CASI LA MUERTE POR UNA DÉCIMA
Por Luis Sexto
Puedo confirmarlo sin haber cubierto una guerra o una catástrofe: el periodismo clasifica como una de las profesiones más peligrosas, tanto o más que la de los pilotos de prueba. Una vez casi me ajustician en nimio y vulgar incidente donde, de improviso, fui electo pieza expiatoria de una ofensa de índole insular. Afortunadamente, las intenciones se disolvieron en una teórica tempestad. Un amago verbal.
Ciertos lectores dedujeron mi opinión sobre un específico asunto de la cultura cubana, basándose en una pregunta profesional. Desconocieron que el periodista, más bien el entrevistador, tiende a provocar, a llamar hacia delante el ingenio de los entrevistados, y literalmente no tiene que comprometerse ideológica o culturalmente con los cuestionarios. Leyeron en Bohemia mi entrevista con Carilda Oliver, creo que en 1987, donde, entre diversos aspectos que atañen a un poeta, yo la ponía -o al menos lo intenté- en una disyuntiva al preguntarle si escribir décimas disminuía su dignidad poética. Ella, desde luego, no se agravió. Ni se sintió entrampada. Y respondió con una síntesis de superlativo fervor: ¡Una décima es un milagro!
Esa respuesta, en fin, es la que yo procuraba con la pregunta que a algunas personas les arrancó una declaración de guerra. El periodista solo pretendía enfrentar al poeta culto con la estrofa popular, para obtener una cápsula de creatividad, una salida portentosa. Pero nadie podía asumir que era –o soy- un enemigo, un discriminador, de la décima. Los mensajes resudaban ira, sensación vindicadora. Por poco soy víctima de un equívoco. O mártir de la intolerancia. Y cómo –pregunto ahora, después de que la sangre no bajó las escaleras- uno puede compaginar la cultura con la intolerancia. Tienen soldadura posible?
Pero, señoras y señores, no desprecio, ni menosprecio la décima. Si alguna insuficiencia lamento es carecer de la facultad de la rima y la métrica. Porque ser insensible a esos diez versos octosílabos acusa, así en términos taxativos, la falta de un ingrediente de la cubanía. Es –digo un lugar común- la estrofa nacional. Vino a Cuba sumida en el torrente de la cultura española. Como forma popular, el romance traía el mayorazgo que los campesinos cantaban envueltos en tonadas andaluzas. Poco a poco, y a partir del siglo XVIII, la espinela progresó en gusto y dominio. Aparte del empujón de la imprenta en 1723, zancadas le propició su ductilidad métrica: se ajustaba confortablemente a las tonadas predominantes. Y los trabajadores del campo, canarios en mayoría, se aficionaron a expresar su circunstancia -accidentes, chistes, pasiones, crímenes- en la sencilla décima que tuvo, en la modorra y el paisaje de la ruralidad, su humilde prosapia de hondura criolla, hasta consagrarse como la estrofa esencial de la nación.
escarga de júbilo, dardo de la polémica, seda de la sátira, la décima ha sido en la historia de Cuba, sobre todo, quejido contra la opresión. Jesús Orta Ruiz que, tras el seudónimo de El Indio Naborí encumbró el crédito de haber sido uno de los más musicales y tiernos cultores de la espinela, también la ha estudiado en sus orígenes, su técnica y su estructura, y rescató esta antiquísima décima combatiente, reacción anónima ante el ahorcamiento de los vegueros sublevados en el XVIII: Doce vegueros de acción/ terminaron su destino/ colgados del camino/ de San Miguel del Padrón./ Maldita la explotación/ del Estanco del Tabaco,/ que después de un gran atraco/ sangre canaria pedía,/ pero ha de llegar el día/ que la ambición rompa el saco.
Yo también protesté en cierta ocasión apoyándome en una décima de inspiración propia. Ha sido la única. Cerré un reportaje acerca del cerro de Guajabana, en Caibarién, con diez versos. Tanto me dolió, y me perturba aún, que una cantera se lo coma jornada a jornada, que imaginé la décima que improvisarían los habitantes de aquella zona 300 años más tarde. Estos son los cuatro primeros: Guajabana quien te viera/ emerger del horizonte/ como sombrero de monte/ sobre testa de sabana... Y me callo. No porque me dé la gana,/ sino porque un mastodonte/ quiera exigir mi cabeza,/ viendo que la belleza/ no me regaló el don de escribir un milagro.
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