EL RELOJ DE LA QUINTA AVENIDA
Por Luis Sexto
Con campanadas musicales a la hora en punto, el cuarto, la media y los tres cuartos, un reloj en La Habana advierte a los transeúntes desde hace más de 80 años que el tiempo es una presencia previsible y apremiante. Es presumible que pocos se percataran de esa persistencia. El tránsito por la Quinta Avenida, usualmente motorizado y veloz, impide comprobar la vigencia y la exactitud del cronometro que, a más 10 metros de altura, se yergue como una costumbre muy cerca de la calle diez.
El origen del campanario, con cuatro esferas, confina con el mismo nacimiento del reparto Miramar. Y por esa consustancialidad, la Asamblea Nacional aprobó el 3 de noviembre de 1993 que la torre reloj fuera el símbolo del municipio de Playa. Ya acaso no existan ojos que puedan evocar a aquel potrero de unas 145 herctáreas que se adormecía a la brisa y el olor del mar, en el segmento nordeste del término de Marianao. Lo llamaban La Miranda. Pertenecía a alguien denominado José Morales Martínez, que lo había arrendado a los herederos del Conde Ibáñez por 600 pesos anuales. Los documentos señalan que transcurría 1901.
Las vacas pastaron aproximadamente hasta l911 en áreas aledañas a la costa, porque en ese año el nuevo propietario y antiguo mayoral, Manuel José Morales, solicitó una licencia de urbanización al ayuntamiento. Ya desde entonces el nombre de Miramar comenzó a columpiarse entre papeles y propósitos, y entre aplazamientos y promesas. Y sólo en 1916 comenzó a concretarse en el trazado y las facilidades urbanísticas. Tenía un nuevo propietario, adinerado y emprendedor, famoso de prestigios ciertos y falsos que, en suma, definían a don José López Rodríguez —Pote en la nomenclatura cotidiana— como uno de los personajes más polémicos de su momento. Periódicos y rumores decían que entraba en el Palacio Presidencial “en mangas de camisa”, cuando el manual de la moda exigía vestir el fogón de un traje con cuello rígido, y que se había encartuchado de plata manipulando dineros de personas ligadas a los negocios azucareros.
Pote, en sociedad con Ramón González Mendoza, atizó la expansión de Miramar, reparto que los habaneros coincidieron en rebautizar al principio como Nuevo Vedado. En 1918 —clímax de la “danza de los millones”, auge del azúcar de caña por la desgracia remolachera en Europa durante la primera guerra mundial—, las residencias palaciegas empezaron a dibujar en ladrillo su exclusividad. El 27 de febrero de l92l, el Puente Miramar, también llamado de Pote, eslabonó la calle Calzada del Vedado con lo que una década después será la fastuosa Quinta Avenida. Metálico, con ínfulas de buen gusto, el paso basculante sustituyó a un pontón de sogas que, por el norte, permitía cruzar el Almendares cerca de su desembocadura.
Curiosamente, un mes más tarde, el 29 de marzo de 1921, Pote se suicidó. La crisis económica del 21 lo tiró en el sótano de la bancarrota, aunque medios de prensa revelaron que la caja fuerte de su librería La Moderna Poesía, preservaba 10 millones de pesos que significaban mucho más de lo que valdría hoy. La tragedia inspiró suspicacia. Tal vez haya existido un detalle sospechoso en el deceso del millonario. Evidente es, sin embargo, que los ricos lo soportan todo, menos dejar de serlo o serlo menos.
El Puente Miramar desapareció del inventario de La Habana. Un túnel le arrebató vigencia a partir de 1953. Como otra vía soterrada, por la calle Línea, reemplazó al puente de los tranvías, que fue trasladado hacia la calle 11 y que hoy se conoce como Puente de hierro. Pero el nombre de Pote no se borró con la demolición de las vigas del viaducto que él, junto con otros, financió. Quedó en la torre reloj. Habaneros de prosapia primordialmente capitalina lo reconocen como “el reloj de Pote”. Sus cuatro campanas exhiben grabado el nombre de José López Rodríguez. Fue otra de las obras con las que el empresario intentaba convertir al antiguo potrero en un esplendoroso oasis para los potentados.
Historiadores de la localidad, como la investigadora Mercedes Méndez, del museo histórico de Playa -muchos de cuyos hallazgos empleo-, han averiguado que en l927 la torre ya se asomaba a la entonces en construcción Quinta Avenida. Integraba un conjunto plástico con la Fuente de las Américas. Y el mismo arquitecto que diseñó el surtidor en l924, proyectó el campanario: George H. Duncan, neoyorquino célebre por ser el autor, entre otras obras, del monumento a Grant. Tal vez, por ello, mientras se precisa la fecha exacta, la edificación de la torre reloj puede remitirse a un lapso entre 192l y 1924.
El reloj posee el crédito de ser único. Su relojero, Roberto Sánchez Cañamero, cree que posiblemente no hay otro en La Habana. Sus cuatro caras afrontan los rumbos principales de la brújula. Su maquinaria, ubicada en un piso inferior, mueve las manecillas mediante transmisión. De tres pesas, con más de un metro de largo y unos 50 centímetros de ancho, admite cuerda para unas 40 horas. El desgaste y la carencia de mantenimiento lo paralizaron un día o una noche de 1994. La torre, levantada con piedra de Jaimanitas y rematada por un techo de cuatro aguas de tejas, renunció desde entonces al toque distintivo de su encanto y a su faena esencial. Nueve años después recuperó su rígida faena de advertir a los transeúntes que el tiempo se mide y al medirse pasa…
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