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PATRIA Y HUMANIDAD

Literatura

LOS LOCOS NO ESCRIBEN

Luis Sexto

 Del libro de cuentos aún inédito titulado Hojas clínicas

 EN UNA MAROMA UN TANTO LITERARIA me dije  que no leería más libros ajenos, que colgaban de las paredes del cuarto y se aglomeraban en el baño y la  mínima cocina, organizados en  anaqueles por temáticas. El libro que ahora quería leer, que reclamaban mis deseos, gustos, mi nostalgia –mi depresión, lo admito- no estaba allí entre esos títulos comprados pacientemente desde los l7 ó 18 años. Eran  autores que me acosaban por las luces de sus nombres: Hegel, Kant, Spinoza,  Bergson, Joyce,  Pound,  Mann, Santayana, Lezama. Para qué mencionarlos a todos, si alguien podría no creer que esos autores fueran huéspedes de mi casa. Ah, y Vargas Vila, en dos títulos que me prestó Sempé; lo aclaro para librarme de cualquier incongruencia. Todos aquellos me revelaban un estilo como una posibilidad de trascendencia y de ahondamiento en los meandros del alma humana. ¿Qué quería leer ahora? Me preguntaba, pero no sabía: inaprensible como el sueño y los buenos o malos pensamientos de un momento, era la tentación de leer lo que no estaba allí entre mis volúmenes predilectos.

Al atardecer, fui  a consultar con Montes, cuya casa, no distante, se avecindaba en la periferia del Vedado, a merced del viento, el sol y el salitre del litoral que le ahuecaban el repello y la envejecían. Su biblioteca, tan congestionada como la mía, se dispersaba en un sistema de clasificación que en vez de números e iniciales, o temas,  tenía en la lista confeccionada para guía de su lector principal, el color y su tonalidad: verde olivo, rojo cardenalicio, amarillo mostaza, como si se refirieran a automóviles o uniformes militares.

Mi visita  no lo sorprendió: eran frecuentes. Le extrañó, en cambio,  que le pidiera permiso para  introducirme con todas mis potencias en los  libreros que parecían quebrantarse bajo los textos patinados de un polvo que había pasado de un siglo a otro sin que alguien lo aventara. Me miró por sobre sus espejuelos, habitualmente en la punta de la nariz. Mis libros ya no me gustan, le dije mientras revisaba;  tomé un ejemplar, lo hojeé y lo repuse en su hueco. ¿Pudiste imaginarlo alguna vez? Lo pensó unos segundos y me respondió que las mujeres también dejan de gustar. Ah, sí, como si pudieras fabricarte una mujer cada vez que quisieras, dije.

Entré en su cuarto, donde la cama de soltero se mantenía bloqueada por más libros, supongo que los de cabecera. Continué registrando, hojeando. Son los mismos. Manoteé sobre la pierna derecha. Con alguna salvedad, aclaró, y comenzó a enumerarlos: Onetti, Posse, Rulfo… No me sirven, dije. Muy elementales. Y él se encogió de hombros con la misma parquedad de sus mejores diálogos narrativos.

Yo no me explicaba esa depresión que me hacía añorar un libro único, distinto, que tuviera el color de mis nostalgias. Los lectores de hábito invariable me comprenderán; quién no ha tenido ganas de comer un plato diferente. Me parece que  me sobran cojones –dije desacostumbradamente. Y como tampoco tienes lo que yo apetezco, voy a escribir el libro que me gusta y no hallo.

Montes puso en duda mi propósito y me preguntó de qué iba a escribir.

Acabé de introducir en el anaquel el último tomo hojeado.

-No dices que estoy viejo. Pues, de qué hablan los viejos, a ver.

-De su vida, su historia. La repiten hasta el aburrimiento. Y lo peor es que no dan cuenta de los bostezos ajenos.

Abrió la boca cuando contraataqué con una idea que podía haber sido suya: que los libros dan segundas y terceras oportunidades, puedes rescribirlos, y se limito a recomendarme que me cuidara, puedes decir lo que no es verdad, o lo que les corresponde a otros. Volvió a mirarme por sobre sus espejuelos y me dijo: Espero revisar el original. Podría ser, pero con la condición de que no corrijas nada, porque las historias de los héroes no se retocan. 

Mientras se quitaba los espejuelos de aro, sonrió con el reojo de la burla convertida en un cristal irónico. Caminó hasta la cocina mientas decía: Pareces obsesionado, poseído. ¿Místico ahora?  Pero en verdad estás fabricando un pretexto para abandonar tu retiro; necesitas acción; ese es tu vacío: no tener un punto Omega y empezar a retroceder hasta Alfa, y recomponer alguna historia vacilante, casi increíble, y que nadie todavía  ha creído,  y llenó una copita de vino de marañón, rosado y dulce,  receta que había conseguido en la casa de una amiga de Santiago de Cuba, poetisa y visionaria.

Permanecí ensimismado, mirando por la ventana las olas que en esa época de finales del año se agotaban descargándose sobre el muro y los arrecifes.

-Bernal, Bernal…

Me volví. Y dijo: carajo, te lo tomas muy en serio; lo sé bien: nunca has guardado los documentos de tu vida. Apenas apuntas una frase ajena, no escribes cartas, y tu diario se quedó en blanco cinco días después de haberlo comenzado. Bueno –dije-, algo sé de la teoría del doctor Francis Ramayana, el indoamericano.  Se titula La dimensión impalpable. La quinta dimensión, el espacio-tiempo anterior al momento que sigue, incluso a la destrucción. Nada desaparece, nada se destruye. La vida es un libro de páginas incorruptibles. Un tronco de capas sucesivas. El punto Omega estará en papeles que no podré leer.  Pero  los rescataré del tiempo transpuesto. Rota la inercia, el punto cero será el mayor peso del mundo.

-Estás  loco -dijo Montes.

 

 NOTA AL MARGEN: El paciente preguntó: Los locos no escriben, ¿verdad, doctor? Y el médico le respondió que Lu Sing escribió Memorias de un loco. Desde entones busca colores originales, traslúcidos para pintar sus visiones.

EL TESORO DEL MALLORQUÍN

Luis Sexto

Del libro El último viaje del diablo y otras historias cubanas de bolsillo

Editorial Letra Viva, Coral Gables.

 http://www.amazon.com/dp/B00J72L0W4

 

Todavía algunos creen ver a Pepe el Mallorquín por las calles de Santa Fe, la segunda población en importancia, pero la primera por su origen, en Isla de Pinos. Desde 1823,  el cuerpo de el Mallorquín desapareció en un sitio aún ignorado, aunque la presencia del pirata  parece custodiar sus tesoros,  tan secretamente enterrados como el cadáver del fantasma que los ronda, tal vez cerca del lunar de monte tupido, entre palmas barrigonas, bejucos y rala manigua, donde se malparaba el rancho que el Mallorquín habitaba con la Vinajeras.

El Mallorquín fue un pirata menor. Parece haber estado comprendido sin nombre  en un mensaje del presidente James Monroe, convocando la cacería contra esos bandidos, señores de  embarcaciones y  botes  sin porte “que no se divisan a la distancia y que se esconden en las pequeñas ensenadas de Cuba o de Isla de Pinos”. En 1821 deambulaban por los mares azules y broncos de Caribe y el Atlántico unos 2 000 piratas, cuyos cofres de saqueos y destrucción de propiedades atesoraban 20 millones de dólares, con la consecuente crisis en las compañías aseguradoras.

Las actas históricas atestiguan que el Almirante David Porter encabezó una flotilla compuesta por los bergantines Enterprise y Spark y las goletas Shark y Porpouse y Gampus. Inglaterra y España sumaron sus fuerzas a esta especie de safari marítimo. Las cuentas resultaron muy favorables a las potencias: la marina norteamericana  capturó o hundió  79 barcos, 62 cañones y 1300 bandidos; la británica, 13 barcos, 20 cañones y 291 hombres, y la española cinco barcos y 150 piratas.

Entre tanta gente de mar y de mal cayó seguramente Pepe el Mallorquín, bajo el crujir de los cabos y el palo mayor de La Barca, su barco. Se llamó en el nacimiento José Rives, cuyo apellido figura entre los fundadores de Santa Fe en 1809. Al Mallorquín se le recuerda con el ropaje de los bandidos buenos. Aunque nacido en Mallorca, se vinculó a  Isla  de Pinos, por ese tiempo descuidada por España, y se erigió en protector de sus habitantes. Ninguno de sus socios de piratería podía robar a ningún pueblucho o establecimiento pinero. Posiblemente por ello, el Mallorquín pasee todavía por las calles de Santa Fe, y algún iluso aún  tantee la manigua buscando el tesoro escondido de ese pequeño pirata que en La Barca nunca dispuso de más de un cañón, que le fue suficiente, según los vientos de la historia y de la leyenda, a su  coraje, habitualmente activo y salado.

Con la inseguridad del que ha olvidado algo que no debe olvidar, el Mallorquín le recordaba a su tripulación que cuando él muriera se aseguraran de que estuviera verdaderamente muerto y lo llevaran a descansar en los brazos de Rosa Vinajeras. Por esos bosques, cerca de las paredes medio derruidas y mohosas de una antiquísima iglesia, entre bejucos y ramajes, donde dicen que comenzó Santa Fe, quizás  Pepe el Mallorquín ha dejado creer que el pirata tiene cerca su mejor tesoro, el único que podemos buscar con la posibilidad irremediable de hallar: una mujer a cuyo lado pasar todo el tiempo de los difuntos.

 

PARECIDO A LA VIDA

PARECIDO A LA VIDA

Luis Sexto, @Sexto_Luis

Este domingo 11 de mayo, se cierra el centenario del natalicio de Onelio Jorge Cardoso 

EN  SU LIBRO TITULADO UN POCO MÁS ALLÁ,  la doctora Denia García Ronda apunta  que Onelio Jorge Cardoso no fue reconocido como cuentista de obra singular hasta 1962, cuando José Rodríguez Feo lo leyó, se asombró y lamentó que los críticos, incluido él,  lo hubiesen negado prejuiciadamente durante 20 años. A fin de cuentas,  para que habrían de leerlo,  pudieron haber pensado,  si un guajiro no hablaba de otra cosa que no fuese de la tierra,  y  de personajes criollos con diseños más propios de la sociología que de la literatura.

Con su estilo cargado de valores estéticos y éticos, y señor de las estructuras del cuento breve, si no fue reconocido a tiempo por la crítica -que solían ejercer escritores insertos en temas, técnicas  y escuelas distintas a las del autor de Taita, diga usted cómo-,  Onelio Jorge  Cardoso debió de recibir, en cambio,  la aceptación como periodista. Los lectores de Bohemia y Carteles no debieron de pasar la página ante aquellos textos donde el cuentista trasmutado en periodista escribía sobre la gente sin nombre y sin historia. Mayormente se limitó al reportaje. Y era natural. El reportaje es el género periodístico más ligado a la narrativa. En esencia, un reportaje consiste en narrar una historia mediante personajes, acción, descripción, diálogos. Como un cuento sin ficción.

Pero no tendríamos ninguna razón si separáramos, en la forma, el cuento y el reportaje, el periodismo y la literatura. El estilo de Onelio Jorge, tanto en el periodismo como en la narrativa, se caracterizó por su atmósfera poética, mediante una prosa rítmica, entreverada de tropos y con tendencia a definiciones que podríamos llamar “filosóficas”. Se le aprecia, además, una evidente capacidad de concisión, claridad, y sobre todo, desde el principio, una voluntad de despertar el interés del lector. Estos, obviamente, son rasgos periodísticos que él trasvasó a su literatura. Claro, fue un periodista literario: mezcló las normas del periodismo y las técnicas y el estilo de la literatura para escribir sus reportajes y crónicas. Es decir, enriqueció, sin falsearla,  la verdad periodística con un tratamiento artístico. Y en dirección opuesta, benefició la ficción despojándola de palabrería y desnudándola hasta la esencialidad. Por ejemplo, cuando en su cuento El homicida, dice que el hombre venía caminando “con un pie descalzo  y el otro no”, es decir, venía con un solo zapato, ese dato es una observación periodística, por su exactitud, que redondea y define  la percepción literaria del personaje. Una descripción parecida emplea en Vicente Torres Tur, navegante, reportaje publicado en la revista Carteles en 1958, al decir que el  marinero, de 80 años,  maniobraba en medio de un temporal con una mano sana y la otra tullida, detalle corporal que en el enunciado periodístico logra prestigio literario por la singularidad del personaje. Según mi parecer, no sugiere tanta exactitud la fórmula de con su mano sana maniobraba… Porque realmente en una emergencia hasta la inservible podría ser útil.

 Entre los reportajes y los cuentos de Onelio Jorge hay vínculos recíprocos. Desde luego, a pesar de las tangencias, hay diferencias estilísticas y de tratamiento: en un cuento, las sugerencias son  fundamentales; el periodismo, en cambio,  se apoya en la precisión de las evidencias. Y en ese mismo sentido de las definiciones establecidas, la metáfora en la narrativa literaria suele ser más abstrusa, más difícil de decodificar, aunque, tanto en ambas formaciones estilísticas, el tropo opera como recurso que, además de acusar una voluntad estética, ejerce una función cognitiva.

Onelio Jorge  Cardoso escribió como uno de los mejores periodistas literarios, o de los mejores escritores periodistas de Cuba. ¿Quién negaría la afinidad entre ambos? Es el mismo autor lleno de humanismo, de dominio de la síntesis y con una característica tendencia poética en la prosa, aunque en sus reportajes se detectan descuidos formales y en su otra colección, Gente de pueblo nuevo, reportajes escritos a partir de 1959, ciertos lectores – y ya también lo estimo así- aprecian una ruptura, y lo que antes era más poético, más literario, es ahora menos interesante en su factura. ¿Por qué? Tal vez  porque empezó a escribir desde el poder: sus ideas políticas también participaban de la Revolución que sus cuentos y reportajes anteriores a 1959 habían prefigurado mediante la denuncia y la crítica. Ahora, para Onelio Jorge, había llegado el momento de la apología.  

Volvamos a Gente de pueblo,  y veamos el primer párrafo de Somos piedras que rodamos: “Vamos a la Laguna de la Leche en Morón. Nos lleva Jesús Alfaro, pequeño, enteco, descalzo y humilde; con su viejo barco que se parece a él no sé por qué razones. Quizás porque el hombre está lastimado  por los mil trajines de muchos días iguales sobre su vida, y el barco por las cargas distintas que lleva todos los días iguales”.

¿No podría comenzar de esa manera uno de sus cuentos? ¿Acaso no empezaron muchos   con esa hondura poética que más que en el realismo a secas inscribe a Onelio Jorge Cardoso en el realismo social poético? Más  bien, en el realismo humanista, porque su cosmovisión socialista está siempre presente en el amor hacia sus personajes;  en su enorme simpatía por el ser humano y en la maestría del lenguaje con que lo construye. En la sumaria descripción del patrón Jesús Alfaro, utiliza lo que Leo Spitzer llama enumeración caótica y Jorge Luis Borges enumeración dispar, es decir, mezcla  lo físico y lo moral de modo que podría litigar contra la lógica de la gramática y de la cordura del periodismo, pero no contra lo extra lógico  de la literatura.

 Mi ignorancia no dispone de indicios para asegurar que estudió periodismo, aunque se graduó de bachiller. El autor de El caballo de coral –nacido en Calabazar de Sagua, Villa Clara,  el 11 de mayo de  1914- transitó por múltiples labores: vendedor viajante de medicinas,  maestro de primaria, aprendiz de laboratorio fotográfico… Y como sabía escribir, porque ya desde 1945 recibió el premio de cuento Hernández Catá  por Los carboneros, y después publicó  su libro Taita diga usted cómo, quizás debió de leer a muchos y recomendables autores. O posiblemente a pocos, que le bastaron para prepararlo en lo reglamentario, porque no habituaba a citar frases ajenas, ni a autores como créditos de su saber. Pero los aciertos narrativos de Onelio Jorge no provienen del azar, de un afortunado e intuitivo “tocar la flauta del burro”. Porque los repitió como sistema: como conceptos éticos y estéticos, y  estrategia ideotemática prefijada y madurada en conciencia creadora. Su nombradía latinoamericana se corresponde con el dominio de sus facultades narrativas y estilísticas. 

Al cumplir, 70 años lo entrevisté. Acepté la tarea dichoso y agradecido. Entonces yo era colaborador de Bohemia, aspirante a integrar la plantilla de la más antigua Casa entre los medios cubanos. Yo no lo conocía de cerca. Simplemente lo admiraba. El culto por el escritor partía primeramente de mi respeto por los ancestros, los antecedentes, los modelos, porque nunca tuve panza de Buda, ni complejo de Colón. Por tanto, me resabía el argumento y la forma de los cuentos primordiales de Onelio; recordaba en retahíla el nombre de sus personajes, y el tenerlos obedientes a la simple enumeración, sin haberlo pretendido en un ejercicio de memoria, era para mí una prueba de la prominencia literaria y la hondura humana de los textos del maestro de Mi hermana Visia, cuento adolorido en su humana observación de la persona y su circunstancia.

Me le presenté una mañana en su oficina de la UNEAC, y al plantearle mi intención, se resistió. No precisé si porque no conocía la marca del entrevistador, o se había contagiado con la filosófica suspicacia de alguno de sus personajes, y aún  no había podido medirme la caja del cuerpo. Pero lo vencí con un argumento: vengo en nombre de la revista de la cual usted fue colaborador especialísimo. Lo acató, y me prometió responder el cuestionario. Antes de marcharme, le comenté fuera del formulario escrito, que a mi parecer él se había adelantado a Rulfo al renovar en lenguaje, síntesis e intensidad el cuento latinoamericano, sin soslayar  a la ruralidad esencial de la región. Y él, mirándome sobre los espejuelos, dijo brevemente, como socorriéndose del lugar común que asiente sin afirmar: “Bueno, eso lo dice usted…”

Dos días después me sorprendí al notar que las respuestas habían sido escritas entre dientes. A la pregunta de cómo escribía un cuento, si inventaba la fábula, o tomaba la anécdota de la realidad, me respondió en un tono que aprecié como de cólera. “Mire, eso de escribir es un problema tan delicado como para estar inventando anécdotas, y la realidad, si no más, es tan rica como la imaginación. Total que habría mucho que hablar...” 

Por esa confesión, podría uno asociar periodismo y literatura en Onelio Jorge Cardoso.  Esto es, si en la década de los 1950 y hasta los primeros años de los 60 viajaba  a provincias los fines de semana, acompañado al principio por el fotógrafo José Tabío Palma,  con el plan  de hallar historias que contar en revistas y periódicos,  resulta un tanto razonable suponer que esas vivencias lo ayudaron también a  encontrar  personajes y  circunstancias de sus cuentos. Como en un trasvase de la realidad a la ficción.  Un escritor, además de leer y escribir, necesita vivir. Y para un escritor, viajar -andar y ver-  compone  una fórmula  ideal de vivir.

Pude pensar  también que Onelio era un hombre amargo, ríspido. Sus respuestas se constreñían en una capsular parquedad, como su estilo. Pero después nos conocimos más de ojo a ojo. Y su bondad guajira -que a veces se le disfrazaba con una malla de hoyos minúsculos para que no se filtraran las moscas o los mosquitos- me autorizó la confianza. En 1986, le pedí algunas cuartillas con el propósito de difundirlas como servicio especial por los circuitos de Prensa Latina, agencia de noticias donde yo era jefe de la redacción cultural. Me advirtió que hacía tiempo no escribía. Sin embargo, estaba pensando volver a sentarse a la máquina y me prometió que el primer texto sería para mí. Semanas más tarde me telefoneó; lo visité. Cuca, la esposa,  me abrió. Onelio iba a bañarse, pero no me permitió esperar: salió a la sala en el libérrimo  short y domésticas chancletas y me entregó la crónica sobre un reciente viaje a Yaguajay, acompañado del poeta Raúl Ferrer. Habían visitado al central Narcisa, fábrica de azúcar en cuya escuela ambos, siendo jóvenes,  levantaron cátedra de llaneza magistral y de tierna pedagogía. Calificarla de hermosa, buena, bella, linda, equivaldría a lacerar la memoria de aquella crónica. Era un original propio de Onelio: con toda la fineza con que excavaba en lo más poético de un paisaje, lo más afilado de una emoción, lo más lancinante de un dolor. Le asigné un turno en una próxima emisión de notas culturales de la agencia.

El final de la historia no era entonces previsible. Días después murió. La muerte suele ser también más rápida que el periodismo. Y aquella crónica circuló por las redacciones de los clientes de Prensa Latina como el testamento literario del narrador que, en simbólica coincidencia, moría casi a la par que Juan Rulfo, fallecido días o semanas antes.

Todavía me pregunto la causa de aquella rispidez de Onelio cuando fui a entrevistarlo. Podría evocar mil razones especulativas o someras y podría actuar injustamente. Me inclino a concluir que la modestia de Onelio se protegía de los entrevistadores y las entrevistas. Porque al marcharme le dije que en otro momento, cuando él dispusiera del tiempo y la paz que ahora le limitaban los sucesivos homenajes por su cumpleaños 70, yo lo entrevistaría indagadora, largamente. El, mirándome como solía, por sobre sus espejuelos, me recomendó:

-Sí, está bien; pero demórelo bastante.

        

MI DESCONCERTANTE AMIGO SAMUEL

MI DESCONCERTANTE AMIGO SAMUEL

Luis Sexto 

El  inmediato 31 de marzo, el poeta, narrador, folclorista y pintor Samuel Feijoo redondeará el centenario de su nacimiento. Privilegiado he sido al haber merecido la amistad de un hombre tan original. Así como lo recuerdo, lo conocí y lo quise

“¿CREES QUE ESTOY LOCO?” LA PREGUNTA DE Feijoo me desconcertó como un golpe bajo del boxeador que él había sido. Tuve que apretar el timón y mantener la vista derecha. Viajábamos por la avenida de Rancho Boyeros hacia El Cacahual y otros  poblados  cercanos a La Habana.  Según suponía entonces,  el autor de Juan Quinquín me clasificaba entre sus amigos clandestinos. Porque cuando  venía a la capital desde Santa Clara o Cienfuegos y me pedía que le diera una vuelta en automóvil, también me recomendaba que no  hablase entre escritores de nuestra confianza.

A qué grado de peligrosidad habré llegado durante la década de los 1980. Tal vez me protegía. Porque el peligroso podía haber resultado él con aquel gesto excéntrico de aparecer en TV con un tibor en la cabeza, o decir en la Revista de la Mañana que entre Reagan y un mojón votaba por ese desecho maloliente que no es el hito que exhibe el nombre de calles y carreteras, con el consecuente riesgo de alarmar a los que en Cuba tildan de loco a cualquiera que se aparte de las avenidas principales para circular por las secundarias.

-¿Dime? - apremió la respuesta. 

Mirándolo por el rabo del ojo le vi su perfil de hombre ahondado, que no hundido, en la mansa espiritualidad de sus libros de poemas; quizás un tanto irónico en la  media sonrisa de sus ojos. Y reí mientras le decía  que yo no era psiquiatra.  Ripostó   muy serio:

-Yo no estoy loco.

Pensé seguir lo que creía un juego añadiendo: Eso mismo creen los locos. Pero no quise llevar la confianza hasta el borde de una duda que hiciera parecer choteo, lo que era simpatía por aquel viejo tan respetable y admirable bajo una fantasmal cubierta de contradicciones y dislates.  Un tanto solemne ratifiqué mi verdadera opinión:

-Lo sé, Feijoo, usted no está loco.

 Por cuanto yo sabía de él y de mí, la relación entre dos locos encarnaba un explosivo y altísimo electroshock, y Feijoo amparaba, con el sigilo nuestro dúo confidencial de conversadores telefónicos y paseantes de ocasión algún domingo silvestre.  Me había inscripto entre los pupilos del superfluo manicomio dispuesto  por la santa orfandad de las ideas, ese conglomerado  que   no sabe qué envidiar o qué rechazar o maldecir, en cuantos les estorban o les impiden meter la pata impunemente.  Samuel me diagnosticó e ingresó, por su cuenta, en su mismo pabellón. Conservo una dedicatoria manuscrita en la que me entregaba  hoja clínica tan honrosa, honrosa porque él la colgaba de  su crédito, en la dedicatoria de uno de sus libros: “Al loco Sexto, de Feijoo, Loco uno.”

 Presumiblemente olía algo torcido en mi vida, aunque a veces registraba mis pupilas y pontificaba que “eres noble, las tienes pequeñitas”. Pero todo lo dicho sobre mí, o sobre él,  ya es comadreo. Prosa rastrera de las tolderías literarias. Lo humano, lo ejemplar se muestra en mi afecto por Feijoo. Lo quise desde cuando lo empecé a leer. Hace unos días, una amiga escritora me comentaba en un mensaje electrónico cuán difícil era hallar un hombre o una mujer enteros, íntegros, detrás de dos libros publicados. Aún no le he respondido. Dejo pasar las horas para que no se aburra de mi cháchara. Le responderé que agradezcamos que los libros sean leíbles. Lo demás, la organicidad entre obra y ética personal no pertenece a la literatura, aunque León Bloy sostuvo que la palabra más repetida definía el signo humano del escritor, en un trasvase semántico de la fibra espiritual  a las cuartillas. Quizás ese trasiego añada o reste una gota de luz al talento y a la obra. Hace años sometí a conteo dieciocho cuentos de Félix Pita Rodríguez y corazón es, según mi cuenta, la palabra más recurrente del autor de Tobías.

Nunca he cribado las palabras de Feijoo para averiguar cuál era la predilecta, la repetida y repetible. Probablemente  fuera limpio, porque él se obsesionaba por despojarse del churre de la hipocresía, la vanidad, los cascabeles de cobre de la petulancia. “Loco, ¿tú crees que yo estoy loco? Todas mis locuras son para limpiar mi vida de los cagajones del orgullo, de las ceremonias indiscretas”. Eso me dijo aquella mañana de principios de los 80. La limpieza le atañía y la valoraba en los demás.

Tras la lectura de su libro Cuentacuentos, en 1976, hilvané 40 líneas que publiqué en el periódico Trabajadores, todavía quincenario. Encarecí la lozana cubanía, la solidaria simpatía  de sus personajes, la importancia de no llamarse Ernesto ni Juan sino de ser. Ser… Quizás esa fue otra de sus palabras preferidas. A la semana recibí un telegrama que agradecía mi “limpia crítica”. Entonces no nos conocíamos de cara y voz. Luego empezó a llamarme durante sus visitas a La Habana. Me invitaba a Cienfuegos. Me prometía libros de la suculenta colección de la Universidad Central. Pero no supe caer en la cimbreante tentación de  la culebra frente a la vulnerable Eva. El precio no podría seducir una visita que yo hubiera realizado solo para dejarlo en su casa, como amigo, como creyente devoto de su magisterio y su honradez.  A otros, tan queridos como Samuel, los dejé esperando por el pudor de no aprovecharme de las necesidades ajenas. Ese rasgo de abnegada discreción está sobre todo en Feijoo. ¿Habré aprendido a no decir “qué me das a cambio”  en sus poemas, en sus notas de historiador del ingenio y la intimidad del pueblo?

En las décadas de los 70 y 80, recorrí frecuentemente  a Cuba. Entre la gente  aprecié actos y actitudes que me conmovían. Y pretendí articular cuentos, fabular sobre personajes y conductas procedentes de la realidad, destacando subliminalmente valores éticos como la solidaridad, la valentía, la abnegación. Le envié los tres primeros a Feijoo. Sin mucha demora, me remitió una carta con la sentencia que resumo de memoria, porque no quiero registrar en mi ya desflecada papelería  para hallar aquel papel con el membrete de la revista Signos y garabateado con una letra ancha, como tragándose el espacio en pocas palabras. Decía: El primero, lo incorporé a una antología de cuentos de humor; el segundo, lo envié a Bohemia para su publicación, y el tercero… el tercero ha quedado sobre mi mesa mirando al techo.

Ojalá los hubiera castigado a los tres y aún permanecieran mirando hacia arriba desde su buró. Tendría hoy menos de qué abochornarme. Recuerden, en un acto de indulgencia, que parte de la culpa de hacerlos públicos pertenece a Samuel.

Nos vimos por última vez un domingo de 1992. Hacía meses que sus noticias no llegaban a casa. Con mi esposa y mis dos hijos –todavía el menor no había partido definitivamente a lomo del ángel  de la deshora-, bebíamos guarapo, en 21 y 12,  o cerca de allí,  en El Vedado. De pronto, vi a Feijoo  que  venía andando desde la avenida 23. Le salí al encuentro con mi vaso en la mano. Y mientras le decía con gozo: ¡ah, carajo, está perdido!, pretendí abrazarlo. Pero armó rápidamente su guardia: quería defenderse. ¿De mí, Feijoo? ¿Acaso no me reconoce?  Solo me miró desde una cara en blanco. Siguió. Y dobló en la esquina hacia la derecha. Quedé  braceando en el desconcierto. Luego me expliqué la causa. Ya no era mi amigo Samuel.  Semanas después, murió.

Mi teléfono aún siente nostalgia de los timbrazos de Feijoo. Quería en él a uno de los poetas más hondos, acendrados, místicos de Cuba, cuya sabiduría oscilaba en el equilibrio entre lo mágico, lo culto  y lo popular. Ahora podemos sucumbir a la tentación de olvidarlo. Pero cuando pasen la presunción, las claques, las corporaciones de laureles recíprocos, persistirá la obra de Feijoo.

En mi casa le agradecemos aquella amistad clandestina y el tacto desconcertante con que evadía cualquier homenaje, cualquier tratamiento especial de nuestro afecto. Una vez  llamó a casa y mi mujer aprovecho la coyuntura para rogarle que viniera a almorzar.

-¿Qué le gustaría comer?

Y Feijoo la desmanteló a través del teléfono con el deseo de un plato único:

-Un bisté de nalga e’pulga, mi’ja.

¿SE SUICIDÓ EL POETA RENÉ LÓPEZ?

¿SE SUICIDÓ EL POETA RENÉ LÓPEZ?

Luis Sexto

Las fuentes, las fuentes, nunca se insistirá bastante en las fuentes

La anécdota se me puso delante registrando la Internet. En síntesis contaba  que el poeta René López  se había suicidado de una manera casi teatral.  La noche del  12 de  mayo  de 1909 -otros aseguran que fue el 13 de mayo-, concurrió a un restaurante entonces ubicado en la Manzana de Gómez, en La Habana; comió  como un emperador romano; al  final  pidió coñac; mezcló el licor con cianuro, y al beberlo le dijo al camarero: Dígale al dueño que esta comida la vaya a cobrar al infierno.

Como anécdota, interesa por la forma tan insólita y estridente de morir. Como verdad histórica quizás obligue a obrar como este comentarista, a quien le pareció apócrifo, incierto este episodio, y por tanto repasó la vida de René López, prometedor poeta muy conocido entonces por uno de sus poemas, Barcos que pasan, publicado en El Fígaro, en 1904:   

“Oh, barcos que pasáis en la alta noche/ por la azul epidermis de los mares,/ con vuestras luces  que palpitan/ al ósculo levísimo del aire,/ rubís ensangrentados sobre el lomo/ de gigantescos monstruos de azabache:/ ¿A dónde vais por la extensión sombría,/ guerreros  de la noche, infatigables/ paladines que sueñan la tormenta,/ como aquellos cantores medievales,/ la lanza  en ristre, la mirada torva,/ morir cantando en sin igual combate? / ¿A dónde vais, oh, barcos misteriosos/ por la azul epidermis de los mares”.  Y continúan  tres sonetos más, sonetos sin rima  consonante aunque  casi no puedo decir que de rima asonantada.

Revisé, pues, uno de los tomos correspondiente a  la poesía lírica en Cuba,  en la obra titulada Evolución de la cultura cubana,  y el autor José Manuel Carbonell dice que René López, poeta con influencias de Byron, Casal y Salvador Rueda, murió por efectos de los estupefacientes: era un adicto..  

Pero no me bastó, porque la confrontación de fuentes es principal recurso de los investigadores, y revisé lo  publicado por el escritor Arturo R. de  Carricarte, íntimo amigo de René López, incluso albacea de su obra, y lo describe como un morfinómano.

El poeta Federico Uhrbach acusa también  a las drogas. Y en la revista Letras, en mayo de 1909, evoca al así poeta  recién fallecido: “Su verso fue su vida, su accideantada vida que él se gozó en mermar constantemente, tal vez por exigencias de su temperamento pasional y enfermizo, tal vez por exigencias de su espíritu, que necesariamente huraño y melancólico en nuestro medio hostil y refractario a toda concreción de la belleza, sintióse altivo y solo entre el oleaje de las muchedumbres, y no supo —o no quiso— ceder a las ruindades del ambiente,  prefiriendo, tenaz en su aislamiento, el engañoso encanto con que abrevian la vida, fantasmagorizando placeres y dolores, con su cristal de aumento milagroso, los ponzoñosos  filtros de los artificiales paraísos” (subrayado de Luis Sexto).

Igualmente los hermanos Pedro y Max Enríquez Ureña, dominicanos eruditos en la historia literaria de Cuba y otros países de América Latina aluden a la misma causa de muerte: intoxicado por las drogas. Alberto Lamar Schweyer dictamina tajantemente: el vicio lo mató.

Recientemente, Cira Romero, investigadora del Instituto de Literatura y Lingüística, por lo general muy atinada en sus juicios y en sus datos, apunta en un ensayo que René López fue víctima de la morfina.

En fin, fue un poeta malogrado.  Tenía 27 años al morir. Atacado por la melancolía, su vida fue como un rehuir la realidad. Había  perdido a la madre tempranamente, y mantenía  una enconada relación con su padre.  Poéticamente, lo vinculan un tanto festinadamente  al Modernismo de  Rubén Darío y  Julián del Casal.

Quizás su espíritu, aquejado por frustraciones de índole familiar,  se asoció a un romanticismo actualizado, un tanto ecléctico. Si hubiese sido cierta la anécdota, habría sido escamoteada por un pacto  de silencio entre sus amigos, la prensa de la época y los historiadores. Pero, de ser cierta, el suicido de René López, marcado por el frenesí y el sarcasmo, posiblemente haya ocurrido en un rapto de locura, porque el carácter del poeta, según sus amigos, era débil y tolerante…

(Difundido en el programa Epigramas, Radio Progreso, La Habana) 

UN LOCO MUY RARO

UN  LOCO  MUY RARO

Luis Sexto

Anécdotas cubanas

El caballero Pierre Franquesnay se despertó  dispuesto a echar sus pulmones al mar. Era el segundo del señor De Pouncay, gobernador francés de la Tortuga.  Situado  a seis leguas de la costa noroccidental de Santo Domingo, ese islote era el refugio donde tenía asiento la Hermandad de la Costa, liga filibustera  compuesta por hombres  cuya vida oscilaba entre el viento,  la soga, la espada y el lecho compartido con  damas de cualquier linaje.

Dicho sin mengua de los oropeles otorgados por la monarquía francesa, monsieur Franquesnay practicaba  otra  profesión más provechosa y de más poder y prestigio. Su  fama se asociaba en estas aguas a Grammont, Graff, Vanhorn, nombres que al ser voceados obligaban a persignarse a quienes los oyeran.  La mañana de que hablábamos, comenzó a enrolar a su gente: unos 400, enumeraron ciertos historiadores; 800, contaron otros. Nadie pidió dinero por adelantado. Aún se regían  por la norma de la  chasse-partie, fórmula de distribución  fundamentada -si de principios osara alguno hablar- en la única regla inviolable de la ética del filibustero: sólo habrá riqueza si hay presa. A veces  bajaban de sus veleros, y entraban en la Tortuga, o en cualquier puerto impune del Caribe, cargando la liviana cruz del dinero sobre sus hombros o sus cabezas. Entonces los habituales portadores de la muerte, en vez del miedo alentaban la alegría de mujeres, taberneros y comerciantes… 

Mientras se aprestaban, Franquesnay  observaba desde el puente el ajetreo en varios de los alados veleros bajo su mando. Sus hombres partirán mejor vestidos que cuando atracaron semanas antes.  Más gordos, menos pálidos. Se habían recuperado de la última campaña. Confiaba en ellos, como en sí mismo. Eran hombres que  les daba igual estar vivos hoy y difuntos mañana; tampoco les inquietaba que ningún devoto encargara una misa, en caso de ser fieles a Roma, o murmurara una oración si fueran seguidores de Calvino, para que el tránsito hacia el olvido les fuera parco en maledicencias. El día más importante  era el que cursaba, y los mejores zapatos, aquellas  botas  que calzaban hasta para dormir y cuyas fronteras de cuero  desbordaban  por momentos las rodillas o  no pasaban de los tobillos.   

El capitán decidió que ya era fecha y hora de hacer velas hacia Santiago de Cuba. Transcurría el mes de noviembre, aunque otros datos se refieren al de agosto del mismo año de gracia: 1677.  Anclaron  en una caleta situada a unas cinco o seis leguas  a barlovento de la ciudad. Pretendían presentarse por tierra, puesto que por agua, en el interior de la bahía, los atacantes se podrían a merced de los cañones de los castillos de San Pedro de la Roca, La Estrella y Santa Catalina.  El caballero Franquesnay dividió en  grupos a su banda: unos andarían por delante, como de vanguardia. Cerca de la costa, contactaron con Juan Perdomo. Hombre ciertamente sucio, de roto atuendo, les pareció también un tanto deslucido de mente, porque, dicen crónicas apócrifas, que  el criollo sacaba a veces la lengua, o miraba como embobecido las espadas y sables de los filibusteros.

-¿Sabrás llevarnos?

Perdomo dijo que sí haciendo aspavientos con las manos y la cabeza.

 Evitando los descampados, discurrían por el monte entre árboles cuyos nombres no podían reconocer, porque ese   inventario sólo interesaba a gente de paz.  A veces,  las zancadas aplastaban bejucos y otras yerbas rastreras. El grupo más avanzado se detenía cada cierto trecho, porque Perdomo  se paraba, olía el aire, miraba a las nubes, y luego instaba a forzar el paso, aunque reteniéndolo de vez en cuando al llevarse la mano a la oreja.

Franquesnay, en cambio, andaba empeñoso. No tanto por la codicia, cree el  cronista, como por la venganza. El año antes, el gobernador  de Santiago de Cuba, Guerra de la Vega, se había negado a pagarle rescate por el gobernador y el deán de Santa Marta,  puerto de las costas del sur de América. Posiblemente –pensaba- los hombres de la delantera ya podrían haber avistado el campanario de la catedral, el botín más llamativo entre las riquezas de la villa fundada por Velázquez. De pronto un grito: ¿Quién vive? La misma voz respondió: ¡Santiago! ¡Cierra España y a por ellos! El capitán se irguió, miró en torno y conciliándose con la sorpresa, mandó a disparar para el rumbo  de donde había volado la voz de ataque. Tras los primeros arcabuzazos, los de enfrente respondieron. El humo empezó a cubrir el monte; blasfemias e insultos rozaban los árboles, y las balas y los sablazos picoteaban las ramas, y  las gotas de sangre  quedaban colgadas de las hojas…

Los relatos no son muy exactos, porque los que se atrevieron a contar los hechos, no entendían cómo de la quietud y la cautela pasaron los filibusteros, como en un tajo de espada, a una pelea a ciegas. Monsieur Franquesnay halló un segundo para preguntarse con quiénes habían topado;  aquel grito de guerra español, de qué fuerza habría venido sin que ninguno de los grupos  de la avanzada se percatara. Ordenó con voz violenta el fin del fuego. Los filibusteros se congregaron desconcertados: varios heridos; más de diez  muertos.

El capitán y segundo de la Tortuga, reclamó enfurecido dónde, dónde estaba ese  tonto,  ese dementado guía. El silencio dio el  informe exacto...

No tan lejos, mientras repetía entonando a media voz Santiago, cierra España, cierra España, Santiago,  iba Juan Perdomo por los trillos que desembocaban en la ciudad, a ver si topaba con el batallón que el gobernador  habría podido alistar  al oír los tiros.

 

Tomado del libro inédito de Luis Sexto: El primer viaje del diablo  (Historias cubanas de bolsillo)

¿LA VERDAD SOBRE EL CUCALAMBÉ?

¿LA VERDAD SOBRE EL CUCALAMBÉ?

Luis Sexto

UN GUAJIRO LLAMADO EL CUCALAMBÉ, título aún en librerías, presenta  pruebas  sobre la causa de la abrupta desaparición del cantor campesino, el artífice venerado de la décima nacional. Los hechos que aquí conoceremos, de ser irrefutables, jamás podrán lastimar los créditos de El Cucalambé en la cultura cubana. Ese mensaje nos deja este libro tan desconcertante

De Juan Cristóbal Nápoles Fajardo, salvo sus más celebrados poemas, desconocíamos datos fundamentales: Desde el origen y la formación de su seudónimo, Cucalambé, hasta los móviles de su desaparición. Durante decenios ciertos críticos especularon tanto que le asignaron, por ejemplo, un origen en lengua inglesa al seudónimo que Nápoles Fajardo fraguó para siempre en las letras cubanas. Decían que provenía de cook, cocinar. Y por lo que algunos interpretaban el Cucalambé era un “salcochador de yerbas del monte”.

Todo ello lo leímos aquí y allá. Hasta cuando, por las últimas décadas del siglo XX, algunos autores, en particular el tunero Carlos Tamayo, empezaron a alumbrar la biografía del popular trovador del siglo XIX. Por desconocer, desconocíamos sobre todo la causa de su desaparición relampagueante. El 25 de noviembre de 1861 estaba en Cabo Cruz donde trabajaba como pagador de las obras del faro que allí aún guía la navegación, y hacia las 8 de la noche lo vieron por última vez. Nunca se ha sabido a dónde se marchó.

Durante años se concibieron presuntas razones para desaparecer, incluso que fuera asesinado por conspirar contra España. Ahora, un nuevo libro da una versión que parece definitiva sobre el porqué el Cucalambé desapareció. Este libro se titula Un guajiro llamado el Cucalambé, imaginario de un trovador, publicado por Ediciones Unión. La autora, Olga Portuondo, historiadora de reconocido crédito por su obra investigativa, llega a varias conclusiones. Entre ellas determina documentalmente la fecha del 25 de noviembre de 1861 como el día de la desaparición de Nápoles Fajardo y aunque no puede precisar a dónde se marchó, descubre la causa que resulta lo más importante y sorprendente.

No dejo de valorar la valentía de Olga Portuondo al llegar hasta las últimas consecuencias en su investigación. Con este libro la historiadora confirma que la historia de un pueblo madura cuando pierde el miedo a enfrentarse con sus manchas, y las saca a la luz. En archivos cubanos y madrileños, la autora de Un guajiro llamado el Cucalambé, encontró autos judiciales en que se acusa a Juan Cristóbal Nápoles Fajardo de haber malversado más de nueve mil pesos de los salarios que correspondían a los constructores del faro de Cabo Cruz. El Cucalambé era el pagador. Nos parece horrible. Pero si nos atenemos a los documentos y a su estudio, según la doctora Olga Portuondo, esa es la verdad. Pero en esta biografía, y a pesar de ese baldón del cual Nápoles Fajardo no se defendió, el Cucalambé aparece como el cantor insuperado del campo cubano, el amante ejemplar de la naturaleza isleña, el paradigma trovadoresco de nuestra cultura. Se le presenta como el maestro de la décima, y también se le dibuja como un hombre que, como todos, sufrió penalidades y desencantos… Y así, en Un guajiro llamado el Cucalambé, libro de Olga Portuondo, el poeta queda como un mito, un mito perdurable en la cultura cubana. Sus errores en el pasado quedan. Las sombras se marchan. Pervive la luz de su obra. (Difundido en Epigramas, noticiario cultural de Radio Progreso)

"ALGO SE HA DETENIDO DENTRO DE MÍ"

"ALGO SE HA DETENIDO DENTRO DE MÍ"

 

El escritor colombiano Álvaro Mutis, ganador del premio Cervantes en el 2001 , falleció el domingo 22 de septiembre a los 90 años, en Ciudad de México, donde residía desde 1956. Entre sus libros figuran La mansión de Araucaima (1973), La nieve del almirante (1986), Ilona llega con la lluvia (1989), Abdul Bashur, y Soñador de navíos (1991).

Estos son algunos de sus poemas:

AMEN

 Que te acoja la muerte
con todos tus sueños intactos.
Al retorno de una furiosa adolescencia,
al comienzo de las vacaciones que nunca te dieron,
te distinguirá la muerte con su primer aviso.
Te abrirá los ojos a sus grandes aguas,
te iniciará en su constante brisa de otro mundo.
La muerte se confundirá con tus sueños
y en ellos reconocerá los signos
que antaño fuera dejando,
un cazador que a su regreso
reconoce sus marcas en la brecha.

(De Los trabajos perdidos)

NOCTURNO

Esta noche ha vuelto la lluvia sobre los cafetales.
Sobre las hojas de plátano,
sobre las altas ramas de los cámbulos,
ha vuelto a llover esta noche un agua persistente y vastísima
que crece las acequias y comienza a henchir los ríos
que gimen con su nocturna carga de lodos vegetales.
La lluvia sobre el cinc de los tejados
canta su presencia y me aleja del sueño
hasta dejarme en un crecer de las aguas sin sosiego,
en la noche fresquísima que chorrea
por entre la bóveda de los cafetos
y escurre por el enfermo tronco de los balsos gigantes.
Ahora, de repente, en mitad de la noche
ha regresado la lluvia sobre los cafetales
y entre el vocerío vegetal de las aguas
me llega la intacta materia de otros días 
salvada del ajeno trabajo de los años.

 EXILIO

 Voz del exilio, voz de pozo cegado,
voz huérfana, gran voz que se levanta
como hierba furiosa o pezuña de bestia,
voz sorda del exilio,
hoy ha brotado como una espesa sangre
reclamando mansamente su lugar
en algún sitio del mundo.

Hoy ha llamado en mí
el griterío de las aves que pasan en verde algarabía
sobre los cafetales, sobre las ceremoniosas hojas del banano,
sobre las heladas espumas que bajan de los páramos,
golpeando y sonando
y arrastrando consigo la pulpa del café
y las densas flores de los cámbulos.

Hoy, algo se ha detenido dentro de mí,
un espeso remanso hace girar,
de pronto, lenta, dulcemente,
rescatados en la superficie agitada de sus aguas,
ciertos días, ciertas horas del pasado,
a los que se aferra furiosamente
la materia más secreta y eficaz de mi vida.

Flotan ahora como troncos de tierno balso,
en serena evidencia de fieles testigos
y a ellos me acojo en este largo presente de exilado.
En el café, en casa de amigos, tornan con dolor desteñido
Teruel, Jarama, Madrid, Irún, Somosierra, Valencia
y luego Perpignan, Argelés, Dakar, Marsella.
A su rabia me uno, a su miseria
y olvido así quién soy, de dónde vengo,
hasta cuando una noche
comienza el golpeteo de la lluvia
y corre el agua por las calles en silencio
y un olor húmedo y cierto
me regresa a las grandes noches del Tolima
en donde un vasto desorden de aguas
grita hasta el alba su vocerío vegetal;
su destronado poder, entre las ramas del sombrío,
chorrea aún en la mañana
acallando el borboteo espeso de la miel
en los pulidos calderos de cobre.

Y es entonces cuando peso mi exilio
y mido la irrescatable soledad de lo perdido
por lo que de anticipada muerte me corresponde
en cada hora, en cada día de ausencia
que lleno con asuntos y con seres
cuya extranjera condición me empuja
hacia la cal definitiva
de un sueño que roerá sus propias vestiduras,
hechas de una corteza de materias
desterradas por los años y el olvido.