para que veas sus sanas
contracciones, su sístole y su diástole de gente
honesta y buena. De un extraño cubano que prefiere
callar para escuchar, porque nació con los oídos de la
inteligencia y con la lengua del comedimiento.
Quién sabe si por eso, por su capacidad para mirar
las almas a través de espejuelos de bondad y hurgar en
ellas con tijeras de paciencia, Pancho -así le gusta
que le digan, Pancho- es un cronista puro. Espléndido.
Cabal.
Modesto a reventar, él mismo no imagina cuántas
luces rezuman sus textos. Cuánto exorcismo obra cada
una de sus líneas. Cuántos ángeles vuelan por sus
párrafos.
He devorado el libro de una sola mordida, y no puedo
resistirme a confesar el feliz aturdimiento que me
deja. He advertido en sus páginas la verdadera raza
del cronista, que no es negro, ni blanco, ni amarillo,
sino que es simplemente un ser que canta en prosa. Y
ahora, tras la degustación, me queda el sinsabor de no
haber hecho yo esas crónicas.
No quisiera que suene a desagravio por aquella
inasistencia de marras, pero Pancho ha logrado
conmoverme, y a partir de este instante, lo envidio.
Eso sí, no a la manera de Salieri, remordido y
minúsculo ante el genio descomunal de Mozart. Más
bien, lo envidio con admiración de discípulo: digamos,
como Borges a Leopoldo Lugones, o como hice en mi
infancia cuando veía jugar a Vargas, Marquetti y
Germán Mesa.
Ah, Francisco, ¿de dónde te sacaste esas crónicas a
Manuel González Bello y Bobby Salamanca, al viejo
Florentino y a tu entrañable Cuchi, a las
"dependienticas" de las tiendas y los hilos dentales,
a las telenovelas y la trágica aventura de subirse al
tren lechero?
¿Dónde pariste esos poemas a Cienfuegos -la ciudad
que más te gusta a ti-, esos poemas que celebran la
piel adoquinada de la calle D' Clouet, la infatigable
brisa del Muelle Real y el orgullo de un Benny en
pleno Bulevar?
¿Dónde encontraste el modo de evocar mangos,
aguacates, rana toros, temporales, refranes y
supersticiones campesinas, sin que la cubanía a
ultranza -falsa pose de moda- destrozara la crónica
por ilegítima y artera?
De una vez y por todas, dime, Pancho, dónde
escondiste esa chistera que no para de fabricar
palomas.
Ahora mismo, en Cienfuegos, mi colega Francisco G.
Navarro -barba cana, ojos breves y corazón de infante-
debe sentirse desairado. Vino a La Habana, presentó su
libro Gajos del Oficio, y yo no pude ir al
lanzamiento. Él me había pedido que estuviera, pero
ciertas razones -razonables razones- lo impidieron.
Francisco ha de pensar que lo menosprecié. Por eso,
en la dedicatoria del ejemplar que me dejó en manos
amigas, me reprocha la ausencia, aunque luego su
generosidad lo lleva a hacerme unos elogios que
embriagan mi autoestima.
Se trata de un gran tipo. De una de esas personas
que abren camisa y pecho para que veas sus sanas
contracciones, su sístole y su diástole de gente
honesta y buena. De un extraño cubano que prefiere
callar para escuchar, porque nació con los oídos de la
inteligencia y con la lengua del comedimiento.
Quién sabe si por eso, por su capacidad para mirar
las almas a través de espejuelos de bondad y hurgar en
ellas con tijeras de paciencia, Pancho -así le gusta
que le digan, Pancho- es un cronista puro. Espléndido.
Cabal.
Modesto a reventar, él mismo no imagina cuántas
luces rezuman sus textos. Cuánto exorcismo obra cada
una de sus líneas. Cuántos ángeles vuelan por sus
párrafos.
He devorado el libro de una sola mordida, y no puedo
resistirme a confesar el feliz aturdimiento que me
deja. He advertido en sus páginas la verdadera raza
del cronista, que no es negro, ni blanco, ni amarillo,
sino que es simplemente un ser que canta en prosa. Y
ahora, tras la degustación, me queda el sinsabor de no
haber hecho yo esas crónicas.
No quisiera que suene a desagravio por aquella
inasistencia de marras, pero Pancho ha logrado
conmoverme, y a partir de este instante, lo envidio.
Eso sí, no a la manera de Salieri, remordido y
minúsculo ante el genio descomunal de Mozart. Más
bien, lo envidio con admiración de discípulo: digamos,
como Borges a Leopoldo Lugones, o como hice en mi
infancia cuando veía jugar a Vargas, Marquetti y
Germán Mesa.
Ah, Francisco, ¿de dónde te sacaste esas crónicas a
Manuel González Bello y Bobby Salamanca, al viejo
Florentino y a tu entrañable Cuchi, a las
"dependienticas" de las tiendas y los hilos dentales,
a las telenovelas y la trágica aventura de subirse al
tren lechero?
¿Dónde pariste esos poemas a Cienfuegos -la ciudad
que más te gusta a ti-, esos poemas que celebran la
piel adoquinada de la calle D' Clouet, la infatigable
brisa del Muelle Real y el orgullo de un Benny en
pleno Bulevar?
¿Dónde encontraste el modo de evocar mangos,
aguacates, rana toros, temporales, refranes y
supersticiones campesinas, sin que la cubanía a
ultranza -falsa pose de moda- destrozara la crónica
por ilegítima y artera?
De una vez y por todas, dime, Pancho, dónde
escondiste esa chistera que no para de fabricar
palomas.
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