UN SAN DIEGO APELLIDADO NÚÑEZ
El pueblo donde nació el autor de "Cecilia Valdés"
Junto con Cirilo Villaverde he llegado a San Diego de Núñez el 20 de marzo de 1839. Esa mañana subimos al tren en la estación de Garcini, próxima al punto donde en La Habana se cortan hoy las calles de Oquendo y Estrella. Por primera vez viajamos en el medio de transporte que dos años antes había concluido su primer tramo de vía hasta Bejucal, en ruta hacia Güines. Atravesamos la campiña a unos 18 kilómetros por hora.
El tren paró en la Aguada del Cura, y luego nuevamente en El Rincón. Y casi sin percatarnos de la rapidez, bajamos. Seguimos a caballo hacia San Antonio de los Baños. Más tarde pasamos por Ceiba del Agua, y por Guanajay; rozamos el poblado de Quiebra Hacha, antiguo bosque de ese árbol homónimo y duro, desenraizado para solidificar ingenios azucareros. Vimos las alturas del Rubí; nos adentramos en las lomas de la Sierra del Rosario. Y llegamos a San Blas, cerca de donde poseía una finca Francisco Estévez, el rancheador, cuya fama de hábil y terrible cazador de cimarrones rebotaba en las paredes de la sierra y corría por el llano. Seguimos el curso encaracolado del río, que brotaba del tronco de un jagüey y mojaba a San Diego de Núñez.
Una hora más tarde entramos en el pueblo.
Esta es mi primera impresión: el lomerío le ha prohibido el espacio a San Diego de Núñez para desbordarse y diversificarse en su configuración alargada y escueta. Tuvo, sin embargo, cierto auge. Su única calle, en una época de tráfico, compuso un tramo del camino real que conducía del norte de Vueltabajo a La Habana. Y por ello, cuando en 1805 los vecinos de San José de Granadillar, asentamiento costero, empezaron a mudar sus enseres y techos para procurar la seguridad de las lomas ante el corsario o el pirata, fueron edificando junto con las casas, a partir de la iglesia, tres o cuatro tiendas para servir a los viajeros. Entonces esa zona, cerca de Bahía Honda, hervía de trapiches y de azúcares en un entusiasmo que provenía del este hacia el oeste.
Del pasado permanece aquí el paisaje que, visto desde la colina donde se aplana el pueblo, reluce con sus hondonadas y alturas como la certificación histórica de que los hombres pasan, se suceden, y la visión natural persiste inmóvil e imponente. Y permanecen también dos panteones, cuatro paredes ruinosas y algunos pedazos de mármol del primitivo cementerio. Ya no es un camposanto. Tan sólo maleza. Yermo que se afinca sobre una huesa ya innombrada e innombrable. Arrinconados, como monumentos colindantes de patios vivos de humanidad y cloqueos, los dos panteones, en forma de nichos o de gavetas, aptos para un par de ataúdes, uno arriba y otro abajo, se alumbran el día de difuntos con las velas que los convecinos les encienden en último culto a sus anónimos antecesores. Más acá, una lápida de piedra, recostada a un árbol, anuncia que identificó la tumba de don Agustín Peyret, fallecido el 2 de junio de 1850. Entre esos vestigios luctuosos, ante la crónica sobria de la muerte, uno comprende, por la presencia del mármol y la solidez de las tumbas sobrevivientes, que ciertamente el pueblo respiró días de prosperidad.
El pueblo y el templo se arruinaron entre las candelas de la guerra. Dice el rumor que lo destruyó el Ejército Libertador. Sin embargo, el oficial de Voluntarios que lo defendía el 10 de enero de 1896, al paso de la Columna Invasora, se rindió sin cargar los fusiles, a pesar de la posición estratégica del poblado, jinete en una colina. El jefe era un catalán que se creyó muy afortunado al rendirse a otro catalán, José Miró Argenter, jefe del Estado Mayor de Antonio Maceo. Al parecer, guerrilleros o bandoleros lo quemaron más tarde.
San Diego de Núñez languideció, adscrito como barrio a Bahía Honda, y luego a Cabañas, y otra vez a Bahía Honda. No aparece, ni como excreta de mosca, en el mapa de la geografía política. Se extravió en la modorra del campo. Y en la toponimia sin importancia. Olvidamos, incluso, que San Diego de Núñez es una de las capitales, uno de los poblados matrices de la literatura cubana. Su nombre, sus paisajes, la rispidez de sus tierras, perviven en las obras fundadoras del escritor que, amando a su mínimo y opaco lar, aprendió a querer a Cuba. “Nuestro coterráneo Villaverde”, afirman allí donde, a cambio de la desmemoria que olvida al pueblo, preservan el recuerdo precario y el busto pobre del autor de Cecilia Valdés.
El propio Cirilo Villaverde confesó en su Excursión a Vueltabajo que la gloria de San Diego de Núñez radicaba en haber encantado la infancia inocente y juguetona del escritor. Quizás Villaverde escribió el relato de su excursión para perpetuar los valores humanos y paisajísticos del pueblo donde residió su niñez. El mejor novelista cubano del siglo XIX no nació en el mismo San Diego de Núñez, sino en su jurisdicción. En época de esplendor fue partido de tercera clase, y lo componían las haciendas de San José de Granadillar, La Seiba, San Blas y Santiago.
Ingenio fundado a fines del siglo XVIII a la vez que el Nazareno, El Recompensa, el San Juan de Dios, en el Santiago vino al mundo el novelista el 28 de octubre de 1812. De aquella fábrica azucarera, surgida en la explosión de caña y dulce que entonces encandiló a los cubanos, perdura el nombre: Santiago, batey al borde de la carretera entre Cabañas y Bahía Honda, donde aún se conserva una casa renqueante de ladrillos acostados y techumbre cubierta con tejas francesas, edificada mucho más de un siglo atrás, y en cuyo patio se oxida un antiquísimo tacho metálico, caldero enorme donde se cocinaba el guarapo.
El padre, don Lucas Villaverde, era médico del ingenio. Los primeros años el niño los vivió frente a la Sierra del Rosario. Oímos al historiador Máximo Vieyto. Desde la parte trasera de la casa, espacio que hoy ocupa otra vivienda, el párvulo pudo arrobarse, embobarse, ante un valle abrupto, alfombra que de pliegue en pliegue se empalmaba con la base de la sierra, azulenca, neblinosa, en un fondo un tanto lejano, pero asible por los ojos. Ante esa visión, la sensibilidad del escritor no tuvo tal vez otra opción que poetizar, en su prosa minuciosa y leal, aquellos parajes en los que germinó su cubanía.
Villaverde pasó en 1819 con su familia a la cabecera del partido. Aún San Diego de Núñez era un caserío escuálido como perro sin casa, estimulado en su aburrimiento por el paso de algún viajero sobre una bestia de monta, o a pie con un gallo de lidia acunado en un sombrero de guano. En torno: café, cañas, ganado. Más de 400 caballerías de tierra lo rodeaban pregonando riquezas que uno de los propietarios, Núñez, al ceder un área para el poblado, posibilitó que se acrecieran. Núñez, dicen, también se llamaba Diego. Y de esa coincidencia proviene el nombre del pueblo. Y del santo patrón de la iglesia, San Diego de Alcalá, cuya cabeza de madera sobrevive magullada en el museo de Bahía Honda.
La oscuridad nocturna en medio de la serranía inspiraba al niño nostalgias de cualquier parte, miedos de cualquier cosa. Opresión de la noche que se vuelve más desolada en la soledad. El pueblo comenzó a despegar en 1832. En 1846 el censo indicaba 260 habitantes. En 1863, 701. Pero Cirilo, el niño, ya lo había abandonado. Cinco años después de haberse trasladado desde el Santiago a la casa cómoda que el padre construyó en el pueblo entonces tan prometedor, el muchacho, con 11 años, partió hacia La Habana a estudiar. En la iglesia había aprendido a leer y escribir. Mas, faltando el cura, el doctor Villaverde envió hacia la capital a aquel hijo, uno entre nueve, en quien tal vez el padre previó cualidades que el tiempo confirmó. Más tarde, don Lucas será uno de los supervisores de la cuadrilla de Estévez el rancheador. Cirilo, su hijo, escritor antiesclavista…
La luz benigna del atardecer se va astillando por el occidente. Y desde mi alma sola, la melancolía observa el paisaje amodorrado, silente, incoloro de un día que se pareció a otros días iguales más de 150 años antes. La gloria elige cualquier lecho como cuna...
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Normandio ciano -
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