LA MALDICIÓN DEL "YO"
Luis Sexto
Qué hay detrás de ese pensamiento de Pascal donde afirma que “el yo es odioso”. Habrá, podríamos preguntar asociando los términos, lo mismo que detrás del repudio fanático a las demandas de lo que llaman genéricamente “la carne” y que entre numerosos cristianos de todos los tiempos, principalmente los jansenistas, halla en el sabio francés a uno de sus más influyentes voceros.
Sobre el uso del yo en las letras, particularmente en el periodismo, creo encontrar, pues, afinidades entre la aversión lingüística, gramatical, y también moral, todavía vigente en la lengua española contra la primera persona del singular y los hilos de acero que envuelven a lo sexual al menos en ciertas actitudes de origen cristiano. Si obviamos la herencia judía sobre el descrédito de lo más genésico del cuerpo humano –como la menstruación- me parece que en la demonización del sexo puede entreverse un sentir secretamente el placer por defecto, por resistencia aparentemente virtuosa, como el rechazo al yo puede incluir sobre todo un apego intenso, conflictivo a la primera persona tan denostada… Es decir, la fobia al yo, podría señalar un enfermizo individualismo que busca exaltarse por su contrario: la sumisa disolvencia en la totalidad del misticismo taoísta o de cualquier otra doctrina contemplativa…
Advirtamos que los ascetas de las diversas religiones –tanto las proféticas, como las místicas y las sapienciales- viven escurriéndole la personalidad al yo, de modo que el vencimiento del egoísmo y de los placeres incluye sepultar las falibles tentaciones de la primera persona, ¿Es posible disolverse? Tal vez ello equivaldría a anular la personalidad. Pero si el místico lo lograra, uno empezaría a dudar de que el yo sea el basamento de la identidad. Y, razonablemente, un místico disuelto en la unanimidad o la inanidad no podría amar aquello que pretende amar.
¿Qué hay, pues, detrás de esa actitud de celador intransigente ante la partícula de la primera persona en un enunciado periodístico o literario o académico? El yo, como conductor, en particular de los textos periodísticos, sufre ante ciertos guardianes del templo una reacción de rechazo, como el antes aludido asco del sexo. Luego de lo dicho, he de jurar que no pretendo forzar las similitudes, sino destacar las tangencias. En la tradición periodística en la que me he familiarizado con el oficio de escribir apremiado por la actualidad, he hallado habitualmente una resistencia, un valladar dogmático sobre tan discutido monosílabo. Primeramente, hay una argumentación técnica: el periodismo es impersonal. Y esa verdad de principio, proveniente del periodismo norteamericano, solo aplicable estrictamente a la noticia, se ha erigido en norma inconmovible de medios y editores, incluso redactores.
Entre los escritores norteamericanos, tan individualistas, surgen también guerreros contra la primera persona, incluso contra el nombre bajo las obras. John D. Salinger hizo acrobacias en el extremo: "Mi opinión, un tanto subversiva, es que los sentimientos de anonimato y oscuridad del escritor son la segunda propiedad más valiosa que tiene a su cargo durante sus años de trabajo". De acuerdo con lo dicho por Vicente Verdú, el autor de El guardián en el trigal ponía en práctica, contra el ego, los preceptos de la doctrina Zen, variante budista centrada en la meditación, en un desvivirse interiorizado, y que Salinger había retejido fervorosamente como eje de su conducta.
Precisando, en la lengua española ha existido, en términos académicos, aversión hacia el empleo del yo, porque se le ha supuesto cápsula de vanidad, de individualismo, de egolatría en un afán punible de prevalecer, de hacerse visible y contundente. Y de esa prevención se articula el uso de hablar en plural, diluirse nominalmente entre los que oyen o leen el discurso.
En Cuba, un poeta tan personalísimo como Emilio Ballagas le recomendó a Carilda Oliver Labra, en carta remitida tras publicar aquella su libro Al sur de mi garganta, lo siguiente: “Procure irse alejando graciosamente de hablar en primera persona del singular. El buen clasicismo es hasta cierto punto impersonal y él olvida el yo, el me, y tanto el mi como el mí. Me propongo comprobar al instante el aserto del venerable Ballagas, y recuerdo a Quevedo: “Voyme a vengar en una imagen vana/que no se aparta de los ojos míos; búrlame, y de burlarme corre ufana”; o a Lope: “Un soneto me manda hacer Violante”; o a Teresa de Ávila: “Vivo sin vivir en mí, / y tan alta vida espero, / que muero porque no muero.”; o a San Juan de la Cruz: “¡OH llama de amor viva,/ que tiernamente hieres/ de mi alma en el más profundo centro…”
“Escribir es y será siempre un acto solitario”, ha dicho, junto con Gabriel García Márquez, el doctor Felipe Pena de Oliveira en su libro Teoría del Periodismo. Comunicación Social. Y su autoridad insiste en deslavar tabúes: “No hay compañía frente a la angustia que provoca la página en blanco, lo que es ya un lugar común para los escritores. Entonces no entiendo por qué los círculos académicos gustan tanto del sujeto nos en sus escritos, aun siendo partícipes de conceptos tales como la intertextualidad y la obra abierta, por ejemplo. La primera persona del plural no me suena bien en los artículos teóricos. Resulta artificial, fabricada y, principalmente, confusa.”
En el periodismo, me parece, con la excepción de los llamados géneros “objetivos” que reclaman una especie de despersonalización, el nos evoca una presunción monárquica, jerárquica, burocrática en moldes como la crónica y el reportaje, que suelen habitualmente servirse para contar sus historias, en lo visto u oído por el autor.
¿Y de la opinión qué decir? ¿Acaso mi criterio es también nuestro? Y a quien se canse de tanto yoísmo se le podría argüir que otros ya nos hemos cansado del tan presuntuoso e inconsulto nosismo en que el autor, pluralizándose, se blinda ante la responsabilidad de sus juicios y datos. El hablante insiste en diluirse en la masa innominada, por humildad, o por que se atribuye la representatividad de todos. En nos hablan los reyes y los pontífices, y cuanto dicen desde la tribuna autoritaria de la voz inapelable, ha de ser obedecido por aquellos instalados en el cuartón de los subordinados. ¿Quién más vanidoso?
Tendremos, por tanto, que deslindar la luz de la oscuridad como en una de las primeras jornadas del Génesis. Y sin presumir de maestro, definir que “ser personal” necesariamente no exige el uso de la primera persona del singular. Puede un autor emplear eufemismos como “este comentarista”, “el cronista”, “el que esto escribe piensa”, es decir, impersonalizarse un tanto y sin embargo componer un enunciado desbordante de interés, emotividad, ritmo, algunas calidades de lo personal. Con el yo o sin éste y sus variantes pronominales y posesivas, pero con halago de la forma, como establecía Martí, el texto fluirá como auténtica agua de originalidad.
Juicios parecidos podríamos aducir sobre la primera persona en la narrativa o la ensayística. ¿Por qué, si no, resulta tan atractivo el punto de vista espacial del que recuerda o memoriza o narra en singular? Gide confiesa en su Diario que él quería “matar el yo de Pascal, y ahora ese yo lo respeto, lo venero, y me esfuerzo por desarrollarlo”. Se ha sentido tan pálido y tan indeciso, que ha querido “acentuar los contornos de mi personalidad, que estoy puliendo”.
Gide lo confiesa: quiere acentuar el perfil de su ego. Y aunque todos tenemos personalidad, esto es, conciencia, identidad y carácter, en lo que atañe al estilo no todos podemos escribir grabando, como con cincel, huellas personales en la letra. Y de esa distinción provienen las diferencias de peso, como en el pugilismo, entre unos y otros escritores y entre estos o aquellos periodistas. Por tanto, de acuerdo con el criterio de este articulista, el uso del yo disuena en el simple redactor, en aquella expresión que se desplaza sobre lo rutinario. Por tanto, le recomendaría prudencia, tanta como componer un reportaje en tercera persona, y no intentar escribir crónicas, o ensayo literario, géneros llamados a la expresividad, “yoista” por exigencias del tono. En quienes no sobran facultades para distinguirse por el estilo, el empleo del yo disuena como el chasquido de un jarrón al caer sobre el enlosado. Y el chasco sea quizás la razón por la cual los nos discrepantes niegan en plural lo que afirman en singular. O se acogen a la posición donde, según dijo Borges de Sherlok Holmes en un poema de Los conjurados: Viven cómodos: en tercera persona.
El utilizar el yo, por tanto, implica admitir que soy -no este periodista-, soy una forma, una opinión, un estilo afincado sobre los hallazgos de mi personalidad que recicla en forma y aventura únicas lo que piensa o lee. Porque, a fin de cuentas, entre la palabra y el yo se extiende un vínculo. Se deben mutuamente el ser y el parecer. Palabra sin persona, sin lengua carnal que la diga o mano tangible que la escriba, qué será sino huesos mondados en un aula de anatomía. Y por tanto la palabra respira, se mueve cuando un individuo la contamina con sus hechos o sus ideas. Y el individuo, el yo se concreta y se afirma -se identifica- cuando ofrece su palabra húmeda de sensaciones. Y su ser se transparenta en el logos.
Alfonso Reyes decía: Yo quiero que mi vida esté en lo que escribo. Y esa vida para que quede en lo escrito ha de convencer con la autenticidad de un saber articulado en primera persona. ¿Y por qué dejar la vida en lo escrito? ¿Acaso por vanidad? Cuando alguien escribe en la legitimidad del misterio del estilo, es decir, sin que repare en la causa de ese ritmo o de esa imagen, se percata de que es un puente entre las cosas y los hombres, un intermediario entre su vivencia y la vivencia ajena que cimbrará con el temblor del que escribe. Es decir, la vida en lo escrito se transparenta en la fuerza de la personalidad, en ese don clasificado como voluntad de estilo. Y no se orienta, como cualquier “gran hombre”, a compendiar una autobiografía: sencillamente, el escritor necesita contar a través de sí mismo cosas que podrían pertenecer a los demás.
Y más merecería el tabú de la primera persona del singular que se apuntara en su defensa, pero desconozco si algunos de nosotros le darán al yo lo que es tuyo o mío, y me perdonarán mi insuficiente intromisión.
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