LA ERMITA DEL TIEMPO
Por Luis Sexto
El apellido del gobernador que mangoneaba en La Habana en 1555 se ofrecía rimable, dúctil, ajustable a la procacidad de una cuarteta satírica: Pérez de Angulo. Y si a ningún versificador se le ocurrió la estrofa que hubiera ajusticiado el prestigio del patrón colonial, fue por que todavía el choteo cubano no había insurgido aún como subproducto de la resistencia.
Tentaciones había entonces para la guasa a costa del mandón. Pérez de Angulo, como su grupa un mulo, se había volteado de… espaldas ante el pirata Jacques de Sores, fugándose a la zona aledaña –y ultramarina, decimos hoy ridículamente- de Guanabacoa, mientras el francés no dejaba tabla y yagua sin chamuscar en la incipiente capital de la Isla.
Desde ese momento en que sirvió del escondrijo a jefe tan previsor y cariñoso con su esqueleto, empezó a mencionarse a Guanabacoa en nuestra historia, de modo que a la llamada Villa de Pepe Antonio se le puede admirar por su antigüedad. Pero yo la admiro sobre todo por la autonomía de su entidad local. Tan próxima a la voraz y metropólica Habana y, sin embargo, tan típica, tan única, tan fiel a su origen y a sus cosas distintivas.
Esta semana viajé a la Villa. Y me le he acercado con la actitud de un vecino que reconoce los méritos del vecino colindante. Fui a rociarme los ojos con el asombro viajero del turista, del extraño en paraje propio, para que así la mirada fuese distinta, más escudriñadora, más al tanto de lo que vamos viendo. Con lo cual resulta que uno se transforma en un descubridor, tal vez en un Colón, un Humboldt.
Llevaba el propósito de conocer a conciencia clara la Ermita del Potosí. Tantas veces recorrí la carretera vieja –antaño prolongación de la Calzada de Luyanó, que partía de la intersección con la Calzada de Jesús del Monte, la contemporánea Esquina de Toyo- y nunca creí hallar relevancia en la iglesuca ubicada en el lado occidental del cementerio llamado viejo, aunque fue nuevo alguna vez. Previamente recuerdo una excursión superficial cuando estudiante, y una lectura en la que se citaba el epitafio de don Juan de Acosta, capitán de la maestranza del puerto de La Habana, allí enterrado, y que hace poco reproduje en estas crónicas como uno de los más originales textos de la epigrafía sepulcral de Cuba: Pasagero que oi me pisas,/ Párate a considerar/ Que has de venir a parar/ En ser como Yo, cenizas.
La Ermita recibió en 1997 la placa de monumento nacional, y en el mes de junio próximo pasado concluyó una restauración que exalta su modesta fisonomía arquitectónica a la altura de su dignidad museable. Diminuta, tímida, apenas sobresale en la cima del cerro del Potosí. ¿Qué ha pasado dentro de sus paredes de sillería para el empeño conservacionista o la consagración monumentaria como patrimonio del país? Pasar, quizás nada. Su mérito consiste en haber visto pasar…
Edificada 360 años atrás en terrenos del mayorazgo de Antón Recio, ha perdurado desde 1644, transitando de la madera a la piedra, del estilo sin estilo al estilo mudéjar, de la ruina a la resurrección. Víctima por momentos de la desidia. O de los palmetazos del viento: los ciclones de 1692, 1724 y 1846 la abatieron. Y otras tantas veces fue alzada, rehecha, o recompuesta en su deterioro, como un vigía de la historia, como un túmulo de las esencias de perdurabilidad e identidad de Guanabacoa.
Temprano en la mañana la visito. Me paro ante la losa de mármol son pulir donde don Juan de Acosta nos dicta –no sin cierta intención irónica- su alerta sobre la caducidad humana. Desde la puerta principal, trazada hacia el poniente, se siluetean los principales edificios de la capital, como a través de una ventana ante cuyo alféizar nace el verdor del campo. Al sur, la techumbre de San Miguel del Padrón y La Víbora. Al norte, empieza a trepar Guanabacoa. Y aquí, en el cerro del Potosí, cerca del cementerio que ordenó construir el Obispo Espada, el silencio. Inusitado. Casi inadmisible silencio. Como si fuera la voz del tiempo que a pesar de haberse ido, sigue pendiente de un reloj sin agujas.
1 comentario
Fabian Pacheco Casanova -