LA CULTURA EN LA FORMACIÓN DE LA IDENTIDAD CUBANA
Luis Sexto
Conferencia pronunciada en la iglesia de San Pedro, Versalles, Matanzas, 11 de octubre de 2012
1. Dilatado y accidentado es el tema propuesto, y obligado por imprescindibles apremios de método, antes de recorrer los orígenes y engarces del proceso de formación de nuestra identidad y sus relaciones con la cultura, los invito a precisar, brevemente, cuál de las definiciones del término de cultura, emplearemos en esta conversación. Es una categoría polisémica. Y por supuesto, no la usaremos en su sentido de la acumulación de conocimientos en los individuos, ni como medio de formación de una comunidad humana, ni tampoco como la totalidad de la obra material, técnica, científica y espiritual de cualquier sociedad. Nos ceñiremos a la cultura en sus manifestaciones espirituales contenidas en la literatura, el arte, la prosa ensayística, incluso en la religión. Pero dicho así quizás afrontemos la contradicción, porque lo hecho por el hombre desde la apropiación estética es efecto de las circunstancias históricas y materiales de su desarrollo, y a la vez, en un trámite eminentemente dialéctico, la literatura, el arte y la religión son factores influyentes en los adelantos culturales y éticos de la sociedad. La realidad condiciona la obra artística o literaria y esta devuelve el préstamo socializándolo, es decir, fijándolo en el patrimonio histórico y trasvasándose a la conciencia colectiva e individual.
Hablaremos, pues, de la relación entre cultura espiritual e identidad nacional. No quisiera, en ninguna circunstancia ser académico en mis apreciaciones; al menos no pretendo posar como un periodista erudito. Ambas condiciones no se llevan bien. Nuestro quehacer con la información que proviene de la actividad social, exige rapidez en su construcción noticiosa o reflexiva. Si algo quisiera describir en esta conferencia es el proceso de mi apreciación del tema propuesto, como opinión surgida de la cultura personal, ganada, no sin insuficiencias, a base de lecturas, viajes, relaciones con disímiles personas. Tantas veces me he preguntado por la reducción del término identidad a una fórmula vitalmente periodística que he llegado a aceptar que la conciencia social de una comunidad adquiere colores y rasgos definidos en todos y cada uno de los sujetos. Incluso, la identidad establece rasgos físicos determinados en contacto con el medio natural, y gestos y movimientos que traducen lo interno.
¿Acaso podemos negar un modo cubano de andar, de hablar, de convivir? Les cuento que, estando hace más de 35 años en la ciudad de México, caminaba por el paseo de la Reforma y al cruzarme con dos jóvenes oigo que uno le dice al otro: Fulano me tiene hasta los… calcañales. Me detuve ante el término que ustedes pudieron suponer a pesar de mi eufemismo, regresé y le pregunte a aquella pareja de transeúntes: ¡Oigan!: ¿ustedes son cubanos? Por supuesto, eran cubanos. ¿Y podrían no haberlo sido después de aquella frase tan nuestra, en tono y volumen tan nuestro? Es decir, nuestra identidad, lo que nos tipifica a todos, con las lógicas diferencias locales o individuales, incluye color interno, sentimentalidad, movimientos físicos, habla, giros, costumbres, conceptos patrióticos, formas de asumir la religiosidad, lo político. Es decir, no somos intercambiables. Y aún después de estar muy lejos, por mucho tiempo, el cubano, como reacción normativa, sigue añorando los frijoles negros con arroz blanco, la familiaridad vecinal, la capacidad comunicativa, el tuteo emparejador, el disgusto ante el abuso, la rebeldía ante quienes intentan avasallarnos. Como dijo monseñor Dionisio García, ante el Papa Benedicto XVI en Santiago de Cuba, y cito indirectamente: A los cubanos no nos gusta que se inmiscuyan en nuestros asuntos. Somos, por ello, típicamente irreverentes y a la par abiertos y solidarios. Algunas cosas son muy buenas y otras algo molestas. Jorge Mañach, que tanto indagó en el almario nacional, estudió el choteo como manifestación en el cubano del sentido de ser parejero, es decir, de igualarse y no permitir que se le rebaje. Ante lo que no comprendemos, que es un modo de sentirse inferior, nos echamos a reír o hacemos estallar una trompetilla.
2. Por lo dicho, mi método o mi enfoque del tema propuesto es humanista. Una mirada intuitiva, un tanto afín al ensayismo literario. Es decir, un discurrir libérrimo sobre la realidad y el sujeto de la identidad nacional desde la perspectiva de la cultura. Ahora bien, precisemos otra definición: qué es la identidad nacional. Arriba intenté acercarme a esta categoría mediante rasgos y manifestaciones; ahora emplearé una definición sicosociológica: la identidad es la autoimagen que de sí tiene una comunidad nacional en conjunto y cada uno de sus miembros, representada por valores y también antivalores.
La pregunta se torna imperativa: ¿Cuándo empezó a gestarse entre nosotros esa autoimagen, que como proceso se sucede con los siglos y sin perder las esencias de la tradición también suprime e incorpora en el tiempo nuevos valores y conceptos? Habría que regresar, pues, a los tiempos de la colonización y detenernos en el criollo. Porque antes que el cubano, fue el criollo. Esto es, el criollo -del portugués criadouro, según Arrom-, que es el nacido en América de padre o madre españoles o padre o madre africanos. O de ambos progenitores españoles o africanos. Y así -lo hizo notar Uslar Pietri- lo nuevo en este aparente nuevo mundo, es el criollo: la mezcla.
El criollo empieza a distinguirse de sus padres, nacidos en el viejo mundo. El criollo es el nuevo habitante del nuevo mundo para los europeos, porque, como también apunta Uslar Pietri, para los aborígenes era viejo. Desde el último tercio del siglo XVI, este término entonces tan diferenciador en boca española, empezó a utilizarse en Cuba para calificar a los descendientes de los conquistadores, colonizadores y de esclavos africanos. La transformación fue rápida. Y no podemos negar que el medio y el clima influyeron incluso en modificaciones de “la color”. Pero sobre todo, la nueva circunstancia, condicionó nuevos hábitos, nuevas miradas hacia el pasado. Posiblemente, el criollo, como regla, comenzó a hacer su pasado según elaboraba su presente. La patria de sus padres, queda atrás, de modo que lo heredado, se transforma en otro valor más personal, propio, vivencial. Colón describió nuestro paisaje comparándolo con parajes españoles: escribía para españoles. Y al hacer constar el tamaño de la yerba cubana en su Diario después de afirmar sobre Cuba que “Nunca tan hermosa cosa vido”, dice el Almirante: “…Era grande -la yerba- como en Andalucía por abril y mayo”. Décadas más tarde, los criollos no tendrán que recurrir con frecuencia, apremiados por las palabras, a comparaciones foráneas. Las referencias serán los mismos objetos ya apropiados en una conciencia colectiva que va independizándose de sus matrices.
A pesar de la distancia psicológica entre el descriptor y lo descrito, el Diario de Colón es el primer documento lírico en lengua española sobre la naturaleza edénica de Cuba. Literariamente va a marcar, para los europeos y también para los criollos, un punto nodal: la singularidad del paisaje cubano. Los aborígenes lo sabían desde hacía centenares de años. Y de acuerdo con el citado Arrom, desde tiempos prehistóricos, Cuba, para los llamados indios era “la tierra por antonomasia”. Ellos fueron, en suma, los creadores de las primeras imágenes sobre nuestra patria. Y esas imágenes ayudan a conformar también los focos de significación de la conciencia criolla y luego cubana. Por tanto, no seré original al decir que el primer atisbo de una nueva identidad en gestación empieza por el paisaje. Con el tiempo habrá una diferencia entre el asombro ajeno de Colón y la visión entrañada. Ramón de Palma, mediando el siglo XIX, acusa el efecto arcádico e imantador del paisaje. Teorizando sobre los Cantares de Cuba, aseveró que, para sentir la inspiración de esa especie de poesía popular, era “menester contemplar el cielo estrellado de los trópicos en la solemne inmensidad de las sabanas, o ver los rayos de la luna platear las anchas hojas de los plátanos o quebrarse en las pencas de los palmares”.
3. Miguel Velázquez, mestizo, joven de años y viejo en sabiduría, según el decir de quien lo presenta, Juan de Agramonte, nos lega en 1547 una carta que va a prever en su angustiado sentir, la próxima, aunque lejana, formación de la identidad que separa, que traza la ruptura. El cura Velázquez, de virtud ejemplarísima, le escribe a su obispo, y quizás como en una síntesis inusual en aquella época, refiriéndose a Cuba, dice: “Triste tierra, como tierra tiranizada y de señorío”. Ahí está, pues, la base ideológica de la futura independencia. Este lamento, pleno de la armonía de quien sabe combinar las palabras, ha definido a Cuba como dolor, como llaga, como tierra que esperará el inevitable temblor telúrico que rasga y aleja. Y en la tercera década del siglo XIX, José María Heredia repite la trágica observación, pero mirando a Cuba desde el punto de equilibrio típico de los que aman el objeto de su crítica. En la Isla, según el Cantor del Niágara, coexisten las “bellezas del físico mundo y los horrores del mundo moral”. De modo, pues, que entre el clérigo del siglo XVI y el poeta del XIX se interpone una diferencia: aquel libera su quejumbrosa definición, particularmente desde la sensibilidad culta y conmovida del criollo, fervoroso cristiano, y este, Heredia, con una mano asida de la herencia clásica y la otra conduciendo la renovación romántica, desde el exilio político, es decir, desde la carencia -“al parecer una clave de nuestro espíritu”, según el poeta Roberto Manzano-, nos dio la abundancia que, para Manzano, en un ensayo iluminado sobre Heredia, equivale a tener “cuerpo espiritual” antes de ser un organismo real. Cuba, en la expresión poética dominante en Heredia, ya es la patria con cuyas bellezas física se goza y con cuyas penas sufre como se sufre por lo propio: con el dolor entrañado. Abundando en la fértil idea de Manzano, Cuba no es todavía una entidad política independiente de su matriz. Sin embargo, Heredia la ha convertido en un molde intangible, invisible, pero dotado de un movimiento interno que ya había empezado a encarnarse, desde un intenso acriollamiento en la plenitud de la cubanía.
En una aparente paradoja, el “cuerpo espiritual” tenía color, aún más cultural que epidérmico, más interior que exterior: el mestizaje. La mezcla es, en efecto, el rasgo definitorio de Cuba, su identidad y su cultura. Existen, por tanto, un ritmo y un color cubanos. Si el paisaje fue el principio, el punto diferenciador entre los que llegaron en 1492 y los que nacieron en Cuba, la identidad y la cultura fecundan su gestación mediante el vínculo raigal con la historia, con hechos que irrumpen en la vida común y adoptan perfiles singulares, merecedores de fijarse en letras, en versos. Vivir en la historia, reproducir y socializar la historia será otra clave de nuestro espíritu. Evoquemos a Espejo de paciencia, poema escrito en 1608, por Silvestre de Balboa, un acriollado oriundo de Gran Canaria. Estructurado en dos cantos y 145 octavas reales, no es un poema trascendente por su intrínseca propiedad estética, pero expresa la incipiente asimilación, la lenta interiorización de la naturaleza y la vida social en la conciencia colectiva de la Isla. Y vale, perdura como acta del alumbramiento cultural del diccionario autóctono de la flora y la fauna de Cuba. Porque en su lenguaje, donde prevalece el transoceánico sonido de las palabras y las imágenes leales a lo hispano, aparecen voces netamente cubanas como macagua, nombre de un árbol, y biajaca, de un pez de agua dulce, y maruga, de un sonajero, y siguapa, de un ave nocturna. Su tema es también criollo: el secuestro y rescate del Obispo Cabezas y Altamirano. Y, sobre todo, Balboa cita la palabra criollo, como la citan los sonetistas que le alaban su poema épico, poema criollo de la tierra. Y Balboa llama “negro honrado”, y también criollo, al esclavo que venció en combate al pirata Gilberto Girón, secuestrador del obispo. Ya podemos reconocer el proceso de diferenciación con respecto de los españoles y pulsar además la incipiente integración racial, tan básica para el nacimiento de la nación. No afirmo que con Espejo de paciencia y sus alusiones cuasi igualitarias se resolvieron las diferencias de razas, ni se abolió la esclavitud en fecha tan temprana. Repito solo lo evidente: Silvestre de Balboa registra atisbos de unidad racial, que derivará en mestizaje, durante un episodio bélico en que pelearon juntos negros y blancos, amos y esclavos. Y sobre todo apreciamos la exaltación del negro Salvador, doblemente salvador, por valiente, en aquel lance.
En Espejo de paciencia uno no sabe qué predominó más en el poeta: si el apego a la verdad o el servicio a la justicia. Es decir, notemos que se realza el heroísmo del esclavo. Y ello era verdad. Pero la verdad, dentro de la acción de un grupo, puede adoptar la unanimidad o el anonimato, sin que la verdad se maltrate. Lo sabemos los periodistas. Sin embargo, el vencedor del pirata se construye ante ese épico Espejo, por encima de quienes se consideraban superiores. Silvestre de Balboa prefirió ser justo antes que diluir la verdad particular en la verdad general. Y esa inclinación posiblemente condicionará el aforismo de Luz y Caballero cuando encapsule la justicia en una definición luminógena: “ese sol del mundo moral”. Y que secundará José Martí al determinar que “…solo hay honra en la satisfacción de la justicia”. Y Antonio Bachiller y Morales, la actualizará cuando la convierta en hecho político aseverando, al inaugurar uno de sus cursos de economía política en el Seminario de San Carlos, que la economía sin justicia no cumple su papel en el adelanto de los pueblos.
La justica, pues, es originario ideal ético de la nación. Y fue el venerable Félix Varela el pensamiento, la voz y la letra que formuló con sus Cartas a Elpidio, los principios que, basados en una raíz de ascesis cristiana, se mezclaron con la política y la civilidad como factores de crecimiento ético. Decía Luz y Caballero que el Padre Varela fue el primero que nos enseñó en pensar; “en pensar”, no a pensar, como equívocamente se acostumbra a decir. Y fue también uno de los primeros en ejemplificar el sufrimiento causado por la hostilidad de unos hombres hacia los actores del bien colectivo.
El reformador de la enseñanza filosófica en Cuba, el precursor de la abolición y la independencia, el crítico del anexionismo, nos enseñó, en particular, a reconocer y respetar la arcilla esencial, el genio que distingue nuestra identidad: el pueblo. A Luz y Caballero, en 1839, le escribe el Padre Varela apremiado por las carencias del exilio en los Estados Unidos: “Al fin, el desprecio con que han sido miradas mis Cartas a Elpidio, que contienen mis ideas, mi carácter, y puedo decir que toda mi alma, es un exponente del desprecio con que soy mirado ¿Y por qué cree Usted que escribo esto? ¿Por vía de duelo o de queja tonta? No, mi amigo; yo reconozco en los pueblos una inmensa superioridad sobre los individuos”. Años antes, anotó una norma definitiva, en Observaciones sobre la Constitución Política de la Monarquía Española: “El hombre libre que vive en una sociedad justa, no obedece sino a la ley: mandarle invocando otro nombre es valerse de uno de los muchos prestigios de la tiranía, que sólo producen su efecto en almas débiles. El hombre no manda a otro hombre; la ley los manda a todos”. Anticipada está desde la cultura y la política, pues, nuestra ética solidaria, siempre deseada y una veces conseguida y otras, golpeada. Y teóricamente compactada también está la justicia, carnalidad social de nuestra autoimagen.
4. En Lo cubano en la poesía, Cintio Vitier, entrañable maestro de cubanía, señala que la apreciación de los frutos de la flora en los poetas cubanos de la colonia pasa de los sentidos más superficiales a los más espirituales, según la naturaleza llega a los estadios más enraizados del sentimiento. Y en sumaria definición, debo intentar aclarar que la vista es más bien un sentido elemental, el gusto es utilitario, y el oído y el olfato, más sutiles. Hoy, hagamos el paréntesis, no echamos de menos la casa de ingenio de los centrales demolidos; más bien, extrañamos el olor del melado y el zumbido del vapor, esto es, los sentidos más espiritualmente ligados a la identidad nacional. Resumiendo ahora parcialmente lo dicho previamente: el paisaje natural fue uno de los ingredientes primordiales de la poesía y la prosa creativa cubana hasta el siglo XIX. El propio Vitier reveló a la apreciación crítica que Cuba poseía una naturaleza paradisíaca que conmovió a los fundadores y posteriormente a los continuadores del movimiento poético cubano. Quizás por esa capacidad de atracción que seduce sin destruir y deslumbra sin cegar, el sentimiento de lo nacional fue primigeniamente condicionado por el entorno paisajístico y manifestó sus primeros acuses de existencia en la poesía, lenguaje predilecto de la emoción.
Otra casualidad, por llamarla de algún modo, sucede casi simultáneamente al despertar consciente del criollismo: se inicia el reinado de la Virgen de la Caridad en Cuba, para acrecentar y consolidar la religiosidad de la Isla y subrayar además diferencias entre el organismo autóctono que nacía con respecto de su claustro materno. Ahorro toda la historia, todo cuanto de mítico, o legendario puedan suponer algunos autores sobre el hallazgo de la imagen de Nuestra Señora de la Caridad. Una precisión es suficiente: La Virgen del Cobre es. Pero en la conciencia cotidiana, es decir, acriollada, ciertos datos se modificaron con el tiempo para acomodarlos a la evolución de la identidad cubana. Y así los tres personajes que divisaron el bulto sobre las aguas de la bahía de Nipe, viajan en canoa –nombre aborigen que cobra expresión simbólica de integración cultural-, y al final de un incalculable período sus nombres se convierten, para el pueblo, en Juan Indio, Juan Blanco y Juan Negro. Y para los afrodescendientes y también para hispanodescendientes –si los hay puros-, la Virgen de la Caridad comenzó a ser Ochún, ortodoxia religiosa aparte, en el milagro del mestizaje, el sincretismo y la síntesis de nuestra identidad. Y permanece ligada a la historia. A sus pies, en el Cobre, Carlos Manuel de Céspedes, el padre de la independencia, le tributó acatamiento y le suplicó apoyo en la lucha tan audazmente emprendida en Demajagua. Ese hecho, reconoce y confirma a María de la Caridad como Madre de la nación, nación que asomaba ya en su geometría de organismo real, entre el estruendo y el fuego de la Guerra de los 10 Años. Todavía en el santuario que protege su imagen, Nuestra Señora continúa mezclada en los asuntos terrenales del país y su gente, por voluntad del pueblo también para siempre mezclado. El Cobre, aunque no se quisiera, se yergue como atributo de la identidad. El cobre, metal de las alianzas con otros metales. El cobre, dúctil y mestizo símbolo de cuanto somos.
5. La Historia no es una sucesión de hechos sucedidos sucesivamente, como aseguraba cierta ingenua definición que aprendí en mi adolescencia, cuando transitaba por el primer año de latín entre los Salesianos. No quisiera ahora redefinir la Historia. No hallaría la fórmula exacta. Más me gusta sentir la Historia que definirla, como confesó Juan Ramón Jiménez respecto de la poesía. Y sentirla, a mi entender, equivale a voltear la vista, observar la teoría de años y siglos que nos anteceden y reconocernos en la masa de hechos y dichos que parten de nuestras espaldas hacia el pasado, y obrar por que el futuro sea fiel a las corrientes matrices y motrices de nuestra personalidad como pueblo. En esa masa pervive la cultura, y la cultura expresa, en un intercambio dialéctico con la circunstancia material y natural, nuestra identidad, nuestro cuerpo nacional, conglomerado que se beneficia con el espíritu de la tradición.
La esclavitud del negro, principalmente, y la peculiar y aparente libre esclavitud de chinos, incluso de trabajadores canarios, compuso la rémora de nuestra identidad. Esa “gran pena del mundo”, según la definió Martí, retrasó nuestro proceso de integración espiritual y social. Y los horrores morales propios del régimen de plantación esclavista, superada su etapa patriarcal, convierte a la caña de azúcar en un símbolo negativo dentro del paisaje natural y social, a pesar de cuanto significaba y significó en la historia económica de Cuba. Tengamos en cuenta también que, desde un punto de vista de la estética del paisaje, unas cuantas caballerías de caña ofrecen una visión monótona: hojas mecidas por el viento y la llanura verde como un mal tranquilo de verano. Registrando en poetas del siglo XIX, he hallado que es usualmente denostada en la evocación o la descripción de los cañaverales. Notamos reticencia en poetas significativos y otros de menos recurrencia en la crítica y estudio de la poesía del XIX.
Por ejemplo, Mercedes Matamoros, ante el paisaje desolado de un ingenio en ruinas, impregna su mención a las cañas de una frágil mirada donde la nostalgia que devela el alma adolorida de la poetisa. Pero en su Canción de las cañas, aunque parece que nos va a dar una visión favorable, los versos que enseguida citaré, terminan de una manera inesperada. Según la Matamoros, las cañas se ufanaban de ser cubanas: “Nosotras somos, dicen, las favoritas bellas/ del más hermoso suelo que fecundara el sol; / nacimos bajo un manto de vívidas estrellas, / sin embargo somos las hijas del dolor”. Hijas del dolor, siluetas dolientes como las llamó otro poeta que oía el chasquido del látigo sobre espaldas esclavas. El Cucalambé juega a veces con las cañas. Al narrar el corte en el cañaveral dice festivamente que la gente, volcada al campo con entusiasmo, “a echar trozos al montón/ Con loco furor empieza”. Más adelante, en el mismo conjunto de espinelas, el gozo hace una mueca: “Brilla el sol, sopla el terral, / la atmósfera está serena; / y a cada instante resuena/ la cuarta del mayoral”.
Menos conocido, Francisco Sixto Piedra, natural de Cárdenas, poetiza la molienda en días de esclavitud: “Entre las férreas mazas comprimida/ cruje la caña; la gigante torre/ como humeante volcán se ostenta erguida, / dulce guarapo en los canales corre/ y en su oleada de miel no logra al cabo/ endulzar la amargura del esclavo”.
Y como lo absoluto suele despeñarse por sus pies, Gabriel de la Concepción Valdés,Plácido, en su letrilla dedicada a la flor de la caña, pasa a convertirla, según mi modo de ver, en una metáfora de presumible y oblicuo doble sentido político, con cierto tono jocoso. En esos versos reclama a la “veguera preciosa de la tez tostada”: Ten piedad del triste/ que tanto te ama; / mira que no puedo/ vivir de esperanzas, / sufriendo vaivenes/ -como la flor de la caña”. Puesto a reanudar la polémica de Manuel Justo de Rubalcaba con las frutas españolas, José de Jesús del Ocio –escasamente mencionado en resúmenes literarios del siglo XIX, salvo José Manuel Carbonell en su gruesa Evolución de la cultura cubana-, Del Ocio utiliza a la caña de azúcar, no como elemento paisajístico, sino como jugo dulce y elemento de beligerancia en lo que ya implica la ruptura con la metrópoli. Y proclama: “Yo no dejo el San Juan por el Henares/ ni un solar de mi Cuba por España, / ni por su pera nuestra dulce caña/ ni por montes de olivo mis palmares”.
6. Al mencionar los palmares, podemos repasar una especie de polémica paisajística entre la caña y las palmas. Anselmo Suárez y Romero, cronista, esto es, poeta en prosa, toma pugnaz partido contra la caña de azúcar, siendo él, incluso, propietario de un ingenio, quizás en contra de sus verdaderos intereses intelectuales. Como asegura Moreno Fraginals, Suárez y Romero, fue un inepto dueño del ingenio Surinam, en la jurisdicción de Güines. Fue, con más fortuna, un beligerante cantor de la palma. Recordemos la postal escrita en un álbum durante 1852, que resulta hoy como una expresión de cubanía en la prosa del XIX: “Hay una cosa en mi patria que nunca me canso de contemplar; no es la ceiba de hojas infinitas que se levanta en la llanura, ni la cañabrava que mece sus penachos con la brisa, ni los naranjos cargados de azahares, ni nuestro sol, ni nuestra luna, ni nuestro cielo tan azul y tan hermoso, ni el hirviente mar que ruje en nuestras playas; son los magníficos palmares que suspiran perennemente en sus llanos y sus colinas. No hay árbol más bello que la palma; pero cuando la casualidad ha reunido un grupo de miles de ellas en la cresta de una loma o en un valle pintoresco y apartado, no hay pincel capaz de pintarlas, no hay poeta que pueda cantarlas dignamente en su lira. (…) ¡Escuchando la música de sus pencas, un poco antes de expirar, la muerte no debe ser tan amarga!
Con la primera línea de este párrafo, el autor inaugura un estilo más próximo a ese creciente proceso de divorcio de España. Es la diferencia dentro de la herencia. Y, sin forzar excesivamente el papel de Suárez y Romero, nunca he dudado en afirmar que sus estampas, en particular las tituladas respectivamente Palmares y El guardiero, componen los primitivos orígenes de la crónica periodística cubana.
Escribió también una novela, Francisco, con perfiles abolicionistas, de un abolicionismo quizás sentimental. Y no nos extrañemos. La vida social y el papel de individuo inserto en ella no pueden someterse a comportamientos rígidos. Las paradojas –lo sabemos- son ingredientes de la historia. Pero en términos de identidad, en este escritor y pedagogo, también profesor del colegio El Salvador de Luz y Caballero, el paisaje y la gente de Cuba ganan un espectro más luminoso y por tanto es más auténtica la emotividad con que lo refleja y lo recrea. Uno nota en Suárez y Romero, pues, el paso de lo criollo a lo cubano, que vemos incluso en el empleo de la palabra “casualidad” cuando se refiere a los palmares. Las palmas se aglomeran como efecto de la casualidad, término más conversacional, más cubano, en contraste con “azar”, palabra más propia de la retórica española.
Pero oigamos a Suárez y Romero batir sus tambores contra la caña y su correlato industrial: el ingenio. Lo estimo como un resumen del criterio de entonces, época en que Villaverde exalta al guajiro y escribe la primera parte o la primera versión de Cecilia Valdés. Es decir, la literatura penetra en el interior de la sociedad y de la naturaleza, buscando entenderla, explicarla para adelantar el parto de la autoimagen de cada uno y a la vez de todos los que habitan el mismo espacio y hablan la misma lengua. Escribe Suárez y Romero sobre los ingenios: “Visto uno puede decirse que se han visto todos. No más que cañaverales inmensos de color verdegay (vivo y claro, LS) que forman horizontes, divididos en cuadros de diverso tamaño por estrechas guardarrayas, a cuyas orillas no ostentan, como en las de los cafetales, sus anchas copas ni el mamey, ni el mamoncillo, ni el aguacate, ni difunden tampoco su fragancia los azahares de los limones y naranjos”.
Poetas y prosistas tuvieron, pues, los sensores suficientemente aguzados como para reparar en el medio donde residían. Suele ser común que uno no vea los árboles cuando se halla inmerso en el bosque, o no valore la belleza que disfruta todos los días. Ahora bien, resulta una experiencia compensadora revisar las impresiones de los visitantes extranjeros sobre el paisaje de Cuba. Coincidían con los cubanos más sensibles y de sentidos más delicados. Siglos después, aún se les pulsa el pasmo de Colón: Heinrich Schliemann, el arqueólogo alemán que extrajo del polvo y de la leyenda la ciudad de Troya, confirmando así el carácter histórico de la poesía de Homero, visitó nuestro país cuatro veces en el XIX. En cierta página de su diario de viaje estampó esta observación: “En todas partes se ve una cantidad sin número de palmas-reales, que vistas de lejos parecen formar grandes bosques y selvas y que dan al paisaje un aspecto de hechizo y encanto.” Y precisa: “No hay monotonía en ningún lado...” Abiel Abbot, pastor norteamericano, que recorrió a Matanzas y parte de occidente hacia 1828, describía entusiasta que la naturaleza cubana es tan bella tal como si una mano artística lo hubiera hecho.
7. Entre los poetas y poemas registrados, muy pocos se refieren a la caña de azúcar con júbilo, o con ánimo de destacar su presencia sin que de alguna manera no quede una imagen, una palabra que recuerde el infierno verde del cañaveral. Para los propietarios de ingenios el concepto de prójimo era sustituido por el de utilidad. Y así el negro es solo “fuerza de trabajo” y “el campo deja de ser paisaje para ser medio de producción. En el cañaveral se aglutinaba la riqueza esta clase poderosa, dominante, cruel, insensible que –sigue recordándonos Moreno Fraginals- fue capaz de derivar hacia el anexionismo, porque consideraba que era “más conveniente sacrificar la nación al azúcar que el azúcar a la nación”. José Antonio Saco, a pesar de sus limitaciones reformistas, pudo decir de los hacendados que “no tenían más patria que su ingenio ni más compatricios que sus esclavos”. La literatura también coadyuvó a extender la conciencia antiesclavista en Cuba. El ejemplo mayúsculo, Cecilia Valdés o La loma del Angel, de Cirilo Villaverde, que el 28 de octubre de 2012, redondeó el bicentenario de su entrada en este nuestro país que el pretendió cambiar con su fundacional novela. Tal vez nadie sintetizó en letras la contradictoria, mezclada, soberbia y a la par injusta sociedad cubana signada por la esclavitud. Y de acuerdo con Villaverde, Cecilia Valdés recogió el testimonio que este, el autor, legó al futuro. En verdad, no componen poca cosa las letras de intención artística en la existencia de un país. Como hemos someramente recordado en esta conferencia, el arte y la literatura reciben la influencia del medio y de la existencia social, la codifican estéticamente y la socializan como expresión de la autoimagen colectiva.
8. Quizás tengamos que convenir en que los románticos en Cuba adelantaron la ruta hacia una expresión nacional. Los pintores románticos “descubrieron” el paisaje cubano, aunque, según mi opinión, posiblemente por limitaciones técnicas o por escasa interiorización de la mirada, no lograron apoderarse de la luz propia de nuestro archipiélago. A la vez, los poetas y prosistas enfatizaron en los términos más criollos, nacionalizando el verso; por ejemplo, José Jacinto Milanés. El poeta se regodea en el autóctono y sonoro “cauto jubo del manigual” en la fuga de la “cimarronzuela de rojos pies”. Pero es también el poeta que, consciente de habitar un país de esclavos, bendice la fuga, bendice las ansias de ser libre. El autor de La madrugada se empalma con el lejano Silvestre de Balboa, y este engarce –uno más entre tantos- sirve para demostrar que la gestación de la cultura no es un proceso de exactitud matemática, de dirección lineal, sino impreciso a veces, discontinúo por momentos, incluso redondo de modo que de un principio se vuelve a él para cerrarse o, como sucedió en nuestra cultura, para dejarlo abierto y partir en un giro de espiral.
Renunciando repetir lo sabido, parece que la identidad nacional es mucho más profunda en La Zafra, de Agustín Acosta, en el siglo XX. ¿Ya acaso ha cuajado la autoimagen del cubano, autoimagen en que también se percibe la ideología nacional, la conciencia de la injusticia? Faltaba aún el envión definitivo en nuestra personalidad nacional. Y este mismo poema, uno de los dos grandes poemas civiles cubanos -el segundo en el tiempo, a mi juicio, es Elegía a Jesús Menéndez, de Nicolás Guillén-, entraña un impulso para que la nación, durante los años decisivos de los 1920 y 1930, se empine. La Zafra no es, en esencia, un poema hermoso. El adjetivo sería baladí, minimizador. Merece elogios, sobre todo, sin soslayar sus aciertos poéticos, por haber sido un grito, la síntesis poetizada de los contravalores de la caña de azúcar. Nunca será válido, ni justo, excluir a Agustín Acosta de entre los poetas nacionales. Que no haya sido revolucionario en política, no impidió que fuera revolucionario en cubano, en poeta. Sus facultades creadoras, vertidas en versos dolientes, sonoros, cromáticos, como postales dibujadas con el incausto parecido a la sangre, acusan, señalan el mismo estorbo que, cien años antes de 1926, lastraba la concreción de la nacionalidad. En su conciencia y su obra se pulsa la ideología básica que particulariza a la identidad cubana: defensora de la justicia y apegada a la independencia. Y por ello, aunque en su poema-libro evoca tristemente el pasado de la colonia y la esclavitud, no evade el momento crítico de su presente: nombrar al nuevo culpable de la tragedia nacional: “Mientras lentamente los bueyes caminan, / las viejas carretas rechinan, rechinan…/Lentas van formando largas teorías/ por las guardarrayas y las serventías…/ Vadean arroyos, cruzan las montañas/ llevando el futuro de Cuba en las cañas…/ Van hacia el coloso de hierro cercano: / van hacia el ingenio norteamericano…”.
La Zafra es un hito de esa época crucial en que la nacionalidad, confusa, extraviada, se halla a sí misma en circunstancias limitadoras heredadas de la república intervenida y oficializada el 20 de mayo de 1902. La cultura nacional logró la síntesis evidente y beligerante frente al mimetismo neocolonial. Los poemas de Guillén brotan como consorcio de lo negro y lo blanco por encima de modas negristas, y más tarde, el poeta de Motivos de son conquista históricamente, en Elegía a Jesús Menéndez, la justicia definitiva para el esclavo, ascendiendo a “General de las cañas” a un dirigente sindical negro, ante cuya muerte, en décimas improvisadas en la radio, El Indio Naborí cantó: “Oíd ha caído un cedro/ talado por un gatillo/ ahora sí que Manzanillo/ midió el dolor de San Pedro”.
Presentes también en esos años de los 20 y los 30, la música de Amadeo Roldán y Alejandro García Caturla, con lo afro en lo sinfónico. Y además el apogeo del son en la voz de los Matamoros. Y la pintura de Gattorno, Abela Carlos Enríquez, que deslumbraban exaltando lo cubano sobre influencias extranjeras. Después, el esplendor de cubanía barroca en Lezama Lima, y también lo popular en los cuentos renovadores y hondamente cubanos de Onelio Jorge Cardoso, y la pervivencia y desarrollo de la música en el ritmo de Benny Moré, y la extensión de la danza clásica con acentos de cubanía en Alicia, Alberto y Fernando Alonso... O la nueva y vieja cubanísima trova de Silvio Rodríguez y Pablo Milanés.
Antes de esos ejemplares momentos, y he de recordarlo sin que se tome como una caricia a Matanzas, panacea de tanta cubanía en la cultura que nos expresa; he de recordar, pues, que si el Himno Nacional inflamó el aire de Bayamo en medio del fuego de la guerra independentista y abolicionista de Céspedes, y si los versos y la música de Perucho Figueredo escribieron el acta del nacimiento de nuestra patria, el parto de nuestra cultura, cultura de resistencia, vuelta para sí siendo ya en sí; después de todo ello, tras el Pacto del Zanjón entre cubanos y españoles, en 1878, un músico mulato matancero concibió simultáneamente el danzón, género bailable nacido de la contradanza europea, pero con células sobre las cuales se erguía la síntesis de lo cubano que en esos momentos sufría su primer revés político más que bélico. ¿Y acaso no hay mucho de la frustración patriótica de aquel momento en el empaque, la solemnidad melancólica del danzón que Miguel Faílde nos legó como baile y música nacionales?
9. Esta aproximación a los orígenes de los sentimientos que nos unen y se imponen cubanamente a las diferencias efímeras, ha de concluir parcialmente con una décima, la estrofa nacional, estrofa imbricada con la tierra nuestra, esa tierra nuestra que Carilda Oliver quiere toda sobre sí. Es de El Indio Naborí, cuando ya ciego siguió viendo en lo vivido: “Estoy viendo, como quien/ sueña en una noche triste, / paisaje que ya no existe/ con ojos que ya no ven. / Magia de supremo bien/ hay en el recuerdo mío, / cuyo visual poderío/ desde un mirador profundo, / está repoblando el mundo/ que se me quedó vacío”. En el poeta, la identidad, luz del espíritu, sustituye la luz física. Y ve, aunque no vea.
Cerremos con Lezama Lima. Este párrafo es aplicable a nuestro tiempo, cuando creemos que el pesimismo del deterioro nos sepulta. Por momentos olvidamos que somos y que aún nos estamos haciendo y rehaciendo. Esto dijo Lezama el 11 de septiembre de 1957, en días de angustia:
“Al fin, estamos en el caos consecuente de la desintegración, confusión e inferioridad de la vida cubana de los últimos treinta años. (Igualmente se puede decir: de todo el período republicano.) Por un lado, susto, sorpresa, perplejidad. Por el otro, desesperación. Falta de lazos históricos, de sentido arquitectónico en la nación, de metas a llenar por las generaciones.
“No se puede decir que el cubano carezca de energía, de resolución. La tiene. Tan sólo que su punto de inserción entre el individuo y lo histórico, es fofo, ligeramente hedonista, con ribetes ingenuos de conquistador impotente.
(…)
“Lo que nos falta es gravedad esencial, medianoche con Dios, orgullo que desprecia lo insignificante social. Gravedad, orgullo, Dios; nos parece que es bastante lo que nos falta. Nos falta un fragmento, ¨una cosa¨, pero en ese fragmento y en esa cosa están todas las cosas esenciales, verídicas, eternas”.
Hasta ahí, Lezama. Y este periodista, suplicándole la a veces teatral venia del poeta, se atreve a decir: todas esas cosas esenciales, verídicas, eternas que afirma el maestro de Paradiso, están en nosotros. En nosotros, hermanos, que, como ha recomendado Tagore, no debemos llorar el sol de noche, porque no veríamos las estrellas.
BIBLIOGRAFÍA BÁSICA
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