LOS LOCOS NO ESCRIBEN
Luis Sexto
Del libro de cuentos aún inédito titulado Hojas clínicas
EN UNA MAROMA UN TANTO LITERARIA me dije que no leería más libros ajenos, que colgaban de las paredes del cuarto y se aglomeraban en el baño y la mínima cocina, organizados en anaqueles por temáticas. El libro que ahora quería leer, que reclamaban mis deseos, gustos, mi nostalgia –mi depresión, lo admito- no estaba allí entre esos títulos comprados pacientemente desde los l7 ó 18 años. Eran autores que me acosaban por las luces de sus nombres: Hegel, Kant, Spinoza, Bergson, Joyce, Pound, Mann, Santayana, Lezama. Para qué mencionarlos a todos, si alguien podría no creer que esos autores fueran huéspedes de mi casa. Ah, y Vargas Vila, en dos títulos que me prestó Sempé; lo aclaro para librarme de cualquier incongruencia. Todos aquellos me revelaban un estilo como una posibilidad de trascendencia y de ahondamiento en los meandros del alma humana. ¿Qué quería leer ahora? Me preguntaba, pero no sabía: inaprensible como el sueño y los buenos o malos pensamientos de un momento, era la tentación de leer lo que no estaba allí entre mis volúmenes predilectos.
Al atardecer, fui a consultar con Montes, cuya casa, no distante, se avecindaba en la periferia del Vedado, a merced del viento, el sol y el salitre del litoral que le ahuecaban el repello y la envejecían. Su biblioteca, tan congestionada como la mía, se dispersaba en un sistema de clasificación que en vez de números e iniciales, o temas, tenía en la lista confeccionada para guía de su lector principal, el color y su tonalidad: verde olivo, rojo cardenalicio, amarillo mostaza, como si se refirieran a automóviles o uniformes militares.
Mi visita no lo sorprendió: eran frecuentes. Le extrañó, en cambio, que le pidiera permiso para introducirme con todas mis potencias en los libreros que parecían quebrantarse bajo los textos patinados de un polvo que había pasado de un siglo a otro sin que alguien lo aventara. Me miró por sobre sus espejuelos, habitualmente en la punta de la nariz. Mis libros ya no me gustan, le dije mientras revisaba; tomé un ejemplar, lo hojeé y lo repuse en su hueco. ¿Pudiste imaginarlo alguna vez? Lo pensó unos segundos y me respondió que las mujeres también dejan de gustar. Ah, sí, como si pudieras fabricarte una mujer cada vez que quisieras, dije.
Entré en su cuarto, donde la cama de soltero se mantenía bloqueada por más libros, supongo que los de cabecera. Continué registrando, hojeando. Son los mismos. Manoteé sobre la pierna derecha. Con alguna salvedad, aclaró, y comenzó a enumerarlos: Onetti, Posse, Rulfo… No me sirven, dije. Muy elementales. Y él se encogió de hombros con la misma parquedad de sus mejores diálogos narrativos.
Yo no me explicaba esa depresión que me hacía añorar un libro único, distinto, que tuviera el color de mis nostalgias. Los lectores de hábito invariable me comprenderán; quién no ha tenido ganas de comer un plato diferente. Me parece que me sobran cojones –dije desacostumbradamente. Y como tampoco tienes lo que yo apetezco, voy a escribir el libro que me gusta y no hallo.
Montes puso en duda mi propósito y me preguntó de qué iba a escribir.
Acabé de introducir en el anaquel el último tomo hojeado.
-No dices que estoy viejo. Pues, de qué hablan los viejos, a ver.
-De su vida, su historia. La repiten hasta el aburrimiento. Y lo peor es que no dan cuenta de los bostezos ajenos.
Abrió la boca cuando contraataqué con una idea que podía haber sido suya: que los libros dan segundas y terceras oportunidades, puedes rescribirlos, y se limito a recomendarme que me cuidara, puedes decir lo que no es verdad, o lo que les corresponde a otros. Volvió a mirarme por sobre sus espejuelos y me dijo: Espero revisar el original. Podría ser, pero con la condición de que no corrijas nada, porque las historias de los héroes no se retocan.
Mientras se quitaba los espejuelos de aro, sonrió con el reojo de la burla convertida en un cristal irónico. Caminó hasta la cocina mientas decía: Pareces obsesionado, poseído. ¿Místico ahora? Pero en verdad estás fabricando un pretexto para abandonar tu retiro; necesitas acción; ese es tu vacío: no tener un punto Omega y empezar a retroceder hasta Alfa, y recomponer alguna historia vacilante, casi increíble, y que nadie todavía ha creído, y llenó una copita de vino de marañón, rosado y dulce, receta que había conseguido en la casa de una amiga de Santiago de Cuba, poetisa y visionaria.
Permanecí ensimismado, mirando por la ventana las olas que en esa época de finales del año se agotaban descargándose sobre el muro y los arrecifes.
-Bernal, Bernal…
Me volví. Y dijo: carajo, te lo tomas muy en serio; lo sé bien: nunca has guardado los documentos de tu vida. Apenas apuntas una frase ajena, no escribes cartas, y tu diario se quedó en blanco cinco días después de haberlo comenzado. Bueno –dije-, algo sé de la teoría del doctor Francis Ramayana, el indoamericano. Se titula La dimensión impalpable. La quinta dimensión, el espacio-tiempo anterior al momento que sigue, incluso a la destrucción. Nada desaparece, nada se destruye. La vida es un libro de páginas incorruptibles. Un tronco de capas sucesivas. El punto Omega estará en papeles que no podré leer. Pero los rescataré del tiempo transpuesto. Rota la inercia, el punto cero será el mayor peso del mundo.
-Estás loco -dijo Montes.
NOTA AL MARGEN: El paciente preguntó: Los locos no escriben, ¿verdad, doctor? Y el médico le respondió que Lu Sing escribió Memorias de un loco. Desde entones busca colores originales, traslúcidos para pintar sus visiones.
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