BRINDEMOS A SU SALUD
Por Luis Sexto
El ron es un misterio. Para mí lo fue principalmente, porque me maltrataron las secuelas colaterales del ingerirse un tanto ingenuamente en la indescifrable claridad de una copa. Y su espirituosa, onírica, trastrabillante naturaleza me sorprendió cuando rompí el cascarón de la primera vez. Se me zafó la mano. Quizás fui demasiado flojo. No voy a averiguarlo ahora. Desde esa debutante borrachera, empecé a respetar el misterio del ron. Y cuando, con algunos amigos, asumo la inevitable dosis, siempre impongo mi medida: poco, que apenas bebo. Mi amigo Fernando G. Campoamor –ya difunto- me dedicó un ejemplar de su libro El hijo alegre de la caña de azúcar, que compone la más jaranera, mareada, ágil y culta biografía del ron cubano. Y quedé convencido que el ron continúa siendo un misterio aun para los cubanos que lo beben como en un culto. Antes de ser ron fue otra cosa. Desde los primitivos trapiches, cachimbos, molinos o ingenios –que muchos nombres tuvo la fábrica azucarera, según su tamaño y características tecnológicas- el aguardiente brotó como un derivado de la caña de azúcar. Entonces ganó fama de plebeyo en su consumo: alegró el ocio de los piratas y purificó democráticamente la zanja del látigo en las espaldas esclavas. Era entonces ofensivo como hueco de letrina. Pero resolvía la atmósfera de las tertulias escabrosas o de las más decentes. Mezclado con agua, azúcar, una rodaja de limón y una ramita de hierbabuena, deambuló por tabernas y hogares con el nombre de Drake, el corsario que en el Caribe movía la cola del diablo y en Londres lo cubrían con una clámide de santón. Después, insurgió el ron con el halo de una criatura fantástica. Y tal mudanza continúa oficiándose como un misterio. Los químicos no han precisado con certeza los resortes que desdoblan una bebida para convertirse en otra que borra su pendenciero pasado. Una alquimia soterrada y callada procesa el aguardiente. En este –suponen- subsiste en un uno por ciento de materia orgánica, y al pasar el tiempo reacciona ante el aire que trasvasa los toneles. O el roble de los barriles despide ciertos ácidos que se coligan con los residuos orgánicos del aguardiente. O influyen ambos fenómenos. Y poco a poco vibra en un proceso de metamorfosis sorprendente. El tiempo parece ser el catalizador de la enigmática fórmula. Cuanto más vieja, superior es la bebida. Esa fue, quizás, la receta de Bacardí, el destilador que en 1862 fundo en Santiago de Cuba la dinastía del ron cubano. Influye también la alcurnia de la melaza que, mediante la levadura, se tornará en alcohol. Y miel de pureza única solo es posible obtenerla en las circunstancias climáticas y telúricas de la caña cultivada Cuba. Misterio y privilegio de la naturaleza que cuantos intentan falsificar en el extranjero el ron cubano no pueden reproducir.
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