ANTES DE LA HORA CERO
Por Luis Sexto
Fidel y el doctor Mario Muñoz se abrazan. Están en la plaza de Marte y la madrugada ya sobrepasa las tres en aquel domingo 26 de julio. El médico acaba de llegar a la ciudad luego de que Abel Santamaría lo aguardó en Melgarejo, entronque de las carreteras Central y la de El Cobre. Ese era el sitio convenido para esperarlo y desde allí guiarlo a la cercana Santiago de Cuba. El doctor Muñoz le pregunta a Fidel si ese día es la hora cero. "Sí, es la hora cero". "Pues qué día has escogido, muchacho; hoy es mi cumpleaños."
Pedro Trigo recuerda la escena nítidamente. Se le nota la exactitud, porque la emoción le ahueca la voz. Y lo que la emoción guarda, apenas el tiempo lo decolora. El jefe del grupo de Calabazar llegó a la distintiva plaza santiaguera sobre la una y media. Venía de la Granja Siboney acompañando a Fidel y a Abel, quien, de ahí, partió a encontrarse con el doctor Muñoz. Y Fidel le pidió a Trigo: "Espérame aquí. Voy a buscar a Conte Agüero..." Aquellos minutos, a lo sumo 30, significaron para Trigo el tránsito de un siglo. La noche, la soledad, la proximidad del combate: para qué no es hábil la imaginación en esas circunstancias. Fidel regresó con cierto disgusto. Conte se había ido hacia La Habana. Pero Fidel había previsto medidas para suplir el papel que le hubiera asignado al conocido periodista radial, afiliado al Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo), y que entonces presentaban como "la voz más alta de Oriente". El poeta Raúl Gómez García y la grabación del último discurso de Eduardo Chibás, entre otros recursos, serán suficientes para arengar al pueblo de Santiago. Allí mismo, Fidel encomienda a Trigo que, después de la toma del cuartel, ocupe y defienda con su grupo el edificio de la Cadena Oriental de Radio.
Entretanto, en la plaza de Marte se detiene el automóvil conducido por Gildo Fleitas, que se había retrasado en su recorrido desde la capital. Con él viene, junto a otros, Reinaldo Benítez. Sobre las tres y treinta parten hacia la granjita Siboney. Trigo en el vehículo de Abel. Fidel, en el suyo, lleva al doctor Muñoz, porque quiere explicarle cuál será la misión del médico. En el trayecto, de unos trece kilómetros, Trigo le pregunta a Abel: "¿Todo está coordinado?" Todo es la simultaneidad de las dos acciones: el asalto al cuartel Guillermón Moncada y el ataque al cuartel de Bayamo. Claro, todo está coordinado. "Pero piensa lo peor, Pedrito. Piensa que moriremos, pero, aunque muramos, triunfamos, porque habremos salvado al Apóstol en su centenario."
Trigo no ha olvidado aquella respuesta. La respuesta de un joven generoso que convertía el ideario de José Martí en gesto, entrega, donación personal. Con los años aparecerán razones para comprender por qué el asalto a los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes, a pesar de terminar en un aparente revés, fue en verdad una victoria. Ciertos triunfos se consiguen solo en lo estratégico, y su alcance por tanto es más lento, demorado. Pero en aquel momento todos cuantos decidieron participar, si no lo vieron con la claridad de Fidel y Abel, jefe y segundo jefe del movimiento, intuían que obraban del único modo digno de Martí en aquella situación donde Cuba naufragaba: pelear o morir. O pelear y morir. La acción siempre deja una estela, un rumbo, una luz...
Ahora, con los últimos en llegar, en la granjita Siboney suman 129. En Bayamo deben de estar listos 27 compañeros. Las cifras, sin embargo, no son aún definitivas. Al borde de la hora prevista, algunos desisten. Tienen libertad para quedarse en las filas o salirse de ellas, según la opción ofrecida por Fidel al comunicar a la mayoría, que lo ignoraba, cuál es el propósito de aquel viaje inusual a Oriente. No se trata de una práctica. Ha sonado la hora del combate. Es la verdad.
Diez se apartan.
En Bayamo, uno solicita permiso para regresar a La Habana; no ha practicado tiro, alega. Lo obtiene. Otros dos desertan, simplemente, y con lo cual desencadenarán acontecimientos que influirán en el resultado del ataque. Uno de ellos, el único bayamés incluido en la operación debía conducir a los asaltantes hasta la puerta del Carlos Manuel de Céspedes donde solo pernoctaban 13 soldados.
En Santiago, el automóvil de uno de los dos grupos que retorna a la capital ocupa un espacio que le estaba vedado en la columna formada al salir de la granjita, y confunde al chofer del vehículo donde viajaban Pedro Trigo y los comprometidos de Calabazar. Se desvían. Y oyen con desilusión y ansiedad los disparos en el Moncada. Giran. Pero es tarde.
La Revolución es una fuerza demasiado vertiginosa, sorprendente, a veces impredecible. Y los episodios del 26 de julio de 1953 presentan imágenes contradictorias y conmovedoras en una inesperada inversión de destinos. Porque varios dispuestos a pelear no pelearon a causa del azar, de un hecho fortuito que los alejó del fuego. Otro, decidido, más inhabilitado por su enfermedad y autorizado a marcharse, al asistir al hospital en busca de alivio topa allí con Abel y su gente. Y dispara también contra el cuartel. Ese es Julio Trigo. Y algunos, negados a combatir, emprenden la vuelta a La Habana. Y hallan en el regreso la muerte: el martirio. O la prisión.
La acción no estaba concebida para morir. Uno es el sentimiento de ofrenda, sacrificio, valentía para servir una causa patriótica. Y otro muy distinto es un sentimiento de inmolación fanática. El asalto a los cuarteles de Santiago y Bayamo poseía posibilidades de transformarse también en un triunfo táctico y provocar el plan de levantamiento popular previsto o facilitar el paso a las montañas para comenzar una guerra irregular. El hecho de haber llegado más de cien combatientes a los muros de ambas fortalezas sin que los servicios de inteligencia del régimen de Batista se percataran o se enteraran del más mínimo indicio, confirma la certeza de que el ataque había sido dispuesto para triunfar, y que conspiradores muy serios y seguros de sus actos habían preparado el plan. La muerte se preveía como un riesgo. Y en qué confrontación bélica no se mezclan las tarjetas de la vida y de la muerte.
La casi totalidad de los citados a Oriente aceptaron la misión cuando supieron en qué consistía. Aunque la mayoría desconociera los fines de tan largo viaje, la generalidad sabía que algún momento se convertiría en hora cero. Es más: la esperaban y la deseaban. Porque la acción era necesaria, cerradas ya otras modalidades de lucha política, y porque en los más profundos de su conciencia querrían comprobar que aquellos meses pasados afinando la puntería o perfilando principios de táctica o reflexionando sobre conceptos ideológicos, no resultarían promesa incumplida de estar alguna vez en combate. El fraude era usual en grupos organizados entonces por politiqueros que devenían expertos del rejuego.
El día elegido, pues, era el exacto. El justo. El bajo número de desertores o de arrepentidos ante la inminencia del combate es pequeño, expresión de una favorable disposición subjetiva en la mayoría. Solo 13 de los movilizados renunciaron a combatir en el mismo escenario donde afrontarían las acciones: diez en la granjita Siboney; tres en Bayamo. Durante el trayecto desde La Habana, cuatro habían abandonado el viaje. Uno, aquejado de una crisis emocional regresó al pasar por la ciudad de Matanzas; iba en automóvil. Dos se bajaron de su auto y tomaron un ómnibus en sentido inverso en Catalina de Güiñes. El último descendió en la estación de ferrocarril de Unión de Reyes; ese día, quizás por una interrupción en la línea central, el tren se desvió un tramo por el sur. En total, 17 hombres desistieron.
¿Y cuántos, en suma, eran los comprometidos? ¿Cuántos salieron de la capital hacia la tierra donde aparecía el sol a cada amanecer?
Lo material, lo logístico: el dinero. Este impuso sus números. Y si fueron los que fueron se debió a que no hubo más armas. Lo confesó Oscar Alcalde Valls, en 1979. Era el tesorero del movimiento. Conocía la silente y angustiosa odisea de acopiar dinero. "Y no era solo para comprar armas: eran también las municiones, y los uniformes, y los vehículos, y el alojamiento, y, en fin, los gastos de las prácticas. Todo cada vez sumaba más dinero..."
Cada hombre constituía una cadena de gastos.
Según Fidel, que lo reveló en su alegato durante el juicio por los sucesos del 26 de Julio, a Oriente viajaron 165 personas. Y esa cifra coincide con datos de investigaciones posteriores -en particular las de José Leyva Mestres-, que apuntan una cifra: 171 miembros de 25 células y grupos. Es el número inicial para la movilización. A partir del llamado, cinco no son citados. No por capricho. La dirección considera la edad, el estado físico, el ser único sostén familiar o el ser una persona relevante cuya ausencia en su localidad pudiera suscitar sospechas. Uno, de los cinco, no se hallaba en su pueblo al momento del aviso. Quedan, así, 166 disponibles. Pero uno –una mujer– permanecerá en La Habana para entregar a la prensa y a personajes de la política, el Manifiesto del Moncada a la Nación. Disminuye el conjunto a 165. Y de esa cantidad se descuentan aún dos más: uno que se ha enfermado y el otro herido accidentalmente en una mano con un disparo. Un tercero no se moviliza alegando razones personales. El número disminuye a 162. Y en eso, la partida.
Desde la tarde del viernes 24 de julio, 128 compañeros emprenden el viaje hacia Santiago de Cuba. Van en 14 automóviles, y también en ómnibus y ferrocarril, con pasajes y combustible que el movimiento abona o adquiere mediante crédito. Son compañeros que proceden de Artemisa y Guanajay, entonces en la provincia de Pinar del Río. Y de los términos municipales de Madruga y Nueva Paz, y de Calabazar, poblado inscrito en el municipio de Santiago de las Vegas. El resto pertenece a grupos de la ciudad de La Habana.
Desde Colón, en Matanzas, se mueve otro automóvil con el doctor Mario Muñoz y Julio Reyes Cairo. En total, para Santiago marchan 130 compañeros. Allí se unirán a cinco más: Abel, Renato Guitart, Haydée Santamaría, Melba Hernández y Elpidio Sosa. Hace varios días que esta avanzadilla radica en la capital de Oriente afanada en el traslado de las armas y el ajuste del hospedaje para los que pronto empezarán a llegar.
Para Bayamo parten tres automóviles y en el tren viajan también dos compañeros. El total, 24. En la cuna de Céspedes se juntarán con tres compañeros que allí los aguardan. Son, así, 27, que sumados a 135 que se congregarían en Santiago completarían la cantidad de 162.
Fidel entró en Santiago hacia la medianoche del 25 de julio. Se había detenido en Bayamo para impartir las últimas instrucciones. Viajaba en un Buick de 1950, de color verde en dos tonos. Su matricula exhibía estos números: 169-361. Es un detalle, simple coincidencia: sumados arrojan una cifra: 26.
Desde la plaza de Marte, donde se encontraron, los que faltaban por llegar y los que los aguardaban se dirigieron hacia la granjita Siboney. Fidel, Muñoz, Abel, Pedro Trigo. Gildo Fleitas y sus acompañantes. Todos, congregados, debían ser 135. Cuatro, como se dijo, desistieron durante el trayecto. Serían, pues, 131. Pero Julio Trigo, al sufrir una hemoptisis en el albergue de Celda 8, es conminado a regresar a la capital. Abel lo autoriza. La cantidad baja a 130. Otro, del mismo albergue de Celda 8, salió a visitar a su familia pensando en que le comunicarían la salida. No fue a la granjita. No le pudieron avisar.
De los 129 que restan, 10 se desgajaron a última hora, de modo que hacia el cuartel marchan 119 combatientes. El auto de los compañeros de Calabazar confunde la ruta y se desvía. Nueve combatientes no alcanzarán su destino. A su vez, el auto de Boris Luis sufre el reventón de una rueda. Intentan reponerla. No pueden. Al pasar, Oscar Alcalde reconoce a Boris. Para. Suben Boris y algunos de sus hombres, y otros bajan. Quedan en el camino seis combatientes más. El resto, 105, toca su destino. Veintitrés –contando a Julio Trigo, enfermo– ocupan el hospital; seis, el palacio de justicia. Y 75 van a la sede de la fortaleza militar más importante del interior de la República.
De los de Bayamo tres desertaron. Entre ellos el que se había comprometido a pasar a dos compañeros al interior del cuartel, con el pretexto de que eran soldados que necesitaban hospedarse por esa noche. Otro de los desertores, al ausentarse, provocó la inquietud entre sus amigos, incluso un primo, y tres salieron a buscarlo. Tampoco participaron en el ataque. Solo 21, de 27, combaten.
En el Moncada hay seis bajas mortales entre los revolucionarios. Después, sucesivamente, 45 son asesinados. En Bayamo, un herido. Diez asesinados.
En fin, de 162 comprometidos para ambas acciones, 126 lograron efectiva capacidad combativa, limitada por ciertos imponderables humanos y la pérdida de la sorpresa en el Moncada cuando desarmaban a los centinelas de la posta 3. La aparición de una guardia móvil, inesperadamente, precipitó el fuego. Y cerca de 400 soldados, que adentro dormían, pudieron repeler el ataque... antes de que las bocas de las armas revolucionarias los encañonaran en medio la sorpresa.
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Fabian Pacheco Casanova -
Fabian Pacheco Casanova -
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