Blogia
PATRIA Y HUMANIDAD

Literatura

LOS DESAFÍOS DE LA CREACIÓN LITERARIA

LOS DESAFÍOS DE LA CREACIÓN LITERARIA

 

Entrevista con  Enrique Cirules

Por Enrique Pérez Díaz 

Cubarte

Hace unos 30 años conocí a Enrique Cirules. Todavía yo estudiaba Periodismo y el azar nos hizo cercanos y al instante quedé subyugado por la palabra contagiosa de este hombre que me hablaba de sus investigaciones con la emoción de un testigo ocular de cada hecho por él relatado y el entusiasmo de un eterno adolescente amante de las aventuras sin fin. Este hombre alto, de mirada soñadora y con un verbo ágil, enseguida me llevó a los escenarios de pescadores y contrabandistas, de luchadores contra el fascismo en Europa, de la mafia en la Cuba de los años 50 que yo no conocí y, sobre todo, al mundo mítico de un Ernest Hemingway, cuya lectura puede marcar a cualquiera, sobre todo a aquellos que un día se afanan en el oficio de contar historias. Muchos años después, cuando aún yo soñaba con leer Las nieves y el sol, un proyecto de libro del que también me habló con gran entusiasmo, el azar volvió a reunirme con mi tocayo Cirules en las oficinas de Gente Nueva, cuando siempre con un original bajo el brazo, se presentaba optimista con similar vehemencia y pasión a las de un escritor adolescente. Este diálogo es el resultado de aquellos encuentros y mi deseo de reconocer la perseverancia con que Enrique Cirules siempre ha deseado ser leído y aceptado por los adolescentes y jóvenes.

¿Existe para ti una literatura infantil? ¿Una literatura? o simplemente ¿Literatura para personas?

Para mí la literatura es una manera de comunicar, de ofrecer conocimientos, y develar secretos, emociones, sentimientos; de acercar historias fascinantes a los lectores, con sus pasiones, alegrías, esperanzas, ilusiones y nostalgias. Es, además, la máxima expresión del asombro, del deslumbramiento, de la maravilla humana. El instrumento que utilizo para desencadenar intercambios de experiencias. El acto que fija en la memoria el rastro de los acontecimientos. Es decir, la palabra escrita como huella de lo uno y lo diverso, en el complejo y extraordinario comportamiento humano, en el total devenir de la existencia.

Por eso disfruto igual con un cuento infantil, una fabulación para adolescentes, las aventuras que encantan a los jóvenes, como con la lectura de una afamada novela, un exquisito ensayo o una complicada investigación histórica, si estas poseen la capacidad persuasiva de hacerme pensar, reflexionar, sumergirme en un universo de revelaciones.

¿Qué piensas de la infancia?

Es una maravillosa etapa de la existencia humana. Época de formación, de aprendizaje, de raíces y sueños. La infancia nos marca recuerdos, anhelos. Es parte del misterio que nos acompaña, en el después...

¿En tu concepto los niños leen hoy día más o menos que antes?

No tengo datos precisos; pero sí el conocimiento del escenario cubano. Este es un fenómeno que actualmente se comporta de manera desigual, y tiene mucho que ver con la actitud de la familia, con criterios y valoraciones de la cultura, de su importancia para conquistar una vida feliz, de éxito. En el pasado —al menos en mi pasado— era una realidad muy generalizada la ausencia de libros. Era corriente el analfabetismo, y muchos firmaban con la huella del pulgar. La inexistencia de bibliotecas, incluso de escuelas, justifica aquella realidad pasada; pero actualmente existe un segmento de personas adultas, en relación con nuestros niños y jóvenes, que desdeñan la lectura, en un país sembrado de escuelas, y eso es algo inadmisible.

¿Qué piensas del tono que deben tener las historias para niños?

Tu pregunta es un tanto compleja, porque está en la misma esencia de la actividad del escritor. Los libros, en primer orden, si de niños y jóvenes se trata, deben poseer un especial encanto y fascinación, y mucho poder persuasivo; pero esto sólo se logra con un lenguaje adecuado y una estructura narrativa muy precisa. En la construcción de las historias tiene mucha importancia la forma y el lenguaje, o dicho de otro modo: contenido y continente. El estilo, la manera que el escritor elige para trasmitir el mensaje literario. Este es uno de los grandes desafíos, parte de los misterios de la creación literaria.

¿Eres tú parecido a alguno de los personajes de tu obra?

Ciertos críticos, siempre atentos, han reparado en mi predilección por determinados temas. Unos dicen que soy el escritor que más personajes norteamericanos ha incorporado a la literatura cubana; y algunos me definen como un escritor de la otredad. En realidad, he canibaleado muy poco mis experiencias personales, el entorno de mi formación, de mi época. Me sorprende la agudeza de tu pregunta, y la respondo de manera ambigua: con un sí y con un no. Hasta ahora no creo haber construido un personaje estrictamente coincidente con mi personalidad. Lo que sí está presente en alguno de mis personajes, es mi manera de soñar, de apreciar lo circundante y sus desafíos. La creación literaria es uno de los procesos más complejos de la mente humana; y persiste en mí una voluntad de construir libros que me gustaría leer, y que todavía no he encontrado.

¿Cómo concibes idealmente a un autor para jóvenes?

Veamos, un escritor para niños, en primer término, debe ser capaz de tener, entre sus mejores amigos, a los niños. Debe aprender a oírlos, a estudiarlos, a disfrutar de su extraordinaria capacidad imaginativa. El escritor que aspire a transitar ese desafío debe aprender de los niños y de la naturaleza. La sabia naturaleza: el rumor de un río, el silencio del monte, del bosque, de la selva, el misterio del mar, la inocencia y encanto de ciertos animales. Tengo muchas anécdotas vividas, experiencias personales, he sostenido diálogos con niños y gatos, he tenido por amigo a perros y caballos, a gorriones y torcazas, he conocido de delfines, he sido amigo también de ciertos “locos”, y he sostenido con ellos conversaciones de “sordos”, y me he podido asomar a ese increíble universo de la imaginación, del delirio, de la total inocencia de algunos seres, y he presenciado esa secreta y misteriosa relación que es capaz de sostener un niño con ciertos animales: gatos, perros, caballos, aves…! Pero sobre todo, he podido comprobar el enorme poder imaginativo de los niños, con sus sueños, ilusiones, inquietudes, interrogantes, que contribuyen en mucho a nutrir la visión de cualquier escritor. No hay que olvidar que, en literatura, la obra se construye primero en la imaginación, antes de que se concrete con el fascinante universo de la palabra escrita. Quién no se sienta motivado por estos misterios o trate de acercarse a esos misterios, difícilmente podrá construir una verdadera obra de arte para niños. Eso es algo de muy difícil realización. Esto lo afirma alguien que, precisamente, no escribe para niños; sino que su escritura está dirigida a los adolescentes; y en especial, hacia los jóvenes.

¿Reconoces influencias de autores clásicos o contemporáneos?

Sin dudas las hay. Ya que, desde luego, en la medida en que uno toma conciencia de que el camino que ha elegido, que se ha trazado, es el de la literatura, se convierte en un voraz lector. Pero ocurre que, al mismo tiempo, uno trata de alejarse cada vez más de lo que pudiera ser la influencia directa de otro autor. Es algo que, sin embargo, no siempre se puede lograr. En esto, los lectores –y en especial los críticos– tienen un olfato más despierto que el propio escritor.

¿Cuáles fueron tus lecturas de pequeño?

Muy pobres. En el paraje donde nací no había libros para niños. Las escuelas eran pocas y muy endebles. Pero esas ausencias eran suplidas en el entorno familiar con lo que suele llamarse la literatura oral. Lo narrado, lo contado, lo comunicado: las historias orales. En mi caso, de manera casi mágica, entré en contacto con la memoria oral de mi comarca: historias de naufragios, de navegantes, de piratas y aventureros, de las brujas de la Gran Canaria, de los desafíos de la caballería mambisa, con las huestes de Gómez cuando ocupó la villa de San Fernando de Nuevitas en 1874. De esa manera, durante los primeros diez años de mi existencia, toda esa realidad se me reveló. Después, cuando el viejo Antonio me compró los veinte tomos de El Tesoro de la Juventud, comenzaron días, semanas, meses, de una gran fiesta del espíritu. Luego las lecturas se convirtieron en una vorágine: revistas, periódicos, textos de física, de química, de arqueología, de historia universal y nacional. Cualquier libro que tuviera al alcance, incluyendo los comics. Recuerdo que una ocasión leí de un tirón toda una colección de viejos libros de medicina, como si realmente estuviera leyendo una colección de novelas.

¿Cómo insertas tu obra dentro del panorama actual de la llamada literatura juvenil de nuestro país?

En realidad, sólo trato de escribir libros que sean del interés, del encanto, de los jóvenes lectores. Libros que ofrezcan alguna fascinación o develen algún misterio, alguna experiencia, una fabulación que, de alguna manera, enriquezcan el inquietante universo de los jóvenes y los adolescentes. Los libros que a mí me gustaría leer, para mi deleite, de las múltiples realidades que conocí, que aprendí, en mi extraordinaria comarca, en los primeros veinte años de mi existencia.

¿Qué tributos morales debe portar consigo un buen libro infantil?

En primer lugar, el tributo de la sinceridad, de la honestidad, de los más nobles valores humanos: La fidelidad, el amor, la admiración por su historia. El enfrentamiento entre el bien y el mal. El sentido de la solidaridad, tal y como lo definió el Ché: que en el espíritu de los niños y los jóvenes crezca esa pasión de sentir como suya cualquier injusticia que se comenta en cualquier parte del mundo.

¿Podrías opinar de la relación autor-editor?

Algo clave, ahora muy difícil de lograr, con los sucesivos editores el autor tiene que enfrentarse a diferentes criterios, apreciaciones y gustos, y cada nuevo libro está expuesto a diversos modos de edición. Me refiero a ciertos editores que muestran la terquedad de realizar ediciones tal y como a ellos les hubiera gustado escribir los libros. Me refiero al estilo, a la adjetivación, a veces a la puntuación..., a la facturación de la obra literaria. Cada autor, tiene –o intenta– tener su propio estilo, su propia manera de comunicar y un buen editor es aquel que sea capaz de estimular las coordenadas en las que se mueve un autor, con el fin de que el autor logre afilar cada vez más su instrumento de comunicación. Pero ya esa magistral relación que fue capaz de establecer Max Perkins (para citar un ejemplo) con los escritores Thomas Wolfe, Scott Fitzgerald o Hemingway, ha desaparecido.

Si tuvieras que salvar solamente diez libros de un naufragio ¿cuáles escogerías? ¿Algunos de los que has escrito?

Pregunta difícil de aceptar, con los miles de libros que uno ha leído. Digo esto, porque textos de los llamados menores, han sembrado muchos recuerdos, añoranzas; y hay libros a los que uno vuelve una y otra vez. Ocurre que, en entrevistas, en declaraciones, sobre este asunto, a veces se contesta de manera retórica, y repite temas, libros, autores. Es una cadena. Pero construir un orden que sea honrado, es bien difícil, en este complicado salvamento al que me obligas. De cualquier modo, lo intentaré: Hamlet, de William Shakespeare; La educación sentimental de Flaubert. De ser posible con una colección de sus cartas. Las primeras dos terceras partes de La guerra y la paz, de Tolstoi. Cecilia Valdés, de Villaverde. Cirilo es el único novelista cubano que ha sido capaz de crear un mito: la mulata Cecilia, que ha iluminado también la música, el teatro, las artes plásticas, etc. El siglo de las luces, de Alejo Carpentier. El polvo y el oro, de Julio Travieso. El pequeño príncipe, de Antoine de Saint-Exupèry. La expansión territorial de los Estados Unidos, de Ramiro Guerra. El conde de Montecristi, de Alejandro Dumas. París era una fiesta, de Ernest Hemingway. Y como insistes, tiraré dentro de la mochila un ejemplar de El imperio de La Habana y otro de Conversación con el último norteamericano.

Hay una zona de tu literatura que linda con lo testimonial y que sin embargo, puede ser de gran interés para los jóvenes. ¿Podrías hablar de esta relación?

Esta es una pregunta que me tomaría mucho espacio contestar, y tiene mucho que ver con la relación que se establece entre la cultura, la historia y la literatura. Lo que ocurre es que, generalmente, los autores no hablan de los procesos preliminares para la escritura de un libro, digamos de una novela, tal y como lo proclamaba Hemingway, cuando se refería al estudio de una realidad, que implica la investigación sobre el tema. En este sentido, las investigaciones que realizaba Flaubert para la escritura de cualquiera de sus novelas, resultan paradigmáticas. De igual forma, actuaba Tolstoi, Balzac, y casi todos los célebres.

¿Cuál es tu libro más entrañable?

El próximo. El que estoy por escribir.

¿En qué proyectos trabajas ahora?

En varios, pero se trata de palomas volando, de las que prefiero no hablar ahora.

 

 Notas

 Enrique Cirules. Nació en Nuevitas, Camagüey, en 1938. Escritor, ensayista y periodista. Ha publicado: Los perseguidos, cuentos. Editorial Arte y Literatura, 1972 (Premio Concurso 26 de Julio de la Dirección Política del MINFAR); Conversación con el último norteamericano (novela sin ficción), Editorial Letras Cubanas, 1973 (Premio Concurso 26 de Julio de la Dirección Política del MINFAR); En la corriente impetuosa (cuentos), Editorial Letras Cubanas, 1978; La otra guerra (cuentos), Editorial Letras Cubanas, 1979. (Finalista del Premio Casa de las Américas); El corredor de caballos (cuentos), Editorial Letras Cubanas, 1980; La saga de La Gloria City (novela), Editorial UNION, 1983; Los guardafronteras (relatos) Editorial UNION, 1983; Extraña lluvia en la tormenta (novela), Editorial UNION, 1988; Bluefield (novela), Editorial Letras Cubanas, 1988 (Premio del Concurso 26 de Julio de la Dirección Política del MINFAR); El imperio de La Habana (ensayo), Editorial Casa de las Américas, 1993 (Premio Casa de las Américas, y Premio de la Crítica); Luces sobre el canal (cuentos), Editorial UNION, 1998; Hemingway en la cayería de Romano (ensayo literario), Editorial José Martí, 1999, (Mención en el Casa de las Américas); La vida secreta de Meyer Lansky en La Habana; Editorial Ciencias Sociales, 2004; Santa Clara santa (Novela) Editorial Letras Cubanas, 2006; Hemingway, los otros y yo (ensayos), Editorial Extramuros, 2012; El último viaje del Spring Coral (relatos), Editorial Gente Nueva, 2013 Hemingway: ese desconocido (ensayo) (Mención Casa de las Américas, 2013) y El amor y la furia, Editorial Gente Nueva, 2015.

Enrique Pérez Díaz (La Habana, 1958) Escritor, periodista, crítico, investigador y editor. Ha ganado diversos premios como La Edad de Oro, Pinos Nuevos, Ismaelillo, Abril, Premios Especial Abril 2001Romance de la niña mala por el conjunto de su obra para niños, Premio Aniversario del Triunfo de la Revolución del MININT y La Rosa Blanca de la Sección de Literatura Infantil de la UNEAC y su Premio Especial por Mejor Texto en el 2002, categoría de finalista del EDEBE de España y Mención Especial del Premio Iberoamericano para Leer el XXI, del IBBY(2001), por sus libros de cuentos y novelas para niños, que discurren en el mundo de hoy y sus temas candentes, aunque apuestan por la fantasía, la ilusión. Posee la Distinción por la Cultural Nacional, La Orden Félix Elmuza y es Vanguardia Nacional del sindicato de Trabajadores de la Cultura. En 1997 su proyecto de investigación y ensayo Presencia femenina en la narrativa infantil y juvenil cubana mereció el Premio Razón de Ser.

Entre otros, ha publicado, Inventarse un amigo, Minicuentos de hadas, El último deseo, Sombras del circo, La sombra y su árbol, El niño que conversaba con la mar, La gran fiesta de los bichos, El (des) concierto de los gatos, Mensajes, País de unicornios, Monstruosi, El payaso que no hacía reír, ¿Se jubilan las hadas?, Minino y Micifuz son grandes amigos, Las Cartas de Alain, la serie policíaca de los Pelusos y Escuelita de los horrores, Las golondrinas son como el mar, El fanstama soñador y la princesa, entre otras, por editoriales cubanas y Anaya, Ediciones SM, EDEBE, Santillana, etc. También es autor de numerosas selecciones y antologías sobre literatura cubana y extranjera. Su obra se estudia en programas escolares de Estados Unidos, España, Argentina, México, Martinica y República Dominicana y está traducida al inglés, portugués, japonés, alemán, euskera e italiano.

Presidió desde 1993 hasta el 2008 la Sección de Literatura Infantil de la UNEAC y es miembro del Comité Cubano del IBBY. Sus artículos y ensayos sobre literatura para niños han aparecido en diarios y revistas como Revolución y Cultura, Unión, Ámbito, Perfiles, Cauce, Chinchila, Casa de las Américas, Temas, Upsalón, SIC, El mar y la montaña, La Gaceta de Cuba, En julio como en enero (Cuba), Amigos del libro, Peonza, Acción Educativa y Alacena (España), Revista Latinoamericana de Literatura para niños y Hojas de Lectura (Colombia), La Mancha e Imaginaria (Argentina), Vagón literario (Alfaguara de México) y Bookbird (Revista del IBBY Mundial), de la cual es el Editor Asociado por Cuba. Ha viajado por el Caribe, América y Europa impartiendo conferencias o como cuentacuentos y en 1998 su proyecto de investigación sobre los Premios Hans Christian Andersen le mereció una Beca en la Internationale Jugendbibliothek de Munich, Alemania. Actualmente dirige la Editorial Gente Nueva.

 

EL QUERER DE LA RAZON Y LA RAZÓN DEL QUERER

EL QUERER DE LA RAZON Y LA RAZÓN DEL QUERER

Luis Sexto

Texto leído en el espacio El rostro y la palabra que auspicia la Unión de Escritores y Artistas de la provincia de Villa Clara, y que el pasado 8 de enero fue dedicado al escritor Yamil Díaz Gómez

Un aforismo de José Bergamín me facilita empezar la exégesis de un sector de la obra literaria de Yamil Díaz Gómez. “El arte verdadero –escribió el estilista de La voz apagada- procura no llamar la atención, para que se fijen en él”. Y con la cita sintetizo lo que más estimo en la prosa, y sobre todo en las crónicas, del autor de Los dioses verdaderos (1): el rehuir los estallidos de parrandas remedianas y los bamboleos espumosos del malecón habanero en invierno.

¿Acaso no lo percibimos en este párrafo?:

“En mi pueblo, definitivamente, la lluvia no es igual. No trae, como las gotas de La Habana, el recuerdo de lo que nunca sucedió. En esta agua no descubro más que el inventario de tantas cosas que aún quedan por hacer. Pero camino resignado bajo ella. Sin escudo espartano recibo cada estocada, como un recordatorio, como un castigo, como un exorcismo. Y cuando llego a casa husmeo en el armario, hasta encontrar, con culpa y con nostalgia, el pulóver raído que, una tarde de lluvia, le robé al Indio Naborí”.

Está claro: Trata de expresar la tristeza sin ser patético; ser nostálgico sin llorar. No sobra reiterarlo. Aprecio las crónicas de Yamil, y por ende las intrínsecas cualidades de su estilo, porque la emoción fluye sin tocar la campana del probable vendedor de durofríos que muchos villareños oímos en nuestra niñez con el dedo en la boca y la mirada caída. Es poeta que se desdobla en prosista, y como reforzando la ternura que distingue a sus versos, la emoción en la prosa también rehúye el estallido, y le concede visa a la implosión, a ese estallar dentro sin expulsar fragmentos de alma, o de intenciones. En esa mina subterránea prevalece como sustrato la estoica propuesta de los clásicos: la contención. El lector, así, no se obliga a volver la cabeza para acallar el ruido, o pasar la página de un tirón.

Alguien, ya extraviado entre mis papeles y lecturas, definió que el poema puede brotar como un cenote yucateco, de súbito, y quedarse el chorro para siempre como parte de la atmósfera de la obra poética, aunque el poeta sea aún novicio. La prosa, sin embargo, es arquitectura que cuaja su potencialidad en la albañilería añosa. No bastan, a mi ver, las candelillas del talento escolar o las ínfulas de prematuros premios para consolidarla. Está la prosa llamada a depurarse y acumular energía con el ejercicio que madura. En ninguna otra construcción se admite tanta demora, tanto aplazamiento hasta completar el proyecto. La prosa adopta la lentitud en crecer de un hospital “Aimejeiras” de la literatura. Pero, contrariamente al edificio inserto en el imaginario popular por haber envejecido sin concluirse, el plano prosístico, que no prosaico, se solidifica con ladrillos de abnegada arcilla, para inaugurarse a su tiempo junto al arroyo susurrador y el cayo de plantas finamente cultivadas.

Y con ello he dicho que Yamil Díaz Gómez escribe una prosa sellada y erguida. He leído sus libros, principalmente los de crónicas –qué no trasmuta en crónica este escritor-, y he pretendido en vano hallar el botón suelto, el rasguñó visible. Los he buscado por los aspectos más proclives al yerro: por ejemplo, la adjetivación. Pero el litigio, he de aclarar, no es con el adjetivo. Es decididamente con su pobreza, su presencia artificiosa, su uso automático empeñado en deslucir al sustantivo. Y Yamil anda en puntillas sobre el teclado. Suele emplear el sustantivo sin malas compañías. Y cuando les adjunta uno, dos, no los elige entre los del montón; más bien acude a los precisos, a los que urgen el poeta o el narrador, el cronista o el ensayista, que todos esos oficios, me parece, definen al autor de La calle de los oficios (2). Me propuse, pues, hallar el adjetivo “hermoso”, y no lo encontré. Quizás lo escribió tan clandestinamente que no topé con su decadente presencia, pero si lo escribió no me parece que pueda verlo repetido, a pesar de cuanto el cronista de El vaso de cristal (3) ha escrito. En todo caso, hallé lindo, pero en una frase del pueblo: “reír de lo lindo”, y así no podré ganar mi apuesta para atinar con una pedrada.

Digámoslo, aunque parezca una frase apodíctica: por sus adjetivos conoceremos a un escritor. Y no sólo por la alcurnia, el abolengo inusual del adjetivo, sino por su escasez. Y cuando nos preguntemos cuántos y qué adjetivos usa Yamil, responderemos que en “Contra el muro” , enunciado de 53 líneas llenas, se auxilia de 13 adjetivos. Entre ellos, difusa, rabiosa, caprichoso, frustradas, terrible, mínimos. Desde luego, para una aseveración con intenciones de crítica radiográfica, habría que repasar texto por texto con un ábaco al lado. Pero en este ejemplo, cuya sonoridad, cuya fluidez, cuya solidez de lengua domada nace de un mismo semen gestor, podemos inferir que el cronista selecciona cada palabra de modo que el sustantivo concreto y sin escoltas calificadoras, le asigne al texto el relieve de lo dinámico.

Por hábito de técnicos, comprendemos las causas de por qué la prosa de Yamil, sobre todo en sus crónicas, discurre en un ritmo que se arremansa, y luego se yergue sobre frases breves que se turnan con otras un tanto más largas, y que dejan indemne el aire del lector. Si yo, ex topógrafo, lo dibujara en un plano, estamparía una curva de nivel que se deprimiera ahora, luego subiera, y más adelante bajara. Es el paso del que no está apurado, pero tampoco ramonea, ni remolonea en su pauta de vegetal musicalidad.

La crónica, me atrevo a recordarlo, es el género que exige un estoicismo formal y emocional. No aprueba los recursos de la pastelería. Yamil Díaz Gómez sabe que entre la crónica y la literatura hay un parentesco legitimado en el registro civil de la crítica más justa y ducha. Y nuestro autor nos hace recordar que sin lenguaje y estructuras conmovedoras jamás podremos conmover. Lenguaje bañado de estética, de estética que se aposenta en el enunciado mediante la tropología y la sonoridad. Y veo más. Si el calificativo no se considerara hoy anticuado, y al emplearlo no se pudiera pensar que soy tan viejo mentalmente que me arrimo al siglo diecisiete, sostendría que Yamil Díaz Gómez es un escritor conceptista de la contemporaneidad, es decir, un neoconceptista. Porque las crónicas yamileanas, no son tan sólo regocijada atmósfera compuesta de palabras armónicas. También se sostienen sobre ideas y conceptos que a la obra gravan de hondura.

Escribe:

“Si soy amigo de Samuel Feijoo, puede que se lo deba al hecho de que jamás lo conocí. Es decir, no fui víctima de sus desplantes. Nunca me dio la bienvenida sentado en su inodoro, ni me invito a almorzar, tres pedazos de caña, ni me dejó con la palabra en la boca para ponerse a conversar con un chivo. Tengo el gusto de no haber estrechado la mano de Samuel, ni haberle oído el tempestuoso y criollo “!Alabao, gato!; en cambio, yo también añoro las locuras de aquel hombre silvestre”.

Veamos también estas líneas:

“Las pupilas sedientas por donde ya cruzaron las grandes catedrales de este mundo, se humedecieron frente a la humilde iglesia. Con su robusta vejez, su contagiosa sensibilidad, el periodista Luis Sexto se quitó el sombrero y olfateó como nadie la grandeza del instante.

“Cuando pasaba el funeral, la banda interrumpió su pasodoble. No hubo que preguntar por quién doblaban las campanas cuando la caravana se detuvo, y salió el sacerdote a tributar un responso. Las campanas doblaban por una persona. Con eso ya era, ya tenía que ser suficiente. El parque hizo silencio. Y todo el mundo se mantuvo de pie, con respeto callado, ante la belleza de un momento en que no somos amigos ni enemigos: sencillamente somos, sin ningún complemento”.

En ambos ejemplos hallo fórmulas empleadas por conceptistas como Quevedo o Gracián. Ambos pretendieron “decir algo” frente al “no decir nada o decir menos” del barroquismo, y noten que no escribo barroco, que es manifestación opuesta a su ismo: no es lo mismo barroco que barroquismo y barroquista. ¿No leemos acaso en Yamil Díaz Gómez juegos de palabras, equívocos, alguna paradoja, y sobre todo un matiz irónico, tan generoso que su filo taja sin hacer sangrar? Yo mismo, aludido en la crónica concebida en el poblado de Cruces -y dos de cuyos párrafos cité antes-, en vez de sentirme zaherido, sonreí. En algún otro texto, el escritor de Crónicas martianas (4) se burla de que una de sus piernas ruede con poco aire. ¿Y no hay en ese reírse de la desgracia o la carencia propias la misma actitud de aquel conceptista extremo, hombre que era a una nariz pegado, nariz superlativa? Además, en muy escasas ocasiones Yamil es directo en los enunciados. Suele ir sobre la autopista por donde no transitan las cosas y las ideas como son, sino al revés.

Sabemos, aunque algunos lo nieguen, que la crónica es el predominio de la emotividad del autor en la construcción de la realidad. Las palabras han de ser el eco de la vida en la subjetividad del cronista. Si no se posee aptitud para tamizar el acontecer o el tema con la expresión sugerente, connotativa, quizás no haya crónica y, por supuesto, tampoco haya cronista. Los escolásticos decían en una de sus súmulas: Adaequatio intellectus et rei, esto es, adecuar la inteligencia a las cosas. Y para nosotros significa hoy la relación medida y pesada entre la forma y el contenido. Y en ese acuerdo de la forma y el contenido, se fundamenta todo acierto. Y se basa toda crítica estética, según asegura Roberto González Echevarría, otro villareño de ilustrado talento y sagaces aciertos.

Precisando, la crónica se empalma con lo que el profesor Philip Wheelwright llama lenguaje vivido, o lenguaje en tensión. Y este lenguaje tenso permite una libertad que, aunque no se opone al habla común, se adelanta sobre todo a la precisión de otros lenguajes como el científico, el comercial, el diplomático. En estos enunciados pragmáticos, los valores semánticos son exactos. En la crónica, como en la poesía, señorea la polisignación, es decir, una palabra salta sobre su significado básico, y adquiere otro sentido. Y he de hacer recordar, de camino, que podemos interponer una distancia creadoramente intencional entre significado y sentido. Pasión sin sentido –de acuerdo con María Zambrano- tiende a comerse a sí misma. ¿Y cuál es el sentido en la pasión literaria de Yamil Díaz Gómez? Como en la religiosidad sincera, las crónicas de Yamil no pervivirían sin solidaridad, sin acciones de fraternidad global, o de afecto a personajes de sus recuerdos; incluso, no podrían discurrir las crónicas de Yamil sin hacer constar la gratitud del discípulo a los maestros, que ama incluso sin haberles oído la voz. En la crónica titulada “El vaso de Cristal”, allí donde nos estremece la peripecia del encuentro de Yamil con el poeta Hernández Novás, me pareció ver entre neblinas la cotidiana coincidencia, durante un tiempo, de Enrique Hernández Miyares y Julián del Casal andando por la calle de Obispo, en La Habana. Ambos se cruzaban. No se conocían. Y Hernández Miyares, autor más tarde de “La más fermosa”, cuando miraba a Casal, se decía: Ah, si yo fuera amigo de este hombre. Aquí está, pues, sin tornillos de banco, en dos textos diversos y lejanos, el engarce entre poetas del XIX y poetas del XX o el XXI.

Para concluir, podríamos definir que la prosa suele operar para expresar lo racional, lo que está en razón, en lógica. Pero este señor de la síntesis, este cronista que cinceló un año de su vida y del mundo -el 94- en unas cuatro cuartillas, delicadamente sugiere a su prosa derivar hacia el querer de la razón. Y Yamil Díaz Gómez todo, o casi todo lo comprende, para transmutarlo en ternura, que renace condensada en estilo, en sésamo que abre cualquier trillo feijoseano, para oler una vicaria o repartir un corazón que la razón quizás no comprenda.

Notas

(1) Editorial Capiro, Santa Clara, 2005

(2) Editorial Capiro, Santa Clara, 2012.

(3)Ed. San Librario,  Bogotá, 2011.

(4) Editorial Capiro, Santa Clara, 2007.

EL CRÍTICO DEBE SER UNA PERSONA MUY CULTA

Por Lilien Trujillo Vitón

Entrevista con Luis Sexto

Publicada en www.lajiribilla.cu/

La mejor carta de presentación de Luis Sexto es su sapiencia. La cultura que desborda en cada conversación, artículo, libro o conferencia. Un hombre culto y sincero que dedica la mayoría de sus horas a leer, las otras a escribir o reflexionar sobre lo que lee. Las montañas de libros que decoran los espacios de su apartamento en el Vedado dan fe de lo primero. Los comentarios críticos que ha publicado desde su juventud hasta sus casi 70 años atestiguan lo segundo, junto a su faena radial en Progreso donde comenta tres libros a la semana. Lo conocí personalmente en las aulas de la Facultad de Comunicación de La Universidad de La Habana. Antes ya lo había leído —Con Judy en un cine de la Habana—. Al entrevistarlo para indagar sobre el estado de la crítica literaria en Cuba y las funciones del crítico, conocí la verdadera cepa de este escritor que hace periodismo, de este “lector inteligente que comenta y propone libros para que el lector los lea”.

-¿Usted cree que se hace Crítica Literaria en Cuba actualmente?

-Para responder afirmativamente tendría que tener un control de todas las publicaciones y, la verdad, no estoy al tanto de todas. Creo que el ejercicio de la crítica literaria hoy no es un sistema, aunque sí hay focos donde uno puede leer alguna crítica  que esté por encima de los intereses de grupo, de las amistades; que respete, sobre todo, hasta donde sea posible, la objetividad. A mí me complace mucho, por ejemplo, la crítica que hace Jorge Domingo en Espacio Laical. Se trata de una crítica que, por supuesto, no se limita a promover un libro, que es lo más común.  En Cuba suele hacerse crítica literaria entre comillas.

-¿Por qué entre comillas?

-Porque me parece que la crítica literaria que se hace para promover no es crítica. Yo tengo un programa en Radio Progreso, donde comento tres libros por semana. Tengo que leer como un mulo, si los mulos leyeran. Mira las cargas de libro que tengo que leer para comentar próximamente (señala con la vista y con las manos hacia una loma de alrededor de 10 libros que tiene ubicados sobre la mesa). Yo no hago crítica literaria en su estricto sentido. Valorar lo positivo, lo negativo, encontrar los antecedentes, las circunstancias en que se escribió el libro, de dónde proviene el autor, sus influencias como escritor, eso me parece que debería ser la crítica literaria. Y sacar de todos esos enfoques una conclusión, si no definitiva, que se aproxime un poco objetivamente a la verdad de la obra. Yo lo que hago es promover lecturas, porque la radio no es para hacer crítica literaria. Hago hincapié en los valores del libro y paso por alto las manchas que le pudiera ver —no me parece que se pudiera sostener en dos minutos y medio los argumentos que yo pudiera tener para justificar lo que no está bien—. Es mejor decir lo que está bien, que cuesta menos trabajo. Y como lo que hago, en definitiva, es promover autores, trato de buscar nombres de provincia para darlos a conocer, al menos hasta donde la radio puede dar a conocer algo en Cuba hoy. Pero volviendo al estado de la crítica actualmente, te repito que en Espacio Laical Jorge Domingo está haciendo una obra encomiable, porque encuentra siempre lo positivo, suele encontrar los antecedentes de una determinada obra y también señala los deslices de cualquier tipo que se le pueden ir a un escritor. No solo los gramaticales, que son los menos importantes.

-¿Cuáles cree que son las características consanguíneas de un crítico?

-El crítico debe ser una persona muy culta. Decía Alfonso Reyes que para ser críticos hacía falta tener cien años de literatura adentro. Eso es lo que hace falta para poder juzgar un libro y determinar, no solo si es bueno o malo, sino también que espacio ocupa ese libro en un periodo de cien años. Puedes no decirlo, pero debes saberlo. Yo, por ejemplo, no soy tal crítico. ¡Dios me libre de asumir semejante posición! Soy solo un lector que procura aplicar la inteligencia, que comenta y propone libros para que el lector los lea, nada más. No tengo cien años de literatura adentro, no he podido leerlo todo. Aunque sí he podido leer los más importantes. ¿Quieres ser crítico? Lee a Alfonso Reyes, a Borges, Asturias, Neruda, Carpentier, Roberto González Echevarría, Mejía Duque, García Márquez, Álvaro Mutis, José Revueltas, Cortázar, Unamuno, María Zambrano… Jaime Mejía Duque, por ejemplo, es el hombre que comparte el crítico con el narrador, uno de los críticos más severos de García Márquez, además. Si lees una novela suya titulada La noche de Bareño, te das cuenta de que podía ser un gran crítico por tres razones importantes: es uno de los estilos más áticos de la literatura colombiana, a la vez que suelto, fantasioso, original —lo mismo en el ensayo, en el cuento que en la novela—; tiene un enorme conocimiento literario dentro, quizás los cien años que decía Alfonso Reyes; y además es un narrador prodigioso.

"Críticos así son difíciles de encontrar. Porque en este país no suelen encontrarse críticas como las de Roberto Fernández Retamar,Jorge Domingo, Ambrosio Fornet,  su hijo Jorge, Arturo Arango, incluso como las de Virgilio Piñera en Lunes de Revolución;  críticas  en que el lector se da cuenta de que la cultura respalda las opiniones y los juicios. Siempre hay una discusión entre la  crítica científica y la impresionista. Cintio Vitier era un crítico impresionista, con mucha certeza y puntería, pero además de ello sus críticas son literatura, como suelen ser las de Mejía Duque en Colombia, porque suelen ser ensayos. Para mí la crítica radiográfica, a base de palabras tecnocráticas, de diagramas y gráficos, no conduce a ninguna parte, ni siquiera llega a tener lectores alguna vez. Como le dije a Ambrosio Fornet a raíz de una crítica que le hice a un libro suyo: esta no es una crítica radiográfica, es una crítica amorosa. Y me respondió de lo más conmovido: “Yo tampoco hago crítica radiográfica”, que es la que se basa en tecnicismos y y dibujos. Hay otras personas con aciertos crítico, por ejemplo en La Gaceta de Cuba, donde se publican algunos textos  que deben tenerse en cuenta. Hay otros con los que uno no está de acuerdo, porque cuando hacen la crítica completamente positiva y te ponen los ejemplos, tú no aprecias que el poema o el fragmento de poema citado, merezca todos los juicios que se emiten sobre él. Es una crítica medio cómplice… que es la crítica más frecuente en Cuba, una especie de critica complaciente y edulcorada".

-¿A qué adjudica usted esta tendencia?

-Te voy a responder con mi experiencia. En los años ‘80, cuando no tenía los 70 años que voy a cumplir dentro de unos meses, logré cierta potencialidad en mi profesión. Estaba en la página de culturales del periódico Trabajadores, haciendo lo que llamábamos la crítica impresionista de la literatura —nunca pretendí hacer crítica científica, yo no sé lo que es—. Yo leía un libro y daba mi opinión sobre lo que había leído, teniendo en cuenta, si no cien años, patrones de comparación que habían condicionado mi capacidad de apreciación literaria, porque esos años de lecturas que dice Alfonso Reyes son los que sostienen y condicionan tu apreciación o gusto literario. Hablé bien de muchos libros y mal de otros. Y te puedo decir que este país, o la gente de este país, son reluctantes, negada a la crítica. Mientras hables bien de cualquier cosa que hagan, no tienes problemas. Cuando hablas mal de algo que alguien hace, en lo artístico o en lo literario, pueden aparecer muchos problemas. Ejemplifico con un episodio: Daniel Chavarría y Justo E. Vasco –hoy difunto- escribieron a dos manos una novela policial titulada Completo Camagüey. Publiqué entonces  una nota reprochándo a Chavarría que hubiese añadido a su bibliografía una obra tan incompleta. De Vasco nada dije, porque, según reconocí, no le había leído ninguna otra pieza para establecer la comparación. Pero si Chavarría no se quejó, Vasco, en cambio, fue al periódico a exigir mi cabeza, porque él era Justo E. Vasco, y había que respetarlo. El director, Pepín Ortiz, recibió también varias cartas seudónimas condenando mi crítica. Hasta una profesora de la Universidad de La Habana envió 300 líneas con la exigencia de que fueran  publicadas. Figúrate, una página del diario para demostrar que yo era un ignorante. Sin embargo, este periodista continuó su labor, y ocasiones no le faltaron litigios parecidos.

"Tardíamente la justicia emergió en público, para confirmar que Completo Camagüey  era un intento incompleto. El 7 de marzo de 2015, la versión digital de Juventud Rebelde publicó una entrevista con el autor de Joy en la cual Chavarría dijo: “Completo Camagüey es una novela que detesto, y desearía no haberla publicado nunca, porque es el fruto de un rapto de locura en que me propuse escribir una novela en 12 días y salió un auténtico mamarracho”.  Desde lo más íntimo, le agradecí su honrosa autocrítica, que confirmó que yo no había sido ni ignorante ni injusto".

"En los años ‘80 la literatura en este país estaba fragmentada en piñas y conglomerados de autores unidos por afinidades e intereses, mucho más que ahora, y tu “te metías” con algún autor —entre comillas porque yo no me metía con nadie, yo leía libros y daba mi opinión en las páginas de Trabajadores y las firmaba, con honradez—, el grupo al que pertenecía el autor cuestionado, repartía por toda la sociedad literaria de este país un cartel que decía: “Se busca. Prohibido acogerlo, porque se metió con el libro de fulano o mengano”. Al cubano la crítica le da picazón, pero no de ahora; eso es típico de nuestra idiosincrasia y personalidad como pueblo. Lo dice Fernando Ortiz en un librito titulado Ensayos de psicología tropical, obra que firma en 1910 o 1911. Decía que el cubano padecía de alergia a la crítica. Y decía que los cubanos de aquella época tenían ante la crítica una reacción femenina, sensiblera, airada, ofendida. A estas alturas ya la comparación con lo femenino no es justa. Pero él describía así la alergia a la crítica. Los amigos que se peleaban a muerte porque uno había hablado del libro del otro de una forma diferente a la que el amigo esperaba. Es una reacción propia de nuestro carácter nacional".

-¿Y usted cree que esta práctica sigue existiendo en la actualidad?

-Sí, pero no con tanta intensidad porque ya esas cosas no se hacen en los periódicos. Precisamente los periódicos son espacios potenciales para la crítica literaria, sin embargo la vemos muy poco. Incluso cuando aparecen, son muy breves y de corte más promocional.

-¿Por qué cree que ocurre esto?

-Tú sabes que el periodismo fue una de las profesiones que más sufrió desde el punto de vista material, moral y profesional en los últimos 20 o 30 años en Cuba. Los periódicos no tienen mucho espacio para publicar las noticias, tampoco creo que lo tengan para dedicarse a comentar y criticar un libro.

-¿Entonces no se trata de carencia de periodistas capacitados para la crítica, sino de espacio para ejercerla?

-Confluyen varios factores. La falta de espacio, y editores, que podrían orientar el trabajo, ya no hay o hay muy pocos. El periodismo se ha desprofesionalizado en el sentido de que los que llevaban años haciéndolo se han jubilado o se han separado de la profesión. El periodismo se está llenando con la generación que debería ser el relevo, pero el relevo tiene que encontrar a los veteranos que le completen la formación del aula. Alguna vez me debes haber escuchado deciren clases  que nadie era periodista graduándose únicamente en la universidad.

-Entonces ¿los problemas de la crítica literaria en la Isla son la consecuencia de un padecimiento crónico? ¿Qué pudiera hacerse, entonces, para fecundar una crítica literaria más prolífera y de calidad?

-Yo no niego que se haga crítica literaria en revistas como Unión y La Gaceta, o que en otro lugar se pueda hacer. Lo que creo es que todavía nuestra crítica está arrastrando una especie de pasión y solidaridad grupuscular que nos hace creer que tal cosa es muy buena y no lo es. El crítico literario para mí debe aportar juicios que abran y sugieran caminos, que irradien la luz, y adviertan los tropiezos de cada posible camino. Que trate de decírselo al autor pero sobre todo al lector porque ¿para qué tú haces crítica literaria? ¿Para enojar o agradar al autor? Cuando comento un libro lo hago para que el lector amplíe sus horizontes sobre de cómo se puede llegar a apreciar la literatura. Trata de mostrar cuáles son los secretos para saber qué libro es bueno, no para agradar al autor sino para ejercer una función educativa con respecto de los lectores.

ASCIENDE EL POETA, ASCIENDE

ASCIENDE EL POETA, ASCIENDE

Luis Sexto

Roberto Manzano no nos ha sorprendido con La Piedra de Sísifo, título de un poema que necesita un folleto de 36 páginas. Es decir, no es un cuaderno de poesía diversa, sino un poema largo, tan largo como un mural con respecto a la pintura de caballete. Y Manzano no nos sorprende por dos razones: ha confesado que le placen las obras monumentales. Y La piedra de Sísifo es un poema monumental, muy ligado al tacto de la estatuaria y la estatura clásica.

Por lo común he creído que los poemas extensos ofrecen muchas oportunidades para que la poesía se pierda y sea sustituida por palabras e imágenes bastardas. Hoy debo corregirme. Posiblemente un poema largo se frustre si el poeta quiebra su medida. Todo poema exige sus límites. Porque si el poeta tiene sólo aire para el poema breve, o de mediana extensión, cuando se excede puede ahogarse en su fracaso. Pero, dicho esto, no me acusen de sostener un concepto aritmético del poema o de la poesía. En toda fórmula matemática, como también en las combinaciones del verso, hay euritmia, armonía, cadencia, precisión entre sus partes, y donde resultan sólo dos, otro número no cabe.

Ahora bien, cuál es la medida poética de Roberto Manzano, nacido en 1949. El autor de Pensamientos libres y Synergos, pertenece, quizás, a la división libre de algunos deportes de combate. Donde actúan diversos pesos. Y Manzano logra conmover y convencer lo mismo en la cabalística cortedad de un haikú que en un poema lírico de proporciones épicas.

De Lírico y épico podemos calificar a La piedra de Sísifo, poema en que, a mi parecer, Manzano traza la parábola recurrente del drama humano: Subir, subir y volver a subir con la piedra de la existencia al hombro. Y por llevar la piedra, Pedro lo han de llamar, y en esta común etimología entre Pedro y piedra el poeta enlaza un mito griego con las invocaciones bíblicas y la salmodia de los peregrinos del desierto. Porque Pedro se llama y firma como Pedro, y el poeta se toca el pecho y es piedra, y el pulso, piedra. Y piedra es este poema que funda, funda sobre piedra y triunfa sobre la piedra y los declives circunstanciales del ascenso.

He leído La piedra de Sísifo dos veces. La primera vez sin interrumpir la lectura, en cuya experiencia fui marcando versos claves. Luego lo leí por partes, según la división del poeta. Unas estrofas ahora, otras después, para lograr una conclusión: es un canto de resonancias clásicas, de invocaciones místicas, de fosforescencia primaveral. Es mucha la mucha luz en este camino que avanza hacia el reencuentro del poeta con su pasado de lirio, como pértiga de sueño que se asienta en el polvo, según una de las imágenes más lancinantes de La Piedra de Sísifo, poema publicado por Colección Sur editores; poema donde se coliga todo cuando de disímil y opuesto presenta la existencia del Hombre.

El poeta Roberto Manzano asciende la irreversible ladera del destino humano, y se va reconociendo progresivamente mientras carga la piedra enorme de un sueño, y lo nombra…

LETRA VIVA ANUNCIA PRÓXIMO TÍTULO

LETRA VIVA ANUNCIA PRÓXIMO TÍTULO

Mi arca de Noé, de Luis Sexto

 Disponible en Amazon como e-book

 

El autor de estas prosas se pregunta si luego de tantas lecturas y unas cuantas cuartillas escritas, se llega alguna vez a orientar el fin último de la poesía y la vida. No es la única interrogante, más bien es el punto de partida para tratar de penetrar en lo que subyace debajo de un nombre, un acto, un poema, una página escrita. De sondeo en sondeo se suceden estos artículos, crónicas, ensayos, fragmentos de novela y memorias, ensartados en un hilo de sentimentalidad que conduce al escritor  a reconstruir figuras, hechos y  ambientes que de alguna manera le condicionaron la vocación literaria.

www.editorialetraviva.com

 

La Editorial Letra Viva ha publicado de Luis Sexto Nosotros, que nos queremos tanto, El cabo de las mil visiones, Yo me peino de memoria y El último viaje del diablo, todos en Amazon

 

EL DÍA EN QUE ME MATARON

EL DÍA EN QUE ME MATARON

Luis Sexto

Esta crónica tiene más de veinte años de haber sido escrita. Fue publicada en la revista Bohemia a principios de la década de 1990. La incluí recientemente en mi libro Yo me peino de memoria, de la editorial Letra viva, radicada en Coral Gables, Florida. Se encuentra a la venta  en Amazon, y en Books and Books y Barney & Noble. Al cabo del tiempo, me parece simpática, aunque otros pueden pensar lo contrario.

No recuerdo haber muerto; sin embargo, me mataron.  Fue un día imprecisable en el que me inscribieron como difunto, por  broma o confusión, en  la memoria de los vivos. Murió en un accidente, difundieron en ciertos lugares por donde nunca más yo había pasado.

Y no me quejo. Cumplí involuntariamente un deseo de adolescente. Influido por un poema de Rubén Martínez Villena, había pedido en versos asistir, protocolar y silencioso, a mi velorio. Era una estrofa de cuatro o cinco líneas. La escribí durante una clase de matemáticas, y no pude proseguirla porque se mezcló con alguna metáfora algebraica que el profesor, golpeando tres veces el pizarrón, me exigió copiar. También la he olvidado.

Con el privilegio poético de estar muerto y vivo a la vez, quería confirmar si Balzac acertó al decir que en los cementerios todas las esposas son amantes, los amigos fieles y los ricos generosos.

Por entonces sabía muy poco de la muerte.

Ahora me he dado cuenta de que el sentimiento de la muerte posee gradaciones. A los 18 años es una circunstancia emotiva; seduce el imaginar el propio rostro tieso, plácida y candorosamente juvenil, y oír el lamento de la gente porque uno haya fenecido siendo tan joven, tan inteligente, incluso tan hermoso. Es la edad de la audacia y el desprendimiento incontaminados de cálculos. Transitando por ella acometí mi único gesto heroico: arrojarme a las riendas de un caballo desenfrenado. Arrastraba un carretón, y el viejo que lo conducía y acopiaba desperdicios para cebar puercos, no podía detenerlo. Los ojos de Mirta, una amiga que entonces hacía que mi cerebro  se empapara de ternura, condecoraron aquel acto casi fílmico. Y no hubiese dudado en morir pateado para sentirla llorar por este muchacho loco.

Ah, la muerte, tan lejana e imposible.

Tras los 40 la posibilidad es más próxima, y menos romántica. Y nos parece inverosímil tener que encararla sin haber podido realizar los ideales de todo hombre, propósitos que quizás uno nunca consigue para disponer de un pretexto con el cual distraer a la muerte. Pero algo raro me falta por añadir. Desde mi infancia hasta la adolescencia, la muerte  entumeció mis tardes.  Quizás aquella preocupación empezó como con un símbolo, una atmósfera, una señal. La vi cuando una noche acompañaba a mamá a la capilla, para oír unos sermones del mes de mayo. Íbamos por el callejón que delimitaba el pueblo de los campos. Por esos linderos vivíamos entonces. La luna, completamente redonda, me obligó a sentir tristeza, sensación de finitud. Quizás ya había visto recientemente al  primer muerto de mi vida: a Josefa, la vecina, de cuya cara apacible mamá quiso que me despidiera. Ambos momentos confluyen. Más adelante, trasladados ya a la casa de La Loma, la parte alta, asomado a una ventana que miraba al oeste, el rumbo del cementerio, volví a sentir la inutilidad de la existencia. Quizás fue el efecto del poniente que se embarraba de amarillo agonizante.  Me pregunté: para qué vivir si uno muere. Padecía precozmente, al parecer,  de vocación de perennidad. Y como la lógica, el engarce de los detalles, era mi talento más elogiado, deduje que para no morir habría que ejercer el único oficio a cuyo ejecutante la muerte no podía dañar. Y muy pronto, ante el familiar plato de sopa, papá preguntó  en qué pensaba yo trabajar cuando fuese joven, y le respondí:

-Como sepulturero.

Pero he muerto joven.

Lo supe cuando, después de varios años, volví a saludar a ciertos ex compañeros de trabajo. Reaparecí de improviso. Laboraban en un salón donde, en arbitrario conjunto, las mesas de dibujo mostraban, como escudos, sus tableros móviles.

-Buenas tardes.

Unos alzaron la cabeza y quedaron entontecidos; otros dejaron el compás en el aire; aquel, el índice puesto en el número nueve del teléfono...

-¡Sexto! – respondieron colocando en mi apellido signos de admiración especiales que no hallo en mi máquina.

Lo que todavía suele conmoverme al acordarme de aquella escena son las palabras de Pedro Vargas, topógrafo con quien yo jugaba inocentes partidas de ajedrez cuando ambos ayudábamos a que tomara rectitud y solidez la línea ferroviaria entre el central Colombia y la terminal marítima de Guayabal, entonces en el sur de la provincia de Camagüey y hoy perteneciente a Las Tunas.

Vargas había salido. Al regreso le informaron:

-¿Sabes quién te dejó saludos?

Casi airado respondió a lo que supuso un chiste:

-No jueguen con los muertos, caballeros. Y mucho menos con ese, que era tan buen muchacho.

Desde entonces, Balzac, para mí, es infalible. Y Vargas me resultó más simpático.

 

 

 

AMIGO AÚN TANGIBLE

AMIGO AÚN TANGIBLE

 Luis Sexto

EL DECESO DE CINTIO VITIER, hace cinco años,  me obligó a tomar de entre los libros domésticos, dos de sus títulos  más recurrentes en mis horas: Ese sol del mundo moral y Vida y obra del Apóstol José Martí. Tal vez ninguno de los cubanos que hallan en la lectura la justificación de su ser y su circunstancia, pueda permanecer impasible ante estos volúmenes. Si en alguna ocasión reciente he dudado de mi vocación o de mi modesta persistencia en asumir el destino de mi patria, he  hallado en estos libros la justificación de los días que desvivo. Cintio me recuerda que la historia, que el pasado y la tradición prometen el sentido de la vida a quienes eligen las  incertidumbres del ser ante las certidumbres del tener.

Nacido en Cayo Hueso, Estados Unidos, en 1921, quizás pocas veces  el gentilicio cubano  ha sido tan exacto y tan justo. Porque Vitier se dobló sobre cuartillas frescas y documentos viejos para  dar a Cuba una visión clara, ancha de sí misma a través de la literatura. Escribió versos, ensayos, estudios críticos, novelas. Fue habitualmente un  poeta de aproximaciones lúcidas al investigar y evaluar la papelería de cinco siglos concerniente al pasado literario cubano. No dudo en llamarlo uno de nuestros humanistas. También, por ello, asumió en estilo y verdad la talla de los  descubridores.

Muy joven me convertí en lector asiduo, admirador lejano y anónimo de Cintio y de su esposa Fina García Marruz, pareja  tan ejemplar en lo artístico como en lo ético. De Cintio leí cuanto podía hallar. Al adentrarme en sus letras sabía que era un autor en plenitud de sinceridad y cultura. Aun en cuanto podía estar en desacuerdo, encontraba yo una razón de aprendizaje. Lo cubano en la poesía, me trasmitió otra dimensión de la historia. Y la vida y la obra de José Martí me alcanzaron desde un mirador  íntegramente ético, sin el  cual -me parece que  Cintio lo demostraba- no es posible juzgar ni entender a Cuba y a su historia

Esta nota no puede, sin embargo, transitar por el resumen de todo cuanto Cintio escribió. Su muerte me tocó como si con él hubiera se cercenado uno de mis miembros más útiles. No he de decir que me apareé al pie de sus jornadas, como un centinela o un vecino de puerta con puerta. ¿Pero acaso ha de ser necesaria la proximidad espacial  para  estar próximo? ¿No tienen los afectos más entrañados el pudor que los distancia del objeto querido a la vez que los exalta y los acendra? 

En 1968, tenía yo casi 23 años. Un sábado visité, como de costumbre, al ensayista, investigador, polígrafo José María Chacón y Calvo. Y mientras esperaba por la lentitud de su pierna enferma, registraba sus libreros de modo que tropecé con el polémico libro de don Ramón Menéndez Pidal sobre el Padre Las Casas. Me lo regaló. Otra noche, encontré Temas Martianos, de Cintio Vitier y Fina García Marruz. Pero me lo negó. Está dedicado, le oí alegar en cierta protesta de su generosidad.

Entonces opté por pedírselo a los autores, en una carta cuya línea inicial recuerdo sin lamentar el verbo husmear, tan aparentemente impropio si desconocemos que uno o dos años antes de su deceso, libros de José María, o de sus amigos difuntos o emigrados, aparecían en cualquier rincón como fragmentos de lo derruido o amontonado. Sirvan de muestras, las dos torres que sobre el piso condensaban  los tomos de Obras Completas de Martí, publicados por Trópico;  habían pertenecido a Jorge Mañach, algunos de cuyos subrayados leí con devoción influido más bien por la resonancia del autor de Indagación del choteo. Escribí, por tanto, a Cintio y Fina: “Husmeando en la biblioteca de nuestro común amigo Chacón y Calvo…” Ellos no me conocían ni de nombre: no había ninguna razón; tampoco las hubo en lo sucesivo. A poco, el cartero me entregó un ejemplar de Temas Martianos, firmado por Cintio y Fina: “A Luis Sexto Sánchez con saludos martianos de sus amigos”.  .

Lo que quiero decir, pues, es que aquel gesto de 1968 fue el anticipo, la piedra fundacional, el imán, de la dicha que  en 2005 merecí sin merecerla. Momento es para volver a contarla. Un día de ese último año Cintio y Fina me invitaron y recibieron  como amigo tangible. Leían mis prosas periodísticas, y querían decírmelo como si fuesen lectores comunes deseosos de conocer al autor predilecto. ¿Sabían que premiaban la lealtad de un lector? 

Experimento, desde luego,  cierta desazón al contar este episodio. Mi escasa relación personal con Cintio y Fina a quien honra es a mí. Ellos pudieron seguir nutriendo su crédito, su prestigio de personas y artistas, sin haberme conocido en cuerpo y alma. Yo, en cambio, gané el estímulo, el reconocimiento de dos poetas a los que había querido, enconchado en la incógnita, durante casi dos tercios de mi existencia. Los empecé a querer primeramente, como quería Martí, por su integridad y  por su sabia y lírica sustancia cubana. Luego, por su obra literaria de quintaesencias humanistas. Y siempre con la misma intensidad del discípulo que necesita maestros y los asume en actos y libros ajenos.

A esa entrevista –a la que faltó Fina involuntariamente; después nos veríamos- llevé un libro: Prosas leves, de Cintio. Al final, le pedí que me lo dedicara. Es mi predilecto entre los suyos, le advertí. Yo también lo prefiero, confesó. Su dedicatoria fue para mí la plenitud de aquella inicial, tan delicada y sobria, de 37 años antes. Ahora sí podría estar seguro, satisfecho, de que tanto Cintio como Fina –o tanto Fina como Cintio, el orden del binomio no alteraba la sensibilidad- conocían, en la acepción de “poseer”, al Sexto a quien le autografiaban un libro. Los días se habían aglomerado en largas filas, despaciosamente, para favorecer esta confluencia que traté de presagiar y disponer en mis años liminares como aprendiz de letras y estilos. Cintio escribió esta dedicatoria: “Para Luis Sexto, periodista de prosas leves…” Y lo demás, lo guardo en ese lado izquierdo donde afirma nuestra lengua, tomándolo del cor, cordis latino, que radica lo más entrañable del ser humano. Y en ese mismo nicho conservaré aquel modo tierno, sincero, inesperado, quizás inconsciente, con que Cintio, en mitad de nuestra charla, me dijo: Hijo mío.

¿Podría ahora, cinco años después,  no llorar o lamentar la muerte de Cintio? Puedo llorarlo, sobre todo extrañarlo como algo propio, necesario. Y puedo prometerme continuar leyéndolo, reencontrándome con el estilo de un escritor cordialmente cubano, porque sobre mi mesa continúan abiertos sus libros.

COMO ESOS ÁRBOLES…

COMO ESOS ÁRBOLES…

Luis Sexto

TENGO EN CASA UN ESCAPARATE que es para mí como el desván donde oculto mi “retrato de Dorian Gray”. El rostro vergonzoso, que nadie ve, y que se va deformando según actuamos rastrera, soez, hipócritamente, con el propósito de ser feliz a todo trance y sin riesgos. En  El retrato de Dorian Gray, Oscar Wilde nos descubrió y describió novelescamente ese doble clandestino que deriva hacia lo feo y monstruoso, mientras nuestra virtud y presencia permanecen incólumes gracias a los réditos de un contrato con el diablo.

Nadie crea, sin embargo, que va a sentarse en el banquete donde develaré mis maldades. Ya imagino a ciertos amigos paladear el almíbar de la curiosidad ante el posible acto de nudismo moral de mis historias sacristanescas. Fulano y Zutano –colegas de clavos y martillo- pagarían el extra de sus colaboraciones en la televisión con tal de comprobar que soy como ellos se imaginan. Pero mi escaparate semeja a Dorian Gray solo porque, al ir yo envejeciendo -sin lujos ni truculencias-, lo he venido atiborrando de papeles enfermos de antigüedad, muchos de los  cuales pertenecieron a amigos que me legaron su confianza.

Antier anduve revolviendo entre las huacas y entresuelos donde suelen extraviarse los documentos que necesito. Y luego de una o dos horas de búsqueda blasfema, apareció lo que no necesitaba. Y ahora, por eso, escribo de aquello que no buscaba y encontré: las cartas del poeta Rafael Enrique Marrero al inolvidable, incisivo, bondadoso Enrique Pichardo, de quien he hablado más de una vez en mis crónicas.

Pocos tal vez recuerden a Rafael Enrique Marrero. Las antologías ya no lo tienen en cuenta. Ciertos especialistas solo escogen los autores y poemas de su corrillo o de su gusto, en una especie de ley de toldería literaria, visión de campamento o minifundio. Quizás no toda la obra de Marrero sea recordable, pero algunos de sus poemas merecen una ojeada. Al menos, su nombre aparece en el diccionario de la literatura cubana. En sus años de crédito, nuestros padres y abuelos amaron y protestaron leyendo los versos de Humo de silencio -su primer libro, en 1941- o de Adolescencia náufraga, o los de su Canto al trabajo.

Las cartas a Pichardo son de 1938. Ambos nacieron en Cidra, pueblo matancero que, de acuerdo con el poeta, es “topográficamente un monstruo sesteando/ a quien el gascar le cercena el tórax; / una porción de casas de madera; / unos hombres que cargan con sus sueños: / un Ford, una muchacha y una escuela!” La geografía los había distanciado. Pero se querían. Y por lo que confiesa, Marrero agradecía a Pichardo –como yo muchos años después- el impulso de perseverar en las galeras del escritor. 

Esas cartas almacenaron los días y los trabajos del poeta en formación, periodista a la vez de la radio y medios impresos. Habla mucho de sus compañeros: grupo que en la década del 40, y antes, se deslizó por corrientes posmodernistas, también neorrománticas. De José Ángel Buesa escribió: “…Es un orfebre. De él te diré lo que me dijo un amigo reservadamente: ‘Es un Cellini del verso, sin el talento de Benvenuto’. Traduce mucho. De ahí su fracaso quizás.” Marrero también  enumera prolijamente las peripecias de un guajiro en La Habana: las intrigas entre poetas, el hambre, la intemperie. Las injusticias. Y cuenta que fue desestimado para un premio a cambio de una mención, “por falta de aristocracia en el verso”. En 1939,  pudo, a pesar de tanto obstáculo, ganar el primer premio en los II Juegos Florales Nacionales de Cárdenas con sus versos de origen plebeyo.

 Fue autor de un poema entonces muy recitado y antologado. Lo he releído en un manuscrito –ese que le remitió a Pichardo y conservo-, y admito, como el propio poeta acepta, que Afiche es su vida. Toda su vida sensible y angustiada:

“Yo soy como esos árboles sin frutos/ que rompen las aceras de los parques/ y no han sabido más que darse en sombras/ para los que no tienen en dónde cobijarse…

"Yo soy como esos árboles sin frutos!/ Decoración ambigua del paisaje: / sin sexo, para los que duermen a sus plantas,/ sin voces, para los que quieren ultrajarle!

"Yo soy como esos árboles sin frutos/ que no saben más nada que enraizarse. / Yo soy como esos árboles sin frutos/ que rompen las aceras de los parques! ¿Y esta ansia de amar que llevo dentro?/ ¿Y esta sed infinita de mirajes?/ ¿Y este dolor de ser siempre lo mismo/ parado en las aceras de los parques? Yo quiero amar y ser; sentir la vida/ en fruto y flor y en nido y en ramaje:/ ser sonrisa de luz frente a tus ojos/ donde quisiera yo crucificarme…Tenerte a ti, prendida para siempre,/ como una inmensa fruta hecha carne,/ desnuda ante mis ojos de viajero/ y a la sombra de amor de mis ramajes…Ya que estoy condenado a ser un árbol/ que rompe las aceras de los parques,/ tatúa mi corteza con tu nombre/ y entre dos corazones que se enlacen,/ porque yo seguiré dándome en sombras/ para los que no tienen en dónde cobijarse!

A algún oído tecnotrónico le podrá parecer humo de cosa vaga y cursi. Me parece, sin embargo, que en ese neorromanticismo de la pobreza, ya empezaba a pedir voz y figura de letra común el conversacionalismo poético, particularmente en las dos primeras estrofas.  Las siguientes… ah, esas  yo le hubiese pedido que las eliminara. Quiebran, mediante lugares comunes, el acercamiento coloquial a la autoconciencia del poeta  objetivada en unos árboles casi  inútiles.