EL QUERER DE LA RAZON Y LA RAZÓN DEL QUERER
Luis Sexto
Texto leído en el espacio El rostro y la palabra que auspicia la Unión de Escritores y Artistas de la provincia de Villa Clara, y que el pasado 8 de enero fue dedicado al escritor Yamil Díaz Gómez
Un aforismo de José Bergamín me facilita empezar la exégesis de un sector de la obra literaria de Yamil Díaz Gómez. “El arte verdadero –escribió el estilista de La voz apagada- procura no llamar la atención, para que se fijen en él”. Y con la cita sintetizo lo que más estimo en la prosa, y sobre todo en las crónicas, del autor de Los dioses verdaderos (1): el rehuir los estallidos de parrandas remedianas y los bamboleos espumosos del malecón habanero en invierno.
¿Acaso no lo percibimos en este párrafo?:
“En mi pueblo, definitivamente, la lluvia no es igual. No trae, como las gotas de La Habana, el recuerdo de lo que nunca sucedió. En esta agua no descubro más que el inventario de tantas cosas que aún quedan por hacer. Pero camino resignado bajo ella. Sin escudo espartano recibo cada estocada, como un recordatorio, como un castigo, como un exorcismo. Y cuando llego a casa husmeo en el armario, hasta encontrar, con culpa y con nostalgia, el pulóver raído que, una tarde de lluvia, le robé al Indio Naborí”.
Está claro: Trata de expresar la tristeza sin ser patético; ser nostálgico sin llorar. No sobra reiterarlo. Aprecio las crónicas de Yamil, y por ende las intrínsecas cualidades de su estilo, porque la emoción fluye sin tocar la campana del probable vendedor de durofríos que muchos villareños oímos en nuestra niñez con el dedo en la boca y la mirada caída. Es poeta que se desdobla en prosista, y como reforzando la ternura que distingue a sus versos, la emoción en la prosa también rehúye el estallido, y le concede visa a la implosión, a ese estallar dentro sin expulsar fragmentos de alma, o de intenciones. En esa mina subterránea prevalece como sustrato la estoica propuesta de los clásicos: la contención. El lector, así, no se obliga a volver la cabeza para acallar el ruido, o pasar la página de un tirón.
Alguien, ya extraviado entre mis papeles y lecturas, definió que el poema puede brotar como un cenote yucateco, de súbito, y quedarse el chorro para siempre como parte de la atmósfera de la obra poética, aunque el poeta sea aún novicio. La prosa, sin embargo, es arquitectura que cuaja su potencialidad en la albañilería añosa. No bastan, a mi ver, las candelillas del talento escolar o las ínfulas de prematuros premios para consolidarla. Está la prosa llamada a depurarse y acumular energía con el ejercicio que madura. En ninguna otra construcción se admite tanta demora, tanto aplazamiento hasta completar el proyecto. La prosa adopta la lentitud en crecer de un hospital “Aimejeiras” de la literatura. Pero, contrariamente al edificio inserto en el imaginario popular por haber envejecido sin concluirse, el plano prosístico, que no prosaico, se solidifica con ladrillos de abnegada arcilla, para inaugurarse a su tiempo junto al arroyo susurrador y el cayo de plantas finamente cultivadas.
Y con ello he dicho que Yamil Díaz Gómez escribe una prosa sellada y erguida. He leído sus libros, principalmente los de crónicas –qué no trasmuta en crónica este escritor-, y he pretendido en vano hallar el botón suelto, el rasguñó visible. Los he buscado por los aspectos más proclives al yerro: por ejemplo, la adjetivación. Pero el litigio, he de aclarar, no es con el adjetivo. Es decididamente con su pobreza, su presencia artificiosa, su uso automático empeñado en deslucir al sustantivo. Y Yamil anda en puntillas sobre el teclado. Suele emplear el sustantivo sin malas compañías. Y cuando les adjunta uno, dos, no los elige entre los del montón; más bien acude a los precisos, a los que urgen el poeta o el narrador, el cronista o el ensayista, que todos esos oficios, me parece, definen al autor de La calle de los oficios (2). Me propuse, pues, hallar el adjetivo “hermoso”, y no lo encontré. Quizás lo escribió tan clandestinamente que no topé con su decadente presencia, pero si lo escribió no me parece que pueda verlo repetido, a pesar de cuanto el cronista de El vaso de cristal (3) ha escrito. En todo caso, hallé lindo, pero en una frase del pueblo: “reír de lo lindo”, y así no podré ganar mi apuesta para atinar con una pedrada.
Digámoslo, aunque parezca una frase apodíctica: por sus adjetivos conoceremos a un escritor. Y no sólo por la alcurnia, el abolengo inusual del adjetivo, sino por su escasez. Y cuando nos preguntemos cuántos y qué adjetivos usa Yamil, responderemos que en “Contra el muro” , enunciado de 53 líneas llenas, se auxilia de 13 adjetivos. Entre ellos, difusa, rabiosa, caprichoso, frustradas, terrible, mínimos. Desde luego, para una aseveración con intenciones de crítica radiográfica, habría que repasar texto por texto con un ábaco al lado. Pero en este ejemplo, cuya sonoridad, cuya fluidez, cuya solidez de lengua domada nace de un mismo semen gestor, podemos inferir que el cronista selecciona cada palabra de modo que el sustantivo concreto y sin escoltas calificadoras, le asigne al texto el relieve de lo dinámico.
Por hábito de técnicos, comprendemos las causas de por qué la prosa de Yamil, sobre todo en sus crónicas, discurre en un ritmo que se arremansa, y luego se yergue sobre frases breves que se turnan con otras un tanto más largas, y que dejan indemne el aire del lector. Si yo, ex topógrafo, lo dibujara en un plano, estamparía una curva de nivel que se deprimiera ahora, luego subiera, y más adelante bajara. Es el paso del que no está apurado, pero tampoco ramonea, ni remolonea en su pauta de vegetal musicalidad.
La crónica, me atrevo a recordarlo, es el género que exige un estoicismo formal y emocional. No aprueba los recursos de la pastelería. Yamil Díaz Gómez sabe que entre la crónica y la literatura hay un parentesco legitimado en el registro civil de la crítica más justa y ducha. Y nuestro autor nos hace recordar que sin lenguaje y estructuras conmovedoras jamás podremos conmover. Lenguaje bañado de estética, de estética que se aposenta en el enunciado mediante la tropología y la sonoridad. Y veo más. Si el calificativo no se considerara hoy anticuado, y al emplearlo no se pudiera pensar que soy tan viejo mentalmente que me arrimo al siglo diecisiete, sostendría que Yamil Díaz Gómez es un escritor conceptista de la contemporaneidad, es decir, un neoconceptista. Porque las crónicas yamileanas, no son tan sólo regocijada atmósfera compuesta de palabras armónicas. También se sostienen sobre ideas y conceptos que a la obra gravan de hondura.
Escribe:
“Si soy amigo de Samuel Feijoo, puede que se lo deba al hecho de que jamás lo conocí. Es decir, no fui víctima de sus desplantes. Nunca me dio la bienvenida sentado en su inodoro, ni me invito a almorzar, tres pedazos de caña, ni me dejó con la palabra en la boca para ponerse a conversar con un chivo. Tengo el gusto de no haber estrechado la mano de Samuel, ni haberle oído el tempestuoso y criollo “!Alabao, gato!; en cambio, yo también añoro las locuras de aquel hombre silvestre”.
Veamos también estas líneas:
“Las pupilas sedientas por donde ya cruzaron las grandes catedrales de este mundo, se humedecieron frente a la humilde iglesia. Con su robusta vejez, su contagiosa sensibilidad, el periodista Luis Sexto se quitó el sombrero y olfateó como nadie la grandeza del instante.
“Cuando pasaba el funeral, la banda interrumpió su pasodoble. No hubo que preguntar por quién doblaban las campanas cuando la caravana se detuvo, y salió el sacerdote a tributar un responso. Las campanas doblaban por una persona. Con eso ya era, ya tenía que ser suficiente. El parque hizo silencio. Y todo el mundo se mantuvo de pie, con respeto callado, ante la belleza de un momento en que no somos amigos ni enemigos: sencillamente somos, sin ningún complemento”.
En ambos ejemplos hallo fórmulas empleadas por conceptistas como Quevedo o Gracián. Ambos pretendieron “decir algo” frente al “no decir nada o decir menos” del barroquismo, y noten que no escribo barroco, que es manifestación opuesta a su ismo: no es lo mismo barroco que barroquismo y barroquista. ¿No leemos acaso en Yamil Díaz Gómez juegos de palabras, equívocos, alguna paradoja, y sobre todo un matiz irónico, tan generoso que su filo taja sin hacer sangrar? Yo mismo, aludido en la crónica concebida en el poblado de Cruces -y dos de cuyos párrafos cité antes-, en vez de sentirme zaherido, sonreí. En algún otro texto, el escritor de Crónicas martianas (4) se burla de que una de sus piernas ruede con poco aire. ¿Y no hay en ese reírse de la desgracia o la carencia propias la misma actitud de aquel conceptista extremo, hombre que era a una nariz pegado, nariz superlativa? Además, en muy escasas ocasiones Yamil es directo en los enunciados. Suele ir sobre la autopista por donde no transitan las cosas y las ideas como son, sino al revés.
Sabemos, aunque algunos lo nieguen, que la crónica es el predominio de la emotividad del autor en la construcción de la realidad. Las palabras han de ser el eco de la vida en la subjetividad del cronista. Si no se posee aptitud para tamizar el acontecer o el tema con la expresión sugerente, connotativa, quizás no haya crónica y, por supuesto, tampoco haya cronista. Los escolásticos decían en una de sus súmulas: Adaequatio intellectus et rei, esto es, adecuar la inteligencia a las cosas. Y para nosotros significa hoy la relación medida y pesada entre la forma y el contenido. Y en ese acuerdo de la forma y el contenido, se fundamenta todo acierto. Y se basa toda crítica estética, según asegura Roberto González Echevarría, otro villareño de ilustrado talento y sagaces aciertos.
Precisando, la crónica se empalma con lo que el profesor Philip Wheelwright llama lenguaje vivido, o lenguaje en tensión. Y este lenguaje tenso permite una libertad que, aunque no se opone al habla común, se adelanta sobre todo a la precisión de otros lenguajes como el científico, el comercial, el diplomático. En estos enunciados pragmáticos, los valores semánticos son exactos. En la crónica, como en la poesía, señorea la polisignación, es decir, una palabra salta sobre su significado básico, y adquiere otro sentido. Y he de hacer recordar, de camino, que podemos interponer una distancia creadoramente intencional entre significado y sentido. Pasión sin sentido –de acuerdo con María Zambrano- tiende a comerse a sí misma. ¿Y cuál es el sentido en la pasión literaria de Yamil Díaz Gómez? Como en la religiosidad sincera, las crónicas de Yamil no pervivirían sin solidaridad, sin acciones de fraternidad global, o de afecto a personajes de sus recuerdos; incluso, no podrían discurrir las crónicas de Yamil sin hacer constar la gratitud del discípulo a los maestros, que ama incluso sin haberles oído la voz. En la crónica titulada “El vaso de Cristal”, allí donde nos estremece la peripecia del encuentro de Yamil con el poeta Hernández Novás, me pareció ver entre neblinas la cotidiana coincidencia, durante un tiempo, de Enrique Hernández Miyares y Julián del Casal andando por la calle de Obispo, en La Habana. Ambos se cruzaban. No se conocían. Y Hernández Miyares, autor más tarde de “La más fermosa”, cuando miraba a Casal, se decía: Ah, si yo fuera amigo de este hombre. Aquí está, pues, sin tornillos de banco, en dos textos diversos y lejanos, el engarce entre poetas del XIX y poetas del XX o el XXI.
Para concluir, podríamos definir que la prosa suele operar para expresar lo racional, lo que está en razón, en lógica. Pero este señor de la síntesis, este cronista que cinceló un año de su vida y del mundo -el 94- en unas cuatro cuartillas, delicadamente sugiere a su prosa derivar hacia el querer de la razón. Y Yamil Díaz Gómez todo, o casi todo lo comprende, para transmutarlo en ternura, que renace condensada en estilo, en sésamo que abre cualquier trillo feijoseano, para oler una vicaria o repartir un corazón que la razón quizás no comprenda.
Notas
(1) Editorial Capiro, Santa Clara, 2005
(2) Editorial Capiro, Santa Clara, 2012.
(3)Ed. San Librario, Bogotá, 2011.
(4) Editorial Capiro, Santa Clara, 2007.
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