LA OTRA CULTURA DEL DEBATE
Luis Sexto
En la complicada trama de fibras y nervios de la psicología social del cubano, parecen mezclarse, como síntomas de los mismos defectos, reacciones diversas en las relaciones con "el otro". Por ejemplo, Don Fernando Ortiz, en uno de sus trabajos juveniles –Ensayos de psicología tropical- que por ello no disminuyen su valor, habla de la intolerancia del cubano a la crítica, y por extensión la intolerancia a tolerar, o a debatir.
Sin ánimo generalizador, admitamos con fines de sanar, que la intolerancia está en zafra. Quizás en zafra chica, en este o aquel sector de nuestra existencia social. De cualquier modo, la palabra y la acción que condensan la intolerancia son condenables. Y su origen uno no sabe dónde hallarlo: la Historia del mundo se jalona con las intolerancias de diverso tipo: personal, política, racial, religiosa, de clase, cultura, hasta deportiva.
Más bien el lenguaje actual la remite a la falta de convivencia entre lo disímil, lo diferente. Y bojeando el tema, me detengo en una de las curvas más comunes de la intolerancia: la incapacidad para debatir, al menos debatir con fines constructivos. Con mayor o menor grado, en estas o aquellas esquinas en confrontación, el debate resbala por el declive del insulto y, sobre todo, la anulación pontifical de los probables valores del contrincante. Basta, para percatarnos de este defecto casi congénito, una discusión beisbolera. Y tomo la bola para expresar mi convicción de que una polémica, como un juego de béisbol, no se resuelve como si se manipularan tazas de porcelana. Es decir, ha de asomar la pasión. Pero, en el medio, regulando, el juego limpio de la ética. La decencia, palabra que, a veces nos parece arrinconada en el diccionario menos frecuente, tiene su punto central en el respeto al semejante, aunque el otro se pare en el lado opuesto a donde estoy yo.
De lo contrario ocurre que resolvemos cualquier polémica confundiendo ironía con sarcasmo, humor con choteo, pasión con irrespeto. Y el mayor argumento que alzamos, como una maza, se liga con estos tópicos: no tienes la razón, porque la tengo yo, o tus opiniones no son válidas porque antes opinabas distinto.
¿No nos son conocidos esos términos? Y a qué causas remitir el origen de esa incapacidad para que unos no respeten a otros. ¿A la herencia de intolerancia legada por conquistadores y colonizadores? ¿O a tantos años de opresión esclavista y extorsión colonial en el XIX y siglos anteriores? ¿O al analfabetismo, el peculado, la corrupción en la república de 1902? ¿O a las carencias materiales y a la disminución del rigor moral y legal de estos días tan desafiantes para nuestra virtud personal y colectiva?
Todos esos factores confluyen para un efecto: somos parte de lo que fuimos, mediante el trasvase de la tradición. Y somos también por influencias de las deficiencias sociales con que el presente agobia, e impele a algunos a la confusión, al desánimo, y a la desocialización. Desde luego, para entender este tiempo y sus límites, y estimar hasta dónde uno puede afectarse, se precisa de un examen de conciencia que clarifique la certeza de que el individuo no debe permitir convertirse en una pluma al viento. Recuerdo, cuando comenzó el período especial, que este articulista sugería desde Bohemia afrontar la realidad desde los pisos superiores de la conciencia. Así, tal vez, nos expongamos menos al daño de unas décadas espinosas.
El problema del debate y el problema de la intolerancia se resuelven en una conducta: la convivencia. Cultura, escolaridad, educación, aun con sus insuficiencias, no nos han faltado. Pero si hoy posiblemente intercedan menos a favor de la integridad del convivir, del respeto al otro, tal vez sea porque pensamos que la cultura consiste en saber muchas lenguas extranjeras, mucha literatura, mucha estética. Y permanecemos un tanto olvidados de la otra cultura: la cordialidad, la solidaridad, la letra del corazón; esa cultura cuya palidez nos obliga a mover la cabeza de un lado al otro, viendo, incluso, hasta en un juego de pelota, cómo se repite en el diamante el espectáculo detestable de la quiebra de la convivencia, y el irrespeto por reglas, árbitros y jugadores.
Así, pensándolo bien, vivir, y jugar pelota, no sean tan necesarios. Pero convivir, convivir es muy necesario.
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