Blogia
PATRIA Y HUMANIDAD

Historia

¿YA NO ESTÁ FIDEL?

¿YA NO ESTÁ FIDEL?

Luis Sexto - @Sexto_Luis

De pronto, salgo de mi concentración de periodista o de escritor que se aplica a  escribir o a leer libros ajenos, y me pregunto, más bien siento: ¿Ya no está Fidel?  ¿!Cómo, cómo que ya no está Fidel?!  Cierto. Ya no está Fidel. Y uno reconoce que  la vida no será igual. Faltará, faltará, digo, la referencia, el espíritu, el vigía, el hombre y el nombre barbados, allí presente, entre su familia pequeña, y rodeado ancha, apretadamente por sus compatriotas, incluso por el más reacio que ante Fidel bajaba la cabeza y deponía sus quejas o sus decepciones sobre el pavimento…

   Desde hace sesenta años exactos comencé a oír  hablar de Fidel. Pero uno puede oír llover, y nada pasa, tal vez, le guste la lluvia y la observe, la disfrute desde el balcón, colgada de un fondo grisáceo, opaco. Y después, cuando cese, ya sólo recordaremos la lluvia por los charcos dispersos en la calle, hasta el próximo aguacero.

   Ah, pero Fidel… Qué haremos sin Fidel. Cómo viviremos sin saber que su nombre podía respondernos en cualquier momento, desde una foto en el periódico o en la Tv. O en algún texto  con su firma invariable, que uno leerá, para percibirlo todavía soldado a sus compromisos con Cuba, a la servidumbre de su liderazgo apostólico nunca envejecido.

   Ya no está Fidel. ¿Será posible, dicta la retórica? Será posible si desde hace sesenta años uno creía que Fidel más que un hombre era un símil, un símbolo, extraño a la muerte.

¡Ah, muerte! El 25 de noviembre de 1956, Fidel abordó un barquichuelo, un yate de recreo, dispuesto para una veintena de personas, y que  él, como taumaturgo, le habilitó espacio para ochentaidós combatientes.

Desatracó el Granma bajo el temporal. La  línea de flotación se sumergía  por el peso. Y  la nave, navecita, danzaba sobre las olas del golfo de México. Ocho días, tantos días en riesgo de naufragar, el Granma navegó entre tumbos. Y al cabo llegó a las costas del sur oriental, para calafatearse de un carisma histórico.  

   Desde el  asalto al cuartel Moncada, la Historia protegió a Fidel. El único hombre que  no lo asesinaría dormido, y lo defendería como a prisionero de excepción, el capitán Sarría, lo halló en los bosques que rodean a Santiago…Qué dicha, Sarría, negro, símbolo de la unidad de la nación, qué dicha que hayas sido tú quien hallaras a Fidel fatigado, cansado, acuciado por el revés táctico que él había previsto como  triunfo. Lo sabemos, también estabas marcado, capitán Sarría, estabas marcado por los duendes de nuestra Historia  para que  tú no permitieras el asesinato de Fidel, para ti un hombre articulado  de  ideas, de empeños solidarios.

   De ahí en lo adelante, todo proyecta a Fidel como un predestinado. No, la Historia no puede recluirse en leyendas y sagas líricas. Pero tampoco hemos de  juzgarla sólo como una ciencia, un acontecer regido por sustancias económicas. También veamos la Historia de Cuba, como un acto de creación en que la casualidad alcanza por momentos el deslumbramiento del símbolo.

   Ya no está Fidel. Y uno mira este día 26 de noviembre, y lo nota demacrado, triste. Uno empieza a notar dentro de sí, y fuera, en la gente y las cosas, el vacío. El vacío. Ayer 25, murió Fidel. Sesenta años exactos después de haber zarpado en el Granma desde Tuxpan. Sí, cálmate corazón. Lee el símbolo..Fidel volvió al futuro. Ocupó su puesto en el yate. Viene erguido en la proa. Cuidando a sus hombres. Avizorando y alertando sobre lo que podrá advenir en estos días con él lejos. Ha muerto. ¿Y acaso no dijo Martí, el padre de Fidel, y nuestro padre, que la muerte no es verdad si se ha cumplido bien la obra de la vida?

   Las coincidencias, los símbolos que llenan de avisos la vida de Fidel, nos advierten: estén atentos. Fidel se irá definitivamente si lo olvidamos, y echamos al rincón sus ideas de justicia y solidaridad humanas, su culto a la independencia de la república. Fue un hombre Fidel. Sí. Pero como él no habrá otro hombre. Y él seguirá siendo el mismo, si lo respiramos como polvo nutricio, y relámpago en medio del temporal que nunca a dejado quieto al Granma de nuestra patria.

DESPUÉS DE 523 AÑOS: ¿TENEMOS ALGO QUE CELEBRAR?

DESPUÉS DE 523 AÑOS: ¿TENEMOS ALGO QUE CELEBRAR?

Por Dr. Antonio J. Martínez Fuentes

 Volveré y seré millones. Tupak Katari

   "La conexión entre el Viejo Mundo y el Nuevo, que durante más de diez milenios había consistido en algo tan exiguo como los viajes de los vikingos, de algunos pescadores a la deriva y oscuros contactos por la vía Polinesia, se convirtió el 12 de octubre de 1492, en un vínculo tan significativo como alguna vez lo fuera el puente terrestre de Bering. Los dos mundos, que Dios había mantenido separados, se unieron nuevamente y ambos, tan diferentes a partir de ese día comenzaron a parecerse". "Hasta entonces nuestro planeta no tenía la forma de una esfera". Ciertamente, es una fecha que en ninguna de las dos orillas de Atlántico podemos olvidar pero que posee muchos significados para los pueblos nativos. Relacionar las dos mitades del planeta condujo a cuantiosas consecuencias ambientales, biológicas, sociales y culturales. Se dio inicio a un proceso que trajo consigo incontables intercambios entre los habitantes de los dos hemisferios que habían permanecido en mutua incomunicación, pero con la irrupción de los conquistadores también quedarían signadas las vidas de millones de personas. Pueblos y culturas de este hemisferio desaparecieron totalmente o fueron diezmados; millones de africanos fueron extirpados de sus tierras.

El “descubrimiento“ de América, y la expulsión de los judíos y los musulmanes de España, dibujaron las fronteras del Occidente moderno, que nació a comienzos del siglo XVI bajo el doble signo de una apropiación y una eliminación, hasta entonces sus límites eran diferentes. En 1492 se transformó la cartografía y se impuso una nueva geografía, fundada en una doble legitimación, política y religiosa, que permitió fabricar una historia que todavía constituye la base del pensamiento occidental.

Esos mitos de fundación se inventaron en el momento del triunfo de la razón, tal como se la entendía en el siglo XVI. Desaparecieron genealogías, se borraron influencias, se ignoraron prestigios entre pueblos cuyos letrados se consideraban deudores de la ciencia y religión de otros. Se ocultaron mixturas; se silenció que los romanos llamaban bárbaros a los pueblos del norte, no a los de la ribera sur del Mediterráneo. De mucho se dejó de hablar en el siglo XVI. Los humanistas imaginaron un pasado que rechazaba todo aquello que no era grecorromano ni cristiano.

La conversión al catolicismo no bastaba para hacer cristianos a aquellos que no habían abandonado la península ibérica. Apareció otra obsesión: la pureza de la raza, de la sangre. Y esta doble pertenencia, la cristiandad y la raza, legitimaron la conquista de América.

La conquista tuvo características inéditas; hubo polémicas con aquellos que clamaban por una colonización americana menos brutal, para salvar a los habitantes que quedaban, los que no habían muerto por las armas, por las pestes, por los trabajos forzados. Los protectores de los indios ― de las Casas es el más célebre entre ellos―, aunque destacaban la humanidad de éstos, no rechazaban la jerarquía de razas superiores e inferiores: los indios podían ser educados, encaminados, orientados. Esta idea de los indios como pueblo infantil estaba muy extendida en del siglo XVI. De hecho este pensamiento persiste hasta nuestros días con imágenes edulcoradas de pueblos mansos y obedientes.

La noción de la superioridad del español ―que ya se había fundamentado en la esfera nacional por la superioridad de sangre― bastó para justificar la superioridad de su imperio.

La catástrofe demográfica americana y la humanidad concedida a los nativos alentó la búsqueda de mano de obra esclava africana. El comercio de esclavos entre África y América duró cuatro siglos. Europa se enriqueció tanto como el mundo árabe gracias al comercio de esclavos. El primitivismo de la raza negra justificaba su dominación. Mientras que en las metrópolis de Europa se reducía el trabajo esclavo, éste sostenía la prosperidad en las colonias ultramarinas. Sólo las condiciones de la trata se pusieron en discusión, no la esclavitud en sí misma, legitimada por la raza y la religión.

Europa arrasó el mundo que descubrió bajo nuevas fórmulas de la ley del más fuerte. En el mismo momento en que se conoció la sorprendente diversidad de la humana, pero la humanidad que se les reconocía a los indios, se les negaba a los negros; a partir del siglo XVIII, el argumento religioso cedió ante el argumento biológico y racial. El africano primero fue esclavo después lo hicieron negro, que significaba subhumano.

El genocidio perpetrado por el nazismo ―según Sophie Bessis ― ha sido calificado como único e inédito en la historia de Occidente. ¿Lo era? ¿El nazismo fue inventor o heredero? ¿El Holocausto fue un accidente o la consecuencia de un ciclo que había comenzado con la pureza de sangre española? Sin dudas la industria encargada del exterminio fue inédita ―dijo Bessis―, pero el acto mismo del genocidio ya se había visto en América. El camino estaba allanado; los nazis sólo innovaron. Ni la pureza de la sangre, ni la convicción de formar parte de una humanidad superior, son inventos del nazismo; ni siquiera los argumentos. Más allá de los métodos, lo novedoso fue, por un lado, que el genocidio sucedió en Europa, y por el otro, su aparente inutilidad.

Occidente se había convencido de que la barbarie le era ajena, que estaba más allá de sus fronteras. Los genocidios en América y África fueron utilitarios: había que hacer espacio o romper la resistencia de los pueblos conquistados. No se exterminaba por gusto, por placer, sino por falta de lugar y por la reticencia de los autóctonos a someterse al conquistador.

No pocos consideran que “el Holocausto fue un genocidio, pero no que lo haya sido la conquista de América, y aun cuando se aceptó la responsabilidad europea en la catástrofe demográfica americana, los vínculos con la historia grecorromana y cristiana que Europa se inventó a sí misma siguen siendo parte de un mundo de tinieblas. En cualquier caso, afirmar que la conquista de América fue “el primer genocidio de la Historia” es también un modo de hablar en nombre de la razón…”

Es difícil negar la amplitud de la catástrofe pues en menos de medio siglo, murió entre la mitad y tres cuartas partes de la población indígena. Este rápido despoblamiento de América fue lo original de la empresa europea, aquello que la diferenció de las demás conquistas de la historia.

Entonces, ¿tenemos algo que celebrar el 12 de octubre?

Día de la Raza es el nombre que recibía, en la mayoría de los países llamados hispanoamericanos. Las celebraciones tenían, y tienen aún lugar, el 12 de octubre en conmemoración del avistamiento de tierra por el marinero Rodrigo de Triana en 1492, luego de haber navegado más de dos meses al mando de Cristóbal Colón, a lo que posteriormente se denominaría América. La denominación fue creada por el ex-ministro español Faustino Rodríguez-San Pedro, como Presidente de la Unión Ibero-Americana, que en 1913 pensó en una celebración que uniese a España e Iberoamérica, eligiendo para ello el día 12 de octubre.

Pero en la actualidad esto ha cambiado y en muchos países cada 12 de octubre se conmemora el Día de la Resistencia Indígena, una fecha en la que se recuerda esa constancia que tuvieron los pueblos originarios en la lucha por su dignidad, en la lucha por permanecer de pie ante la política de exterminio que llevaban adelante los conquistadores españoles a fin de quedarse con las riquezas del continente.

El nombre de “Día de la Resistencia Indígena” viene a sustituir a aquel denominado “Día de la Raza” o “Día del encuentro entre dos mundos” o “Día del encuentro de dos culturas” o “Día del descubrimiento de América” o “Día de la Hispanidad” en el que solía celebrarse la llegada de los españoles a esta tierra y de alguna u otra manera se destacaba ese colonialismo que pretendía acabar con la cultura de nuestros indígenas.

Sin duda, ninguno de estos nombres recopilaba la esencia de lo que sucedió realmente con los indígenas de América a partir de ese día. No hubo encuentro sino un exterminio de un grupo por otro, tampoco era el día de la raza ¿de cuál raza? Y tampoco hubo un descubrimiento... Esta tierra, desde hace mucho ya estaba descubierta por nuestros pobladores originarios. Pero resistencia sí existió, porque nuestros pueblos originarios se resistieron ante tanta invasión, maltrato y lucharon por su dignidad, por sus costumbres, por sus creencias y culturas que siguen inmersas en los pueblos originarios americanos.

Así, para reconocer esta lucha de los hombres y mujeres de los Pueblos Originarios el 11 de octubre de 2002, en Venezuela, por ejemplo, el Presidente de la República Hugo Chávez decreta que cada 12 de octubre se conmemoraría en el país el “Día de la Resistencia Indígena” como tributo a cada uno de esos hombres y mujeres que dieron la lucha por sus pueblos, por su dignidad.

Pero además de conmemorar esa lucha, hoy día cada 12 de octubre los Pueblos Originarios siguen en su batallar por la igualdad social y el respeto a todos los derechos ancestrales de las comunidades indígenas y normas por las que rigen sus costumbres y sobre todo a sus derechos como seres humanos que por durante muchos años habían quedado en el olvido.

En lugar del “encuentro de culturas y civilizaciones” que se ha intentado sustentar, la conquista y colonización fue, como señala Steven Katz , el peor desastre civilizatorio y demográfico conocido en la historia de la humanidad.

Epilogo inconcluso

El mutuo conocimiento de ambos mundos significó para nuestra América, al decir de José Martí “la llegada de una civilización avasalladora”. De acuerdo con Luís Sexto “Hay, sin embargo, una paradoja que cubre a los pueblos y culturas que surgieron de aquel acontecimiento bajo el signo del mestizaje. Somos en parte por Amerindia, en parte por España, y en otra parte por África. El 12 de octubre de 1492 fue nuestro nacimiento. Y nos toca la alegría. Y nos toca la lagrima por saber tanta hecatombe, tanta raza marginada y tanta herencia maltrecha y enquistada”.

LA LUZ DEL COBRE

LA LUZ DEL COBRE

Luis Sexto

Cuando la visita de Benedicto XVI, me encomendaron la tarea, junto al inolvidable fotógrafo Liborio Noval, de acompañar al Papa muy cercanamente, para escribir las crónicas de su peregrinación por Cuba. Ha sido una de las principales coberturas de mi larga carrera periodística. Para Liborio también. Ahora acabo de recibir unas fotos de la misa de Francisco en el santuario de El Cobre, y me he sentido tentado a acompañar una de ellas con la crónica de aquella mañana hace tres años. La foto pertenece a mi amigo el padre Valentín Sanz, buen sacerdote y buen fotógrafo, y me parece que buen latinista. Francisco y su antecesor juntos en esta página. Un gracia duplicada. Dos momentos estelares para nuestra patria.Ojalá hubiera podido estar haciendo hoy lo mismo que en 2012. Pero hay tiempo para trabajar, tiempo para ceder el espacio, y tiempo para estar entre todos, siendo uno más sin importancia.

   Esa mañana el valle aparecía salpicado de neblinas. Desde el atrio del santuario donde permanece la imagen de María de la Caridad, se veía, en lo alto de una colina, y un tanto lejos, el Monumento al cimarrón, el esclavo fugitivo que también, por obra del sincretismo, unió su desamparo, en lengua de su pasado africano, a la advocación de la estatuilla recogida sobre las aguas de Nipe y llevada a las minas entonces llamadas de Santiago del Prado.

   El 26 de marzo, Benedicto XVI había pernoctado entre las lomas que amurallan el poblado, en las instalaciones de lo que hasta hace poco conformaba el seminario diocesano de San Basilio Magno, a unos veinte kilómetros de Santiago de Cuba. En la actualidad varias de las alturas que limitan el valle se aprecian deslavadas, como en carne viva. Desde aproximadamente 1540, cuando los ávidos colonizadores, en vez de oro, hallaron cobre, el trabajo de los mineros, mayoritariamente esclavos, desbrozó la capa vegetal debajo de la cual se escondía uno de los yacimientos a cielo abierto más nutridos de América. Sin embargo, aunque la mina haya sido cerrada, el poblado continúa llamándose El Cobre.

   ¿Quién podría cambiarle el nombre si quizás sea uno de los lugares más recurrente en el habla popular? ¿Qué cubano no lo ha pronunciado aunque sea una vez? “Ampáranos, virgen de la Caridad del Cobre”, dicen muchos, como expresión de una catolicidad estructurada, o también de una religiosidad difusa, o mestiza, que pervive en el aire de la cultura como un signo de identidad nacional.

   Desde abajo, el santuario inaugurado en 1927, que sustituyó al destruido en 1906, se yergue sólidamente, despejado como un ojo gigantesco que mira desde el promontorio en cuya base se recuesta el pueblo y más allá se estira la Sierra Maestra. En los primeros planos de la escalinata de acceso se ubicaban en orden fieles y vecinos. La intimidad era, esa mañana, el rasgo definitorio del ambiente. En el templo, algunos sacerdotes del séquito papal oraban. Al lado derecho del presbiterio, fuera de su urna del altar mayor, la imagen de la Caridad permanecía a mano con sus ropas doradas, como en triángulo, y el escudo de la nación estampado en el centro de sus vestidos, como otorgándole la ciudadanía perpetua. A sus pies estuvo un día de 1868 Carlos Manuel de Céspedes, Padre de la Patria, para ofrecerle la bandera de la independencia a la que él reconocía, con su acto, como Madre de la nación que surgía en el parto de la guerra justa.

   Hacia las 9 y 30 llegó el papa en un automóvil negro. La steel band local tradujo con sus aceros el Ave María, de Schubert. Luego entró, y por el pasillo central se dirigió hacia el presbiterio en cuyo fondo se alzaba el altar mayor; bajo los pliegues de su sotana blanca, resaltaban las zapatillas rojas. Se arrodilló sobre un reclinatorio y bajó la cabeza. Detrás, también en oración, cinco cardenales y numerosos obispos. Tras el recogimiento, a instancias del maestro de ceremonias el sumo pontífice se levantó y se dirigió hacia la imagen de la virgen, cuya cabeza había sido coronada en 1998 por Juan Pablo II. El papa encendió un cirio.

   Al salir al atrio, el santo padre habló brevemente. Apeló a la ética, a la virtud, a la solidez de la familia como bases de un pueblo sano. Y pidió orar por Cuba, que vive ―dijo― momentos de renovación y esperanza. Los fieles, a coro, le pidieron que bendijera a los cobreros. Benedicto XVI partió rumbo al aeropuerto para viajar a La Habana. En el santuario, la llama gruesa del cirio continuaba oscilando entre la fe y la patria...

YO NO MATÉ A CELIA MARGARITA MENA

YO NO MATÉ A CELIA MARGARITA MENA

 

Luis Sexto

Nuevos datos sobre la descuartizada de la calle de Monte, en La Habana

1939 

Ocho de  marzo. El horror  rodeaba  a aquel muslo sin pierna, ni tronco, ni cabeza, y sin su par derecho. La pieza, que un transeúnte halló casualmente envuelta en un saco de yute dentro de una alcantarilla, yacía descubierta sobre el pavimento de una calle del barrio periférico de Buenavista, en Marianao, ciudad satélite de La Habana. Desde el semicírculo donde la policía los había confinado, los espectadores trataban de imaginar la forma y el rostro del cuerpo  al que le desprendieron ese muslo ahora tumefacto, con manchas sanguinolentas. Parejamente  se condensaban en la solemnidad del ambiente ciertos impulsos de compasión hacia la persona descuartizada, o trucidada, pues aún  era muy prematuro determinar  si la víctima había sido troceada antes o después de morir. En aquella zona todavía se espaciaban espacios para el misterio y la impunidad, y para que una imaginación impresionable decidiera convertir el descampado en un cruce de  terrores y de sacudimientos involuntarios.

Ante el estupor, los  comentarios y las preguntas del público allí aglomerado, el oficial investigador mantenía las manos empalmadas a la cintura, y los brazos, formando un triángulo, simulaban las asas de un ánfora. Miró el corte fino, sutil, como trazado con bisturí de cirujano o cuchillo hábil de carnicero.  Enseguida, calculando con los ojos la sutil curva de la evidencia, supo que  perteneció a una mujer. Saberlo facilitaría elucubrar probables móviles del hecho, porque el detective sabía que la muerte con desmembramiento posterior  al deceso indica, más que crueldad, una intención de ocultar el crimen, de estorbar la identidad de la víctima y por tanto del ejecutor, que ha matado presumiblemente en un envión de cólera atizada por los celos.

El oficial se acuclilló. Observaba. Ante un cadáver completo la memoria del policía, como una reacción intuitiva, repasaría decenas de rostros que giran como piezas de un rompecabezas y que aguardan dónde engarzarse. Ahora el rompecabezas era real: este muslo es su primera pieza. Pronto descansará sobre una mesa metálica en una nevera mientras el gabinete nacional de identificación esperará por la próxima pieza. El investigador Rodolfo Ortiz estará atento. ¿Hasta cuándo? Tal vez, pronto; quizás demore. Todo dependerá de qué persiga el descuartizador y de hasta dónde sus actos sean cálculos inteligentes o respondan a la ansiedad del miedo. Los periodistas anotan mientras los fotógrafos desatan los relámpagos de sus cámaras. El policía ordena el traslado de aquel despojo y se despide de la prensa.

 En los días siguientes aparecieron como en episodios  resto de las extremidades, y el torso. Sobre la mesa metálica, una forma humana mostraba sus partes inflamadas. Ante el cuerpo incompleto, las preguntas surgían espontáneamente. ¿Quién es? ¿Por qué esa muerte? ¿Cuándo sabremos la verdad?  ¿Será un asesino en serie?  Y detrás la conminación de los periodistas. La opinión pública exige una explicación.

-Señores, en carnavales quién reconoce un rostro detrás de su máscara.  La occisa lleva la máscara de la incógnita; le falta la cara…

Ocho meses más tarde, apareció la cabeza sin carnes, en una letrina doméstica del Surgidero de Batabanó,  litoral sureño de la provincia de La Habana, donde  más tarde se sabría que habitaba un pariente del presunto criminal.  Con la calavera, podrá comprenderse que el mercurio morboso de la curiosidad pública ascendió unos números más. Y lo que parecía hallazgo macabro y componía un elemento a favor de extender el suspenso, resultó  propicio  para los forenses, porque los doctores Jorge Castroverde y Carlos Criner García establecieron la identidad de la descuartizada mediante el estudio  de sus arcos dentales y el análisis del trabajo previo en la boca de la mujer por un dentista, cuyo nombre no ha trascendido. De acuerdo con el doctor Castroverde, el expediente de Celia Margarita Mena inaugura la estomatología legal en Cuba.

Determinado el nombre de la víctima, apareció el primer y único sospechoso: René Hidalgo Ramos, el amante. Ambos residían  en el edificio Larrea, calle de Monte número 969, entre Pila y Matadero, en la habitación marcada con la letra D, en la azotea. Los alcanzaba el ruido  y  el olor de fruta y vegetales podridos del Mercado Único, en  Cuatro Caminos, una de las encrucijadas principales de La Habana, antiguo sitio de manglares, caseríos de ex esclavos, y todavía ámbito de putas desahuciadas que proponían dos platos por un peso, y aun menos dinero, y de arteras puñaladas, y tiros imprevistos que ajustaban cuenta en la sien de cualquier ex presidario en alguna ciudadela cercanas a esas cuatro esquinas donde confluía el tráfico motorizado desde barrios sitos en el sur, o el sureste, o el suroeste de la capital. 

Los vecinos de la pareja pudieron haber  hecho verosímil esta historia, tal como la presentó la prensa en los diversos momentos en que desgarró la mortaja de papel que la envuelve.

Vecino Uno: Ana Margarita estaba obsesionada por los productos Mac Factor; se conocieron en una academia de baile; sí, en Marte y Belona; era del campo, de Guantánamo, pero suelta, presumida…

Vecino Dos: Claro, no nos consta que engañara al hombre.

Vecino Tres: Pero la mató por celos. Una tarde, no encontró en el cuarto  a Celia Margarita  y la buscó en un apartamiento vecino. Se encerraron, y de inmediato oímos una de las habituales peleas de la pareja. Dicen, que yo no lo oí, que en medio del escándalo ella exigía dinero para comprar sus cosméticos…

Vecino Cuatro: Como Celia Margarita no sabía escribir, Hidalgo era quien habitualmente escribía a los familiares de la mujer, y por eso pudo engañarlos dándole noticias falsas de su amante.

Vecino Cinco: El asesino compró  el papel  y la cabuya para envolver los pedazos de la muerta, en la ferretería García del Río, frente al edificio Larrea.

Esos datos empezaron a construir la historia criminal de René Hidalgo Ramos, hasta definirlo hasta hoy como uno de esos lombrosianos ejemplares de sangre fría, cruel, inexorable. Los periodistas coincidieron en describir el acto y la escena con la certeza propia de los testigos. Ciego por los celos, según la frase ritual en los crímenes pasionales,  golpeó a la mujer;  la víctima se tambaleó y al caer se fracturó la base del cráneo. Pretendió reanimarla. Fue inútil. Supuso que estaba muerta. El miedo lo ofuscó y decidió  hacer desaparecer el cadáver. Arrastró a Celia Margarita hasta el baño, la desnudó y la metió en la bañera.  Con una navaja de rasurar le trazó un corte profundo en la parte superior de la rodilla. La mujer se quejó del dolor. Y al saber que estaba viva, la degolló.

1940

El 3 de febrero. Los voceadores del periódico El Mundo  intentan avivar el interés de los transeúntes gritando el titular  básico de la primera plana: ¡Vaya, vaya, miren por qué la mató! Ávidos, los lectores se encontraban con este titular: “Parece que fueron los celos el móvil del crimen de Hidalgo”.  Una foto de reportero Fernando Lezcano  presentaba al presunto criminal, al Jefe de la policía,  al Jefe del 5to. Distrito Militar, y al fiscal José Manuel Fuentes.

El sospechoso desde  el momento de su detención, y conectado a los cables del detector de mentiras -usado por primera en Cuba-, guardó el fondo de su historia, admitió su culpabilidad y describió las circunstancias en que murió Celia Margarita la noche del 2 de marzo de 1939. Sin embargo, las 38 pruebas con el detector no arrojaron datos confiables.

-La maté sin querer-dijo también.

Años después, encanecido y encorvado a sus  40 años, Hidalgo confesó como en una confidencia: Yo no maté a Celia Margarita Mena. El porqué no lo declaró así, tan rotundamente, durante el proceso penal y en cambio aceptó su condena resignadamente, es todavía  un secreto o una verdad sólo sugerida. Podría pensarse que actuó como un criminal arrepentido, y que  en lo más secreto de sí mismo vivió para exculparse mediante el castigo.   Haberse preguntado el porqué de tal proceder, de tanto interés por parecer culpable hubiera sido un punto de partida, una clave para sospechar que las apariencias podrían estar encubriendo la verdad…

Durante más de trece años de reclusión no se defendió. Y  lo más que alcanzó a decir, dentro de su paciente y callada estancia en el presidio, como un monje desasido de cualquier ilusión mundana, fue una frase con la que reconocía que los pueblos eran muy injustos, porque aun después de condenado se persigue al preso, se le niegan sus derechos y se le entierra en vida. Fue, quizás, un instante en que traqueó el granito bajo el cual protegía aquella tozuda forma de vivir en el silencio.

1954

El detective Rodolfo Ortiz conservaba sospechas sobre la verdadera culpabilidad de René Hidalgo Ramos. Después de aquel crimen en cuya investigación Ortiz participó con el doctor Israel Castellanos, director general del Gabinete Nacional de Investigaciones, más de una vez se había preguntado por qué el presunto asesino había actuado de manera tan opuesta a la lógica del culpable, que suele intentar protegerse. A Ortiz  le reconocían inteligencia y sagacidad. Y tanto era su crédito policial  que seis años después del escandaloso proceso de la descuartizada revaluó su pericia presentando la  ponencia Medios represivos del crimen en uno de los primeros encuentros latinoamericanos de criminología (1). Sin embargo, no pudo penetrar en los móviles secretos del aparente culpable tan empeñado en no actuar como suele indicar la psicología del delincuente. 

Ahora, en 1954, Ortiz explicita sus dudas. No había olvidado los detalles de un caso tan difundido y recargado  por los periódicos, la radio y las cintas cinematográficas de  Manolo Alonso (2) en La Noticia del día, y luego legitimado por los tribunales. A una pregunta de un reportero de la revista Bohemia, respondió precisando las características criminales del caso y la incapacidad de los jueces para tenerlas en cuenta.

Oigamos a Ortiz; pero con la atención que en aquellos días no tuvo…

“René Hidalgo Ramos fue juzgado prematuramente por la opinión pública, ya que sin estar identificado como autor del hecho se concibió un personaje repulsivo, de instintos sádicos, perversos y carente de sentimientos humanos. La opinión pública sancionó colectivamente al autor del hecho sin analizar las circunstancias que habían concurrido en el suceso, ni los antecedentes  personales que necesariamente debían de tenerse en cuenta, para hacer un juicio sobre la personalidad criminal de mayor o menor peligrosidad de René Hidalgo”.

Preguntemos, como tal vez le preguntó el periodista: ¿No valora usted el acto tan primitivo de descuartizarla?

“El hecho de desmembrar el cadáver de la víctima con el aparente propósito de ocultar su ulterior identificación  y transportarlo desde la casa habitada por numerosos vecinos, no refleja la personalidad criminal depravada y repulsiva  del sujeto. Cualquier persona, sin distinción de clase social, gozando de buen concepto público, en un caso similar  bien por accidente  o por acción dolosa, sin la intención de ocasionar la muerte de un semejante, puede intentar, a posteriori, encubrir u ocultar el delito por ese medio u otros, de acuerdo con el estado psíquico alterado del individuo. Antes del crimen, Hidalgo Ramos tenía prestigio de hombre afable, respetuoso, sin manifestaciones violentas…”.

Tras un silencio en que el policía espero una pregunta, un reparo del reportero de Bohemia, añadió:

“Hidalgo no pensó en la coartada, pues de haberlo hecho hubiera trasladado el cuerpo de Celia Margarita Mena a la casa de socorros más próxima, quedando su versión única como relativa a un accidente, sin otras pruebas en contrario,  que a mi entender serían de muy difícil obtención”.

0000

Uno de los pocos periodistas que no sucumbieron al escándalo aventado tras el hallazgo sucesivo del cadáver descuartizado de Celia Margarita Mena, aparecía en el  directorio periodístico como Manuel de Jesús Hernández González, nacido  en Cienfuegos, 1901. Treinta años más tarde, integró allí la plantilla del periódico El Comercio. Fue corresponsal de El Mundo. Y en 1943 recibió certificado de aptitud profesional de la escuela Manuel Márquez Sterling. Ahora, en 1954, sentado a su máquina, concibió esta declaración para un reportero de Bohemia:

“El proceso fue largo y hasta escribí un folleto, donde hacía resaltar  los juicios más notables de hombres de leyes, de ciencia e investigadores policíacos. El caso puede resumirse en pocas palabras. René, Celia Margarita y posiblemente dos personas más, estaban en una fiesta íntima en la casa de apartamentos de la calzada de Monte. Celia, bajo los efectos de drogas narcóticas -según la prueba científica de las vísceras, tenía en su organismo sales de cocaína- sufrió en el baño un accidente y murió a consecuencia de un golpe. Los asistentes  sufrieron un espantoso pánico. Uno de los amigos de Hidalgo no quiso dejarlo solo y ambos trucidaron el cadáver.

“Cuando se hizo público unos opinaban que era un homicidio; otros, un asesinato, y se fueron ensañando  con el ex policía, hasta que llegó al banquillo de los acusados. La Audiencia lo condenó por asesinato –con tesis equivalente a 26 años de presidio. Se presentó recurso  ante el Supremo y este máximo organismo judicial calificó el delito por homicidio, pero mantuvo la misma  pena, cosa que hizo promover otra vez comentarios de los juristas más distinguidos de la época. René Hidalgo ha sido condenado por dos delitos distintos a la misma pena, de una base que desde su inicio resultaba contraproducente.

“Soy periodista y el periodista debe ceñirse a los hechos probados, y contra René Hidalgo el único delito probado fue repartir los paquetes de una mujer trucidada cuando ya estaba muerta. Una infracción justificada, nunca un asesinato”.

0000

 En esos días de 1954, luego de tantos años de encierro, René Hidalgo, el presunto descuartizador, podía aspirar al perdón presidencial tras haber cumplido la mitad de su condena. Pero la prensa recurría a su caja de hipérboles,  tensaba su furia y  añadía nuevas fórmulas descriptivas que parecían renovar el listado de monstruosidades, tan lozanas en su capacidad de conmover como en aquellas jornadas de 1939.

¿Cómo los periodistas lograron conocer tantos detalles de la muerte de Celia Margarita Mena, sin que hubiese espacio para sospechar que cada uno de sus elementos se montaba sobre una armadura de truculencias? ¿Por confesión del propio Hidalgo? ¿Por una investigación desprejuiciada? La instrucción de Ortiz, ya vimos, no fue atendida por los tribunales.

Enrique Fernández Parajón, jefe entonces de la policía secreta, confirmó, también en 1954, la índole mansa, juiciosa del condenado. Siendo muy jóvenes, ambos estudiaron en los Estados Unidos. “Allí lo apodaban El Patato. Su conducta en  el colegio fue ejemplar. No recuerdo ninguna bronca suya. Era un muchacho normal y estimo que de recobrar la libertad será  un buen ciudadano. Tuvo una gran educación y pertenece a una familia honrada”.

Al mismo tiempo, el doctor Waldo Medina lo definió como el “recluso modelo, hombre superior, recluso excepcional, no lastimado en su dignidad por la prisión”.  El poeta José Lezama Lima, que había ejercido como funcionario en la cárcel de La Habana, y que evaluaba a Hidalgo “por su conducta uniformemente buena, como el preso número uno”. Manuel Rojas Figueroa, trabajador durante  17 años en el presidio de Isla de Pinos, lo recordó como “hombre culto que en la cárcel se superó más. Por si fuera poco, se hizo delineante en el departamento de ingeniería”. Como recurso definitivo, quienes proponían el perdón presidencial se apoyaban en una especie de axioma: “Más de trece años de prisión son suficientes para desenmascarar a un simulador”.

Ante estos argumentos, habrá que cambiar las preguntas para empezar a redimir la memoria de este hombre cuya tumba se oscurece con una fama criminal que parece ser injusta. Y mientras los archivos cubanos conserven los periódicos y revistas de 1939 en lo adelante, ofrecerán a periodistas y narradores páginas, notas y reportajes que seguirán mayoritariamente repitiendo cuanto entonces se publicó sobre este expediente criminal aparentemente tan nutrido por el enigma.

Si Hidalgo era una persona culta, inteligente, sin tendencia a la violencia, incluso con experiencia policial, por qué actuó de modo que al final, como en retrospectiva, el descuartizamiento y el escamoteo del cadáver de Celia Margarita lo buscarían a él, amante de la mujer. ¿O  es que el homicidio resultó accidental y el desmembramiento encubridor de la víctima fue obra de un personaje nunca incluido en la causa: cómplice o allegado experto?

Invoquemos nuevamente al doctor Waldo Medina, cuya conducta  lo recomendaba como inmune al soborno u otras flaquezas.  Baste contar cómo a inicios de su faena judicial como juez de Corralillo,  el mandamás de esa región villareña, viendo que a ese “juececito” no se le podía amarrar como un perro o un cerdo, ordenó eliminarlo. Lo balearon y lo dejaron como un  guayo,  o un queso gruyere, aunque sobrevivió. En la década de los 1950, empezó a ser reconocido como “juez del pueblo”. En el caso de René Hidalgo, el doctor Medina se puso a favor del condenado y fue uno de los defensores del indulto. Su cercanía del presidio como juez de Nueva Gerona, lo ubicó en una posición apropiada para conquistar la confianza del recluso y valorarlo.  En 1952, Hidalgo se casó en la prisión con una mujer de Pinar del Río. Años después del indulto, el ex juez y colaborador de Bohemia y El Mundo, le confesó al autor de este reportaje,  que había sido el padrino de la boda de la hija de Hidalgo. Esa familiaridad vale por una absolución.

El 19 de diciembre de 1948,  el doctor medina publicó  en  Bohemia un extenso artículo titulado “Tumbas sin nombres”. Y menciona a Hidalgo y la hoja clínica que le había cerrado una prensa ansiosa de episodios truculentos. El doctor Medina admite que Hidalgo mató a su amante sin propósito de hacerlo y que la causa de la muerte podría haber sido “un puñetazo que desencadenó la epilepsia que la mujer padecía (…) o fea práctica maltusiana fallida en manos de un médico muy amigo (¿quién sabe?)”. 

¿Por qué  sugirió la  posibilidad de un aborto que terminó con la muerte de la mujer? ¿Qué sabía? Algo conocía de la historia que René Hidalgo,  contra toda lógica, pretendía callar, y por ello el juez solo hacía asomar un ápice de la presunción que podría insinuar la verdad probable. Más de 20 años después, Waldo Medina me reveló que, en efecto, René Hidalgo quiso proteger el crédito de un amigo médico. Y el investigador puede deducir que aunque el aborto era legal desde 1936, es presumible que el especialista lo hubiera practicado en el apartamiento del edificio Larrea y ello, al saberse, habría dañado por lo mínimo el prestigio del médico o tal vez hubiera incurrido en responsabilidad penal.

Desde esa perspectiva, el descuartizamiento resalta como un modo de escamotear el cadáver para ocultar el aborto fatídico. ¿No habló acaso el periodista Manuel de Jesús Hernández González de que en el análisis de las vísceras de Celia Margarita Mena, los forenses habían encontrado rastros de sales de cocaína? Y este alcaloide, más que sugerir una adicción en la mujer –que hubiera servido a Hidalgo para justificar una caída y un golpe mortal de haber sido cierta esa versión-, ¿no pudo ser utilizado como anestésico para realizar la intervención quirúrgica? Según criterios médicos, era entonces un anestésico, antes de que el opio lo sustituyera. ¿No encaja también en la hipótesis del aborto, el amigo que, en la historia del reportero Hernández González, se queda con Hidalgo para ayudarlo a desmembrar el cadáver? ¿No pudo ser el médico?

Las autoridades y la prensa  repararon en que los cortes perfectos de la trucidada correspondían a un sujeto familiarizado con las habilidades  de los cirujanos. Décadas después del suceso, Ignacio Cárdenas Acuña, novelista policial, autor de Enigma para un domingo, contó durante una edición de  la Semana Negra de Gijón, en España, que él, en edad juvenil, presenció casualmente el hallazgo del tronco de Celia Margarita. “Por la forma en que estaba seccionado el cuerpo” se supo que el criminal  poseía conocimientos de cirugía, dijo.  Pero René Hidalgo no era carnicero, que saben manejar hachuela y cuchillo, ni había estudiado medicina o veterinaria. En el archivo central de la Universidad de La Habana su nombre no figura como matriculado alguna vez en esa casa de estudios. Y en los Estados Unidos, según Fernández Parajón, ambos estudiaron en un colegio, no en una universidad.

Antes de su muerte en 1986,  Waldo Medina me reveló que aquella  suposición de 1948, era la verdad que Hidalgo ocultaba asumiendo el presidió de manera tan abnegada y silenciosa para salvaguardar a un amigo. Pero las palabras del ex juez  son solo verdad para mí. Fui el único que las oyó ese día. Si los lectores dudaran de mi testimonio, dejo, en cambio, las preguntas y los argumentos desarrollados en este reportaje: todavía están aptos para cuestionar la crónica de monstruosa perversidad engendrada por una prensa irresponsable, simple mal negocio en un país donde, en 1940, según la revista Cine-Gráfico, nadie podía esperar que “las noticias que originen verdaderos estremecimientos de curiosidad en los espectadores, se sucedan ininterrumpidamente” (3). Es decir, no abundaban. Y ente esa carencia de interés en los periódicos, las noticias tenían que inventarse. O adulterarse. 

2015

Ciertas madrugadas en la calle de Puerta Cerrada, número 64, altos,  en el barrio de Jesús María se oían gritos de Yo no la maté, no la maté. Luego  la voz cuarteada del hombre callaba, y a la mañana este salía hacia la bodega con paso lento, como arrastrando los pies, caída la cabeza blanca.

El cronista anduvo por aquel tramo de casas antiquísimas, algunas derruidas,  cuya data se concentra en el siglo XIX y primeros años del XX. Ya el piso alto del número 64  se había derrumbado. Preguntó a la vecina de enfrente, en el número 65; mujer anciana, viuda del doctor Rigoberto Huesa, médico. Repitió varias veces que ella no se acordaba de ese señor. Quizás no lo había conocido, porque no pudo asegurar que vivió en los altos de enfrente.

Sin embargo, el viejo Felipe Fidalgo confiesa que lo vio varias veces. Era de mediana estatura, de físico trabado; pelo trigueño abundante, más bien lacio. Lo conoció sobre 1964.  La calle estrecha  encima unas a otras a las casas de ambas aceras, difundiendo sin recato, sobre todo desde lo alto, ruidos y voces.  Un día lo oyó cantar, y le preguntó al doctor Huesa: Quién es esa persona que canta. Y el doctor le dijo que ni el mismo sabe lo que canta: está desquiciado. Fidalgo se acordó que se decía entonces que había trabajado en la funeraria Mauline, en 10 de Octubre y María Auxiliadora, cerca de la que fue hasta 1959 la decimocuarta estación de policía, en Arroyo Apolo, y casi frente a la calle Arnao en cuya esquina con 10 de Octubre se mezclaba en una sucesión sin intermedios, uno de los más célebres batidos de La Habana, en una destartalada cafetería llamada “Los guajiros. Cerca, una parada de la ruta 4, de frecuencia entonces casi minutera, le suministraba clientes al batido de mamey o de fruta bomba.

En  la funeraria -fundada en 1958-,  le informaron al cronista que nunca habían oído hablar de René Hidalgo. Ni los más antiguos lo recordaban, algunos de los cuales laboraron hasta hacía poco, porque comenzaron con 17 ó 18 años.  Pudo trabajar allí. Pero  no les habría dicho a sus compañeros de trabajo quién era, o de qué se le había acusado y condenado. Con esa fama a nadie hubiera contado su historia.

En 1992, René Hidalgo Ramos falleció. En silencio discurrió su deceso.

 

 

 

 

_________________

 

Notas

(1)América Latina y su criminología, libro publicado en 1987, por la socióloga venezolana Rosa del Olmo, fallecida en 2002.

(2) Natural de La Habana, Manuel Alonso García, periodista y dibujante; fundó  La Noticia del Día, junto con Jorge Piñeyro, como apéndice del Noticiario Cinematográfico.

(3) “El zar del cine cubano”, artículo, de Arturo Agramonte y Luciano Castillo.

UNA BOMBA ATÓMICA PARA UNA CIUDAD DE PAJA

Luis Sexto

Me dirán que soy machacón.  Es la tercera vez que publico este reportaje. Y creo que nunca  me arrepentiré de haberlo construido y publicado en este blog. Hoy se redondean 70 años, los mismos que cumplí el pasado 2 de julio. Nací un mes antes que la explosión de esta bomba. ¿A quién tendré que agradecerle no haber nacido en Hirosima?  Lo repito con la nota del 2013. 

 Hace uno o dos años, publiqué  este post. Registrando el archivo,  volví a leer los comentarios, y en casi todos, los foristas justificaban el bombardeo atómico de Hiroshima el 6 de agosto  de 1945, y el de Nagasaki tres días después.  Argumentaban que Estados Unidos tenía derecho hacerlo, es decir, a matar a miles y miles de civiles, con la prueba en vivo de las dos primeras bombas atómicas de la historia, porque  los japoneses  habían bombardeado  a Pearl Harbor primeramente, para empezar la guerra. Olvidan, sin embargo, que Pearl Harbor era una base militar. También algunos se referían a los misiles soviéticos emplazados en Cuba y preguntaban quién había sido el primero en atacar: Cuba o los Estados Unidos. A  los comentaristas, refugiados en seudónimos, les parecía que  al Cuba permitir, para su defensa, el emplazamiento de cohetes nucleares en su territorio, había atacado primero. Claro, no olvidemos que la crónica política que proviene de los enemigos de la revolución cubana, no tiene en cuenta la verdad.  Los cohetes vinieron a Cuba en 1962. En cambio, la invasión de Playa Girón, con mercenarios reclutados, entrenados y pagados por el gobierno de Kennedy, ocurrió en 1961. Entonces, quién atacó primero. También, en una misma sarta de lugares comunes, repetida hasta la indigestión, justificaban el bombardeo de Hiroshima y Nagasaki con la invasión soviética a Hungría, las purgas de Stalin etcétera, etcétera. Pero ni una palabra sobre la guerra en Vietnam, el agente naranja, y la destrucción de irak buscando armas de exterminio masivo que no existían. Hoy reproduzco nuevamente el testimonio del jesuita padre Pedro Arrupe, que llego a ser general de la Compañía de Jesús, y que el 6 de agosto de 1945 era superior del noviciado de Hiroshima, situado a seis kilómetros de la ciudad.  La distancia los salvó. Como nuevo aporte, en el cuerpo del texto reproduzco también palabras del presidente Harry S. Truman. 

 

Había guerra. Pero Hiroshima sólo se enteraba por la llegada de tropas del frente o por su salida en barcos hacia los escenarios bélicos. Las sirenas  solían aullar inútilmente, en particular al amanecer sobre las 5 y 20, cuando un B-29 interrumpía el sueño de la ciudad en un vuelo que más bien parecía pasar con la costumbre de una ruta comercial. Era “El correo americano”. Así lo apellidó el pueblo, habituado a oírlo  como en un trueno lejano sin que el aire trajera el olor de las tormentas.

Desde lo alto podía observarse que en la ciudad apenas había fábricas y sólo varios edificios sólidos y altos en el centro. A partir del palacio de la exposición industrial, se extendían las edificaciones típicamente japonesas de una y dos plantas, construidas de madera, caña, cartón, papel y paja de arroz.

El 6 de agosto de 1945 también había volado el “Correo”. El sonido de otra superfortaleza volante a las 7 y 55 tampoco avivó la suspicacia. Hiroshima nunca antes había sido estimada en la estrategia operativa del mando estadounidense. Las flotillas de  hasta 200 aparatos  volaban cerca y proseguían  hacia focos urbanos como Kure, Kobe, Osaka, Tokio, donde las fábricas pintaban de negro el cielo mientras producían armamentos.

En Hiroshima, las decenas de maestros doctorados en las ceremonias del té, cuyos cursos podrían alargarse hasta tres años, y los expertos en la escritura con pincel y tinta china comenzaban sus clases. Los obreros emprendían en bicicleta el viaje hacia el trabajo. En Nagatsuka, a seis kilómetros del núcleo central de la ciudad, el rector del noviciado de la Compañía de Jesús, Pedro Arrupe, conversaba en su despacho…

Arriba, en contra de la monotonía habitual, las tripulaciones de cuatro aparatos quebraron la usual bitácora de vuelo. Ya no se limitaron a mirar hacia abajo a aquella ciudad plana como una alfombra, desde donde no se empinaba ninguna hostilidad. Transcurría para ellos el Día D. Hoy caerá en menos de un cuarto de hora una insólita, nueva arma. Los norteamericanos la llamaban “bomba atómica”, refiriéndose a un concepto físico y militar todavía pronunciado lentamente, como si masticaran una carne o una pasta desconocidas. Los sobrevivientes del bombardeo la nombrarán pronto, en japonés, Pikadón: pika, relámpago; don, estruendo.

En la Casa Blanca, el 25 de julio, el presidente Truman había escrito en su diario: “Hemos descubierto la bomba más terrible en la historia del mundo… Esta arma será utilizada contra Japón… La emplearemos de manera que objetivos militares y soldados y marineros sean el blanco y no mujeres y niños. Incluso si los japoneses son salvajes, implacables, despiadados y fanáticos, nosotros como líderes del mundo por el bienestar común no podemos lanzar esa terrible bomba sobre la antigua capital o la nueva (…) El objetivo será puramente militar. Parece ser la cosa más terrible jamás descubierta, pero puede ser convertida en la más útil.”

Mediante las investigaciones de un equipo de científicos, dirigidos por el físico Robert Oppenheimer, los norteamericanos se habían adelantado a la Alemania de Hitler en el uso militar del átomo, y adquirían sobre todo esa arma irresistible y secreta que, según el profesor de la Sorbona André Kaspi,  había compuesto los sueños de Franklin Delano Roosevelt.  Tanto se afanaba el presidente demócrata por fabricar “un arma secreta” que incluso subvencionó investigaciones de sustancias tóxicas capaces de generar enfermedades como el ántrax o el botulismo. Roosevelt, de acuerdo con Henry Stinson, secretario de Estado de Guerra, “hablaba conmigo (...) de su absoluta conciencia de la potencia catastrófica de nuestro trabajo. Pero había que llevarlo hasta el final. Nunca calló su satisfacción por esta arma secreta, construida bajo el rubro de Operación Manhattan, ni amenguó su deseo de que los Estados Unidos conservaran el monopolio atómico”.

 

EL PEQUEÑO NIÑO

La flotilla había despegado de Timán, Islas Marianas. Los tripulantes aprendieron los ejercicios de esa misión sellada con el top secret del gobierno, en la base aérea  de San Antonio de los Baños, en Cuba,  que entonces era un campo de experimentación de los Estados Unidos. Una nave  de observación meteorológica encabezaba la formación y dos aviones de reconocimiento la flanqueaban. En el medio, un B-29, bautizado como Enola Gay. A las seis horas avistaron tierra japonesa. A las 8 y 15, hora de Hiroshima, las compuertas del bombardero se abrieron, y una bomba de cuatro y media toneladas, con el ingenuo sobrenombre de Litle boy, se abatió sobre la ciudad, confiada en aquella rara suerte de quedar detrás de la aviación norteamericana.

AL OTRO LADO DEL FUEGO 

A las 7 y 55 de la mañana las alarmas repitieron las advertencias rituales de que aviones enemigos se acercaban. Cuantos miraron al cielo vieron muy alto un B-29. Luego, a las 8 y 10 la alarma recomendó la distensión de los pocos que se habían inquietado. Transcurrieron apenas cinco minutos cuando un fogonazo, como si se hubiese oprimido el obturador de una cámara con flash de magnesio, pintó de luz el espacio.

El padre Arrupe  se levantó de su silla rectoral en el noviciado de Nagatsuka. Se acercó a la ventana. Y entonces “un mugido sordo y continuado, más como una catarata que a lo lejos rompe, que como una bomba que instantáneamente explota, llegó hasta nosotros con una fuerza aterradora”.

La casa tembló como manos con el mal de Parkison. Los cristales, al fragmentarse, semejaron el toque de campanas tocando sólo una vez a muerto. Los tabiques de barro y caña se pulverizaron. Y las personas cayeron al suelo.

Minutos después, calma. El Padre Arrupe se incorporó y tras averiguar si  los novicios y el resto de la comunidad estaban indemnes, comenzó a buscar en el jardín, junto con otros hermanos, el cráter de aquella bomba. Pero no lo encontraron. Fueron entonces a la cima de la colina para alcanzar mayor espacio visual. Y ante aquella visión increíble y cierta a la par, los padres recurrieron a la historia para explicarla: ¡Pompeya arde nuevamente! Ante ellos se explayaba, humeante sobre el suelo calcinado, lo que hasta hacía unos minutos era la ciudad de Hiroshima. En pie, sólo el nueve por ciento de los edificios, jirones de aquella ciudad con más de 400 000 habitantes. A lo lejos se vislumbraba la cúpula de la exposición industrial, que hoy, conservada, se le conoce como la Cúpula Atómica. Lo demás ardía. Más de 200 000 víctimas en una ciudad de paja.

El Padre Arrupe tardó cinco horas en penetrar: Hiroshima se había convertido en una cicatriz por el fuego blanco de la bomba atómica. Su antigua profesión de médico le sirvió para aplicar las primeras curas, con agua boricada, a muchos de  los sobrevivientes. Los detalles dantescos de la primera explosión nuclear genocida, los contó en un capítulo de sus memorias como misionero en Japón. Tuvo el privilegio, o la faena sagrada, de sobrevivir para atestiguar sobre aquel Apocalipsis. Figurémonos que entrevistamos a este cura español que fue, a principios de los años 60, Padre General de la Compañía de Jesús.

-¿Fue necesaria la bomba atómica?

-“Militarmente Hiroshima tenía un valor innegable. No era una ciudad que bordase cielos con el humo bélico de factorías guerreras, pero era un puerto militar de embarque y desembarque de tropas. Pero América se preocupaba mucho más de las máquinas que de los soldados japoneses. Y estaba en lo cierto. Japón se rindió con su ejército intacto, porque le falló la industria con que hacerlo eficaz.”

-¿De aquella experiencia que no podrá olvidar jamás?

-Los “gritos desgarradores que cruzaban el aire como los ecos de un inmenso aullido. Porque aquellas gargantas, destrozadas por el esfuerzo de muchas horas pidiendo auxilio, emitían unos sonidos roncos que nada tenían de humano. Y clavándose en el alma, mucho más honda que cualquier otra pena,  la que se experimentaba al ver a los niños deshechos, agonizantes, abandonados y sintiendo sobre sí todo el peso de su propia impotencia”.

-¿Necesitaban, Padre, morir?

-“No habían merecido ser víctimas de la guerra (...) estaban purgando pecados ajenos”.

DESDE EL BOMBARDERO

Tres días más tarde, el 9 de agosto, el coronel Paul W. Tilbets, piloto del Enola Gay, relataba a los lectores del diario francés Le Monde el episodio más original de su carrera de aviador. Compongamos una escueta entrevista para  ordenar sus declaraciones:

-¿Visibilidad?

-Excelente.

-¿Resistencia por parte del enemigo?

-Ninguna.

-¿Dificultad para maniobrar? Ninguna. “...Arrojamos la bomba sin usar los instrumentos de abordo.”

-¿Sabía la tripulación qué tipo de arma portaba  la nave?

-Claro. “...Cuando la lanzamos sabíamos que habíamos desencadenado un infierno, y por ello  mientras la bomba caía alejé el avión todo lo posible del centro de la explosión. Es difícil imaginar lo que vimos después: aquel cegador fulgor, aquella aterradora masa de humo negro que subía hacia nosotros a una velocidad extraordinaria, después de haber cubierto toda la ciudad, cuyas calles y grandes inmuebles podíamos aún distinguir unos instantes antes.”

     Ese mismo día, el presidente Truman se irguió ante  los micrófonos.  Y comenzó a leer  un discurso a la nación. En bares, calles, casas, automóviles, Estados Unidos escuchaba la radio. No sabemos si algún estadounidense creyente y generoso rezó una plegaria por las víctimas. Tampoco consta que otro, estupefacto, haya comentado: Qué hemos hecho; perdónanos, Señor. Mientras, el presidente decía: “El mundo notará que la primera bomba atómica fue lanzada contra  Hiroshima, una base militar. Fue porque deseamos evitar, en este primer ataque, en la medida de lo posible, la muerte de civiles…”

Ese mismo día, Nagasaki ya tenía inscrito su destino en otra  carta de vuelo…

BATISTA, EL GOLPE

BATISTA, EL GOLPE

Luis Sexto

Un nuevo libro. Comentario difundido en la sección Al pie de las letras, de Radio Progreso, La Habana

Del golpe de Estado del diez de marzo de 1952 nos separan  64 años. ¿Será tiempo suficiente para determinar los móviles, los intereses, los fines, y los promotores que en la oscuridad pudieron estar  condicionando y conduciendo aquel  cuartelazo que, si en sus efectos inmediatos,  parecía  retrasar el proceso histórico de Cuba, en un plazo mayor fue   un impulso para la superación de la república neocolonial?  Posiblemente la respuesta hoy no quedaría definitivamente completa  con un sí o con un no.  Todavía habrá personas e intereses empeñados en protegerse  o proteger a sus parientes y amigos de  un juicio definitivo.  Pero me parece que este libro titulado Batista, el golpe, de los escritores José Luis Padrón  y Luis Adrián Betancourt, nos entrega una investigación cuyas sugerencias nos permiten sacar alguna conclusión parcial.

 Por lo tanto, en Batista, el golpe,  publicado por Ediciones Unión en 2012, más que un empeño por escribir la historia, uno percibe un propósito de aproximarse a un hecho aparentemente único, pero  colmado de matices sombríos.  Visto así, este comentarista aprecia, ante todo, un proyecto de índole periodística que habrá de servir para precisar la historia.  José Luis Padrón y Luis Adrián Betancourt han escrito un libro para leerse, es decir, para leerse como un gran reportaje. La técnica de investigación y la estructura del relato acusan el método de los periodistas que revuelven el estercolero.  Penetran hasta donde las paredes se convierten en cajas fuertes. Esto es, llegaron lejos en su investigación, una investigación que revisa documentos, periódicos, y particularmente hallan  testimonios y testimoniantes  que los conducen a lugares nunca tenidos en cuenta para delinear la crónica global del golpe de Estado de 1952.

Por ejemplo, no se limitaron a citar los rumores que exponían que el entonces presidente Carlos Prío había concertado el cuartelazo con Batista. Padron  y Betancourt fueron más allá: hasta La Altura, finca  que Prío poseía en Bahía Honda, a orillas de la costa norte,  y allí comprobaron  que el rumor había tenido ojos que recordaban a Batista descender una  noche de  un yate, y reunirse unas dos horas con el presidente Prío.  El propio presidente ante la suspicacia de su época y las siguientes alegó en su descargo que él había sido un defensor de la constitución, y que para defenderla había ido  a Matanzas para resistir  a los golpistas con el apoyo del todavía leal  regimiento de  esa ciudad. Los autores de Batista, el golpe, averiguaron  que no existe ninguna fuente, ningún dato documental que confirme la coartada de Prío. A la ciudad del Yumurí no llegó.

Podría decir más de este libro. Podría decir la fluidez con que discurren sus capítulos. Encomiar podría lo inteligente de su estructura que va guiando al lector en una especie de suspenso, revelando un dato desconocido o poco mencionado aquí, o haciendo una pregunta allá, para ofrecernos una visión nueva, incluso opuesta, de lo que  otros libros y la prensa de aquella época y años subsiguientes han trasmitido. Por ejemplo, preguntemos: ¿Fue  Fulgencio Batista el jefe de la conspiración de los militares? ¿Fue él,  o a fin de cuentas  impuso  su astucia, sus virtudes camaleónicas, para  apoderarse del golpe y defenestrar también al jefe del movimiento conspirativo? ¿Dónde estaban los americanos en este episodio?  Mucho más pudiera decir. Busque a Batista, el golpe. Y encontrarán informaciones  como esta:   “La idea del golpe militar del 10 de marzo no nació ni en los cuarteles castrenses ni en la embajada americana. Los primeros indicios de que existía una corriente de pensamiento y propósito  de acción  en la búsqueda  de una solución  para el problema cubano, por la vía de un golpe  de Estado militar, surgieron  en los dominios de la Escuela Superior de Guerra, donde se educaban en el arte militar los oficiales de alto rango de las fuerzas armadas”.

UN INDIO, LA COTORRA Y EL DIABLO

UN INDIO, LA COTORRA Y EL DIABLO

Luis Sexto

 Una página de antaño

A principios del siglo XX, Claudio Conde Cid embotelló agua potable bajo el membrete de La Cotorra. La extrajía del manantial que aún se nombra Del Pueblo, y que se ubica en la orilla del río Santa Fe. El acceso popular lo estableció el comandante Juan Manuel  Sánchez Amat, ex jefe de la escolta  de Antonio Maceo, que al terminar la guerra fue a la Isla de Pinos y ocupó la alcaldía en nombre de la Revolución. Se adelantó a los americanos. Y prometió que nunca esa fuente dejaría de abastecer al pueblo. Todavía los santafecinos, que el doctor Waldo Medina, antiguo y ya fallecido juez de la Isla y promotor de la primera biblioteca en Santa Fe, calificó como “la mejor gente del mundo”, llenan allí sus vasijas. La Cotorra alcanzó el crédito de ser la más salutífera para beber. Cimentada la marca,  Conde Cid pudo después abastecer sus botellas y garrafones con otras aguas en La Habana. Aún se conservan protegidos los manantiales originales.

Las aguas de Santa Fe existían aureoladas por la leyenda del indio Auki Himario, sacrificado  por negarse a pelear contra sus vecinos de Cuba y proponerles amistad y cuya sangre convirtió en un manantial salutífero  la tierra donde cayó. Y aunque varios nombres y sobrenombres recibió la hoy Isla de la Juventud durante su historia -de Pinos, del Tesoro, de las Cotorras, la Evangelista, ninguno, sin embargo, se asoció a la calidad y la abundancia de los manantiales de Santa Fe.

Quizás sólo el escritor Raimundo Cabrera, que abrió la primera escuela para niños pobres en Nueva Gerona, apuntó en sus memorias que al desembarcar allí confinado llegaba a “la isla de los baños termales”. En esos días de 1869 en los que el estudiante, luego autor, entre otros, de un libro útil titulado Mis buenos tiempos, afrontaba su destierro por infidencia, Isla de Pinos permanecía deshabitada. Unas 800 personas se concentraban primordialmente en Nueva Gerona, fundada en 1834.

Desde 1826, cuando de La Habana llegó el doctor José de la Luz Hernández y probó el agua y puso en práctica un proyecto terapéutico, pacientes de la Isla grande empezaron a salvar la travesía por el golfo de Batabanó para encontrar la curación que les negaba, por otros medios, la medicina. Hasta 1848 pagaban, además, los tres reales fuertes que el gobierno español exigió como impuesto para bañarse allí. Favorecía a los viajeros que los últimos piratas acababan de extinguirse. José Rives, apodado Pepe el mallorquín, murió en 1827, en brazos de Rosa Vinajeras, su mujer, en un rancho de los bosques cercanos a  Santa Fe. Había sido un pirata contradictorio: robaba y también defendía los intereses de los pineros. Dieciocho años después, Juan Manuel Calvo, vasco emprendedor, estableció la primera línea de vapores entre Batabanó, Júcaro y Nueva Gerona.

El doctor De la Luz y el señor Calvo acordaron asociarse, y construyeron las primeras piscinas e instalaciones. Se empezó a edificar una Santa Fe nueva, higiénica, al lado de la antigua que databa de 1809. Ninguna bestia de tiro o monta tenía permiso para pisar las calles del poblado. Pero la pareja de socios no podía con aquel plan de desarrollo. Y fundaron la Sociedad de Fomento Pinero. Vendieron acciones. El propósito de mejoramiento convenció a figuras como Rafael María de Mendive y Cirilo Villaverde.

Samuel Hazard, viajero al que tanto le debe en difusión la Cuba del siglo XIX, pasó por los baños en 1866. Divulgó las medidas de las piscinas, que aún se mantienen. Y escribió sobre las propiedades de las aguas, que hoy se definen, con toda ciencia, como bicarbonatadas cársicas magnesianas, con flora no patógena que produce antibióticos, y que poseen incluso cierta radioactividad inocua para el ser humano.

España, al iniciarse la guerra de 1868, despojó a De la Luz del balneario. Por infidente. Patriota. El balneario osciló posteriormente entre el olvido y la precaria memoria de pocos clientes. En 1941, el padre de Jesús Montané publicó un artículo en el periódico Los Pinos Nuevos en el que profetizaba que algún día Santa Fe tendría un gobierno astuto, inteligente y patriota que lo condujera a tener el mejor balneario de Cuba, como en los tiempos del doctor De la Luz Hernández. Decursaron 14 años, y se convirtió en efecto en el mejor centro termal del país. Pero no había un gobierno astuto ni inteligente, y menos patriótico. Batista asistió a la inauguración de la obra modernizadora que Francisco Cagiga, dueño de la Isla, levantó: un motel, y  una clínica, en cuyo  techo armó un solario que fue uno de los tres mejores del mundo. En 1958 Santa Fe acumuló visitantes como para sumar cifras correspondientes al tercer polo turístico de Cuba. Un baño de 30 minutos valía entonces  cinco dólares. La esperanza de los pobres no se mojaba con esas aguas.  

APARECIÓ EL DIABLO

La historia de los baños  no se completa sin el episodio de la aún renombrada con respeto Vieja Gorda. La señora Virginia Hernández viajó a Santa Fe en 1939. Padecía de una afección renal. Apenas podía moverse. Su hijo, que en 1920, con seis años, se había curado allí del estómago, alquiló un avión a la Panamerican, y solicitó permiso en la ciudad militar de Columbia para aterrizar en el aeropuerto del Presidio Modelo. Lo tacharon de loco.  “No lo sé, respondió el doctor Silvestre Pujol, “pero tengo a mi madre enferma.” Y también –me cuenta ahora- la corazonada de que el vuelo terminaría en fortuna.

Santa Fe entonces languidecía entre ruinas. El hotel negó el hospedaje a la enferma. La vivienda de un vecino sirvió de albergue. La señora bebió agua, mucho agua, y a las pocas horas sus riñones la despidieron como en un manantial de inmundicias. Se curó.  Agradecida, Virginia Hernández, de acendrada fe religiosa, edificó una casa para vivir en ciertas temporadas, y detrás, una capilla de dos plantas dedicada a Nuestra Señora de las Mercedes. Propuso talar la esquina de unos pinares para una pista de aterrizaje que propiciara a otros pacientes volar desde La Habana. Pidió permiso a mister Robert Irving Wall, gerente de la Santa Fe Land Company. Y pagando de su peculio a unos, y convocando al trabajo voluntario a otros vecinos, la señora consiguió alistar la pista para el 24 de febrero de 1940, cuando aterrizó la primera nave, un Ford trimotor. Agustín Parlá, pionero de la aviación cubana, había aprobado dos días antes la aptitud del aeropuerto. Pronunció también el discurso inaugural delante de una enorme bandera que hoy guarda la familia que reside en la casa de la Vieja Gorda, madrina de una de las muchachas, y también de más de 500 ahijados y ahijadas en el pueblo.

Un guajiro, apodado Corico, que vivía cerca de la pista y a la cual había puesto escasa atención, cuando oyó el trueno largo de los motores y vio la nave posarse en la tierra, corrió aterrorizado. Otro guajiro, Cecilín Pantoja, mal improvisador, pero con lengua picante, compuso una décima que conserva las incidencias de aquel día único. “La primer vez en llegar/ el avión a Santa Fe/ Corico corriendo fue/ al cuartel de la rural. / Al verlo el oficial/ al que asustado llegó, / enseguida le preguntó: / paisano que a usted le pasa, / ay guardia que allá en mi casa/ el diablo se me aposó.”

 

 

_____________

Mi gratitud a Wilse Peña, culto y cordial santafesino, mi amigo.

 

.

CINCO HÉROES NEGROS

CINCO HÉROES NEGROS

Por Tato Quiñones

La historia política que ya se está desarrollando asume la historia de la gente sin historia, como pedía el maestro Juan Pérez de la Riva. Esto lleva a enfrentar los vacíos y los silencios que aún alberga la Historia que se consume usualmente –que tiene motivaciones diversas-, y también los errores y prejuicios. Esta nueva historia está reivindicando como materia suya muchos hechos y grupos humanos olvidados o maltratados y convirtiendo en personajes históricos a desconocidos, unos que fueron héroes, y otros que fueron gente común. La Nación, que es tan ventral en el mundo espiritual y político cubano, se creó con los trabajos y los sacrificios de esos personajes y su decurso histórico está lleno de los trabajos, sacrificios y heroísmos de la gente sin historia. 

                                                                                                  Fernando Martínez Heredia

  Hasta que los leones tengan sus propios historiadores, las historias de caza siempre glorificarán al cazador.
                                                                                                                                          Proverbio de Ifá

 

El pretexto elegido para el crimen es bien conocido: la supuesta profanación de la tumba de un periodista español por un grupo de estudiantes del primer año de Medicina de la Universidad de La Habana.
A las cinco de la tarde del lunes 27 de noviembre de 1871, en medio de una doble fila de soldados de línea, Alonso Álvarez de la Campa, Ángel Laborde, José de Marcos Medina, Carlos Augusto de la Torre, Eladio González, Pascual Rodríguez y Pérez,  Anacleto Bermúdez y Carlos Verdugo fueron conducidos al lugar de la ejecución: la explanada de La Punta frente al costado norte de los paredones del edificio de la cárcel. Los fusilaron de dos en dos, de espaldas y de rodillas. A las cinco y minutos quedó consumado “el crimen horrendo”, “borrón que no habrá mano hábil que lo haga desaparecer”, se dice que dijo el capitán Federico Capdevila, el digno militar español que defendió de oficio a los ocho jóvenes asesinados [1].

Muchos años más tarde, en un párrafo de “violencia bíblica” referido a aquellos hechos, Don Manuel Sanguily afirmaría:
Aquel fue un momento único, fue aquella una hora terrible y tristísima: una ciudad  muy grande y populosa, permaneció muda, se mantuvo quieta, y en tanto un puñado de hombres pudo regocijarse en la matanza… ¡Culpable fue la ciudad abyecta y ruin, frente a aquel montón de forajidos!… Ella debería erigir a sus expensas un mausoleo a las víctimas, a modo de columna infame que perpetuara en mármol negro su arrepentimiento por aquella funesta cobardía a la vez que recordar a las futuras generaciones que un día aciago, en un emporio comercial, bajo las banderas consulares de todas las naciones civilizadas, entre doscientos mil, más de doscientos mil habitantes, no hubo hombres que supieran morir por la justicia y por la honra… ¡No hubo más que bestias enfurecidas revolcándose en la sangre y espectadores miserables¡ [2]
El 27 de noviembre de 1961, sin embargo, en un discurso pronunciado en el acto conmemorativo por el noventa aniversario del fusilamiento de los estudiantes mártires, el comandante Ernesto Che Guevara evocaría un hecho  ocurrido aquel “día aciago” que el coronel Sanguily pasó por alto.
Dijo el Che:

“Y no sólo se cobró en esos días la sangre de los estudiantes fusilados. Como noticia intrascendente, que aún durante nuestros días queda bastante relegada,  porque no tenía importancia para nadie, figura en las actas el hallazgo de cinco cadáveres de negros muertos a bayonetazos y tiros. Pero de que había suficiente fuerza en el pueblo, de que no se podía matar impunemente, dan testimonio el que también hubiera algunos heridos por parte de la canalla española de la época”. [3]
Ciertamente, no fue el martirio de los estudiantes el único “hecho histórico” ocurrido el 27 de noviembre de 1871  en la explanada de La Punta. Cincuenta y siete años después de aquellos sucesos, el 18 de junio de 1928, en su columna “Ideales de una Raza” del Diario de la Marina, el periodista Gustavo Urrutia dio a conocer una carta del Dr. Juan Ramón O’Farrill, “uno de esos blancos” –cito a Urrutia- "en quienes me apoyo para decir que en Cuba el blanco no odia al negro”, en la que éste le hace saber su intención de recabar fondos entre los estudiantes de medicina “para conseguir que junto al templete que perpetúa la memoria de los estudiantes fusilados (…) se coloquen sendas lápidas, una al esclarecido patriota Fermín Valdés Domínguez y la otra a la lealtad del negro Álvarez de la Campa, que en un rapto de desesperación heroica se lanzó puñal en mano contra el piquete, cayendo muerto a bayonetazos al par que los estudiantes entregaban sus almas a Dios”.
Sin menoscabar un ápice la noble, y justa, proposición del Dr. O’Farrill, hay que decir, en honor a la verdad, que incurre en dos inexactitudes en su versión de aquellos hechos: no fue sólo “el negro Álvarez de la Campa” –según la tradición oral esclavo y “hermano de leche” [4] del estudiante Alonso [5] de los mismos apellidos- muerto aquel día en desigual combate contra la milicia española, combate este ocurrido no a las cinco de la tarde que fue, como ya se ha dicho, la hora del fusilamiento. La refriega, según noticia aparecida en el periódico La Quincena, tuvo lugar a las once de la mañana cuando “apostados detrás de los fosos que se extienden frente a la plaza, unos negros dispararon sus revolvers (sic) contra los voluntarios, hiriendo a un alférez de artillería; pero perseguidos en el acto fueron muertos al intentar la fuga”. Otro testimonio sobre los hechos a tener en cuenta lo constituye el de Ramón López de Ayala, administrador de correos de La Habana y capitán de voluntarios, quien mandó el cuadro en el acto de la ejecución (y quien, dicho sea al pasar, murió loco en un hospital de Burdeos) en carta a su hermano, a la sazón Ministro de Ultramar, donde le relata que

“…unos negros dispararon sus armas de fuego contra un grupo de voluntarios de artillería, a cuyo teniente mataron e hirieron a otro individuo. El resto de los que se sintieron atacados por los negros arremetieron inmediatamente contra ellos, y en aquel punto fueron despedazados los cinco que se creyeron autores de la agresión”. [6]

Por su parte, el celador del barrio de La Punta, en un informe rendido a sus superiores, dio cuenta de que “…son cinco los hombres de color muertos, recogidos en diferentes lugares de este barrio, los cuales estaban heridos de arma de fuego y bayoneta”. [7] Otro parte oficial del suceso nos revela que “…en el tiroteo resultaron heridos de bala el teniente de artillería Antonio Pérez, natural de Navarra, cerrajero, de 37 años, que lo fue en una pierna y el voluntario Ramón Santualla, gallego, de 22 años y empleado del tren de basura de La Habana, en un brazo y en una pierna”. [8]

De los atacantes, siempre según el parte oficial citado, sólo se sabe que el primero era un moreno como de cuarenta años, muerto en la calle Colón entre Central y Muralla; el segundo, como de treinta y cinco, caído en Baluarte entre Genios y Cárcel; el tercero, como de veinticinco, en Consulado esquina a Prado; el cuarto, como de veintidós, en la Plaza de La Punta y el quinto, como de catorce años, en Monserrate entre Cárcel y Genios. Sus partidas de enterramiento se hallan asentadas en la iglesia de Nuestra Señora de Monserrate, y en las cinco se consigna que fueron enterrados de limosna en el  cementerio de San Antonio Chiquito, sin nombres ni generales conocidos.


Al punto, cabe preguntarse: ¿quiénes eran aquellos hombres? ¿Fue su propósito rescatar a los estudiantes presos con todo y los miles de voluntarios que se concentraban en los alrededores de la cárcel? [9] ¿Fue la suya acción de repudio, de temeraria rebeldía ante el crimen monstruoso?

El historiador cubano Luis Felipe Leroy y Gálvez, en su profuso estudio sobre el fusilamiento de los estudiantes de medicina afirma que “Esta matanza de negros ha sido objeto de mucha especulación, inventándose la versión novelesca de que ese día hubo un levantamiento de ñáñígos juramentados que pretendían rescatar por la fuerza a los ocho estudiantes que iban a morir. La falsedad de esta especie se patentiza por el hecho de que no sólo no existe tradición seria en ese sentido, sino también que el número de defunciones asentadas en los libros de entierros del cementerio de esta capital, mantiene el nivel normal durante esos días”. [10]

Leroy, fuerza es decirlo, escamotea en su estudio el incidente que, sin lugar a dudas, tuvo lugar aquella mañana al pie de los muros de la cárcel y pasa por alto, además,  que los cinco cadáveres enterrados en “San Antonio Chiquito” (todavía en 1871 el cementerio de Espada era la necrópolis de La Habana) son los únicos que aparecen como “desconocidos” y en los que, al especificarse las causas de la muerte, se consigna “haber sido por heridas de bayoneta y bala”. Por otra parte, la tradición oral entre los ñáñigos cubanos, bajo cuyo signo perviven informaciones que “dan fe” de los acontecimientos ocurridos y de los comportamientos pasados de los individuos, ha venido aseverando durante más de un siglo que, efectivamente, aquellos cinco hombres negros caídos aquel día eran miembros de la hermandad abakuá.

Aquí resulta obligado un breve paréntesis. El historiador cubano Pedro Pablo Rodríguez ha escrito con razón que “hoy es lugar común entre los historiadores que tras los diversos mitos se hallan acontecimientos históricamente comprobables, al extremo de que en más de un caso los propios mitos han permitido la indagación científica que ha conducido al conocimiento de determinados acontecimientos históricos no reconocidos hasta entonces”. [11] Los mismo podría decirse de la tradición oral, esa manera de comunicación o transmisión de noticias sobre acontecimientos y sucesos hecha de la boca a la oreja, de los padres a los hijos, de los mayores a los más jóvenes, al correr los tiempos y sucederse las generaciones. Permítaseme un ejemplo que me parece paradigmático: es bien conocido que el general Antonio Maceo realizó una visita pública a la ciudad de La Habana en febrero de 1890, ocasión en la que se hospedó en el hotel Inglaterra, en cuyo vestíbulo una tarja de bronce evoca hoy aquel “hecho histórico”. Pero menos conocido es que, en noviembre de 1893, el general Antonio, provisto de un pasaporte a nombre de su cuñado Ramón Cabrales, entró clandestinamente en Cuba, por Cienfuegos, y tras una breve estancia en Santiago de Cuba logró llegar a la ciudad de La Habana, donde las amistades que había cultivado en su viaje anterior, las de más confianza (entiéndase Juan Gualberto Gómez, Perfecto Lacoste, Baldomero Acosta, ente otras) lo visitaban secretamente. [12]

Carlos Gómez, anciano Iyamba de la potencia abakuá Efí Abarakó Taibá, en una larga entrevista con Gregorio Hernández, “El Goyo”, Moruá Yuansade la potencia Urianabón Masongo Efí, narró a este último –y cito literalmente la trascripción de la grabación:

Al general Maceo le gustaba venir a La Habana y limpiarse los zapatos en la Acera de El Louvre; allí se ponía a conversar con los estudiantes y a conspirar por la revolución. Y entonces Trujillo Monagas, que era gobernador de La Habana, dijo que cuando Maceo volviera a la acera de El Louvre lo mataría. Entonces el general Maceo tuvo que salir zafando a la carrera y donde único pudo esconderse fue en el callejón de Velazco, aquí en el barrio de San Isidro, en la casa de un sastre que le dijo: “como único yo lo puedo salvar a usted, mi general, es que aquí hay unos hombres que son de una religión ahí, que cuando ellos te dicen “por aquí” es “por aquí”, y se mueren si se tienen que morir, y no hablan lo que no tienen que hablar”. Dícele Maceo: ‘Bueno, pues ya que me van a matar’. Entonces la gente de Bacocó Efó metieron al general Maceo de polizón en un remolcador y lo mandaron para Oriente.”

Resulta obvio que en la memoria del Iyamba se confunden las dos visitas del general Maceo a la Ciudad de La Habana. Rafael Trujillo Monagas, por otra parte, no fue gobernador de la capital cubana, sino inspector de la policía colonial, distinguido en la represión del ñañiguismo. Pero lo que sí es cierto y el Iyambade Efí Abarakó Taibá lo sabe y lo transmite y, con otra manera de dar a conocer el “hecho histórico” nos reveló José Luciano Franco en su ya clásica “Antonio Maceo, apuntes para una historia de su vida”, y lo cito, es que “el general Maceo aquí se ocultó en una casa cercana al puerto, en el barrio de San Isidro, desde la que estableció contactos con elementos populares que le eran adictos”. [13]
A buen entendedor,  media palabra basta.
El lector sabrá disculparme esta digresión, que a la postre no resultó tan breve, pero creo que nos resultará útil para la mejor comprensión del asunto  que trata esta croniquilla…

La tradición oral refiere que el negro Álvarez de la Campa, además de esclavo y hermano de leche de Alonso, era miembro de Bacocó Efó, y que logró comprometer a un grupo de sus ekobios para llevar a cabo la acción armada del 27 de noviembre. Otra versión asegura que Alonsito era miembro de Akanarán Efó Muñón, y por ello mismo Ekobio Mukarará Nankaro, mientras que su joven “hermano” lo era del ya dos veces citado Bacocó Efó, y que por lo tanto eran ekobios. [14]

Fuentes documentales que concuerden con estas versiones no las ha encontrado el autor. Vale aquí decir que toda la documentación sobre ñáñigos hasta ahora encontrada en los fondos del Archivo Nacional se halla dispersa en actas, interrogatorios, informes y expedientes policiales. Los únicos documentos de puño y letra de abakuás aparecidos hasta hoy, que yo sepa, son los del archivo de la potencia de ñáñigos blancos y mulatos Ecoria Efó Taibá, que les fuera ocupado por la policía en un registro hacia 1882. [15] En ellos no se dice nada del asunto que nos ocupa.
En 1971, sin embargo, a cien años del fusilamiento de los estudiantes, el periodista Manuel Cuellar Vizcaíno, en su artículo “Un Movimiento solidario con los ocho estudiantes de medicina”, publicado en La gaceta de Cuba, dio a la luz dos documentos “interesantes en grado sumo”, como el mismo Cuellar los calificaría, que cito textualmente:
Copia número 1:

El ataque a los voluntarios y soldadesca española, en vista de que se  proponían asesinar por fusilamiento a los niños estudiantes patriotas, y todo daba a entender que iban a realizar su crimen, fue tomado un acuerdo por potencias abakuá. Tuvieron su primera reunión en el hospital de San Lázaro y la segunda en la fábrica de tabacos “Romeo y Julieta". Antonio Ramos Infante, Iyamba de Ocobio Mucarará; Carlos Valdés, hijo del marqués de Indarte, Isoé (sic) de Ocobio Mucarará; Andrés Facundo Cristo de los Dolores Petit (Andrés Petit), Isué de Bacocó; José Portuondo, miembro de Ebión Efort y José González Ojitos, patriota blanco del barrio de San Lázaro que siempre andaba con los abakuá.
Copia número 2
Murieron atacando a los voluntarios Adolfo García y Cirilo Villaverde o Cirilo Mirabal. En distintas partes de La Habana hubo muertos y heridos el día 27 y el anterior. El día 25 Pepe Rusia mató a un celador en La Chorrera .Los voluntarios mataron a Pepe en la calle Vapor. Pepe Rusia pertenecía a la potencia Eroco Efort. Pero antes del caso del cementerio de Espada, el día 22, Francisco Pedroso (Pancho Engafia) mató  a un celador en la calzada de Paula y murió tratando de saltar la muralla de Egido. [16]

Los documentos que nos aporta Cuellar, que estaban en (cito) “los archivos abakuá de J. M. y T. T. L.; de B. N. C., de T. R. y de P. M. D., [17] se corresponden con la tradición oral en tanto se refieren a la reunión entre los Akanarán y los Bacocó. Hay sin embargo un detalle que resulta probablemente apócrifo, y es el que señala a José Portuondo como miembro de la potencia Ebión Efort, ya que esta “tierra” abakuá, según los documentos del archivo de Ecoria Efó Taibá ocupados por la policía, se fundó en la calle San Juan esquina a Barreto, en la villa de Guanabacoa, el  domingo 18 de junio de 1882, once años después de los sucesos del cementerio de Espada.

Otro hecho que nos mueve a considerar la condición de abakuá de los negros que atacaron a balazos a los voluntarios aquel 27 de noviembre, lo reseña el corresponsal del periódico mexicano El Federalito  en despacho a su editor fechado en La Habana el 3 de diciembre de 1871, en el que afirma que
Después del fusilamiento de los estudiantes de medicina, los cubanos no se atreven a salir a la calle, y hasta los negros, que de un tiempo a esta parte son muy mal mirados por los voluntarios, dejaron de ir al muelle en los días siguientes a los sucesos dichos. [18]

Bien estaría referirnos ahora a las conocidas presencia e influencia de las sociedades abakuá en el puerto de La Habana, pero ese sería tema para otra croniquilla. Permítame el lector, no obstante, antes de poner el punto final a ésta, expresar mi confianza en que su publicación pueda contribuir a que un día, cuando el estudiantado habanero conmemore, como todos los años lo hace, el aniversario del fusilamiento de los estudiantes de medicina, no falte en el mausoleo de la explanada de La Punta, no ya el monumento que, en justicia, reclamara en su tiempo el Dr. O’Farrill, pero, al menos una flor, una sencilla flor en homenaje a la memoria de aquellos cinco hombres negros sin rostros ni nombres conocidos que supieron morir por la honra y la justicia, y demostraron con su sangre que había suficiente fuerza ya en el pueblo y no se podía matar impunemente.

NOTAS

[1] “España” –escribió José Martí 22 años más tarde- “en aquella vergüenza no tuvo más que un hombre de honor: el generoso Capdevila, que donde haya españoles verdaderos tendrá asiento mayor, y donde haya cubanos”. (“El 27 de noviembre”, Patria, Nueva York, 27 de noviembre de 1893.
[2] Citado por Raúl Roa en “Aventuras, venturas y desventuras de un mambí”, Ed. Ciencias Sociales, La Habana, 1970, p. 185-186.
[3] Ernesto Che Guevara, discurso pronunciado en la Universidad de La Habana el 27 de noviembre de 1961, en Obras, Ed. Casa de las Américas, La Habana, 1970, p 602-603. Un año antes de aquel discurso del Che, por otra parte, la edición del periódico Revolución correspondiente al sábado 28 de noviembre de 1960, bajo el titular “El 27 de noviembre y los ñáñigos”, anunciaba que en el programa “Pueblo y Cultura del canal 4 “Televisión Revolución”, se exhibiría una “Dramatización del fusilamiento de los estudiantes con una novedosa documentación sobre la intervención de los potencias ñáñigas en el frustrado rescate de los mártires”. El libreto de aquel dramatizado lo había escrito el musicólogo Hilario González, la producción corría por cuenta del escritor Humberto Arenal, la dirección estuvo a cargo de Manolo Rifat. La documentación fue aportada por el periodista Manuel Cuellar Vizcaíno, el musicólogo Odilio Urfé y Santos Ramírez, Isunekue de la potencia abakuá Usagaré Sangrimoto.
[4] “…los de abajo, carniprieto o carniblanco, cada uno en su puesto, se entendían; y allá arriba, en la casa de vivienda, en los caserones, ¿qué pasaba? Que no había blanquito de buenos pañales que no tuviera un biberón negro y un hermano de leche negro. Se criaban como hermanos”. (Un informante de Lydia Cabrera en Reglas de Congo, Palo Monte y Mayombe, Miami, 1986, p. 22). “La penetración ideológica negra” se efectuó, ciertamente en más de una ocasión, por modo que llamaríamos “maternal”, ya que la dulce negra esclava sustituía con mucha frecuencia el papel de la madre a quien, unas veces las exigencias sociales de su belleza, y otras, serios quebrantos de salud, separaban del recién nacido: este se formaba, crecía, se educaba entre negros”.(Nicolás Guillén: “Racismo y cubanidad”, en Prosa de Prisa, Ed. Letras cubanas, La Habana, 1975, t l, p. 66).
[5] Alonso Álvarez de la Campa tenía 16 años, fue el primero en morir. Había tomado una flor el 22 de noviembre en el cementerio de Espada. “Alonso era hijo de uno de los más ricos jefes de voluntarios, habría de morir por ellos mismos. Y más aún: su padre había costeado las armas de la compañía que lo fusiló; el hijo murió con las armas pagadas por su padre” (Fermín Valdés Domínguez: Los Voluntarios de La Habana en el acontecimiento de los estudiantes de medicina, Imprenta de Segundo Martínez, Madrid, 1873, p. 65.
[6] Antonio Pirala: Los Sucesos de 1871, Vol. II, p. 303-308.
[7] Augusto Warela: “Páginas olvidadas de nuestra historia: cinco héroes negros”, en Orientación Social, Santiago de Cuba, 1956.
[8] Ibidem.
[9] “…alrededor de la cárcel había unos cuatro o cinco mil hombres mientras se celebraba el Consejo de Guerra que duró hasta las dos de la tarde del lunes y hasta esa hora, o mejor, hasta después de la ejecución de los reos, que tuvo lugar a las cuatro y media de la tarde, puede decirse que envolvía el edificio una red de bayonetas”. (De un artículo publicado el 30 de noviembre de 1871 en La Quincena, revista general de noticias políticas y comerciales de la isla de Cuba para ultramar.
[10] Luis Felipe Leroy y Gálvez: El Fusilamiento de los estudiantes del 71, Ed. Ciencias Sociales, La Habana, 1973.
[11] Pedro Pablo Rodríguez: “Maceo, Héroe de mil hazañas”, en La Gaceta de Cuba, nº 6, noviembre, 1996, p. 34.
[12] Sobre la estancia clandestina del general Antonio Maceo a La Habana en 1893, ver: José Luciano Franco: Antonio Maceo, apuntes para una historia de su vida, Ed. Ciencias Sociales, La Habana, 1975, t. II p. 32 y Raúl Aparicio, Hombradía de Antonio Maceo, Ed. Unión, La Habana, 1974, p. 353-355.
[13] Durante la primera visita del general Antonio Maceo a La Habana, en 1890, la policía colonial lo vigilaba estrechamente y llegó a hablarse de un plan para atentar contra su vida. “Para contrarrestar el supuesto peligro de una agresión alrededor de Maceo, dos grupos juveniles, sin que aparentemente él lo notara, lo seguían a todas partes. (…) Además, los miembros de las sociedades afrocubanas abakuá, dentro del secreto de sus actividades, habían movilizado sus mejores hombres en toda la ciudad para acudir en caso necesario a defenderlo. (José Luciano Franco: “Antonio Maceo en La Habana en 1890”, en Trabajadores, La Habana, jueves 7 de febrero de 1980, p. 2.
[14] Bacocó Efó fue la potencia abacuá que, por gestión de su Isué, el pardo Andrés Petit, “apadrinó” el nacimiento de Akanarán Efó Muñón, el primer juego de ñáñigos blancos fundado en La Habana en 1863.
[15] "Causa seguida contra Santiago Llanelis y otros por asociación ilícita", Archivo Nacional, Fondo Asuntos Políticos, Legajo 80, nº 10.
[16] Manuel Cuellar Vizcaíno: “Un moviendo solidario con los 8 estudiantes del 71”, en La Gaceta de Cuba, nº 89, enero de 1971.
[17] El autor preguntó a Cuellar Vizcaíno por qué no revelaba los nombres y las instituciones abakuá a las que pertenecían. Su respuesta fue que sólo había logrado que le permitieran copiar los documentos bajo palabra de honor de que nunca los revelaría.
[18] En Crimen de lesa humanidad, Veracruz, tipografía de R. Lainy y Cía., 1871.

 
 

Tomado de:

http://www.uneac.org.cu/index.php?module=opinion&act=opinion&id=77