CARRETERA ADENTRO
Luis Sexto
Nadie podrá decir con certeza de esta agua jamás beberé, porque, como confirma un poeta, "el agua tiene senderos, no la sed". Y el hombre, finito en un fin imprevisible, habrá de estar dispuesto a no ir a donde va. A veces el rumbo fijado con anticipación, se modifica por urgencias del camino, de modo que venimos a parar en un sitio nunca antes deseado o planeado. O bebemos del agua que nos negamos un día a beber.
¿Filosofando? Sí, señor, filosofando. En toda alma de persona puja un pequeño pensador, aunque sea de la pelota o del boxeo. El escritor Miguel Ángel de la Torre calificó al periodista Víctor Muñoz como el "filósofo del basebola" –dicho así como se lee–. Y existen filósofos de aguardiente, o de esquina, o de parque, pues la instrucción o el diploma universitario no componen requisitos insalvables para intentar comprender la vida o aprender al fin de qué masa, qué sustrato, nos forma y nos inspira a actuar.
Mi abuelo apenas aprendió a escribir su nombre, y leer Cuba, patria, trabajo. Pero una noche, mientras lo acompañaba durante las primeras horas de su turno como sereno en una fábrica de ladrillos en El Cotorro, lo oí rematar, como pontífice, una conversación sobre el fin del mundo con dos de sus compañeros de trabajo: El mundo se acaba con las guerras. Y recién concluía la de Corea.
Y si de mi abuelo materno me llega ese hábito de saber qué hay debajo de la suela de mis zapatos, también de mi padre, otro sabio casi ágrafo. Papá me pasó un consejo que podría competir entre las máximas de Labruyere, de Pascal, o de Luz y Caballero. Una tarde de sábado, él se afeitaba y me le quejé de la soledad de mis bolsillos. Entonces yo andaba por los 20 años. Y él, sosteniendo la navaja en el aire, como degollando las musarañas que ponían sus lentejuelas sobre mi inexperiencia, dictó una regla: nunca te preocupes por el dinero; va y viene. Lo recomendaba él que nunca ganó sueldo más allá de los 100 pesos al mes, y la chequera de la jubilación le tocó la puerta una semana después de haberse muerto. Tras cinco décadas de trabajo, el dinero, para él, seguía yéndose, nunca terminó de venir.
Estoy, pues, filosofando. Tratando de explicarme las sinrazones, las inconstancias, la bifurcación de los proyectos y las esperanzas. Cuando mamá arreó a sus hijos hacia La Habana –la Meca de los inconformes– se asomó a la ventanilla del tren y mirando hacia nuestro General Carrillo, que parecía huir, pronunció en un conjuro: ¡Solo te quedes!
Muchos años más tarde, la invité a conocer a una novia. Nadie pudo pronosticarle a mamá lo mismo que a Matías Pérez, globonauta criollo que ha de estar diciéndose en su viaje sin destino: no por mucho volar se llega a alguna parte. Y el niño preparado para ver en el campo la cara más aburrida del infierno, regresaba al polvo, al silencio, a hondonadas y palmares enamorado de una mujer.
-¿A dónde me has traído, hijo?
Era un caserío amodorrado, circuido de tomeguines del pinar. Fue la primera novia, atada con el anillo que uno entrega, o recibe, con la promesa de que se convierta en un cepo.
La segunda y definitiva novia también la hallé carretera adentro. En un ingenio azucarero, en medio de la llanura de Colón, a 50 kilómetros de la Ciénaga de Zapata, y, para consuelo, a 50 de Varadero. ¿Cómo lo interpreto? ¿Cómo lo asumo? Como mi karma. Tendré acaso que admitir que he sido arrastrado por un tractor cuya pertinacia resultó ser una vocación de cabra –cabra digo–. Porque he de confesar mi ignorancia sobre las causas que me aislaron de las mujeres de la capital. Nunca avanzamos más allá de un amago, un entrenamiento conjunto. El juego no encendió nunca los micrófonos del anuncio. En equilibrada autocrítica reconoceré que no les ofrecí ni estatura ni holgura a las damas de La Habana. Pero la vida descansa en el banco de la paciente sapiencia del que no ve. Y se enreda, se desvía, como una carretera obstruida o agujereada.
No digan, pues, que de esta agua no beberán. El agua elige la ruta. Pero la parada se forja en la sed.
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