EL OLVIDO NO ES UN BUEN COMPAÑERO
Por Luis Sexto
No volveré a matar a mi padre...
Ese es el título de una novela del argentino Pablo Lerman que invita, con los espasmos de una aparente truculencia, a leer el mediano volumen. Luego de diez páginas, preferí quedarme sin saber porqué el autor, o alguno de sus personajes, prometió no matar otra vez a su padre. La figura paterna me es demasiado honda, tierna, amable para soportar que la dañen, así sea en un libro de ficción.
En estos días, sin embargo, leí un texto que me sirvió de antídoto contra los temblores generados por aquel otro libro. Fue como un enjuague del alma, un lavado cardiaco, en una edición digitalizada, familiar, cosida con los correos electrónicos -igual hubiera sido con mensajes postales- cruzados entre un padre y su hija durante la misión médica que ella cumplió en África. Los fines esquivan las vanidades literarias, las presunciones profesionales, los méritos políticos. Y se concentran en conservar esas páginas en la intimidad doméstica para que la nietecita, que viajó a África siendo una bebé, conozca de joven o adulta ese capítulo familiar mediante las computadoras aun calientes por la corriente de amor y añoranza. Entre las recomendaciones del padre, una, como un programa de vida, apunté en mis notas: “El olvido no es un buen compañero de viaje.”
Con una sonrisa elemental, el padre me prohibió decir su nombre. Puedo decir, no obstante, que después de haber leído ese diálogo entre su hija y él, mi afecto, afincado en la bondad, la franqueza y la eticidad de mi amigo, ha pasado a una nueva etapa: la devoción. Porque, a mi parecer, el círculo de calidad espiritual de un varón se fija en su modo de asumir la paternidad. No existe ninguna otra condición que defina, identifique, recomiende tanto como el ejercicio paterno. Es la militancia primordial. Cualquier juicio se confirma o se desvanece ante el proceder y la ternura del padre. No creo que nadie completamente bueno se desentienda de sus hijos, ni nadie malo por los cuatro vientos haga un reloj de sus imperativos filiales. En circunstancias opuestas, habría que reanalizar la virtud de uno y la maldad del otro.
Admito que alguna vez alguien haya deseado matar a su padre. Como en esa novela que no acabé de leer. Por alguna razón el parricidio es una figura en todos los códigos penales. La literatura y el teatro en occidente lo han iluminado como foco de tragedia, a partir de Edipo. Y uno comprende el ánimo zaherido de quien odia a su padre. Porque qué soledad la del niño que crece ansiando jinetear las rodillas de papá como jaca confiable en el más fantasioso galope. Esa ausencia o esa indiferencia se incrustan en la memoria como carencias vitamínicas. O la más irredimible nostalgia.
Hace años supe de una historia. El hombre no había conocido personalmente a su progenitor, de modo que nunca pudo, con el dedo en la boca y los ojos en el camino, evocar la experiencia de sentirlo frotándole el pelo lacio y negro al regresar del trabajo. Muchos más tarde, en el buzón de los rumores halló el nombre de quien lo había construido en una noche olvidada entre la espuma de otras mujeres. No quiso matarlo. Ya no era un niño. Tenía el pelo largo y la barba aglomerada. Vestía un uniforme verdeolivo descolorido, y al hombro un fusil Garand le alargaba la estatura.
Acababa de bajar de la Sierra Maestra. El soldado rebelde, plantó luego una bandera en el latifundio extranjero. Ocupó las oficinas y los libros contables, investido con la autoridad de la nación. Registrando en los archivos supo que su padre había sido uno de los que prepararon y firmaron papeles para que los americanos se apoderaran, con anuencias que les legitimaban el saqueo, de las mejores tierras de la región.
Sentado en el portal del bungalow donde los americanos habían bebido y fumado su arrogancia, comprendió que ejecutaba un acto de doble justicia.
-También he lavado –dijo a sus colaboradores- el honor de mi sangre.
Y entonces volvió a soñar con el padre que nunca conoció.
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Fabian Pacheco Casanova -
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