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PATRIA Y HUMANIDAD

AY, LAS PALMAS...

AY, LAS PALMAS...

Luis Sexto - @Sexto_Luis

Paisaje de  Omar Díaz Guadarrama.

   Todavía hay palmas… Esta última semana viajé por carretera hasta Camagüey, y a pesar de que el ómnibus va adoptando en sus asientos la crueldad de un potro de tormento, la carretera facilita redescubrir la periferia del paisaje. Sobre todo si uno ha llevado para releer una antología de la poesía colonial y los diecinueve autores escogidos invocan, evocan o describen las líneas y los colores de la naturaleza cubana, con el fervor con que  se mira lo único y lo vital.

   Al levantar la vista, el viajero redescubre que el paisaje aún existe, aunque la poesía actual ya no lo nombre explícitamente como aquellos versos de los siglos XVIII y XIX, en que las visiones naturales simbolizaban el embrionario sentimiento de la cubanía. Y existen, en particular, las palmas. Las palmas, el detalle más frecuente y sintetizador de la poética criolla y luego cubana. Árboles recurrentes que en la llanura o las laderas semejan sílfides guajiras con sus melenas echadas al viento en un vapuleo de aquelarre, de sainete mágico,  bajo el cielo purísimo que la nostalgia  de José María Heredia vislumbró desde el Niágara.  Palma,  “vegetal arquitectura”, según Ángel Gaztelu, y que en voz de Gastón Baquero “detiene humildemente el cielo”, y a cuyo lado  la vida del hombre discurre mansamente, de acuerdo con el decir de Alfonso Hernández Catá.

   Más de 80 especies de palmas endémicas proliferan en los campos de Cuba, pero ninguna destaca por su abundancia y esplendor como la palma real, la Roystonea regia de los botánicos. Regia, porque, altiva, a la manera de un monarca, solo el rayo puede alcanzarla cuando su tronco de palillo de dientes se dispara hacia arriba hasta 20 ó 30 metros. Y si el hombre llega a tocarle las hojas -tan largas como las aspas de los molinos del Quijote- para empenachar un bohío, o para cortar el palmiche o desenrollar la yagua, es a costa del riesgo de quien se transforma en un jinete del aire, retador e inerme.

   No me empecino en componer con tanto dato elemental una versión comprimida de Cuba en la mano, el manoseado diccionario. Ha sido solo un desliz vegetalmente erudito. He hablado de poesía. Y sin embargo, lo más sensitivo, lo más entrañable escrito sobre la palma real, no lo concibió un poeta. Al menos, no un poeta en verso, pues los prosistas –tal vez los cronistas- lo son también en sus páginas de líneas llenas, cuando captan las esencias puras de un eco que retumba en el alma.

   Anselmo Suárez y Romero –pedagogo y novelista del XIX- no ha sido superado. En algún libro de lectura escolar en mi niñez, leí su estampa sobre los palmares. Quizás si hubiera que cifrarle un precursor a la crónica periodística cubana, lo sea Suárez y Romero con este y otros cuadros líricos sobre los valores naturales de Cuba. La primera frase es de por sí antológica en su capacidad de provocación. ”Hay un cosa en mi patria, que nunca me canso de contemplar.” Y antes de revelar el nombre, niega que sean presencias establecidas como la ceiba, la cañabrava, los naranjos, “nuestro sol, nuestra luna, nuestro cielo”. Y ese nuestro, dígolo entre paréntesis, ya entraña una singularidad, un matiz distintivo de patriotismo. “Son los magníficos palmares –precisa- que suspiran perennemente en sus llanos y en sus colinas. No hay árbol más bello que la palma; pero cuando la casualidad ha reunido un grupo de miles de ellas en la cresta de una loma o en un valle pintoresco y apartado, no hay pincel capaz de pintarlas, no hay poeta que pueda cantarlas dignamente en su lira”. 

   Nací en campos donde las palmas parecen una sucesión infinita de alfileres. Ninguna otra comarca supera a la de Remedios y sus zonas limítrofes en la vastedad de sus palmares. José Miguel Gómez, gobernador de Las Villas a principios del siglo XX, pretendió comprar las tierras del ingenio Dolores, pagando a peso cada palma. Cuando la pareja de soldados, encuestadores de aquel censo insólito, contó un millón, el caudillo del partido liberal abandonó el negocio. Pero si José Miguel se percató de palmares tan masivos solo cuando les puso precio, yo lo supe, y aprendí a confirmarlo con mis ojos azorados de guajiro, cuando leí a Suárez y Romero en una escuelita rural de la jurisdicción remediana. A veces la indiferencia se traga el paisaje y a su reina la palma: no los vemos hasta cuando un poeta, o un cronista, los rescata del subsuelo culpable. Y nos dice: “¡Escuchando la música de sus pencas, un poco antes de expirar, la muerte no debe ser tan amarga!”

 

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