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PATRIA Y HUMANIDAD

Ética

LIBERTINAJE

LIBERTINAJE

Luis Sexto - @Sexto_Luis

  Pido que no me reprochen la reflexión medio gramatical o lexicográfica de hoy. Sólo  pretendo desvestir delicadamente la indisciplina que carcome la salud de nuestra libertad en el prosaico convivir cotidiano. Como sustantivo abstracto, la libertad parece una dilatada planicie para actuar. Dicen ustedes libertad y la voz alarga y ensancha la última sílaba en un creciente sonido que solo se apaga cuando quien la pronuncia pierde el aire: libertadddddd…

  Tal vez haya forzado los términos del vocabulario. Lo admito: mi error es consciente; lo he cometido con un propósito. Por ello maticé mi criterio cuando dije que la «libertad parece», porque, enjuiciando rectamente, también podemos alargar hasta el ahogo la palabra pero: peroooo…

He dicho pero, sí. Porque si la libertad parece otorgarnos en su semántica abstracta la patente para obrar hasta cuando nos cansemos, en el plano social hemos de juzgarla como relación armónica entre dos o más personas. Hemos, pues, de pronunciarla como término concreto y vinculado a la pluralidad. Libertad. Esto es, capacidad de actuar con los límites que impone la existencia del otro.

Algunos —¿o muchos?— de nosotros estamos apareando como sinónimos a libertad y libertinaje. ¿Dónde no está presente la quiebra del ejercicio humano de la libertad? Desde precios alterados, hurtos de mercancía, hasta choferes de ómnibus que se asemejan a aquellos músicos populares de mi infancia que, después de cantar «Te sigo amando, voy preguntando», pasaban entre los pasajeros un jarrito o el sombrero. Ahora vemos a algunos choferes que cuando el viajero sube, extienden la mano para que, en vez de en la alcancía, la moneda caiga en el cepillo. Cualquiera podría decirle: no te apures, mi’jito; todavía no has cantado. Que cante mejor la alcancía, tiiiiiin…

El problema es mayor, lo sé. Me he quedado en lo más común y elemental. He dejado afuera la indisciplina en el trabajo; en las finanzas; en los servicios de variada índole; en la convivencia;  en el urbanismo, que nos defrauda cuando uno recorre esas calles del Vedado —ya no vedado— donde las líneas de fachadas se han extendido hasta la acera mediante un improvisado y liberal techo debajo del cual guardar el carro.

  Sugiero, llegado al final, atenernos a un principio: la libertad termina donde comienza la de mi semejante, vecino, compatriota. Lo contrario es el desparpajo del libertinaje.

  Y qué diremos de leyes y organismos que parecen —digo parecen— disfrutar de ocio complaciente… o del mirar hacia otro lado. Ah, las instituciones. ¿Dónde están? Ese es otro cuento. Y habrá que contarlo rápidamente, porque ya ahorita la libertad se perderá entre las comparsas de un carnaval donde la ética y las leyes usan caretas. Pero te conozco, mascarita...

PARA QUIEN SE INTERESE: ASÍ PIENSO…

PARA QUIEN SE INTERESE: ASÍ PIENSO…

Luis Sexto - @sexto_luis

   Los periodistas cubanos estamos hoy ante una disyuntiva: ser consecuentes con lo que pensamos. Esto es, ser honrados. No me gusta decir a mis colegas cómo han de pensar o actuar. Pero si somos consecuentes, la opción siempre se pondrá del lado del deber y de la moral.

   La vida me ha enseñado que día a día los seres humanos afrontamos diversas encrucijadas éticas. Unos, ante la necesidad de tener algo más que lo básico -aspiración justa-, pueden intentar conseguirlo de manera poco honrosa. Por supuesto, la necesidad sólo explica la ruptura ética; nunca la justifica. Quien roba para satisfacer urgencias de índole material, no pasará el visto bueno de ningún tribunal.

   Otros, en cambio, prefieren ser consecuentes con lo que estiman sus deberes morales, incluso políticos, y emplean métodos que preserven la entereza ética.  El hombre, en defensa de su integridad, no debe ir en contra de lo que ha creído y defendido.

   Si en verdad, evaluamos honrada y sinceramente el país donde nacimos y aprendimos a vivir, incluso a escribir, me parece que quien pretenda usarnos, teniendo en cuenta nuestras necesidades, deberá tener una sola respuesta. Uno puede vender su trabajo, su talento. Eso hacemos cada día: trabajamos y cobramos, pero  mi nombre, mi firma profesional, por pequeña que sea no está en venta. Que tenemos necesidades, sí; que no hacemos en nuestros medios el periodismo que queremos o el país necesita, sí. Pero  quien vea la vida como una causa que requiere compromisos de índole ética y política, sabrá escribir o hablar lo más inteligentemente posible para expresar los imperativos de su conciencia.

  Tal vez, el problema  de los periodistas cubanos no consista sólo en tener poco espacio físico y jurídico, sino en saber usar el espacio de que disponemos.

  En fin, todo se trata de una opción ética. O soy el que soy o soy dos a la vez. Y ser dos a la vez, es decir, el periodista escindido en dos mitades, con dos caras, me parece que es incompatible con la moral humana y profesional. Sobre todo cuando los tiempos nos presentan dos o tres rutas para ser personas, para ser profesionales y para intentar resolver nuestras necesidades.

  Resumo: mi tinta es pálida, pero es mi tinta: la que elegí  hace 45 años y he servido. ¿He de echar a perder su final? Quien comienza, quizás tenga tiempo para elegir entre dos, o tres opciones. A mí sólo me queda un extremo: ser el que he sido, y defender lo que he vivido y soñado, aunque se interponga alguna decepción.

LA (IN) CULTURA DEL DEBATE

LA (IN) CULTURA DEL DEBATE

Luis Sexto

El ensayista cubano Jorge Mañach aseveró que la tendencia a reír ante lo que se desconoce o no se alcanza a comprender se relaciona periféricamente con la ignorancia y la falta de cultura o de educación, y más en lo hondo con un complejo de inferioridad que, según el autor de Indagación del choteo, tiende a compensarse, emparejarse con el que “está más alto”, mediante la risa mordaz.

No es mi propósito insistir repitiendo las aproximaciones del clásico ensayo de Mañach. Lo he tomado como pretexto para lamentar –al menos hasta dónde he leído su obra- que él, que tan duraderamente registró en el “almario” nacional de Cuba, no nos hubiese entregado el ensayo sobre nuestra  “cultura del debate”, o, mejor, sobre la incultura polémica que nos inhabilita para debatir  de modo racional y respetuoso. El propio Mañach, polemista inclaudicable,  sufrió en su momento los golpes de esa altura hacia abajo, aunque tuvo rivales condignos: Rubén Martínez Villena, Raúl Roa, Juan Marinello, José Lezama Lima. Pero, salvo esos contendientes de parejo tamaño conceptual y estilístico, el resto de los litigios que afrontó, con más o menor grado se deslizan desde la otra esquina por el declive del insulto y, sobre todo, la anulación de los probables valores del contrincante.

Razón tendría quien nos advirtiera que una polémica intelectual o deportiva no se resuelve como si se manipularan tazas de porcelana.  Es decir, ha de enardecerse  la pasión. Pero, en el medio, regulando con el índice de la ética, el juego limpio de la honradez. La decencia, palabra que, al parecer, se ha arrinconado en el diccionario menos frecuente, tiene su punto central en el respeto al semejante, aunque el otro se pare en el lado opuesto a donde estoy yo. De lo contrario ocurre, como  es casi habitual, que resolvamos cualquier polémica confundiendo ironía con sarcasmo, humor con choteo, dureza con irrespeto, ardor con insulto. Y el mayor argumento que alzamos, como una maza, se liga con estos tópicos: no tienes la razón, porque la tengo yo, o tus opiniones no son válidas porque antes opinabas distinto. Y no nos extrañemos si la burla se asoma para destripar con el ridículo a quien nos contradice o nos juzga en público o en privado.

Y a qué causas remitir el origen de nuestra incapacidad para respetarnos los unos a los otros. ¿A la herencia  del carácter español? ¿A los tantos años de opresión esclavista, extorsión colonial y neocolonial, y de analfabetismo, peculado, corrupción política en la república de 1902? ¿Acaso a las carencias, las aspiraciones aplazadas y al escaso rigor de hoy?

Confieso mi insuficiencia para acometer ese buceo en lo más oscuro del carácter nacional. En la complicada trama de fibras y nervios de la psicología social del cubano, parecen mezclarse, como síntomas de los mismos defectos, reacciones diversas. Como he citado en otro momento, el sabio Fernando Ortiz, en Ensayos de psicología tropical,  uno de sus trabajos juveniles, que por ello no disminuyen su valor, habla de la intolerancia del cubano a la crítica. Entonces discurrían los primeros años del siglo XX. Pero decursada una centuria, continuamos padeciendo de alergia a la crítica. Observando en profundidad el fenómeno, quizás  esas manifestaciones sean  generadas por una impericia innata, una incapacidad casi irreversible para un hecho primordial: la convivencia, o por una educación familiar deficiente.

Desde otro extremo, la cultura y el conocimiento no han influido lo bastante para la corrección de ese nuestro común vivir desvivido. Continúa predominando la presunción de que la cultura es saber muchas lenguas extranjeras, mucha historia, mucha estética. Y permanecemos vacíos de la otra cultura, a la que aludía Chesterton cuando evaluó de muy cultos a los analfabetos campesinos españoles de su tiempo. Eran cordiales, solidarios, comedidos. Poseían la letra del corazón, y les bastaba para comportarse, con notas sobresalientes, en la ciencia del convivir.

Somos, en lamentable medida, desaprobados en el debate, tan necesario. Y así la evolución de las ideas, el acercamiento de una posición a otra luego de la práctica, que a tantos depura, y del paso del tiempo, que tanto modifica, son anulados por la tabla rasa de un simple decreto personal, tan insultante y  tan dogmático como el dogma o la tozudez que dice condenar.

LA OTRA CULTURA DEL DEBATE

LA OTRA CULTURA DEL DEBATE

 

Luis Sexto

En la complicada trama de fibras y nervios de la psicología social del cubano, parecen mezclarse, como síntomas de los mismos defectos, reacciones diversas en las relaciones con "el otro". Por ejemplo, Don Fernando Ortiz, en uno de sus trabajos juveniles –Ensayos de psicología tropical- que por ello no disminuyen su valor, habla de la intolerancia del cubano a la crítica, y por extensión la intolerancia a tolerar, o a debatir.

Sin ánimo generalizador, admitamos  con fines de sanar, que la intolerancia está en zafra. Quizás en zafra chica, en este o aquel sector de nuestra existencia social. De cualquier modo, la palabra y la acción que condensan  la intolerancia son condenables. Y su origen uno no sabe dónde hallarlo: la Historia del mundo se jalona con las intolerancias de diverso tipo: personal, política, racial, religiosa, de clase, cultura, hasta deportiva.

Más bien el lenguaje actual la remite a la falta de convivencia entre lo disímil, lo diferente. Y bojeando el tema, me detengo en una de las curvas más comunes de la intolerancia: la incapacidad para debatir, al menos debatir con fines constructivos. Con mayor o menor grado,  en estas o aquellas esquinas en confrontación, el debate  resbala por el declive del insulto y, sobre todo, la anulación pontifical de los probables valores del contrincante. Basta, para percatarnos de este defecto casi congénito, una discusión beisbolera. Y tomo la bola para  expresar mi convicción de que una polémica, como un juego de béisbol, no se resuelve como si se manipularan tazas de porcelana.  Es decir, ha de asomar la pasión. Pero, en el medio, regulando, el juego limpio de la ética. La decencia, palabra que, a veces nos parece arrinconada en el diccionario menos frecuente, tiene su punto central en el respeto al semejante, aunque el otro se pare en el lado opuesto a donde estoy yo.

De lo contrario ocurre que resolvemos cualquier polémica confundiendo ironía con sarcasmo, humor con choteo, pasión con irrespeto. Y el mayor argumento que alzamos, como una maza, se liga con estos tópicos: no tienes la razón, porque la tengo yo, o tus opiniones no son válidas porque antes opinabas distinto.

¿No nos son conocidos esos términos? Y a qué causas remitir el origen de esa incapacidad para que unos no respeten a  otros. ¿A la herencia  de intolerancia legada por conquistadores y colonizadores?  ¿O a tantos años de opresión esclavista y extorsión colonial en  el XIX y siglos anteriores? ¿O al analfabetismo, el peculado, la corrupción en la república de 1902?  ¿O a las carencias materiales  y a la disminución del rigor moral y legal de estos días tan desafiantes para nuestra virtud personal y colectiva?

Todos esos factores confluyen para un efecto: somos parte de lo que fuimos, mediante  el trasvase de la tradición. Y somos también por influencias de las deficiencias sociales con que el presente agobia, e impele a algunos a la confusión, al desánimo, y a la desocialización. Desde luego, para entender este tiempo y sus límites, y estimar hasta dónde uno puede afectarse, se precisa de un  examen de conciencia que clarifique la certeza de que el individuo no debe permitir convertirse en una pluma al viento. Recuerdo, cuando comenzó el período especial, que este articulista sugería desde Bohemia afrontar la realidad desde los pisos superiores de la conciencia. Así, tal vez, nos expongamos menos al daño de unas décadas espinosas.

El problema del debate y el problema de la intolerancia se resuelven en una conducta: la convivencia. Cultura, escolaridad, educación, aun con sus insuficiencias, no nos han faltado. Pero si hoy posiblemente intercedan menos a favor  de la integridad del convivir, del respeto al otro, tal vez sea  porque pensamos que la cultura consiste en saber muchas lenguas extranjeras, mucha literatura, mucha estética. Y permanecemos un tanto olvidados de la otra cultura: la cordialidad, la solidaridad, la letra del corazón; esa cultura cuya palidez nos obliga a mover la cabeza de un lado al otro, viendo, incluso, hasta en un juego de pelota, cómo  se repite  en el diamante el espectáculo detestable de la quiebra de la convivencia, y el irrespeto por reglas, árbitros y jugadores.

Así, pensándolo bien, vivir, y jugar pelota, no sean tan necesarios. Pero convivir, convivir es muy necesario.

FILOSOFÍA DEL INCONSCIENTE

FILOSOFÍA DEL INCONSCIENTE

Luis Sexto

Vive la vida, recomienda la filosofía del barrio. ¿Y acaso hacemos algo distinto? Tengo vida, luego vivo. Esa es la certeza íntima e impostergable de cualquier persona. Vivir, imperativo, avalancha sucesiva de energía y conciencia. Pero la frase no es tan torpe como aparenta. Excluye el simple existir, el mero impulso de respirar y andar.

Vive la vida, me aconsejan al lado. Y en el horizonte de tan redundante máxima, prevalece  cierta subrepticia y nociva  intención. Recomienda algo más. Y lo que pretende sugerir en tono tan inapelable, equivale a un apartamiento de las consideraciones éticas, a un cerrar los ojos ante una disyuntiva moral. Sacrifica la honradez, la verdad, el amor. A eso apunta. Porque vivir la vida para esta frase tan recurrente implica la erupción del yo y la inmersión del él, del tú, del nosotros. Exaltación, apoteosis del egoísmo, en la trama un tanto desvergonzada de una filosofía vitalista cuyo objeto es el placer y el tener.

Vive la vida. Goza, despreocúpate, záfate. Y los principios, ah, los principios, conviértelos en tus “fines”. No partas de ellos, móntate sobre ellos. Y simúlalo. Sólo se vive una vez...

Ahora, luego de haber conocido, alguna vez pronunciado y de haber  hecho la ficha de tantas frases de uso común, me doy cuenta de que son versiones de una única actitud; visiones presuntuosamente originales del descrédito. Vive la vida. ¿No es en su esencia igual que Déjate de escrúpulos, Échatelo todo a la espalda, Que arree el de atrás... Este diccionario ha sido un serón de redundancias, un tragante de malquerencias. El contacto con un lejano y persistente legado que utiliza la lengua para acusar su presencia.

Pero no ha de asustarnos. El hombre es mezcla. La vida es mezcla. La historia se configura con el barro y con la sangre. Y la sangre va limpiando, como el discurso de Diógenes desde su barril, las adherencias irracionales. Y la frase de Vive la vida abre, como luego de un baño profundo, otros espejos, se resuelve en otra dimensión. Y en vez de ser sinuosa, escabrosa, norma de conducta, pasa a componer un desafío. Vive la vida. Esto es, sóplale sentido: convierte el beso en luz; el trabajo en cimiento; el deber en identidad; la palabra en sinceridad; el acto en justicia; la relación en solidaridad.

Y los principios, ah los principios, transfórmalos en fuerza, en medio de renovación. Porque, si no, por mucho que los pregones, por mucho que aparentes rendirle acatamiento, se descubre que está viviendo la vida al revés, usándolos para tu provecho. Con lo cual, además de falsearlos, los expone al desdoro. Porque otra cosa no hace quien, en nombre de de lo justo, daña a una persona por  emplear equívoca o inmoralmente sus principios .

Simone de Beauvoir recomendaba que para vivir con plétora de satisfacción la etapa última, esa que los nomencladores llaman eufemísticamente tercera edad, hacía falta entregarse a una pasión, a una obra, a un semejante. Y me parece que no solo en el trámite final de la existencia. Entregarse a una pasión aun cuando el vigor se desparrame por hirviente y abundante; a una pasión -creo interpretar la idea de la compañera del filósofo Sastre- que rebote en otro, en un plural juego de dar una prenda, aunque del lado de allá solo retorne el vacío. Porque, al cabo, el acto de dar implica también el de recibir las certezas de que se tiene el sentido profundo de la solidaridad. Solidaridad que no espera regreso, ni pago, ni gratitud. Y olvida pronto lo que dio.

Me he repetido, en voz alta, estas ideas aprendidas expiando tantos yerros, tantos devaneos.  Y debo quizás dar gracias por intentar comprender que vivir la vida es una suma de elementos que no tienen razón natural para derivar en el egoísmo. Si así fuese, ya empezaría a ser el “bon vivant” de los franceses. El “vividor” de nuestra lengua, ese que chupa, muerde y luego se lava las manos sin sentido de culpa ni responsabilidad. Me parece que para vivir plenamente  mi sueño,  también  tu el tuyo, es inevitable integrarlo al sueño del otro, tal vez propiciando el sueño del otro. Porque, de otra forma, como diría el poeta Bécquer, qué solo se quedan los muertos… de espíritu.

 

 

RESONANCIAS DE LA VISITA PAPAL

RESONANCIAS DE LA VISITA PAPAL

  

Luis Sexto

“Miserere mei, Deus: secundum magnam misericordiam tuam”,  reza  un canto litúrgico  basado en el salmo 53: Oh,  Dios, ten piedad de mí. Y por tanto misericordia, que parece pertenecer a la familia de miserere,  es una palabra compuesta entre la raíz que significa piedad, también perdón, y cordia, un sufijo  proveniente de cor cordis, corazón o del corazón. Visto lo cual, si no yerra mi casi olvidado latín de la adolescencia, misericordia significa perdonar, aliviar, ayudar con el corazón a quien la suplica, incluso a quien la rechaza.  Mas, si se acepta exige un arrepentimiento, también de corazón; arrepentimiento por el daño causado. Y por tanto hay que admitir  que “Quoniam iniquitatem meam ego cognosco: et peccatum meum contra me est semper”. Esto es, estoy al tanto  constantemente de mi iniquidad.

   Y he referido esas etimologías y frases bíblicas, porque de misericordia habló el papa Francisco entre nosotros, y también habló de rigidez. Y rigidez, quiere decir  actitud de aquellos que permanecen insensibles ante el dolor y los problemas de otros, apegados a sus ideas, a sus dogmas y a sus intereses. Ni perdonan, ni se arrepienten.

   Me percaté, como muchos, de que el mensaje iba más allá de los creyentes. Pensaba que nuestro pueblo necesita hoy extender la misericordia, y exterminar la rigidez. A esa rigidez llamamos “vieja mentalidad”. Y dicho así, parece un ataque de sarampión crónico cuyo virus unos contraen de tanto hacer y pensar  lo mismo, sin control, y con el agravante de que no se consideran culpables, sino víctimas de un orden permisivo, sin cuenta regresiva para los errores. Así es el diagnóstico y la etiología de la vieja mentalidad: la padezco, y no depende de mí curarla.

   Pero la vieja mentalidad no es sarampión;  más bien es una enfermedad de la conciencia, vuelta molde de plomo que se  habitúa a ver la realidad desde ciertas ubicaciones comúnmente ociosas, cuya mayor molestia es dejar las cosas como están. Su culpabilidad radica en que no quiere modificarse; se resiste a recomenzar, a renovarse. Es cómoda la posición de este paciente casi incurable, al menos en estas dolencias mentales, cuya  terapéutica, hasta ahora, parece no emplear técnicas quirúrgicas.

   No sé cuántos de mis compatriotas estiman que la vida es lucha,  milicia sobre la tierra, como dicen las escrituras recitadas por la  Iglesia Católica. Milicia. Combate. Denuedo. Abnegación. Solidaridad. Ello es la existencia humana. Y me parece que sin esa disposición, será muy lento y a veces inefectivo rescatar los valores éticos, políticos, materiales que poco a poco se nos han ido desgastando en medio de escasez, privaciones y, sobre todo, indolencia.

    Es sabido: para corregir o corregirse se necesita la conciencia de que es preciso modificar la conducta. Sin conciencia del cambio, no habrá cambio. Ni personal ni social. Y el cubano que se inquiete hoy, en medio de nuevas y viejas circunstancias, tendrá que concluir que renovar nuestra sociedad actualizándola, dotándola de instrumentos capaces de generar estímulos para el trabajo, y el trabajo ser tan efectivo como para generar bienestar en justicia, no será sólo posible con leyes y procedimientos  dotados de la propiedad de organizar un aparato productivo eficiente, eficaz y efectivo.

   Tampoco las relaciones diplomáticas con los Estados Unidos, aunque el cese del bloqueo económico y financiero y comercial deje de ser una promesa enganchada a un anzuelo geopolítico, voltearán milagrosamente nuestra realidad material, política y moral.  Si no observamos el futuro con juicio previsor y audaz, el norte podría introducir sus industrias más rentables: la droga, el juego, el comercio de armas, la trata de blancas, la pornografía, la discriminación racial, la policía que dispara sin preguntar…

   ¿Soy pesimista? No, quizás sea un cubano inquieto que se percata de que vivimos entre la flexibilidad de los mejores hombres y mujeres de nuestra patria, y la rigidez inmisericorde de cuantos se arropan en el oportunismo, y la moral aparente de la amoralidad. El 17 de diciembre de 2014 me preguntaron en una rápida entrevista radial, en vivo, mi parecer del acuerdo entre la Casa Blanca y el Palacio de la Revolución, y dije. Posiblemente, a partir de ahora, podrá ser todo más fácil, y también más difícil. No olvidemos que junto con la patria de Lincoln sobrevive la patria del coronel Cutting. Y que entre los revolucionarios, los que así se estiman,  todavía coletean muchos que no pueden vivir si no mantienen las puertas atrancadas con los palos de la rigidez.

EL DERECHO DE NO SER POBRES, NI RICOS

EL DERECHO DE NO SER POBRES, NI RICOS

 

Luis Sexto

Otra vuelta a la noria

¿Cuánto? Esa es la pregunta recurrente,  arete labial, que les cuelga a quienes sopesan, miden, estiman la vida en el volumen del bolsillo o la cartera. Son como personajes de Balzac: indiferentes e inescrupulosos. Pero cuidado al hablar del dinero. Verdad que es  metáfora del mal. Cumbre de la tentación. Excreta de la noche. Y estiércol del diablo, como lo tildó el acidulado Giovanni Papini. Los sabemos. El dinero financia las elucubraciones armamentistas, sufraga las guerras, paga a la prensa “napoleónica” con la cual, de haberla concebido, el Gran Corzo nunca hubiera perdido la batalla de Waterloo. Pero seamos justos: también impulsa la resistencia, sostiene a las revoluciones, extiende la solidaridad, incluso la caridad. Y opera como medio de relación y signo de distributivo. Todavía la sociedad no le ha hallado sustituto racional, práctico.

La culpa de sus desmanes no le pertenece únicamente. Hay responsabilidad en el que lo asume como espejo y lo pasea por la calle como suma del poder y la vanidad. El dinero es lo que vale, pregonan. Y, por supuesto, nada que no se obtenga con dinero, sirve.  Para estos cajeros de la vida cotidiana, por favor, tenga usted la bondad, me podría ayudar, hermano, son fórmulas infantiles. Porque la sociedad, la vida, se entrega a los recios, a los que ponen precio a todo. Incluso a  los otros. Y, desde luego, también exhiben su etiqueta de venta. ¿Cuánto me das? ¿Cuánto te doy? Esa es la consigna y su variante recíproca. Y para irse globalizando, incluso, lo mastican en inglés: How much?

Afrontemos una paradoja. Advierto que podrá disgustar, mas la experiencia social certifica que los pobres también necesitan el dinero. Y nosotros, gente que se inclina hacia la  izquierda -el lado del corazón- coincidimos en defender el derecho de los pobres. Mas ¿qué derechos? Quizás estoy adentrándome en un asunto de alta o profunda teoría. Tal vez, aburra a los lectores. Es probable que a pocos les interese una reflexión un tanto abstracta. Las ideas, sin embargo, nos sirven como armas concretas. Y todos cuantos hoy pensamos, escribimos, polemizamos sobre un mundo mejor, como suele decirse, hemos de depurar las ideas que escoltan, acorazan nuestra lucha.  Cuando pienso en el derecho de los pobres –los últimos, según una terminología reciente-, insisto en precisar a qué derechos nos referimos. Porque el único derecho que yo no les reconozco a los pobres es el derecho de ser pobres, a carecer de los medios que fundamenten una vida decorosa. Y defiendo, por encima de todo, el derecho a dejar de ser pobres, que no equivale a proponer que todos seamos ricos a la usanza clásica: la riqueza como resultado de la injusticia. Y erradicar la injusticia es, precisamente, la tarea de los revolucionarios.

Concuerdo con alzar la pobreza a un balcón de virtud. La pobreza como arte de humildad,  antídoto del lujo, vacuna contra la prepotencia y la corrupción, diseño de la solidaridad.  Estos valores espirituales o morales componen fines de un programa de mejoramiento personal, que tiende a perfeccionar la sociedad y  que no incluye la pobreza como carencia, estrechez, o como dependencia de la dádiva, aunque el regalo provenga del Estado. Las lecciones de la historias están todavía muy cerca. Cierto “socialismo real y fracasado” pretendió hacer las cosas más simples, porque, cuando elegimos desde la pobreza, vestir y calzar y comer se convierten en una operación menos engorrosa, más rápida y barata. Pero también  más angustiosa y frustrante.  En China, por ejemplo, la pobreza empezó a recular -a pesar de las manchas que aún se dispersan por el enorme país- después de que los comunistas trascendieron el esquema del “socialismo aldeano”, comunal emparejamiento de las personas en las necesidades,  los medios para resolverlas y en los resultados del trabajo.

Quién dudará de que el hombre no pueda vivir sin esperanzas. Es una virtud teologal, atributo de la conciencia religiosa. Y es además una virtud humana, natural, social, de este mundo y de hoy y de cualquier tiempo. Todo individuo es sujeto de la esperanza. Y todo régimen social, por tanto, tiene que ofrecer la esperanza como sostén. En el capitalismo una minoría la concreta, y muchos amanecen confiando en que, este día, será el de la fortuna, el del salto de la pobreza al bienestar. Esa actitud marca, orienta, hasta cierto punto, la subjetividad que a veces falta para cambiar las cosas. Es, desde luego, una esperanza engañosa y cruel, expresión de una política impolítica.  Pero tan impolítica es la política que niega la esperanza o la aplaza. Un régimen con la esperanza cerrada no sobrevivirá a sus contradicciones.

Hemos de comprender, como “discípulos de la historia”, que los manuales de la experiencia del llamado socialismo real trataban más bien de acomodar la vida que de acomodarse a las normas de la vida. De ahí brota la afirmación de que es necesario inventar, o reinventar, el socialismo. Y así nuestros sueños a favor de los pobres no implican -pues nos opondríamos a las verdades de la realidad- repartir entre todos la pobreza con cuyos valores precarios se amengua también la libertad. No todos pobres, pues. Más bien, habrá que producir y distribuir equitativamente la riqueza. La igualdad ha de concurrir, generalizarse colectivamente en una cita con las oportunidades no igualitaristas de bienestar. Y aunque cualquiera podría argumentar que esta fórmula no rebasa “el derecho burgués”, yo preferiría empezar, continuar y consolidar  la revolución  mirando las flores que están debajo de mi ventana que añorar las que no se vislumbran en la lejanía.

APTITUD Y ACTITUD

APTITUD Y ACTITUD

Luis Sexto

En algún momento nos damos cuenta de que el pasado pesa, retiene el ir hacia delante. Y de vez en cuando uno abre escaparates, gavetas, y revisa libreros, sobres, carpetas,  y se deshace de lo que ya no sirve para vestir, o para leer, ni para que siga ejerciendo como testimonio palpable de una etapa.

Hemos, pues, de echar algo atrás definitivamente. Es como una imprescindible operación de limpieza, de desembarazo. Pero no todo se ha de eliminar. La madurez de un individuo o de una sociedad se afinca en saber elegir: elegir desde amigos o aliados hasta escoger qué ha de ir al contenedor de los desechos o qué merece seguir junto a nosotros.

Hasta ahora, lo dicho compone episodios de la vida común. Son verdades tan evidentes que algún lector protestará por que le recuerden lo que sabe: Periodista, todos hemos vivido. Cierto. Mas, ¿hemos sabido vivir y en consecuencia dejar atrás lo caduco? Recientemente, visité la escuela donde estudié durante mi adolescencia. No fui a despedirme de ese edificio y de esos días deshojados hace más de 50 años. Mi escuela de Arroyo Naranjo, en Las Cañas,  aquel ámbito junto a un río, entre palmas persistentes, no será una de las cosas que deje atrás. En ciertas ocasiones regreso a mirarla. Lo que allí aprendí, es la base de cuanto soy. Podría haber sido peor, sin haber estudiado y jugado en aquel contrapunteo escolar entre la libertad y la disciplina.

De ese viaje a lo vivido deduzco que  evocar y sostener las normas entonces asimiladas,  no es lo mismo que pretender regresar a la adolescencia  cuando uno se acerca a momentos cruciales de la existencia: la vejez pesarosa y el posible  cercano final. Volví para reafirmar de dónde vengo y repasar todo lo andado con los medios básicos construidos en esa mi escuela decisiva, para determinar exactamente hacia dónde voy.

En lo social, el pasado tampoco podrá ser una rémora, ni una poceta de aguas estancadas. Pero, posiblemente, nos esté entorpeciendo. A ciertas personas se les figura que la sociedad cubana rema en la canoa de la confusión. Y me pregunto si esa dificultad para ver claro de noche se deba a quienes son incapaces de alumbrar y persuadir a los confusos de que Cuba necesita modificar su arquitectura interna y que, necesariamente, aprender a administrar exige la conjunción de la flexibilidad intelectual y la beligerancia de la vergüenza legada por la historia de nuestra nación.

El presente –quién podrá ignorarlo-  es la base del futuro. Pero a esa dimensión temporal sin estrenar en los almanaques, no puede ir ni lo inepto del pasado, ni lo inhábil de hoy. Ya sabemos qué es lo peor de ayer: lo infectivo, lo absurdo, lo improvisado, lo irracional. ¿Y lo peor del presente? ¿Lo conocemos? ¿Hemos reflexionado sobre nuestra conducta individual y colectiva para preguntarnos si cuanto hago y hacemos es lo justo para trascender esta época de modificaciones, sin atascarse en una fallida buena voluntad que, en vez de contar  con cada uno de los ciudadanos, los  aleje?

Una vez hablamos en este espacio de la urgente vigencia de los aptos y de los más aptos. Y uno a veces cree  que la falta de acometividad en algunos y su inclinación a aplazar riesgos inevitables, convertirán las pruebas actuales en  los riesgos del mediano o largo plazo. ¿Y qué se gana alargando soluciones, conviviendo con problemas?  Evaluando el costo de cada período, me parecen más costosos los riesgos cuyo afrontamiento se ha suspendido hasta más tarde. Porque, al llegar la hora demorada, quizás ya no podamos hacer, lo que ahora se ha de hacer. Si lo menos útil del pasado ha de echarse en los desagües y extirpar así en nuestra mentalidad los condicionamientos retardatarios, tengamos en cuenta que el futuro no admite deudas sin exigir severos intereses.

La mejor aptitud del momento, pues,  reclama una actitud ética. Ya vamos reconociendo que la ética está entre lo más dañado en nuestra sociedad. Y ese es el mayor riesgo en el país donde el Che denunció que quien, valido de su posición considerara estar por encima de las leyes y del respeto a los bienes del Estado y a las personas, obraría contra el poder que representaba, y distorsionaba los empeños nacionales. En dos palabras: se corrompería. 

Veamos claro, por tanto, que los actos sin ética contienen  también otro peligro: la decepción, la indiferencia  de los que piden señales lumínicas para orientarse en sus dudas y en cambio perciben sombras. Ojalá todos podamos volver a  nuestra escuela inicial y releer las lecciones de ayer bajo una luz más pura y luego repartirla.