TODO POR LA PALABRA
Luis Sexto - @sexto_luis
EN LA ESCUETA SOLEDAD DE una celda, el poeta y dramaturgo uruguayo Mauricio Rosencof confirmó la perdurabilidad del único dogma literario que ha resistido el tiempo: la poesía no puede ser encarcelada.
Libre desde 1985, Rosencof continúa escribiendo y de vez en cuando recordando cuando, en 1972, junto con Raúl Sendic y otros siete miembros del movimiento Tupamaros, fueron confinados a una celda de dos metros de ancho por un metro de largo. Allí permaneció trece años, acompañado tan solo de un camastro y un tosco recipiente donde oficiaba sus más apremiantes urgencias fisiológicas. Si sobrevivió al aislamiento y la tortura fue gracias a que la imaginación –como el Hada Madrina viste de seda a Cenicienta- convirtió en poesía la opresiva circunstancia que lo acosó con la lentitud de lo que parecía nunca terminar.
Cada mañana se levantaba conversando con sus camaradas, insultando a sus verdugos y luego paseaba con su mujer por el malecón: así logró permanecer vivo, porque “los sueños son el motor de los revolucionarios”. Diría yo, sin embargo, que los sueños son el impulso de todo el que vive trasegando lo verosímil intocable por sobre lo real ultrajado.
Lo conocí en La Habana, recién liberado. Su pelo, blanco; rostro avejentado, que conservaba cierto fulgor de adolescente. Mientras bebía mate en una bombilla que había traído de Montevideo, me contó detalles de su prisión. En su celda escribió poemas y obras de teatro. Objetivamente no podía hacerlo. Sus carceleros se lo tenía vedado, y varias obras viajaron a las cenizas. Pero algunos de sus textos pudieron esquivar el destino del fuego, burlando la vigilancia en los dobladillos de la ropa usada. Así escaparon indemnes las estrofas que integran sus libros Conversaciones con la alpargata y Canciones para alegrar a una niña.
La poesía no puede ser encarcelada. Los poetas, sí, en apariencias. Porque hallan su libertad dentro, aún más adentro de su celda: en la sensibilidad que deglute la opresión y el dolor y los devuelve metabolizados en un desahogo que fortalece el ánimo afligido y justifica el tiempo cercenado. Es la resurrección mediante la imagen eterna de instantes que habrán de ser perecederos. La poesía es el arte de permanecer buscando, registrando la raíz del deseo más allá de lo posible. ¿Podrá la poesía ser ingenua, podrá descubrir que la engañan? Sabe que la pueden engañar, pero persiste, porque su justificación radica en perseverar humeando sobre el instante soñado. Hemos de permanecer, pues, difuminados por la ilusión de la luz, incluso por la ilusión del cuerpo ajeno que uno presiente como soldado a nosotros.
El poeta es un referente del Homo Demens, del hombre imaginativo, mágico cristal que refleja un modo más sutil de explicar, superar o de entender su circunstancia. Al raciocinio seco, objetivo, lógico, le resultará trabajoso trascender las paredes limitadoras de una cárcel. Para el poeta, la libertad se cristaliza, sobre todo, en su facultad de encapsularse en un verso, en el hondo removerse hacia lo más interno, como si los caminos de la salida viajaran al centro del universo. ¿Podrá palparse mayor paz que las del poeta que acaba de componer los versos que, para él, son la suprema forma de la concreción humana? Quizás el acto poético sea la contemplación, o autocontemplación, del individuo, como sugería François Mouriac al valorar la función de los diarios íntimos, refiriéndose al de Amiel.
La poesía, según un poema del dominicano Manuel del Cabral -que Paul Eluard reconoció como la mejor definición de poesía que había leído-, es agua tan pura, limpia, “casi nada”, “que da trabajo mirarla”. Del otro lado, el mundo. Pero –deduzco- el mundo pulimentado por la materia iluminada del poema: agua intuitivamente lúcida, dolorosa, que fluye durante esa “conversación en la penumbra” que dijo Eliseo Diego que es un poema: coloquio con la sombra, levedad de la palabra, que salta y huye entre los pliegues de una libertad irreprimible. El abate Bremond preguntó ante los académicos franceses, qué era en fin la poesía. El poeta ecuatoriano Miguel Sánchez Astudillo, terminó un ensayo sobre esa incógnita aceptando que quizás sea lo más humano del Hombre.
De un viaje reciente a lo que fue un ingenio azucarero, fábrica de azúcar ya apagada, traje unos versos de un hombre madurado en el aprendizaje y el ejercicio del trabajo. Sabe de caña: la ha sembrado, cortado, regado. También de nubes: es observador meteorológico. Y sabe de lecturas y finezas del espíritu. Por ellas persevera en el campo sin que lo desajusten venenos migratorios. El poema sintetiza despojadamente los días, y la pasión con que los vive el poeta: “Doy todo/ a cambio/ de la palabra. / Que no me falte. / Doy hasta la voz. / Doy hasta el silencio. / Doy hasta el ocaso.” La palabra para él es eso: la salvación. La prefiere incluso a la voz, requisito primigenio de la palabra que se oye. Pero el poeta elige la palabra, porque se escribe y puede permanecer dormida hasta cuando unos ojos silenciosos la besan y le espantan el encantamiento, no importa en qué año o siglo. Y es capaz de comerciarla, incluso por cuanto es y cuanto lo rodea. Sin la palabra, base y medio de la cultura y de la poesía, nada, ni su persona, tendría sentido. Ni cimiento. Qué dialéctica la de este poeta alejado de las ínfulas de gran revista y rígidos círculos. Vacunado paciente contra la vanidad. Anónimo residente del ritmo interior de la plenitud.
No existe, pues, espacio hermético, mazmorra limitadora para la libertad interior del poeta, del hombre o la mujer con la conciencia fermentada en la cultura. Cotidianamente, la prisión suele halar al recluso hacia atrás, lo impele a caminar de espaldas en un retroceso hacia la perversión de las costumbres. La conciencia moral se le embota; solo, el preso, como hábito, se transforma en una bestia de presa: si quiere sobrevivir, sobre todo ante sí mismo, ha de aparentar ser el más fuerte de la jauría. La conciencia se le exilia si la cultura o la poesía en lo particular no lo sostienen. Ambas poseen el mismo valor que la fe religiosa. Dimana de sus instrumentos de percepción y expresión, el soplo fecundante que genera la vida verdadera del espíritu sobre la elemental circunstancia de la cárcel. He lamentado no saber cómo Fray Luis de León vivió cuatro años en las mazmorras de la Inquisición española. De fuente buena se afirma que la mitad de las páginas de Los nombres de Cristo se cuajaron entre los muros carcelarios. Habrá tenido el lírico ocasión de replegarse tanto en su interior que por ello, al salir inocente, regresó a su cátedra universitaria en Salamanca y pudo decir, como dicen que dijo con el natural tono del que nunca se ha ausentado: Decíamos ayer…
En la palabra, pues, en el Logos constructivo e inmarcesible de la sensibilidad, el Homo Demens reencuentra aquello que no tiene y que paradójicamente no ha perdido. Porque la poesía, al no poder ser jamás encarcelada, preestablece una actitud de digno erguimiento: como la oración del creyente, palabra, pura palabra filtrada, agua de angustia decantada por el dolor, que al humillarse ante la propia impotencia, fortalece la entereza para trascenderla. Y sale al sol por las compuertas del sótano.
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