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PATRIA Y HUMANIDAD

RIESGOS DE UN POEMA DE AMOR

RIESGOS DE UN POEMA DE AMOR

 Luis Sexto - @Sexto_Luis

Un poema de amor asusta si usted se decide a componerlo. Leerlo es un trance  suave, silencioso, compensador; escribirlo, como cruzar por los bordes de una tembladera donde pueden sumergirse los zapatos del más incauto, o del menos experto. Es un resbalón que obliga al sonrojo en unos, y en otros, o tal vez produzca una sonrisa agónica. Porque no consiste la arquitectura del poema en combinar imágenes, que a veces son joyas oxida­das por su mala ley, sino que se trata de hallar la originalidad y la calidad poéticas entre el tumulto de sensaciones e ideas, comunes al patrimonio de los enamorados.

   El lector con oficio quizás no lea con frecuencia versos de amor. Al menos, pregunta primeramente por el autor. Ahora bien, el amor puede estar presente en cualquier poema, sin que tengamos que clasificarlo entre los versos relacionados con el Eros. Según mi parecer, “La niña de Guatemala”, de José Martí,  es y no es un poema de amor. Es tanta la intensidad que sus estrofas no pueden considerarse como de amor, sino más bien de dolor, de pérdida, de frus­tración, de ternura limpiamente zaherida: “Allí en la bóveda helada / la pusieron en dos bancos; / besé su mano afilada, / besé sus zapatos blancos. // Callado, al oscurecer, / me llamó el enterrador: / nunca más he vuelto a ver / a la que murió de amor”.

 Muy joven, intenté escribir uno versos de amor. Y todavía la sangre me colorea la cara cuando recuerdo aquellos versos mal compuestos de mis 16 o 17 años. El verso catorce  con­cluía con una de las paradojas, afín a los poetas barrocos. “Dile –le encomendaba a la rauda y blanca paloma, cartera de mis quejas; dile “que en mis noches sin sueño con ella he soñado”. ¡Ella! ¿Quién era ella? No me comprometan, por favor. Hecha mi confesión y expuesto los huesos de mi experiencia, debo esconder el nombre de la víctima. Según crecí en edad y algo de cultura, nunca más escribí poemas de amor. Y en mis tres li­britos publicados, esas palpitaciones se mezclan, se disimulan entre sentimientos y tropos menos específicos.

   El lector, en cambio, ha seguido activo. Recientemente leí una Antología de la lírica amorosa de nuestra lengua, y repasé las distintas épocas: Edad media, edad de oro, barroquismo, romanticismo y modernismo, hasta la contemporaneidad. En unos tiempos predominaron la queja suave y el juego in­genioso, como en Madrigal, del español Gutierre de Cetina: “Ojos claros, serenos, / si de un dulce mirar sois alabados, / ¿por qué si me miráis, miráis airados? Si cuanto más piado­sos / más bellos parecéis a aquel que os mira, / no me miréis con ira / porque no parezcáis menos hermosos. / ¡Ay, tormen­tos rabiosos! / Ojos claros, serenos, / ya que así me miráis, miradme al menos”. Luego, los poetas acusaron el eurítmico impacto de las formas femeninas, y siguieron con la desme­sura barroca, y más adelante se destacaron por los extremos románticos, y después, a fines del siglo XIX, invadieron la lí­rica con la afición modernista a los amores enfermizos, hom­bres y mujeres llamados a la muerte; qué decía, si no, Julián del Casal Ante el retrato de Juana Samary: “Porque al saber que de tu cuerpo yerto / oculta ya la tierra tus despojos, / siento que algo de mí también ha muerto / y se llenan de lágrimas mis ojos”.

   Debo confesar que me estacioné, hasta nuevo aviso, en la poesía amatoria del siglo XX. Cuánta intensidad exprime la imagen, cuánta distancia alcanza la palabra poemática de ese pasado tan cercano. El español Miguel Hernández me tira al piso cuando leo Canción del esposo soldado: “He poblado tu vien­tre de amor y sementera / he prolongado el eco de sangre a que respondo / y espero sobre el surco como el arado espera: / he llegado hasta el fondo. Morena de altas torres. Alta luz y ojos altos, / esposa de mi piel, gran trago de mi vida, / tus pechos locos crecen hacia mí dando saltos/ de cierva concebida…”.

   Pero mi favorito es aquel poema del peruano César Vallejo: “Amada, esta noche tu te has crucificado / en los dos made­ros curvados de mi beso / y tu pena me ha dicho que Jesús ha llorado / y que hay un viernes santo más dulce que este beso…”. Leería mil veces los catorce versos de esta pieza. Como leería igualmente una y otra vez, por todo el espacio intuitivo que le concede al lector, este intensísimo poema de Dulce María Loynaz: “¿Y esa luz? / –Es tu sombra”.

PARA QUÉ SIRVE LA DIALÉCTICA

PARA QUÉ SIRVE LA DIALÉCTICA

 

Luis Sexto  - @Sexto_Luis

La luz, la lámpara, el faro son recurrentes imágenes en la interpretación de los actos humanos. Mantén la lámpara encendida, nos dice alguien, para que los ladrones no te sorprendan. Enciende las luces largas, nos recomienda algún experto, para que la carretera no se convierta en tu desgracia... Así, más o menos, luz y lámpara nunca pasan de moda en el lenguaje figurado. La lámpara y su destello, como el faro de los navegantes, nos protegen.

   Esa conclusión no proviene de algún poeta. Es la experiencia que llega a nosotros en metáforas, y cuya claridad nos facilita comprender mejor el mensaje. La experiencia es un gran libro de consulta. Y la luz y sus irradiadores vienen siendo la crítica. Sí; se acumulan las experiencias porque la realidad se observa críticamente. Nadie que viva sin discriminar o distinguir lo correcto y lo incorrecto, podrá guardar la experiencia en su mochila.

   Recurro a ideas ya comentadas. Y no me lo reprochen. Una columna es como un yunque; la palabra como un martillo. Y  uno de los herreros  es este modesto periodista a quien le toca machacar sobre el hierro de la vida en Cuba. Algunos me dicen que machaco en frío. Y no me desanimo: me atengo a mi papel y sigo, golpe tras golpe, machacando. Con fe y con esperanza, que no son solo virtudes de naturaleza religiosa, sino también de calidad social y política.

   Hace falta ver la realidad críticamente. Enfocarla desde posiciones complacientes o autocomplacientes, niega la utilidad de la experiencia, incluso de la virtud. Y aun más, se aleja de la luz de la inteligencia, de la acumulación de datos que la historia —la experiencia hecha síntesis y crónica— transmite inapelablemente, recordándonos que así alguna vez se hicieron las cosas y los vientos y la lluvia las arrastraron por endebles.

   Quizá la dialéctica, tan encarecida en la teoría, sea la fórmula adecuada para juzgar la realidad en que nos insertamos, realidad que es, aunque nos resistamos a admitirlo, resultado de nuestro pensar y nuestro quehacer. Enfocando nuestros actos a través del sí y el no dialécticos, podemos mejorar nuestra obra. Desde luego, para ello, hay que palpar la obra de cerca, dentro de ella, no desde los cristales de ventanas herméticas. La visión burocrática compone la antítesis de la visión dialéctica.

   La mentalidad burocrática, por ejemplo, usa mucho los datos de la estadística, y suele valorarlos desde una posición absoluta. Por ello, no extraña que obrar según los números de las estadísticas, conduzca a errores. Esa es una tendencia igualitarista. Las estadísticas, desde luego, no son culpables, sino el uso que de ella hagamos. Por ejemplo, si a partir de cierta medida, algunas familias han de pagar determinada cantidad por algún servicio, la diferencia de ingresos puede acusar la injusticia de la uniformidad. Por ejemplo, núcleo que ingrese 1 000 pesos y pague 100 por determinado servicio, usará el 10 por ciento de su salario. Pero el que perciba 400 y pague, a pesar de un gasto racional, la misma cifra, empleara el 25 por ciento. Lo que significa que esta familia percibirá la sensación de que, para ella, lo que debe erogar es equivalente a 2,5 veces mayor que la familia de superior ingreso.

   No es así. Pero es así. Y habrá que concluir que a los más les faltan ingresos o les sobran gastos. Esto es solo un ejemplo visto desde la dialéctica o la  crítica.

LIBERTINAJE

LIBERTINAJE

Luis Sexto - @Sexto_Luis

  Pido que no me reprochen la reflexión medio gramatical o lexicográfica de hoy. Sólo  pretendo desvestir delicadamente la indisciplina que carcome la salud de nuestra libertad en el prosaico convivir cotidiano. Como sustantivo abstracto, la libertad parece una dilatada planicie para actuar. Dicen ustedes libertad y la voz alarga y ensancha la última sílaba en un creciente sonido que solo se apaga cuando quien la pronuncia pierde el aire: libertadddddd…

  Tal vez haya forzado los términos del vocabulario. Lo admito: mi error es consciente; lo he cometido con un propósito. Por ello maticé mi criterio cuando dije que la «libertad parece», porque, enjuiciando rectamente, también podemos alargar hasta el ahogo la palabra pero: peroooo…

He dicho pero, sí. Porque si la libertad parece otorgarnos en su semántica abstracta la patente para obrar hasta cuando nos cansemos, en el plano social hemos de juzgarla como relación armónica entre dos o más personas. Hemos, pues, de pronunciarla como término concreto y vinculado a la pluralidad. Libertad. Esto es, capacidad de actuar con los límites que impone la existencia del otro.

Algunos —¿o muchos?— de nosotros estamos apareando como sinónimos a libertad y libertinaje. ¿Dónde no está presente la quiebra del ejercicio humano de la libertad? Desde precios alterados, hurtos de mercancía, hasta choferes de ómnibus que se asemejan a aquellos músicos populares de mi infancia que, después de cantar «Te sigo amando, voy preguntando», pasaban entre los pasajeros un jarrito o el sombrero. Ahora vemos a algunos choferes que cuando el viajero sube, extienden la mano para que, en vez de en la alcancía, la moneda caiga en el cepillo. Cualquiera podría decirle: no te apures, mi’jito; todavía no has cantado. Que cante mejor la alcancía, tiiiiiin…

El problema es mayor, lo sé. Me he quedado en lo más común y elemental. He dejado afuera la indisciplina en el trabajo; en las finanzas; en los servicios de variada índole; en la convivencia;  en el urbanismo, que nos defrauda cuando uno recorre esas calles del Vedado —ya no vedado— donde las líneas de fachadas se han extendido hasta la acera mediante un improvisado y liberal techo debajo del cual guardar el carro.

  Sugiero, llegado al final, atenernos a un principio: la libertad termina donde comienza la de mi semejante, vecino, compatriota. Lo contrario es el desparpajo del libertinaje.

  Y qué diremos de leyes y organismos que parecen —digo parecen— disfrutar de ocio complaciente… o del mirar hacia otro lado. Ah, las instituciones. ¿Dónde están? Ese es otro cuento. Y habrá que contarlo rápidamente, porque ya ahorita la libertad se perderá entre las comparsas de un carnaval donde la ética y las leyes usan caretas. Pero te conozco, mascarita...

¡SANTIAGO!

¡SANTIAGO!

Luis Sexto - @Sexto_Luis

Foto tomada de Cubadebate.cu

Nacido el 8 de mayo de 1933, el periodista Santiago Cardosa Arias falleció  ayer,  22 de agosto de 2016. Esta crónica la escribí hace unos tres años, con el propósito de extraerlo de su retiro y sobre todo exaltarlo ante la memoria olvidadiza del tiempo. Era mi amigo. También uno de mis maestros.

Su nombre se me presentó cuando mí  aprendizaje primerizo deletreaba la pizarra de periódicos y revistas.  Crónicas, artículos y reportajes que leía entonces en El Mundo, Revolución y luego Granma, o en Bohemia, me servían de cartilla, de modelos donde incorporar la técnica de combinar palabras con exactitud y gusto.

Convertido años más tarde en periodista, y andando por  lugares donde fluye el murmullo del agua, crecen montañas o la llanura y el cielo se juntan, y  descubriendo gente anónima, intocada por la publicidad en el recato de su grandeza humana, el nombre de Santiago Cardosa Arias volvió a salirme al paso. ¿Me perseguía para estorbarme? ¿O era yo quien ponía mis pies sobre la huellas de los suyos? 

Hacia 1989,  intenté demostrar que Francisca Paula Álvarez Quílez era entonces la cubana más vieja. Decían que tenía los aires de 118 años sobre su piel, que casi se adicionaba a sus huesos, y los ojos  se le habían blanqueado de tanto abrirse a luz. Bohemia me facilitó adentrarme una mañana en la península de Guanahacabibes. Hablé con las hijas. Y entre tantos papeles, me mostraron un reportaje de Santiago -de Santiago Cardosa Arias- ilustrado, entre otras, con una foto de Liborio Noval en que la negra Francisca Paula, vestida de blanco, exhibía, en los primeros años de los 1960, toda su dignidad de señora antigua y sin sonrisa para el extraño. Las hojas ya cuarteadas correspondían a la revista INRA, que luego cedió, a la que se llamó Cuba, su largo formato y propósitos de periodismo de larga distancia, es decir, letra narrativa, circunstanciada como los libros de cuentos.

Santiago narraba entonces la nueva odisea del país: transformar la zona que había estado 500 años inaccesible para la geografía cercana y habitable. Y en la letra de aquel reportaje ancho le intuía al periodista Santiago la vocación andariega, la adicción al periodismo vivencial, arriesgado. Ya soy consciente de esta verdad: yo transitaba sobre los zapatos gastados por Santiago en la búsqueda de lo menos sabido, lo más intenso del pueblo. Coincidíamos en la vocación “andantatriz, en la pasión de caminar o rodar mientras uno observa y luego cuenta lo visto como si en ello alentara la certeza de multiplicar nuestra existencia.

Santiago –que habla de sí como quien se ignora- ya se aproxima a los ochenta. Todo cuanto anduvo en medio siglo ha quedado en los archivos o en las hemerotecas, sepulcro que deshace poco a poco el papel de  miles de horas de inquietud, angustia, apremios, inconformidades de cierre y no mucho sueldo. Sólo quedaron en la superficie los reportajes de su libro Ahora se acabó el chinchero. En estos días he vuelto a repasarlo. Fue impreso recientemente para periodistas y estudiantes de periodismo. El chinchero, cuya muerte Santiago historió, no reapareció solo. Lo precede un texto que le da título al libro actual: El reportaje y el reportero, donde  Santiago Cardosa Arias, baracoeso nacido en 1933,  trasmite su experiencia y su técnica de construir reportajes. Luego, el maestro enumera las razones por las cuales puede trepar a la tarima privilegiada del aula, y  expone una parcial muestra de sus textos, aquellos de Ahora se acabó el chinchero.

Al tener delante nuevamente a Santiago en sus reportajes, quiero devolverle su influencia de maestro desde la distancia. Deseo salirle al paso como él se me atravesaba transfigurado en historias y personajes durante mis primeros años aprendices, y decirle que si ciertos lectores tienden a menospreciar el periodismo, no dudo de que haya un periodismo que merezca ser rebajado, como esta o aquella obra literaria podría ser ignorada sin que el mundo y Cuba fueran más pobres. Pero el periodismo de Santiago Cardosa Arias afirma el ejercicio limpio,  aliado a las tensiones de lo poético, y niega que el periodismo deba ser un estilo chambón, gris, ni mucho menos un lenguaje que sirva para suplir necesidades menores.

Santiago Cardosa Arias es una columna del periodismo en el último medio siglo. Y yo, apenas una piedra pelona, tengo la dicha –dicha, así puedo llamar a mi gratitud- de recostar mi cabeza sobre su macizo fuste, su enraizada base de humano servicio. 

 

 

CONQUISTADORES

CONQUISTADORES

Luis Sexto -@Sexto-Luis

   Mis ojos, que gozaron de tantos momentos de esplendor, de tan seguro 20-20, que incluso leían en el crepúsculo, sin luz, no pueden ya leer o ver TV sin las lentes. Soy un hombre a unos espejuelos pegados sin tener una nariz  superlativa, según palabras del señor don Francisco de Quevedo.

   Superlativas son, en cambio, las limitaciones de andar metiéndose a viejo, única condena que uno recibe sin que un tribunal lo sentencie. Viene como la lectura que alguna gitana etérea y eterna te echa sobre la mano bajo el  primer tajo de luz al nacer. Y no yerra cuando lee entre las líneas arrugaditas un vaticinio inexorable: Te irás poniendo viejo. Porque uno envejece desde el primer día, pero llegar a viejo, ah, eso a veces es una suerte que no les toca a cuantos se quedan a medias.

   Los viejos, por tanto, son conquistadores del tiempo;  los supervivientes que cuentan los días que ya no cuentan. Los jóvenes –y todo el que tenga 15 años más que yo, definió un geriatra, es viejo- suelen minimizar la presencia imprescindible  de los viejos. Lo aprendí en medio de la vergüenza. Hace 37 años manejaba yo auto nuevo, un Lada casi alado, y bajando por la calle L, en El Vedado, delante de mí, por la carrilera del medio, renqueaba un “almendrón” (1), que entonces no los llamábamos así, y aceleré y me le escapé por la izquierda gritándole al chofer, tan usado como su auto: Los viejos pa’la orilla. Y el hombre me alcanzó ante la roja de la calle Línea y me dijo: Oiga, jovencito, estos viejos llevan mucha gente al hospital y al trabajo. Entonces, desde Prado hasta Marianao te cobraban un peso, un descomunal peso…

Con esa  filosofía de consideraciones, voy consumiendo lo que me queda. Y aun echo mi alarde cuando me encuentro con un vecino en las escaleras de casa, porque el elevador también se encangreja por viejo, y le paso por el lado dando zancadas de dos en dos escalones. Y alguno me pregunta cómo lo puedes hacer, tú, que no puedes disimular que eres tan viejo como yo, y le digo, caramba, si fumas, y bebes, ¿también quieres subir escaleras corriendo, con aire y sin dolores precordiales?

   Petulancia un lado, voy aprendiendo a ser viejo. Ya casi sé elegir el sitio apropiado, que no es el mismo que lastimeramente quisieran darnos ciertos menores de edad: la orilla, el rincón. Y por tanto ya tengo mi plan de trabajo y de lecturas hasta los ochenta. Tal vez siga escribiendo estas crónicas, acabe de componer mis memorias profesionales y lea recuerdos de alpinistas, para averiguar cómo se clava la bandera en la cima. Y a partir de esa edad, ya veremos que me piden mis editores del periódico o de las emisoras donde todavía trabajo, hoy jóvenes y que para entonces no lo serán tanto, y quizás me pregunten qué se siente siendo viejo. Les diré que la vejez es un oficio oscuro, compuesto de mitos y de prejuicios, y que hay que interpretarla como un manual esotérico, cabalístico, y luego cualquier cosa que se diga es como volver a pasar las mismas páginas desde el principio de esa semana que compone el Génesis, y comienzas con el sol del primer día, luego verás todo lo demás, jornada a jornada, incluidas la luna,  las estrellas, y los árboles, y los animales acuáticos y aéreos, reptiles y cuadrúpedos, hasta llegar al hombre, y  enseguida la mujer, y el séptimo día corresponderá al feriado: el descanso. Así, tan rápidamente se va la vida, pero, según me aseveró un teólogo, la mujer seguirá turbando tu lado izquierdo y tu cintura de varón hasta dos días después de muerto.

(1) En Cuba, auto norteamericano fabricado durante las décadas de 1940 y 1950.

FIDEL PERIODISTA

FIDEL PERIODISTA

 Luis Sexto - @sexto_luis

  

Terminada la relectura de Fidel periodista, uno queda en silencio  preguntándose cuál es el secreto de este libro que nos conmueve y remueve, a pesar de que sus textos fueron concebidos más de 60 años atrás. Pensándolo bien, no hay secretos, sólo evidencias, evidencias de que los artículos de este libro se escribieron  con la pasión de un estilo convencido y convincente. Con pasión, digo, y no con apasionamiento. El apasionamiento puede oscurecer la lucidez de las ideas, pero la pasión, es decir, la energía moral unida a la audacia, la honradez y la valentía, hace que las ideas resalten por el brillo de la verdad y la sinceridad con que son expuestas.

   Por el 90 cumpleaños de Fidel Castro, nacido el 13 de agosto de 1926, la editorial Pablo de la Torriente Brau, de la Unión de periodistas de Cuba, publicó la segunda edición, un tanto aumentada, de Fidel periodista, volumen compuesto por los artículos que el entonces joven abogado publicó en diversos medios contra la corrupción del gobierno de Carlos Prío (1948-1952), y luego contra el golpe de Estado de Fulgencio Batista, hasta 1953, cuando Fidel y sus compañeros de ideales creyeron que sólo las armas podían descabezar la tiranía. Y asaltaron el cuartel Moncada en Santiago de Cuba.

   En 1955, luego de salir de la prisión junto con los combatientes sobrevivientes, amnistiados por el reclamo popular, continúo Fidel escribiendo contra el desmán y el desgobierno, el crimen y la tortura.  Incluso, tras exiliarse en México, continuó publicando en Cuba sus tremantes artículos, hasta cuando, en diciembre de 1956, desembarcó en las costa del sur oriental, cerca de la Sierra Maestra,  donde dos años después de una intensa guerra de guerrillas, el ejército rebelde venció a la tiranía. Con sus textos previos en la revista Bohemia, y los periódicos Alerta y  La Calle, y publicaciones de índole clandestina como Aldabonazo y El Acusador, Fidel abonó política e ideológicamente la necesidad de su futura campaña militar.

   Fidel periodista expone cuánto estima el líder de la revolución cubana el papel de la prensa. Pero sobre todo demuestra cuánto talento periodístico apoyó su cultura jurídica como abogado y su cultura política y literaria. Fidel ejerció el periodismo como arma de lucha contra lo inmoral y lo injusto. Fidel escribió periodismo de denuncia, periodismo de debate, incluso periodismo de investigación, porque no expresaba una acusación  o una crítica sin presentar pruebas y argumentos por ocultos que estos se mantuvieran. No, amigos míos, el periodismo de Fidel no se sustentó en el insulto, sino en razonamientos sopesados, medidos, e investigados. Y los esgrimía apoyado en la sagrada cólera del amor a la patria y a la justicia.  

   Fidel periodista completa sus propósitos como libro con el testimonio de varios periodistas que por momentos estuvieron cerca del líder de la Revolución. Los recuerdos de estos profesionales confirman la vocación peiodística de Fidel Castro.

   Qué más habré de decir. Que Fidel periodista  es un libro para leer más de una vez. Para leer aprendiendo cómo se defiende la verdad.                          

 

PARA QUIEN SE INTERESE: ASÍ PIENSO…

PARA QUIEN SE INTERESE: ASÍ PIENSO…

Luis Sexto - @sexto_luis

   Los periodistas cubanos estamos hoy ante una disyuntiva: ser consecuentes con lo que pensamos. Esto es, ser honrados. No me gusta decir a mis colegas cómo han de pensar o actuar. Pero si somos consecuentes, la opción siempre se pondrá del lado del deber y de la moral.

   La vida me ha enseñado que día a día los seres humanos afrontamos diversas encrucijadas éticas. Unos, ante la necesidad de tener algo más que lo básico -aspiración justa-, pueden intentar conseguirlo de manera poco honrosa. Por supuesto, la necesidad sólo explica la ruptura ética; nunca la justifica. Quien roba para satisfacer urgencias de índole material, no pasará el visto bueno de ningún tribunal.

   Otros, en cambio, prefieren ser consecuentes con lo que estiman sus deberes morales, incluso políticos, y emplean métodos que preserven la entereza ética.  El hombre, en defensa de su integridad, no debe ir en contra de lo que ha creído y defendido.

   Si en verdad, evaluamos honrada y sinceramente el país donde nacimos y aprendimos a vivir, incluso a escribir, me parece que quien pretenda usarnos, teniendo en cuenta nuestras necesidades, deberá tener una sola respuesta. Uno puede vender su trabajo, su talento. Eso hacemos cada día: trabajamos y cobramos, pero  mi nombre, mi firma profesional, por pequeña que sea no está en venta. Que tenemos necesidades, sí; que no hacemos en nuestros medios el periodismo que queremos o el país necesita, sí. Pero  quien vea la vida como una causa que requiere compromisos de índole ética y política, sabrá escribir o hablar lo más inteligentemente posible para expresar los imperativos de su conciencia.

  Tal vez, el problema  de los periodistas cubanos no consista sólo en tener poco espacio físico y jurídico, sino en saber usar el espacio de que disponemos.

  En fin, todo se trata de una opción ética. O soy el que soy o soy dos a la vez. Y ser dos a la vez, es decir, el periodista escindido en dos mitades, con dos caras, me parece que es incompatible con la moral humana y profesional. Sobre todo cuando los tiempos nos presentan dos o tres rutas para ser personas, para ser profesionales y para intentar resolver nuestras necesidades.

  Resumo: mi tinta es pálida, pero es mi tinta: la que elegí  hace 45 años y he servido. ¿He de echar a perder su final? Quien comienza, quizás tenga tiempo para elegir entre dos, o tres opciones. A mí sólo me queda un extremo: ser el que he sido, y defender lo que he vivido y soñado, aunque se interponga alguna decepción.

TODO POR LA PALABRA

TODO POR LA PALABRA

  Luis Sexto - @sexto_luis                             

 

EN LA ESCUETA SOLEDAD DE una celda, el poeta y dramaturgo uruguayo Mauricio Rosencof confirmó la perdurabilidad del único dogma literario que ha resistido el tiempo: la poesía no puede ser encarcelada.

Libre desde 1985,  Rosencof continúa escribiendo y de vez en cuando recordando cuando, en 1972, junto con Raúl Sendic y otros siete miembros del movimiento Tupamaros,  fueron confinados a una celda de dos metros de ancho por un metro de largo. Allí permaneció trece años, acompañado tan solo de un camastro y un tosco recipiente donde oficiaba sus más apremiantes urgencias fisiológicas. Si sobrevivió al aislamiento y la tortura fue gracias a que la imaginación –como el Hada Madrina viste de seda a Cenicienta- convirtió en poesía la opresiva circunstancia que lo acosó con la lentitud de lo que parecía nunca terminar.

Cada mañana se levantaba conversando con sus camaradas, insultando a sus verdugos y luego paseaba con su mujer por el malecón: así logró permanecer vivo, porque “los sueños son el motor de los revolucionarios”. Diría yo, sin embargo, que los sueños son el impulso de todo el que vive trasegando lo verosímil intocable  por sobre lo real ultrajado.

Lo conocí en La Habana, recién liberado. Su pelo, blanco; rostro avejentado, que conservaba cierto fulgor de adolescente. Mientras bebía mate en una bombilla que había traído de Montevideo, me contó detalles de su prisión. En su celda escribió poemas y obras de teatro. Objetivamente no podía hacerlo. Sus carceleros se lo tenía vedado, y varias obras viajaron a las cenizas. Pero algunos de sus textos pudieron esquivar el destino del fuego, burlando la vigilancia en los dobladillos de la ropa usada. Así escaparon indemnes las estrofas que integran sus libros Conversaciones con la alpargata y Canciones para alegrar a una niña.

La poesía no puede ser encarcelada. Los poetas, sí, en apariencias. Porque hallan su libertad dentro, aún más adentro de su celda: en la sensibilidad que deglute la opresión y el dolor y los devuelve metabolizados en un desahogo que fortalece el ánimo afligido y justifica el tiempo cercenado. Es la resurrección mediante la imagen eterna de instantes que habrán de ser perecederos. La poesía es el arte de permanecer buscando, registrando la raíz del deseo más allá de lo posible. ¿Podrá la poesía ser ingenua, podrá descubrir que la engañan? Sabe que la pueden engañar, pero persiste, porque su justificación radica en perseverar humeando sobre el instante soñado. Hemos de permanecer, pues, difuminados por la ilusión de la luz, incluso por la ilusión del cuerpo ajeno que uno presiente como soldado a nosotros.

El poeta es un referente del Homo Demens, del hombre imaginativo, mágico cristal que refleja un modo más sutil de explicar, superar o de entender su circunstancia. Al raciocinio seco, objetivo, lógico, le resultará trabajoso trascender las paredes limitadoras de una cárcel. Para el poeta, la libertad se cristaliza, sobre todo, en su facultad de encapsularse en un verso, en el hondo removerse hacia lo más interno, como si los caminos de la salida viajaran al centro del universo. ¿Podrá palparse mayor paz que las del poeta que acaba de componer los versos que, para él, son la suprema forma de la concreción humana? Quizás  el acto poético sea la contemplación, o autocontemplación, del individuo, como sugería François Mouriac al valorar la función de los diarios íntimos, refiriéndose al de Amiel.

La poesía, según un poema del dominicano Manuel del Cabral -que Paul Eluard reconoció como la mejor definición de poesía que había leído-, es agua tan pura, limpia, “casi nada”, “que da trabajo mirarla”. Del otro lado, el mundo. Pero –deduzco- el mundo pulimentado por la materia iluminada del poema: agua intuitivamente lúcida, dolorosa, que fluye durante esa “conversación en la penumbra” que dijo Eliseo Diego que es un poema: coloquio con la sombra, levedad de la palabra, que salta y huye entre los pliegues de una libertad irreprimible. El abate Bremond preguntó ante los académicos franceses, qué era en fin la poesía. El poeta ecuatoriano Miguel Sánchez Astudillo, terminó un ensayo sobre esa incógnita aceptando que quizás sea lo más humano del Hombre.

De un viaje reciente a lo que fue un ingenio azucarero, fábrica de azúcar ya apagada, traje unos versos de un hombre madurado en el aprendizaje y el ejercicio del trabajo. Sabe de caña: la ha sembrado, cortado, regado. También de nubes: es observador meteorológico. Y sabe de lecturas y finezas del espíritu. Por ellas persevera en el campo sin que lo desajusten venenos migratorios. El poema sintetiza despojadamente los días, y la pasión con que los vive el poeta: “Doy todo/ a cambio/ de la palabra. / Que no me falte. / Doy hasta la voz. / Doy hasta el silencio. / Doy hasta el ocaso.” La palabra para él es eso: la salvación. La prefiere incluso a la voz, requisito primigenio de la palabra que se oye. Pero el poeta elige la palabra, porque se escribe y puede  permanecer dormida hasta cuando unos ojos silenciosos la besan y le espantan el encantamiento, no importa  en qué año o siglo. Y es capaz de comerciarla, incluso por cuanto es y cuanto lo rodea.  Sin la palabra, base y medio de la cultura y de la poesía, nada, ni su persona, tendría sentido. Ni cimiento. Qué dialéctica la de este poeta alejado de las ínfulas de gran revista y rígidos círculos. Vacunado paciente contra la vanidad. Anónimo residente del ritmo interior de la plenitud.

No existe, pues, espacio hermético, mazmorra limitadora para la libertad interior del poeta, del hombre o la mujer con la conciencia fermentada en la cultura. Cotidianamente, la prisión suele halar al recluso hacia atrás, lo impele a caminar de espaldas en un retroceso hacia la perversión de las costumbres. La conciencia moral se le embota; solo, el preso, como hábito, se transforma en una bestia de presa: si quiere sobrevivir, sobre todo ante sí mismo, ha de aparentar ser el más fuerte de la jauría. La conciencia se le exilia si la cultura o la poesía en lo particular no lo sostienen. Ambas poseen el mismo valor que la fe religiosa. Dimana de sus instrumentos de percepción y expresión, el soplo fecundante que genera la vida verdadera del espíritu sobre la elemental circunstancia de la cárcel. He lamentado no saber cómo Fray Luis de León vivió cuatro años en las mazmorras de la Inquisición española. De fuente buena se afirma que la mitad de las páginas de Los nombres de Cristo se cuajaron entre los muros carcelarios. Habrá tenido el lírico ocasión de replegarse tanto en su interior que por ello, al salir inocente, regresó a su cátedra universitaria en Salamanca y pudo decir, como dicen que dijo con el natural tono del que nunca se ha ausentado: Decíamos ayer…

En la palabra, pues, en el Logos constructivo e inmarcesible de la sensibilidad, el Homo Demens reencuentra aquello que no tiene y que paradójicamente no ha perdido. Porque la poesía, al no poder ser jamás encarcelada, preestablece una actitud de digno erguimiento: como la oración del creyente, palabra, pura palabra filtrada, agua de angustia decantada por el dolor, que al humillarse ante la propia impotencia, fortalece la entereza para trascenderla. Y sale al sol por las compuertas del sótano.