LA (IN) CULTURA DEL DEBATE
Luis Sexto
El ensayista cubano Jorge Mañach aseveró que la tendencia a reír ante lo que se desconoce o no se alcanza a comprender se relaciona periféricamente con la ignorancia y la falta de cultura o de educación, y más en lo hondo con un complejo de inferioridad que, según el autor de Indagación del choteo, tiende a compensarse, emparejarse con el que “está más alto”, mediante la risa mordaz.
No es mi propósito insistir repitiendo las aproximaciones del clásico ensayo de Mañach. Lo he tomado como pretexto para lamentar –al menos hasta dónde he leído su obra- que él, que tan duraderamente registró en el “almario” nacional de Cuba, no nos hubiese entregado el ensayo sobre nuestra “cultura del debate”, o, mejor, sobre la incultura polémica que nos inhabilita para debatir de modo racional y respetuoso. El propio Mañach, polemista inclaudicable, sufrió en su momento los golpes de esa altura hacia abajo, aunque tuvo rivales condignos: Rubén Martínez Villena, Raúl Roa, Juan Marinello, José Lezama Lima. Pero, salvo esos contendientes de parejo tamaño conceptual y estilístico, el resto de los litigios que afrontó, con más o menor grado se deslizan desde la otra esquina por el declive del insulto y, sobre todo, la anulación de los probables valores del contrincante.
Razón tendría quien nos advirtiera que una polémica intelectual o deportiva no se resuelve como si se manipularan tazas de porcelana. Es decir, ha de enardecerse la pasión. Pero, en el medio, regulando con el índice de la ética, el juego limpio de la honradez. La decencia, palabra que, al parecer, se ha arrinconado en el diccionario menos frecuente, tiene su punto central en el respeto al semejante, aunque el otro se pare en el lado opuesto a donde estoy yo. De lo contrario ocurre, como es casi habitual, que resolvamos cualquier polémica confundiendo ironía con sarcasmo, humor con choteo, dureza con irrespeto, ardor con insulto. Y el mayor argumento que alzamos, como una maza, se liga con estos tópicos: no tienes la razón, porque la tengo yo, o tus opiniones no son válidas porque antes opinabas distinto. Y no nos extrañemos si la burla se asoma para destripar con el ridículo a quien nos contradice o nos juzga en público o en privado.
Y a qué causas remitir el origen de nuestra incapacidad para respetarnos los unos a los otros. ¿A la herencia del carácter español? ¿A los tantos años de opresión esclavista, extorsión colonial y neocolonial, y de analfabetismo, peculado, corrupción política en la república de 1902? ¿Acaso a las carencias, las aspiraciones aplazadas y al escaso rigor de hoy?
Confieso mi insuficiencia para acometer ese buceo en lo más oscuro del carácter nacional. En la complicada trama de fibras y nervios de la psicología social del cubano, parecen mezclarse, como síntomas de los mismos defectos, reacciones diversas. Como he citado en otro momento, el sabio Fernando Ortiz, en Ensayos de psicología tropical, uno de sus trabajos juveniles, que por ello no disminuyen su valor, habla de la intolerancia del cubano a la crítica. Entonces discurrían los primeros años del siglo XX. Pero decursada una centuria, continuamos padeciendo de alergia a la crítica. Observando en profundidad el fenómeno, quizás esas manifestaciones sean generadas por una impericia innata, una incapacidad casi irreversible para un hecho primordial: la convivencia, o por una educación familiar deficiente.
Desde otro extremo, la cultura y el conocimiento no han influido lo bastante para la corrección de ese nuestro común vivir desvivido. Continúa predominando la presunción de que la cultura es saber muchas lenguas extranjeras, mucha historia, mucha estética. Y permanecemos vacíos de la otra cultura, a la que aludía Chesterton cuando evaluó de muy cultos a los analfabetos campesinos españoles de su tiempo. Eran cordiales, solidarios, comedidos. Poseían la letra del corazón, y les bastaba para comportarse, con notas sobresalientes, en la ciencia del convivir.
Somos, en lamentable medida, desaprobados en el debate, tan necesario. Y así la evolución de las ideas, el acercamiento de una posición a otra luego de la práctica, que a tantos depura, y del paso del tiempo, que tanto modifica, son anulados por la tabla rasa de un simple decreto personal, tan insultante y tan dogmático como el dogma o la tozudez que dice condenar.
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