DEBATE SIN EL BATE
Luis Sexto
Publicado en Juventud Rebelde
Por este o por aquel lado de Cuba se debate sobre el debate. Y la recurrencia de litigios, sobre todo electrónicos, avisa de que tanto como con el trabajo honrado, la justicia social, o la educación rigurosa, la salud política de una sociedad se conserva y se depura también con la discusión.
El debate merece dos calificativos para definir sus ventajas: útil e imprescindible. No todos, sin embargo, estamos convencidos de la urgencia de discutir. Quizás medio siglo levantando la mano y exaltando la unanimidad, también considerada necesaria en circunstancias de resistencia, disminuyó nuestro interés por enjuiciar democráticamente aspectos trascendentes del discurrir ciudadano. Pero ese argumento sólo podría integrar parte de una explicación sobre nuestras insuficiencias para confrontar ideas. Como trataré de demostrar, influye otro factor.
Veamos. En torno a un terreno de béisbol abundan las “esquinas calientes”. Tanto empuje y razón contienen muchas de las infinitas opiniones y sugerencias de los aficionados, que a veces conducen a rectificar decisiones contraproducentes en la organización beisbolera. Pero admitamos que también en esta discusión deportiva, el manoteo y la algarabía indican incapacidad para litigar razonablemente, con ingenio y argumentos. Carecemos de flema y humor para devolver limpiamente una estocada.
De esos rasgos y recursos enumerados con visión humanista y no sociológica, lo peor es el insulto. Clasifica como una de las pruebas primordiales de que muchos cubanos carecemos del talento para debatir. El insulto suele teledirigirse como nuestro mejor argumento. Porque cuando las ideas o las palabras no nos alcanzan, invalidamos al oponente poniendo ante el ventilador un cartucho de desechos. Y así preferimos vencer por “nocaut”, aunque con un golpe bajo.
Probablemente, el insulto y la descalificación vengan siendo, pues, como aristas del choteo que Jorge Mañach clarificó hacia los 1920. El choteo, de aparición intermitente, equivale a reír ante lo que no entendemos, y también a descoyuntarnos en protestas ante lo que no aceptamos ni queremos razonar, para emparejarnos insolentemente con quien se nos va arriba en razón o en elocuencia.
Más de una vez he repetido que don Fernando Ortiz, a principios del siglo XX, se refirió a nuestra alergia crítica en un libro titulado Entre cubanos. Esta tipología alérgica se desencadena por causas tan baladíes como que un comentarista, en función de su papel, nos señale un error en lo dicho, lo hecho o lo escrito. Y no solo sofoca o enrojece la piel. A veces esta alergia causa sordera. Y por tanto nos negamos, entre movimientos de cabezas o manotazos al aire, a escuchar la posición del otro. Casi cada uno de nosotros suele creerse partero y portero de la verdad.
Lo mismo pasa con la libertad de expresión. Si es mi libertad, bien, compañeros. Ah, pero si es la ajena, su queja o la tuya oprimen mi derecho a obrar aunque ofenda a mis semejantes. Ignoramos, con la más impune de las sinrazones, que una opinión, una generalización, incluso una obra literaria o teatral, la letra de una canción, indecorosamente expuestas o compuestas pueden lastimar la sensibilidad de otros. ¿Tendremos acaso que ubicar carteles en todo el territorio del archipiélago para deletrear, como en una cartilla ética, que la libertad y el derecho de una persona terminan donde comienza la libertad y el derecho de los demás?
No obstante esas limitaciones, urgimos del debate. Y estamos forzados a respetar el derecho ajeno y a oír también lo que nos disgusta, en una discusión honrada, patriótica sobre lo que aqueja o sobre lo que hemos de hacer por la nación. No la considero tan endeble como para estremecerse cuando dos criterios se confrontan. Por el contrario, el país gana amplitud, certeza democrática y se aproxima a la unidad diversa. La vocación política del debate establece oír y respetar las distintas voces.
Y por su naturaleza social, el debate exige además una forma que preserve la dignidad de cuantos juzgan el acontecer de manera distinta. O dudan. O no comprenden. Por ejemplo, en cuarenta años de ejercicio periodístico, lectores o radioyentes me han bombardeado por una o dos de mis opiniones. Y antes como ahora, casi todos mis contradictores, en sus cartas o artículos, han resuelto la querella llamándome crítico trasnochado. Imaginen: trasnochado yo, que duermo siete horas diarias. Religiosamente.
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