Blogia
PATRIA Y HUMANIDAD

Historia

UNA BOMBA ATÓMICA PARA UNA CIUDAD DE PAJA

UNA BOMBA ATÓMICA PARA UNA CIUDAD DE PAJA

 Hace uno o dos años, publiqué  este post. Registrando el archivo,  volví a leer los comentarios, y en casi todos, los foristas justificaban el bombardeo atómico de Hiroshima el 6 de agosto  de 1945, y el de Nagasaki tres días después.  Argumentaban que Estados Unidos tenía derecho hacerlo, es decir, a matar a miles y miles de civiles, con la prueba en vivo de las dos primeras bombas atómicas de la historia, porque  los japoneses  habían bombardeado  a Pearl Harbor primeramente, para empezar la guerra. Olvidan, sin embargo, que Pearl Harbor era una base militar. También algunos se referían a los misiles soviéticos emplazados en Cuba y preguntaban quién había sido el primero en atacar: Cuba o los Estados Unidos. A  los comentaristas, refugiados en seudónimos, les parecía que  al Cuba permitir, para su defensa, el emplazamiento de cohetes nucleares en su territorio, había atacado primero. Claro, no olvidemos que la crónica política que proviene de los enemigos de la revolución cubana, no tiene en cuenta la verdad.  Los cohetes vinieron a Cuba en 1962. En cambio, la invasión de Playa Girón, con mercenarios reclutados, entrenados y pagados por el gobierno de Kennedy, ocurrió en 1961. Entonces, quién atacó primero. También, en una misma sarta de lugares comunes, repetida hasta la indigestión, justificaban el bombardeo de Hiroshima y Nagasaki con la invasión soviética a Hungría, las purgas de Stalin etcétera, etcétera. Pero ni una palabra sobre la guerra en Vietnam, el agente naranja, y la destrucción de irak buscando armas de exterminio masivo que no existían. Hoy reproduzco nuevamente el testimonio del jesuita padre Pedro Arrupe, que llego a ser general de la Compañía de Jesús, y que el 6 de agosto de 1945 era superior del noviciado de Hiroshima, situado a seis kilómetros de la ciudad.  La distancia los salvó. Como nuevo aporte, en el cuerpo del texto reproduzco también palabras del presidente Harry S. Truman. Luis Sexto 

Había guerra. Pero Hiroshima sólo se enteraba por la llegada de tropas del frente o por su salida en barcos hacia los escenarios bélicos. Las sirenas  solían aullar inútilmente, en particular al amanecer sobre las 5 y 20, cuando un B-29 interrumpía el sueño de la ciudad en un vuelo que más bien parecía pasar con la costumbre de una ruta comercial. Era “El correo americano”. Así lo apellidó el pueblo, habituado a oírlo  como en un trueno lejano sin que el aire trajera el olor de las tormentas.

Desde lo alto podía observarse que en la ciudad apenas había fábricas y sólo varios edificios sólidos y altos en el centro. A partir del palacio de la exposición industrial, se extendían las edificaciones típicamente japonesas de una y dos plantas, construidas de madera, caña, cartón, papel y paja de arroz.

El 6 de agosto de 1945 también había volado el “Correo”. El sonido de otra superfortaleza volante a las 7 y 55 tampoco avivó la suspicacia. Hiroshima nunca antes había sido estimada en la estrategia operativa del mando estadounidense. Las flotillas de  hasta 200 aparatos  volaban cerca y proseguían  hacia focos urbanos como Kure, Kobe, Osaka, Tokio, donde las fábricas pintaban de negro el cielo mientras producían armamentos.

En Hiroshima, las decenas de maestros doctorados en las ceremonias del té, cuyos cursos podrían alargarse hasta tres años, y los expertos en la escritura con pincel y tinta china comenzaban sus clases. Los obreros emprendían en bicicleta el viaje hacia el trabajo. En Nagatsuka, a seis kilómetros del núcleo central de la ciudad, el rector del noviciado de la Compañía de Jesús, Pedro Arrupe, conversaba en su despacho…

Arriba, en contra de la monotonía habitual, las tripulaciones de cuatro aparatos quebraron la usual bitácora de vuelo. Ya no se limitaron a mirar hacia abajo a aquella ciudad plana como una alfombra, desde donde no se empinaba ninguna hostilidad. Transcurría para ellos el Día D. Hoy caerá en menos de un cuarto de hora una insólita, nueva arma. Los norteamericanos la llamaban “bomba atómica”, refiriéndose a un concepto físico y militar todavía pronunciado lentamente, como si masticaran una carne o una pasta desconocidas. Los sobrevivientes del bombardeo la nombrarán pronto, en japonés, Pikadón: pika, relámpago; don, estruendo.

En la Casa Blanca, el 25 de julio, el presidente Truman había escrito en su diario: “Hemos descubierto la bomba más terrible en la historia del mundo… Esta arma será utilizada contra Japón… La emplearemos de manera que objetivos militares y soldados y marineros sean el blanco y no mujeres y niños. Incluso si los japoneses son salvajes, implacables, despiadados y fanáticos, nosotros como líderes del mundo por el bienestar común no podemos lanzar esa terrible bomba sobre la antigua capital o la nueva (…) El objetivo será puramente militar. Parece ser la cosa más terrible jamás descubierta, pero puede ser convertida en la más útil.”

Mediante las investigaciones de un equipo de científicos, dirigidos por el físico Robert Oppenheimer, los norteamericanos se habían adelantado a la Alemania de Hitler en el uso militar del átomo, y adquirían sobre todo esa arma irresistible y secreta que, según el profesor de la Sorbona André Kaspi,  había compuesto los sueños de Franklin Delano Roosevelt.  Tanto se afanaba el presidente demócrata por fabricar “un arma secreta” que incluso subvencionó investigaciones de sustancias tóxicas capaces de generar enfermedades como el ántrax o el botulismo. Roosevelt, de acuerdo con Henry Stinson, secretario de Estado de Guerra, “hablaba conmigo (...) de su absoluta conciencia de la potencia catastrófica de nuestro trabajo. Pero había que llevarlo hasta el final. Nunca calló su satisfacción por esta arma secreta, construida bajo el rubro de Operación Manhattan, ni amenguó su deseo de que los Estados Unidos conservaran el monopolio atómico”.

 

EL PEQUEÑO NIÑO

La flotilla había despegado de Timán, Islas Marianas. Los tripulantes aprendieron los ejercicios de esa misión sellada con el top secret del gobierno, en la base aérea  de San Antonio de los Baños, en Cuba,  que entonces era un campo de experimentación de los Estados Unidos. Una nave  de observación meteorológica encabezaba la formación y dos aviones de reconocimiento la flanqueaban. En el medio, un B-29, bautizado como Enola Gay. A las seis horas avistaron tierra japonesa. A las 8 y 15, hora de Hiroshima, las compuertas del bombardero se abrieron, y una bomba de cuatro y media toneladas, con el ingenuo sobrenombre de Litle boy, se abatió sobre la ciudad, confiada en aquella rara suerte de quedar detrás de la aviación norteamericana.

AL OTRO LADO DEL FUEGO 

A las 7 y 55 de la mañana las alarmas repitieron las advertencias rituales de que aviones enemigos se acercaban. Cuantos miraron al cielo vieron muy alto un B-29. Luego, a las 8 y 10 la alarma recomendó la distensión de los pocos que se habían inquietado. Transcurrieron apenas cinco minutos cuando un fogonazo, como si se hubiese oprimido el obturador de una cámara con flash de magnesio, pintó de luz el espacio.

El padre Arrupe  se levantó de su silla rectoral en el noviciado de Nagatsuka. Se acercó a la ventana. Y entonces “un mugido sordo y continuado, más como una catarata que a lo lejos rompe, que como una bomba que instantáneamente explota, llegó hasta nosotros con una fuerza aterradora”.

La casa tembló como manos con el mal de Parkison. Los cristales, al fragmentarse, semejaron el toque de campanas tocando sólo una vez a muerto. Los tabiques de barro y caña se pulverizaron. Y las personas cayeron al suelo.

Minutos después, calma. El Padre Arrupe se incorporó y tras averiguar si  los novicios y el resto de la comunidad estaban indemnes, comenzó a buscar en el jardín, junto con otros hermanos, el cráter de aquella bomba. Pero no lo encontraron. Fueron entonces a la cima de la colina para alcanzar mayor espacio visual. Y ante aquella visión increíble y cierta a la par, los padres recurrieron a la historia para explicarla: ¡Pompeya arde nuevamente! Ante ellos se explayaba, humeante sobre el suelo calcinado, lo que hasta hacía unos minutos era la ciudad de Hiroshima. En pie, sólo el nueve por ciento de los edificios, jirones de aquella ciudad con más de 400 000 habitantes. A lo lejos se vislumbraba la cúpula de la exposición industrial, que hoy, conservada, se le conoce como la Cúpula Atómica. Lo demás ardía. Más de 200 000 víctimas en una ciudad de paja.

El Padre Arrupe tardó cinco horas en penetrar: Hiroshima se había convertido en una cicatriz por el fuego blanco de la bomba atómica. Su antigua profesión de médico le sirvió para aplicar las primeras curas, con agua boricada, a muchos de  los sobrevivientes. Los detalles dantescos de la primera explosión nuclear genocida, los contó en un capítulo de sus memorias como misionero en Japón. Tuvo el privilegio, o la faena sagrada, de sobrevivir para atestiguar sobre aquel Apocalipsis. Figurémonos que entrevistamos a este cura español que fue, a principios de los años 60, Padre General de la Compañía de Jesús.

-¿Fue necesaria la bomba atómica?

-“Militarmente Hiroshima tenía un valor innegable. No era una ciudad que bordase cielos con el humo bélico de factorías guerreras, pero era un puerto militar de embarque y desembarque de tropas. Pero América se preocupaba mucho más de las máquinas que de los soldados japoneses. Y estaba en lo cierto. Japón se rindió con su ejército intacto, porque le falló la industria con que hacerlo eficaz.”

-¿De aquella experiencia que no podrá olvidar jamás?

-Los “gritos desgarradores que cruzaban el aire como los ecos de un inmenso aullido. Porque aquellas gargantas, destrozadas por el esfuerzo de muchas horas pidiendo auxilio, emitían unos sonidos roncos que nada tenían de humano. Y clavándose en el alma, mucho más honda que cualquier otra pena,  la que se experimentaba al ver a los niños deshechos, agonizantes, abandonados y sintiendo sobre sí todo el peso de su propia impotencia”.

-¿Necesitaban, Padre, morir?

-“No habían merecido ser víctimas de la guerra (...) estaban purgando pecados ajenos”.

DESDE EL BOMBARDERO

Tres días más tarde, el 9 de agosto, el coronel Paul W. Tilbets, piloto del Enola Gay, relataba a los lectores del diario francés Le Monde el episodio más original de su carrera de aviador. Compongamos una escueta entrevista para  ordenar sus declaraciones:

-¿Visibilidad?

-Excelente.

-¿Resistencia por parte del enemigo?

-Ninguna.

-¿Dificultad para maniobrar? Ninguna. “...Arrojamos la bomba sin usar los instrumentos de abordo.”

-¿Sabía la tripulación qué tipo de arma portaba  la nave?

-Claro. “...Cuando la lanzamos sabíamos que habíamos desencadenado un infierno, y por ello  mientras la bomba caía alejé el avión todo lo posible del centro de la explosión. Es difícil imaginar lo que vimos después: aquel cegador fulgor, aquella aterradora masa de humo negro que subía hacia nosotros a una velocidad extraordinaria, después de haber cubierto toda la ciudad, cuyas calles y grandes inmuebles podíamos aún distinguir unos instantes antes.”

     Ese mismo día, el presidente Truman se irguió ante  los micrófonos.  Y comenzó a leer  un discurso a la nación. En bares, calles, casas, automóviles, Estados Unidos escuchaba la radio. No sabemos si algún estadounidense creyente y generoso rezó una plegaria por las víctimas. Tampoco consta que otro, estupefacto, haya comentado: Qué hemos hecho; perdónanos, Señor. Mientras, el presidente decía: “El mundo notará que la primera bomba atómica fue lanzada contra  Hiroshima, una base militar. Fue porque deseamos evitar, en este primer ataque, en la medida de lo posible, la muerte de civiles…”

Ese mismo día, Nagasaki ya tenía inscrito su destino en otra  carta de vuelo…



 

VISIÓN PERSONAL DE MARTÍ

VISIÓN PERSONAL DE MARTÍ

Luis Sexto

¿Soy egoísta o acaso presuntuoso cuando pretendo tener un Martí propio, según mis lecturas, mis experiencias, mis deseos? Tal vez  algún lector estime que no pueden coexistir tantas apropiaciones diferentes en una sola persona verdadera, carne y sangre en la historia. Pero si para Lezama, como suele repetirse, Martí era un misterio, y para otros un soñador, un fundador, un apóstol o un estilo inimitable e insuperable,  tendré cierto derecho a crear y creer en mi Martí.

El nombre de Martí empezó a intranquilizarme en su centenario, cuando aún este niño que fui no había cumplido siete años. Recuerdo que en la escuela pública de General Carrillo, mi pueblito remediano, la profesora Antonia Núñez preparó un acto patriótico, y entre otros alumnos me eligió para recitar una estrofa martiana al pie del busto que ese día inaugurábamos en el patio. He contado la anécdota, no sé cuándo. Pero preciso reiterarla, porque mi Martí comenzó  a forjarse  el 28 de enero de 1953 como un sabor de algo incomprensible, pero hermoso. Aquellos versos quizás trazaron tiernamente las primeras líneas de esa especie de lírico que me empecino en ser, que no renuncia a poner el yo por delante, con la misma limpia tozudez con que hace poco defendía esa actitud Nancy Morejón.

Aquella mañana -fría, porque recuerdo haber llevado un abrigo puesto- recité: “Mírame, madre, y por tu amor no llores/ si esclavo de mi edad y mis doctrinas/ tu mártir corazón llené de espinas/ piensa que nacen entre espinas flores”.

Ese, ese es mi Martí. Y cómo podré explicarlo mediante los versos de un adolescente de 16 años que conmovió a un niño que aún le restaban seis meses para los siete. Con los años, mientras leía sus obras, y un dibujo enmarcado de Lopito  escoltaba mi litera en tiempos de estudiante becario, o en el barracón de algún ingenio, mi Martí fue esclareciéndose. Fue el Martí héroe de la abnegación, el hombre que sabía soportar incomprensiones, que sabía desaparecer para no estorbar, el Martí que andaba a pie por New York para no gastar un centavo del dinero de la Revolución.

Ese, mi Martí, lo vi más claramente cuando, hace casi una década, visité por primera vez el rincón  recoleto de su desembarco con Gómez y una “mano de valientes”.    

Playita de Cajobabo continuaba solitaria, arriscada,  sirviendo  de caja de resonancia al agua cuando se echaba un tanto airadamente contra las rocas. El golpe de las olas acentuaba la sensación de soledad, como de espacio sagrado, donde a Martí y a  sus compañeros el pecho se les hinchó por la dicha íntima que reclamaba tanto espacio hacia fuera.

Pude imaginar a mi Martí en aquella noche tormentosa, mientras recogían armas y jolongos antes de adentrarse en el monte inmediato. El periodista, que soñaba la escena bajo un sol colgado del mediodía impresionado por el forcejo del mar, pensó que ese ha sido uno de los hechos fundamentales de la patria que ningún reportero pudo cubrir.

Al menos, puedo contar el parto del Martí de mi predilección, en tanto me agachaba para tomar una piedra pulida. En mi alma, se convertía en acto, en sacrificio, en estoica y ética conducta, la imagen con sabor a cosa incompresible, a destello sacro que el niño aquel pudo sentir sin entender al recitar unos versos. 

Y si hubiera estado allí, en Playita, aquella noche de abril de 1895, qué habría preguntado o qué habría escrito. Posiblemente, mientras caminaba junto a los seis expedicionarios, a la primera pregunta, José Martí, con la delicadeza como de miel que humedecía su voz, me habría respondido que él, él también, es periodista y ahora redactaba su más vívida y urgente crónica. Mira,  la pluma y el cuaderno de notas van en mi bolsillo. Y sobre sus espaldas,  la mochila abultada, y de su hombro izquierdo cuelga un fusil, casi del tamaño físico de aquel poeta ahora soldado. El Viejo, Máximo Gómez, se aproxima y me advierte que las palabras hoy no hacen falta. Ni siquiera el Delegado las necesita, él, tan señor del verbo. Martí hoy supera su grandeza: Nunca antes -dice Gómez, que lo reafirmará en el periódico El Mundo  el 19 de mayo de 1902- lo vi tan grande como ahora, cuando sube lomas bajo un peso que le dobla el cuerpo frágil, pero le empina el alma.

Y ese, ese es mi Martí: ese hombre que entre espinas, sin quejarse, encontraba el olor de las flores.

(Publicado en Juventud Rebelde)

DE PARÍS AL CARIBE

DE PARÍS AL CARIBE

Luis Sexto

El único dato diariamente comprobable en los orígenes geográficos y sociales del café es que el mundo cabe en una taza: cuando un sector duerme, el otro amanece bebiéndolo. Por lo que se relaciona con sus orígenes, podría decirse que en Etiopía descubrieron sus propiedades estimulantes, en tiempos medidos como antes de nuestra era, y que hacia el siglo X de la nuestra, pasó a los países arábigos, que le dieron nombre científico -Coffea arábiga- e inventaron el “café” como espacio físico donde beber la infusión y que derivó en uno de los principales establecimientos socializadores de la humanidad.  

Pero habría que dudar de tanto dato. Porque en “Les Cafeiers Du Globe”, publicado con fecha de 1929, según referencias bibliográficas, el investigador francés A. Chevalier asegura que ningún indicio fiable confirma que  el café se haya plantado en  Arabia antes del siglo XIV. Y alega una prueba que estima definitiva: ni el Coran, ni la Biblia hebrea o cristiana mencionan el café.

En cambio, parece saberse que el café llegó a Cuba en un complicado recorrido. Empieza hacia 1714, cuando el alcalde de Amsterdan -otras fuentes dicen que fue el emperador  Mohammed IV- regaló al rey Luis XIV una postura del cafeto. La colocaron en los invernaderos reales donde vegetó como una rareza, porque sólo se cultivaba  en Abisinia y Arabia, y desde hacía muy poco en Java y Sumatra.

En esos días, viajó a París el oficial Gabriel Desclioux. Quizás una tendencia a las empresas imposibles lo inspiró a creer  que el café podía aclimatarse en el Caribe. Y se agenció un gajo.  Al regreso a la isla de Martinica, la travesía derivó en una réplica del Calvario sobre el agua. Y Desclioux  pudo darse cuenta que su espontánea vocación botánica o empresarial  lo transformaba en un elegido.  Ah, señor, sería inútil contar con detalles los infinitos cuidados que he necesitado otorgar a esta delicada planta, durante el largo viaje, y las dificultades y vigilancia que le he dedicado para evitar que un hombre envidioso la destrozara.  

Ante tanta quejumbre uno puede creer que el oficial francés tuvo un acceso de fiebre, o una neurosis lo poseyó durante el viaje, que como tiempo mínimo tardaba dos meses, y que en esa ocasión el mar osciló entre los enviones del viento tempestuoso y una espesa calma chicha, un estar abotargado, que por su frecuencia redujo las reservas de agua de la nave. Durante más de un mes, el oficial compartió su ración con el cafeto, mirando receloso de un lado a otro. Porque debía guardarse de un holandés, que enterado de la misión de Desclioux, quería echarle al mar o arruinarle con agua contaminada la gloria de ser el primero en traer la raíz de la amarga, placentera, estimulante  bebida al Nuevo Mundo. O pretendía impedir que los intereses de Holanda tuvieran un competidor en las Américas. . Señor, a veces me desesperé, confiesa Desclioux. Y llegó un momento en que sentí una pena infinita ante mi impotencia para proteger aquel tallo fino y delicado como el de un clavel.

Ya en su casa,  la primera acción de  Desclioux fue  plantar el arbolito en la zona de su jardín más propicia al crecimiento. El oficial habla por momentos como si le hubiesen asignado una misión mortal por la gloria de su Francia. ¿Qué entresuelos resuenan en las intermitencias de esta historia tan ingenuamente natural?  ¿Qué podría entonces saberse del café como para que tras la planta primigenia en el Nuevo Mundo se concertara el espionaje, el peligro, la persecución?  Parece que ya se sabía toda la reserva de placer y negocio del cafeto. No lo creerá, señor, pero tuve que vigilarlo constantemente, ya que querían arrebatármelo, hasta que, al final, me vi obligado a rodearlo de una cerca de espinos y establecer una vigilancia permanente de tres soldados  hasta su madurez.

Creamos desde el futuro a tan esforzado portador.  Podemos suponer las razones de la inquietud casi enfermiza del francés: el café subía hacia las preferencias del comercio mundial. Y en 1726, cinco años después, la primera cosecha. Descliux confesó alborozado en sus memorias que  el éxito sobrepasó sus mayores esperanzas. Recogió sobre dos libras de semilla, que distribuyó entre todos cuantos, según su opinión, dedicarían  lo necesario al desarrollo de la planta.

Más tarde el café saltó a Santo Domingo. Y de ahí lo introdujo en Cuba Antonio Gelabert,. Ningún historiador duda de que este  funcionario de las finanzas  coloniales lo plantó en su finca de El Wajay, en 1748, cerca del hoy  aeropuerto internacional de La Habana. En ese poblado celebran tradicionalmente la fiesta del café. Tienen el derecho de los pioneros. Y muestran la presencia, aun conservada de un cafetal donde, afirman,  por primera vez en Cuba creció el grano  que Martí llamó “la mejor forma del oro”, y que medio siglo después se transformó en "uno de los grandes personajes de la Historia de Cuba", de acuerdo con don Fernando Ortiz.

Sin embargo, una inexactitud nos aviva la atención.   Hace unos cinco años, este periodista probó documentalmente que el cafetal Aurora, cuya casa de vivienda se conserva casi dentro del mismo pueblo, no fue el cafetal fundador. La finca de Gelabert estuvo situada en las áreas que en el siglo XX  pertenecieron al ex presidente Alfredo Zayas, en las afueras de El Wajay. La Aurora perteneció a otros propietarios, y cuanto queda de patrimonio material  lo define como un cafetal del XIX. (Tomado de La palma de la mano)

MARTÍ Y MARÍA MANTILLA: LO QUE DICE LA CIENCIA

MARTÍ Y MARÍA MANTILLA: LO QUE DICE LA CIENCIA

 

Por Yamil Díaz Gómez*

Entrevista con el doctor Ercilio Vento

(Las escasas posibilidades de este blog han impedido reproducir las fotos y los diagramas de la investigación del doctor Ercilio Vento Canosa. Al menos sirva la entrevista para dar una idea sobre la tesis del reconocido antropólogo acerca de la paternida biológica de Martí sobre María Mantilla.) 

¿Para qué, sino para poner paz entre los hombres, han de ser los adelantos de la ciencia? José Martí

¿Quién mejor que el doctor Ercilio Vento para llevar una vieja polémica, desde el terreno subjetivo de las especulaciones, hacia el terreno firme donde la ciencia abre paso a la verdad? Con su prestigio bien ganado como antropólogo, arqueólogo, médico legal y espeleólogo, el también escritor, narrador oral e historiador Ercilio Vento, muestra el mismo rigor al adentrarse en los secretos del subsuelo terrestre que al adentrarse en los subsuelos de la historia…

 ¿Fue María Mantilla hija biológica de José Martí?

 Nadie mejor que él para ayudarnos a encontrar la respuesta. Claro que no porque sea políglota; no porque haya salvado y conservado veinte años en su hogar una momia (para sonrisa de los que no comprenden nada); no porque en su persona se junten una suma increíble de saberes, que no duda en partir con los demás a través de cientos de artículos, libros, documentales, programas de televisión…; no por tantos aportes indudables suyos en los terrenos de la arqueología, la criminalística, la antropología, la espeleología, en honor de los cuales medio mundo ha abierto para él las aulas y las publicaciones, y en su hermosa Matanzas lo nombraron Historiador de la Ciudad; no porque luzca su vida innumerables premios, nombramientos y medallas; no por sus muchos aportes al conocimiento de la prehistoria de Cuba, sino por haber desarrollado y aplicado con éxito la utilísima Prueba Morfológica y Antropométrica.

 Lo supe un día, gracias a la televisión: en procesos legales donde se disputaban conflictos paterno-filiales, se había utilizado ese instrumento científico desarrollado por Ercilio. «¿Y si ese método se pudiese aplicar a José Martí y María Mantilla?», pensé. «Desde hace años he estudiado ese caso», confesó.

 Entonces, un montón de fotos ―la mayoría procedente de los archivos de Nydia Sarabia― viajaron de Santa Clara a Matanzas. Y, en intensas jornadas, el apasionado científico buscó en los ojos, en las manos, en los labios, en la frente de ambos la solución a ese viejo y discutido dilema. Luego de comparar 66 caracteres antropométricos en Martí y en María, estos mostraron un ¡74, 3 %! de compatibilidad…

YAMIL Díaz: ¿En qué consiste la Prueba Morfológica y Antropométrica?

 ERCILIO VENTO: La prueba morfológica es un instrumento de valor que se aplica en los conflictos de filiación, es decir: cuando se impugna una cierta paternidad, o en el caso en que un ciudadano desea confirmarla. De manera normal, este tipo de proceso se dirime mediante un examen sanguíneo que agota sus serogrupos hasta un nivel de confiabilidad de 0,998 sobre 1, o por la prueba de ADN, esta última en extremo costosa. De manera que el examen antropológico de las características físicas individuales del presunto padre y del hijo en duda, puestas en confrontación para establecer el grado de herencia de los caracteres, sirve como medio de aproximar un criterio judicial que debe contar cuando menos, con una prueba de fiabilidad pericial médica, además de las pruebas que pueda practicar en otro orden de la investigación. Hoy la prueba hematológica con todos los serogrupos es compleja de realizar, además de los costos que ello implica como erogación del Estado ante un tipo de acción que ―si bien se vale de medios de salud dispuestos como gratuitos― no hay que olvidar que se promueve a instancias de las partes interesadas. En los últimos años los tribunales del país han debido enfrentar la complejidad de estos litigios sin contar con la más idónea herramienta científica que colabore a la más justa sentencia. En el caso de la prueba morfológica que se aplica en Matanzas, es el resultado de 32 años de mi experiencia profesional, 32 años de intercambio con antropólogos de diferentes partes del mundo. En este lapso, la prueba no ha fallado en ningún caso, incluso frente a la comprobación con la prueba de ADN. La sumatoria de los rasgos en estudio, aporta un alto grado de fiabilidad en los resultados, lo único que se precisa por parte del perito es su experiencia y capacidad para identificar los rasgos físicos, privando su examen de toda subjetividad, toda vez que no se trata de establecer una simple semejanza, sino buscar los caracteres físicos heredados por el hijo a partir del presunto padre. Estos rasgos deben proceder del padre y de la madre. Si pueden ser identificados los de la madre pero no los del padre, la paternidad debe ser formalmente excluida.

Y.D.: Al aplicar dicha prueba al estudio de la relación José Martí-Martí Mantilla, ¿cómo procedió? ¿Qué resultados ha obtenido?

E.V.: En el caso particular de la posible paternidad de José Martí con María Mantilla, se tenía el inconveniente de ser ambas personas fallecidas. Esto no es obstáculo cuando se cuenta con suficiente material fotográfico del cual se pueden sacar conclusiones fiables. Gran parte lo aportó gentilmente la doctora Nydia Sarabia, sin el cual no habría sido posible realizar la prueba. El método se aplicó sobre esta base, tal como en otras ocasiones se ha hecho con sujetos contemporáneos. Gracias a la abundante iconografía existente, se pudo contar con un amplio material comparativo, de modo que la prueba no confrontó dificultades mayores de las que podrían suponerse al no ser las personas sujetos físicos vivos. Justo por esta vasta disponibilidad de imágenes, se alcanzó a establecer comparaciones en un rango de semejanzas del 74,3%. Se exceptuaron las comparaciones en los casos en que no se disponía del elemento semejante, como lo es la sangre. En realidad, no obstante ser arduo el trabajo y complejo, no puede decirse que fuera difícil al extremo de sacrificar su fiabilidad.

 

Y.D.: El índice de coincidencia de rasgos antropométricos parece alto…

 E.V.: El índice de coincidencia o porcentual de coincidencia es alto y muy fiable, teniendo en cuenta que María posee también elementos que son heredados de su madre. Hay detalles que superan el simple valor numérico, por su peso cualitativo. En este sentido llaman la atención algunas identidades: la forma del labio inferior, la comisura palpebral interna, la forma de la oreja, la forma de los ojos, el surco subnasal, la forma de la cara, el ángulo nasal, la orientación de las comisuras labiales, la orientación de las comisuras palpebrales, el eje general del ojo y las cejas, entre otros.

 

 Y.D.: Supongamos por un momento que no se tratara de Martí y María sino de un ciudadano X y una probable hija Y; que esta investigación se presentara ante un tribunal cubano donde estuviese el asunto en disputa. ¿Qué sucedería?

 En la práctica, este tipo de prueba se efectúa con frecuencia por la sala civil del Tribunal Provincial de Matanzas, aprobada y admitida por el Supremo. Sirve para dar solución a conflictos que descansan mucho más en su trasfondo humano, porque siempre hay que ver la naturaleza del conflicto en el que por lo común está implicado un menor que debe recibir, además de la correspondiente manutención que la ley obliga, algo que no siempre se cumple: el amor que debe fomentarse en la certeza de la paternidad. Si el tribunal donde se presenta el litigio no posee un instrumento pericial como esta prueba, fruto de una larga experiencia, su sentencia se apoya en su convicción y en aquellos elementos de juicio que le son aportados durante el proceso. Creo no estar errado al sostener que muchos jueces se sienten un tanto faltos de criterio científico a la hora de dictar su fallo, si no poseen un elemento que les permita apoyarse, aunque no estén obligados a tomar por cierta la opinión del perito. Lo que dice el experto no se convierte necesariamente en la cosa juzgada, según reza una máxima del derecho.

Y.D.: Ya sabemos que es deber de la ciencia no afirmar ni negar rotundamente aquello que no haya sido demostrado en un ciento por ciento; pero el doctor Ercilio Vento, además de un prestigioso científico, es una persona. Esa persona tiene derecho, como cualquier otra, a haber llegado a una conclusión acerca de si María Mantilla era o no hija biológica de José Martí.

E.V.: Salvo que se aporte una prueba en contrario que niegue de manera rotunda lo comprobado a través del examen realizado, y para decirlo en el modo que se suele hacer: la paternidad de José Martí con María Mantilla no puede ser excluida. Se busca siempre que las cosas que se desean demostrar sean categóricamente ciertas, cuando en la ciencia se impone la prudencia y se sabe el carácter relativo que la naturaleza impone en todas las cosas. Aun en este caso, el examen ha sido en esta parte lo suficiente concluyente para afirmar la paternidad presumida.

Es importante destacar, además, que en todo este estudio el único propósito ha sido la búsqueda de una verdad ―quizás demasiado tiempo escondida o no revelada―, nunca un cuestionamiento de los hechos, ni de las personas; para hacerlo, habría que padecer aún mucho por Cuba, o morir por su defensa en un campo de batalla.

Compatibilidad de los rasgos del rostro

1. Orientación y forma del pabellón auricular

Compatible

2. Orientación y forma del mentón

Compatible

3. Orientación y forma del malar

Compatible

4. Orientación y forma general de los ojos

Compatible

5. Orientación y forma de la nariz

Compatible

6. Orientación y forma del espacio intercialiar

Compatible

7. Orientación y forma de la frente

compatible

*Periodista, poeta y narrador, nacido en Santa Clara en 1971. Autor, entre otros libros, de Crónicas martianas. Se caracteriza por la originalidad de su estilo y su ferviente devoción a la obra y la vida de José Martí.

 Para una información gráfica completa, véase: http://ogunguerrero.wordpress.com/2012/01/23/marti-y-maria-mantilla-lo-que-dice-la-ciencia/

EL CAYO, TAMBIÉN NUESTRO CAYO

EL CAYO,  TAMBIÉN NUESTRO CAYO

Por Luis Sexto

Pocos cubanos ignorarían la diferencia entre  el Cayo Hueso situado al suroeste de la Florida, llamado propiamente Key West en inglés, con el barrio habanero del mismo nombre, céntrico espacio donde lo popular se expresa, particularmente,  en ser lar de músicos y rumberos célebres como Merceditas Valdés. Pero imagino que no muchos de nosotros tenemos presente el papel que el Cayo Hueso  de La Florida desempeñó en la historia de Cuba. Si uno lo visitara  toparía en cada calle con referencias y huellas  de nuestros compatriotas,  incluso en el cementerio donde entre las 75 000 personas enterradas allí desde 1847, sobre lápidas y tumbas destacan  nombres y fechas de cubanos.

El cementerio, situado en el punto más alto del Cayo,  es,  además, como una reproducción del patriotismo. Allí, aunque no se hallen  los restos de combatientes y mártires por la independencia, un monumento erigido en 1892 los recuerda como si los cubanos del Cayo hubieran querido que en esa  tierra minúscula, unida a la Florida por puentes y carreteras sobre el mar, y  años atrás por ferrocarril, también descansaran los héroes.Parte del desarrollo de Cayo Hueso  y de su tozuda existencia se debe  a los emigrados cubanos en el siglo XIX, particularmente a los tabaqueros. Mucho tendríamos que saber de Cayo Hueso. Y todo lo que ignoramos está recogido en un libro titulado Misión a Cuba. Cayo Hueso y Martí, del historiador Gerardo Castellano García y publicado recientemente en edición especial por el Centro de Estudios Martianos. En síntesis  puedo decir que Misión a Cuba se centra en el viaje que dio el comandante Gerardo Castellano Lleonart  cumpliendo una tarea encomendada por José Martí.

El comandante Gerardo Castellanos Lleonart, copropietario de una tabaquería en Cayo Hueso, desembarcó en el puerto de La Habana el 9 de agosto de 1892. Venía bajo la identidad de un comprador de materia prima para su fábrica de habanos, pero en realidad su tarea consistía en pulsar de primera vista el estado moral del país, eso que hoy llamamos condiciones subjetivas para la guerra, de modo que el Apóstol supiera qué terreno pisaba en cuanto a la preparación para el alzamiento definitivo contra el colonialismo español. Gerardo Castellano Lleonart recorrió parte del occidente, y a fines de 1992 y en l894 completó su recorrido. Era, en palabras claras, un agente de la inteligencia patriótica, lo que demuestra cuanto sentido práctico tenía Martí. El Maestro nada lo adjuntaba al azar.

El hijo del comandante Castellanos, Gerardo Castellanos García -nacido en Cayo Hueso 1879 y fallecido en  La habana en 1956-  expone  en Misión a Cuba un compendio del origen y la  historia interna de Key West. Y con esos elementos podemos tener a mano una prueba de que lo grande cabe en lo pequeño.

Me atrevo a asegurar que Cayo Hueso, si no una dependencia territorial de Cuba, es un enclave de nuestra historia. Al llegar allí uno siente deseos de besar sus arenas, y al detenerse en el monumento llamado La botella, que marca las 90 millas entre el territorio norteamericano y  nuestro  archipiélago, uno aspira hondo y siente el olor de Cuba. ¿O acaso nuestra nariz se equivoca  al reconocer el olor cubano en el aire del Cayo, que una vez olió a tabaco y acogió en sus ondas el español criollo y trasladó de boca en boca el grito de ¡viva Cuba libre!?

Misión a Cuba. Cayo Hueso y Martí, este libro necesario,  nos responderá la pregunta cuando nos pasee por las calles de ese reducto de la resistencia anticolonialistas, y nos ponga ante la fechada del club San Carlos, en cuyas paredes hay un fragmento de la muralla que envolvió  a La Habana a fines del siglo XVII, unos 170 años  después de ser fundada, en 1519, entre hábitos y visiones medievales. (Tomado de La palma de la mano)

¿GITANOS EN CUBA?

¿GITANOS EN CUBA?

Por Amaury del Valle

Para los que se han inquietado por el destino de los gitanos en Cuba, este reportaje investigativo les informará.  Descendientes de estos nómadas, asentados para siempre en Cuba, conversaron con Juventud Rebelde

Anochecía en el campamento. Parizza miraba inquieta una y otra vez hacia fuera de la tienda. ¿Pero qué le pasa a esta hommí (mujer) que está tan inquieta?, preguntó el viejo Burtia a su mujer Terca, quien a esa hora terminaba de cocer la comida del día, antes de salir de nuevo para la feria.
Parizza, la más pequeña de todos los hermanos, cada uno nacido en un país diferente, casi siempre la acompañaba hasta la carpa donde un gran letrero anunciaba que allí se desentrañaba el misterio de la suerte futura, para todo aquel que por la palma de su mano o las cartas quisiera conocer qué le deparaba el mañana.
Pero aquella noche sería diferente. En plena madrugada, cuando todos en el campamento dormitaban, en especial los hombres después de un fatigoso día frente a la fragua, la pequeña Parizza, de solo 15 años, ató unas pocas ropas y prendas, se quitó los collares y aretes para no hacer ruido, y salió en medio de la noche a lo desconocido.
Pocos metros más allá, en plena oscuridad, un auto la esperaba con el motor encendido. Parizza y Rogelio se fundieron en un largo abrazo, y la muchacha dejó escapar alguna que otra lágrima, sabiendo que la decisión tomada por amor, la alejaría para siempre de su tribu, de los gitanos Cuik.

MONTESCOS Y CAPULETOS TROPICALES

La historia de Rogelio Sandín y Parizza Cuik merece algo más que un intento fallido a todas luces de dibujar con trazos grotescos el quehacer de los gitanos en Cuba, cuya influencia va mucho más allá de un simple pincelazo de folclor en el siglo XX.
Sí. Los gitanos sí estuvieron en Cuba. Y todavía están.
Desandando la trama de su presencia en la Isla, tropezamos con algunos descendientes de ellos, quizás los únicos de esos constantes nómadas, vilipendiados por muchos, pero que en realidad son hombres y mujeres trabajadores, amantes de los suyos, con un gran sentido de la unidad, cuyo único defecto, si así puede llamársele, es poner su honor y la fidelidad a los suyos por encima de todo.
La historia de Parizza y Rogelio, como dijera una vez el escritor Leonardo Padura, asemeja más a una saga del medioevo que a un suceso real acontecido en el siglo pasado, cual si en suelo tropical los caprichos hubieran querido repetir la historia de los Montescos y los Capuletos, esta vez con un toque gitano, español y tropical.
Él, nacido en Benavente, España, criado muy cerca de gitanos y con ganas de ser maestro, un día partió hacia Cuba en busca de buena fortuna y con solo 50 pesetas en el bolsillo.
Ella, de sangre gitana y nacionalidad inglesa por su partida de nacimiento, conoció al joven Sandín en España, apenas una niña, pero la constante movilidad de su gente, un día aquí y otro allá, la alejó de él y la trajo a América, donde después de andar por varios países, llegó a Cuba con los suyos a probar fortuna.
Quiso el destino que Parizza y Rogelio volvieran a encontrarse en la Perla del Caribe, que su padre y hermanos miraran con desconfianza a Rogelio, el joven gazyó, como le decían a quien no era gitano, que este la siguiera hasta Matanzas y encontrara amigos que le ayudaran, para que al final el rapto fuera la única solución para consumar su amor.
Parizza, después de esa noche, se vistió de gazyí (mujer no gitana), se cortó las trenzas, escondió los aretes y collares. El viejo Burtia, por su parte, hombre conocedor del mundo, viajante en más de 20 países y que hablaba ocho idiomas a pesar de no saber leer ni escribir, tampoco se cruzó de brazos y pidió ayuda a las autoridades para castigar al osado joven. Y Rogelio, caballero al fin, se presentó ante Burtia y Terca para pedir la mano de Parizza.
Aunque aparentemente los gitanos aceptaron a regañadientes la unión de la muchacha con un gazyó, en realidad no retiraron la denuncia, y cuando el campamento partió en busca de otros trabajos, la guardia rural se personó para aprehender a Rogelio. Sin embargo, este, sabedor de las mañas gitanas, había pedido a un amigo que ocupara su lugar, mientras él escapaba nuevamente con su amada a un sitio desconocido.
Pasarían meses antes de que el testarudo Burtia y su esposa Terca aceptaran lo inevitable, en parte impotentes ante la resolución de la hija, y en parte ablandados por la certeza de que el vientre que veían crecer sería —quisieran o no— su nieto, fruto de la unión de una gitana con un gazyó.
LOS GAZYO Y LAS GAZYI
Sentados en casa de Rogelio Sandín degustamos la historia de su abuelo y abuela, junto al mayor de los hijos, su hermana Natasha y la madre de ambos, Zenaida Hernández. Esta última, también gazyí, en su momento se casó con el hijo de Rogelio y Parizza, desafiando las costumbres y aprendiendo a hacerse querer por los gitanos.
“Es que hay mucha fábula alrededor de ellos, dice Zenaida. Los gitanos no son ni ladrones ni delincuentes. Siempre han sido una tribu nómada, discriminada en muchos lugares, pero que se gana el pan honradamente: los hombres, con su trabajo como paileros, gracias al dominio de los metales y en especial del bronce; y las mujeres adivinando la suerte con las cartas o leyendo la mano”.

De la familia Cuik hoy solo quedan dos ramas en Cuba, los descendientes de Rogelio y Parizza, y los de Yanko, el hermano de Parizza, quien también se asentó en la Isla para echar raíces hasta el final de sus días. “El resto ha ido emigrando”, me cuentan Rogelio y Natasha.
“Muchos se fueron porque se casaron con otros gitanos o gitanas, otros en busca de nuevos horizontes, pero el viejo Burtia murió aquí y su mujer también. En esto influyó mucho la pequeña Parizza, la hija predilecta de ambos. Aunque también ellos decían que este era el único país donde habían podido vivir tranquilos, sin que nadie los molestara”.
Los Cuik, que llegaron a Cuba en la década de 1920 por primera vez y estuvieron entrando y saliendo en varias ocasiones, se asentaron definitivamente aquí por esos años, y comenzaron a desgajar su prole por varios lugares, aunque el más habitual de todos era la barriada de Arroyo Apolo y la zona de Lawton, por la cual sentían una curiosa afinidad.
Si bien casi todos residían muy cerca unos de otros, a veces varios hermanos en una misma casa, en tiempos de zafra se juntaban para recorrer los campos y ganarse la fortuna de diversas formas, por lo cual es usual que personas viejas narren haber visto gitanos en casi todos los confines de Cuba.
“En tiempos de corte viajaban para las colonias de caña, cerca de los centrales, y allí pedían permiso al jefe de la guardia rural para montar sus tiendas de campaña”, narra Rogelio. Ellos tenían diferentes atracciones, como carruseles, tiros al blanco, rifas, y las mujeres leían la suerte. Los hombres, mientras, recorrían las dulcerías y panaderías cercanas para arreglar las tártaras y calderos de bronce, pues eran maestros en eso”.
Precisamente Yoyo y Tomás, cuyos nombres cubanos son Pedro y Ángel, dos de los hijos de Yanko que aún viven en Los Pinos, crecieron junto a la fragua de su padre en ese reparto. Conservando la tradición gitana todavía usan sus nombres en caló (lengua de los romanís o gitanos) tanto para ellos como para designar a sus hijos.

“Recuerdo que cuando pequeño, dice Ángel, íbamos al campo a acompañar a los nuestros a las ferias, a los circos. Formábamos parte de la vida gitana hasta que éramos adolescentes. Esa es nuestra raíz y nunca la negamos.
“Ahora nosotros estamos integrados a Cuba, nuestros muchachos han crecido como cualquier niño o niña, pero si usted pregunta por acá dónde viven los gitanos, entonces todo el mundo nos señala. Porque eso sí, ninguno de nosotros siente pena por ser lo que somos. Al contrario, estamos muy orgullosos de que por nuestras venas corra sangre gitana y cubana”.
NADA DE ALALA ALALA
Los gitanos cubanos que quedan, escasos ya por el paso del tiempo y la costumbre inveterada de viajar, todavía conservan algunas de sus tradiciones. El pan hecho de huevo, el té sin falta en cada casa, las fotos, el respeto por la palabra de los mayores, la estabilidad del matrimonio, la alegría en cada cosa, el gusto por los colores vivos, los grandes aretes y hasta por las prendas de oro, son algunos de los rasgos que los caracterizan.
“Es que en el caso de las prendas, por ejemplo, los gitanos las llevaban al cuello o engastadas en los dientes por su propia naturaleza de raza perseguida, siempre presta, necesitada de una reserva a la cual echar mano para huir en caso de peligro”, explica Natasha.
También es frecuente en ellos hablar el caló y conservar muchos usos. “Eso sí, nada de ‘alala alala’ —dice Tomas— que eso es un invento que no significa nada, ni tiene nada que ver con nosotros. Otros términos sí, y hasta costumbres como leer la mano o tirar las cartas, pero no lo que hacen muchas gazyí para engañar a la gente haciendose pasar por gitanas”.
Como buenos andantes, gustan de las fiestas familiares y reunirse todos en torno a los mayores a oír historias, quizás rememorando los tiempos en que lo hacían junto al fuego en las largas noches de los campamentos. Conservan, además, el respeto sagrado a los mayores, al punto de que aún está por abrir el baúl de una tía fallecida hace unos años, pues hasta que todos los familiares viejos no autoricen no puede hacerse.
Y algo muy importante para ellos y que nunca van a perder: siguen siendo fieles a sus promesas, orgullosos de su honor, sabedores que, al igual que antaño no necesitaban de un papel para asegurar un juramento, también hoy la palabra de un gitano es ley.
¿DE DÓNDE SERÁN?
Según diversos estudios, los gitanos o romanís son un pueblo que procede originalmente de la India, aunque ha migrado por Asia, África, América y Europa, continente donde se ha concentrado un mayor número.

Los gitanos, conservan su propia lengua, pero en muchas ocasiones hablan más de un idioma como resultado de su vida nómada. Sus hijos, si bien son inscritos en el país que nacen con nombres de esa lengua, llevan por el resto de sus vidas su patronímico propio gitano.
Hasta el momento los estudiosos no se han puesto de acuerdo sobre el origen del término “gitano”, algunos aluden que pudiera provenir de la denominación griega Aigypt[an]oi o Gipsy, con la cual los helenos designaban a los egipcios y por tanto a los gitanos, por las similitudes que encontraban entre ellos al dedicarse ambos al comercio y a la vida nómada.
Otras interpretaciones sugieren que en una violación de las reglas lingüísticas, frecuente en el uso a diario del habla, la palabra pudiera derivarse de los términos indoarios “gujjar” y “gujrati”, que designaban a una tribu de esa zona conocida por sus características nómadas.
Los gitanos no solo se han dedicado a la lectura de la fortuna, el comercio, el servicio o el nomadismo. También existieron entre ellos intelectuales, políticos y personajes de la farándula, algunos tan conocidos como Charles Chaplin, la actriz Rita Hayworth, el teólogo Frei Betto y hasta el mismo ex presidente de Estados Unidos, Bill Clinton.
Aunque no existen cifras oficiales, los expertos calculan que actualmente debe haber 34 millones de gitanos en todo el planeta; de estos, unos 17 millones en la India, donde se originó su movimiento, y otros 5 millones en Europa Oriental.
LLEGARON JUNTO A COLÓN
Aunque no existen investigaciones profundas sobre la entrada de gitanos a Cuba, hay quienes creen que los primeros llegaron junto con los colonizadores, pues era frecuente que se utilizara a los gitanos presos para conformar las tripulaciones de los barcos que se lanzaban al Nuevo Mundo.
Todo parece indicar que las migraciones masivas son de más acá, de los albores del siglo XX, cuando varias familias o tribus gitanas llegaron junto a las oleadas de inmigrantes españoles que vinieron a probar fortuna.
En Cuba, si bien los gitanos fueron menos discriminados que en otros lugares, también sufrieron lo suyo durante la neocolonia. Hasta una ley, dictada en 1936, prohibió su ingreso a la Isla, algo que constituía un verdadero crimen, toda vez que en esos momentos muchos de ellos huían de España, donde fueron duramente perseguidos por el franquismo.
ARRAIGO POPULAR
Muchas costumbres y tradiciones gitanas han pasado a ser parte del acervo cultural del pueblo cubano, aunque en ocasiones no nos percatemos de ellas.
En el vestir y la moda destacan las grandes argollas y los collares de pendientes, la infinidad de pulseras en un mismo brazo, las cadenas en el pie, así como los pañuelos atados a la cintura, al igual que las sayas de pliegues y colores vivos, muchas de ellas decoradas con motivos de flores o selváticos.
Otro aspecto importante es la comida, como el té de frutas o el “brazo gitano”, dulce muy gustado por los cubanos, y sustituto del tradicional y occidental cake. Su música también influyó mucho en la andaluza y por ende en la criolla, heredera de ritmos y bailes españoles.
También la lengua caló ha hecho de las suyas, y en el habla marginal destacan palabras gitanas con significados muy similares a las utilizadas a diario en esta jerga, como son: jamar (comer), curda (borracho), chivato (soplón) y puro/a (padre/madre).
RAZA MALDITA
A lo largo de la historia, los gitanos han sido constantemente perseguidos y discriminados, e incluso se les asocia con delincuentes de la peor calaña, acusándolos muchas veces de delitos que no han cometido.
En la Edad Media, por ejemplo, muchas gitanas fueron a parar a la hoguera acusadas de herejes por el hecho de conocer las propiedades medicinales de algunas plantas, y por su tradición de leer la suerte a través de las cartas o la palma de las manos.
No obstante, la mayor masacre de gitanos tuvo lugar durante la Segunda Guerra Mundial, cuando alrededor de medio millón de “romanís” fueron asesinados por el nazismo en los campos de concentración o “raizas” hechas exprofeso para exterminarlos por ser una “raza inferior”.
Todavía hoy, como ha denunciado Rajko Djuric, presidente de la Organización Mundial de Gitanos, este pueblo vive perseguido y se discrimina a los “romanís”, pues según él, no se les toma debidamente en consideración como víctimas de la persecución nazi.

BARCO VARADO SÍ GANA FLETE

BARCO VARADO SÍ GANA FLETE

Por Luis Sexto

Ahora se va en automóvil recorriendo el camino de piedra de Caibarién a Cayo Santa María. Pocos años antes había que navegar una 20 millas desde ese puerto del norte de Villa Clara, hasta arribar cerca de Cayo Francés. Entonces me embarqué en esa travesía, en dos cuartas de lancha, porque me habían dicho que Santa María, Los Ensenachos y otras isletas eran postales de un paraíso que, contrariamente al del poeta Milton, aún no se había encontrado.

A las seis de la mañana zarpamos. El aire fresco, tan temprano, punteaba la piel con cabecitas de alfiler. Teníamos el sol de frente como una raya plateada sobre al agua. Era el rumbo este que a veces variaba hacia el norte sin dar el costado al astro. Yo era novato. Nunca había navegado más de los cinco  o diez minutos que tardan las lanchitas de Regla o Casablanca en atravesar la bahía de La Habana. Me ubiqué en la proa. Crucé los brazos. Y con los ojos semicerrados por el cuchillo de luz, creí reanimar sueños lactados desde niño cuando pasábamos en ómnibus por la bahía de Matanzas en viaje guajiro desde mi recoleto pueblito.

A las cuatro o cinco horas avistamos Cayo Francés, donde se localiza el puerto exterior de Caibarién, pues el interior sólo está apto para goletas. Allí en Francés anclan los mercantes, y en patanas les llega la mercancía, sobre todo azúcar. Ya, en el trayecto habíamos orillado esos cayos de arenas tan blancas como las de Varadero, insólitamente solitarios, que aguardaban el momento en el que la audacia del turismo practicara la recomendación del Capitán Núñez Jiménez en la primera edición de su Geografía de Cuba, cuando describió a Santa María y los Ensenachos.

Pero una presencia rara me retuvo en aquella zona. La avistamos desde lejos. Y en lontananza parecía un barco fantasma, uno de esos buques sin mástiles y chimeneas que surgen, cuentan  ciertas leyendas, de entre las brumas sugiriendo matanzas, saqueos y naufragios aún sin descifrar. Nos amarramos a la escalerilla, y lo abordamos. Era un antiguo casco desconchado, emparentado con la ruina. Y uno, cuando ve despojos, piensa que allí hay una historia por airear.

Había, en efecto, una historia. El San Pasqual es uno de  cuatro barcos de hormigón armado diseñados y fabricados en el mundo. Quizás los únicos. Los construyeron en 1920 –al menos esa es la fecha del San Pasqual-  los astilleros de la empresa Pacific Marine Construction, en San Diego, California. Al parecer los cuatro eran gemelos. Y enormes. Eslora: 132,36 metros; manga: 16,46; puntal: 10,97 metros, y 6 670 toneladas de peso muerto.

El San Pasqual según todos los indicios fue un chasco. En su primera travesía apenas avanzó. El agua se le transformaba en arena y cuando su proa entraba en oleajes recios, no podía levantar,  y salir del hoyo abierto por las olas. De acuerdo con datos de Luis Úbeda, periodista perito en lengua y aparejos del mar, desde 1848 constructores de embarcaciones intentaron emplear el cemento. Fue en Francia. Los de San Diego pretendieron más con el hormigón. Y fracasaron. El barco vino remolcado hasta Cayo Francés cuando lo adquirió la Punta Alegre Sugar Company.

Los prácticos se negaron a anclarlo en la zona portuaria y lo dejaron afuera, en mar franco. Pero pronto, mediante negociaciones y dinero, lo arrastraron hacia la plataforma insular donde permanece. Lo rebautizaron como El Pontón, por mantenerse quieto, estable, mediante sus anclas. Las cisternas sirvieron para almacenar melaza exportable. Los buques tanques extranjeros se apareaban, conectaban sus mangueras a las tomas y trasegaban la miel de caña. No era entonces difícil averiguar en cuál tarea lo utilizaban. El olor del mar se avergonzaba ante el melado, dulzón arriba y podrido abajo, en los efluvios del mosto. Todavía, a nuestro paso, continuaba prestando sus tanques para la melaza.

Miguel Diego Cearra, jubilado con 65 años de edad cuando lo entrevisté, trabajó durante 42 en El Pontón. Veinte días a bordo y diez en su casa de Caibarién. La vida en el San Pasqual era monótona, solitaria, sólo dos empleados operaban el embarque de miel de caña. Pero hubo una etapa durante la cual la uniformidad de la bitácora se alteró.

Ocurrió durante la Segunda Guerra Mundial. La Marina norteamericana transformó  el barco en una estación naval. Lo artilló con seis ametralladoras antiaéreas, y dos cañones de tiro rápido emplazados en la popa. Seis hidroaviones dormitaban alrededor, y ocho lanchas cazasubmarinos bailaban próximas: cuatro norteamericanas y cuatro cubanas. Un muelle, ya desaparecido, unía el barco con Cayo Francés, por donde a ratos deambulaban varios marinos de una dotación de 200 hombres.

Cearra recordó la vez cuando trajeron prisionero a un japonés capturado en  Cayo Coco. Lo suponían un agente de Tokio, porque en un falso horno de carbón le habían hallado un radiotransmisor. Lo subieron a un hidroavión. Y lo trasladaron a Estados Unidos.

En 1960 piratas contrarrevolucionarios procedentes de Miami se acercaron a El Pontón. Por una de las tomas para conectar mangueras de vapor echaron un explosivo. Al día siguiente entraría un buque británico. El artefacto estalló, pero no en el punto donde operaba la bomba que impulsaba la melaza, sino arriba, en una de las cubiertas; luego ametrallaron el casco, y se perdieron en el horizonte tras un chorro de agua.

El San Pasqual continúa desmintiendo la frase o el refrán marinero que asegura que barco varado no gana flete. Después del ciclón Kate en 1885 hubo que repararlo, y  ante los gastos una idea recomendó transformarlo en una opción turística. Habilitaron diez camarotes, prepararon bares, restaurantes, y aprestaron vías, pasarelas, para facilitar el recorrido por el barco. El antiguo fantasma, más blanco y por tanto más fantasmal en lontananza, ofrece su pasado, su origen y sus valores como un museo en medio de la marina soledad de un paraíso que ahora se empieza a recobrar.

 

!Y POMPEYA ARDIÓ NUEVAMENTE!

!Y POMPEYA ARDIÓ NUEVAMENTE!

Por Luis Sexto

 Una bomba atómica para una ciudad de paja

 

En Hiroshima apenas había industrias. Era una ciudad de paja. Varios edificios sólidos y altos en el centro, como el Palacio de la Exposición Industrial. A partir de ese sitio, en horizontal dinamismo, se extendían las edificaciones típicamente japonesas de una y dos plantas, construidas de madera, caña, cartón, papel y paja de arroz. La atmósfera de guerra consistía en la llegada de tropas del frente o su salida hacia los escenarios de las operaciones, y el aullido de las sirenas  que solían ulular inútilmente, en particular a las 5 y 20 de cada mañana, cuando un B 29 interrumpía el sueño de la ciudad en un vuelo que más bien parecía pasar con la costumbre de una ruta comercial. Era “El correo americano”. Así lo apellidó el pueblo, habituado a oírlo tronar sin que el aire se alterara.

Al amanecer de aquel 6 de agosto de 1945 también había volado el “Correo”. El sonido de otra superfortaleza volante a las 7 y 55 tampoco avivó la suspicacia. Las decenas de maestros doctorados en las ceremonias del té, cuyos cursos podrían largarse hasta tres años, y los expertos en la escritura con pincel y tinta china comenzaban sus clases. Los obreros emprendían en bicicleta el viaje hacia el trabajo. En Nagatsuka, a seis kilómetros del núcleo central de la ciudad, el rector del noviciado jesuita, Pedro Arrupe, conversaba en su despacho…

Arriba, en cambio, las tripulaciones de cuatro aparatos quebraron la usual bitácora de vuelo. Ya no se limitaron a mirar hacia abajo a aquella ciudad plana como una alfombra, desde donde no se empinaba ninguna hostilidad. Ese era el Día D. Hiroshima nunca antes había sido estimada en la estrategia operativa del mando en los Estados Unidos. Las flotillas de  hasta 200 aparatos  volaban cerca y proseguían  hacia focos urbanos como Kure, Kobe, Osaka, Tokio, donde las fábricas humeaban en la producción de armamentos. Hoy, sin embargo, caerá en menos de un cuarto de hora una insólita, nueva arma. Los norteamericanos la llamaban “bomba atómica”, refiriéndose a un concepto físico y militar todavía pronunciado lentamente, como si masticaran una carne o una pasta desconocida. Los sobrevivientes del bombardeo la nombrarán pronto, en japonés, Pikadón: pika, relámpago; don, estruendo.

Con las investigaciones de un equipo de científicos, dirigidos por el físico Robert Oppenheimer, los norteamericanos se habían adelantado a la Alemania de Hitler en el uso militar del átomo, y adquirían sobre todo esa arma irresistible y secreta que, según el profesor de la Sorbona André Kaspi,  había compuesto los sueños de Franklin Delano Roosevelt.  Tanto se afanaba el presidente demócrata por fabricar “un arma secreta” que subvencionó, incluso, investigaciones de sustancias tóxicas capaces de generar enfermedades como el ántrax o el botulismo. Roosevelt, de acuerdo con Henry Stinson, secretario de Estado de Guerra, “hablaba conmigo (...) de su absoluta conciencia de la potencia catastrófica de nuestro trabajo. Pero había que llevarlo hasta el final. Nunca calló su satisfacción por esta arma secreta, construida bajo el rubro de Operación Manhattan, ni amenguó su deseo de que los Estados Unidos conservaran el monopolio atómico”.

EN SAN ANTONIO DE LOS BAÑOS

La flotilla había despegado de Timán, Islas Marianas. Los tripulantes aprendieron los ejercicios de esa misión sellada con el top secret del gobierno, en la base aérea  de San Antonio de los Baños, en Cuba,  isla del Caribe que entonces era un campo de experimentación norteamericano. Un avión de observación meteorológica encabezaba la formación y dos naves de reconocimiento la flanqueaban. En el medio, un B-29, bautizado como Enola Gay. A las seis horas avistaron tierra japonesa. A las 8 y 15, hora de Hiroshima, las compuertas del bombardero se abrieron, y una bomba de cuatro y media toneladas, con el ingenuo sobrenombre de Litle boy, se abatió sobre la ciudad confiada en aquella rara suerte de quedar siempre detrás de la aviación norteamericana.

AL OTRO LADO DEL FUEGO 

A las 7 y 55 de la mañana las alarmas repitieron las advertencias rituales de que aviones enemigos se acercaban. Cuantos miraron al cielo vieron muy alto un B-29. Luego, a las 8 y 10 la alarma recomendó la distensión de los pocos que se habían inquietado. Transcurrieron apenas cinco minutos cuando un fogonazo, como si se hubiese oprimido el obturador de una cámara con flash de magnesio, pintó de luz el espacio.

El padre Arrupe  se levantó de su silla rectoral en el noviciado de Nagatsuka. Se acercó a la ventana. Y entonces “un mugido sordo y continuado, más como una catarata que a lo lejos rompe, que como una bomba que instantáneamente explota, llegó hasta nosotros con una fuerza aterradora”.

La casa tembló como manos con el mal de Parkison. Los cristales, al fragmentarse, semejaron el toque de campanas tocando sólo una vez a muerto. Los tabiques de barro y caña se pulverizaron. Y las personas cayeron al suelo.

Minutos después, calma. El Padre Arrupe se incorporó y tras averiguar si alguno de los novicios y el resto de la comunidad estaba indemne, comenzó a buscar en el jardín, junto con otros hermanos, el cráter de aquella bomba. Pero no lo encontraron. Fueron entonces a la cima de la colina para alcanzar mayor espacio visual. Y ante aquella visión increíble y cierta a la par, los padres recurrieron a la historia para explicarla: ¡Pompeya arde nuevamente! Ante ellos se explayaba, humeante, por el suelo calcinado lo que hasta hacía unos minutos era la ciudad de Hiroshima. En pie, sólo el nueve por ciento de los edificios, en jirones, de aquella ciudad con más de 400 000 habitantes. A lo lejos se vislumbraba la cúpula de la exposición industrial, que hoy, conservada, se le conoce como la Cúpula Atómica. Lo demás ardía. Más de 200 000 víctimas en una ciudad de paja.

El Padre Arrupe tardó cinco horas en penetrar en la ciudad convertida en una cicatriz por el fuego blanco de la bomba atómica. Su antigua profesión de médico le sirvió para aplicar las primeras curas, con agua boricada, a muchos de  los supervivientes. Los detalles dantescos la primera explosión nuclear genocida, los contó en un capítulo de sus memorias como misionero en Japón. Tuvo el privilegio, o la faena sagrada, de sobrevivir para atestiguar sobre aquel Apocalipsis. Figurémonos que entrevistamos a este cura español que fue, a principios de los años 60, Padre General de la Compañía de Jesús.

-¿Fue necesaria la bomba atómica?

-“Militarmente Hiroshima tenía un valor innegable. No era una ciudad que bordase cielos con el humo bélico de factorías guerreras, pero era un puerto militar de embarque y desembarque de tropas. Pero América se preocupaba mucho más de las máquinas que de los soldados japoneses. Y estaba en lo cierto. Japón se rindió con su ejército intacto, porque le falló la industria con que hacerlo eficaz.”

-¿De aquella experiencia que no podrá olvidar jamás?

-Los “gritos desgarradores que cruzaban el aire como los ecos de un inmenso aullido. Porque aquellas gargantas, destrozadas por el esfuerzo de muchas horas pidiendo auxilio, emitían unos sonidos roncos que nada tenían de humano. Y clavándose en el alma, mucho más honda que cualquier otra pena,  la que se experimentaba al ver a los niños deshechos, agonizantes, abandonados y sintiendo sobre sí todo el peso de su propia impotencia”.

-¿Necesitaban, Padre, morir?

-“No habían merecido ser víctimas de la guerra (...) estaban purgando pecados ajenos”.

DESDE EL BOMBARDERO

Tres días más tarde, el 9 de agosto, el coronel Paul W. Tilbets, piloto del Enola Gay, relataba a los lectores del diario francés Le Monde el episodio más original de su carrera de aviador. Compongamos una escueta entrevista para  ordenar sus declaraciones:

-¿Visibilidad?

-Excelente.

-¿Resistencia por parte del enemigo?

-Ninguna.

-¿Dificultad para maniobrar? Ninguna. “...Arrojamos la bomba sin usar los instrumentos de abordo.”

-¿Sabía la tripulación qué tipo de arma portaba  la nave?

-Claro. “...Cuando la lanzamos sabíamos que habíamos desencadenado un infierno, y por ello  mientras la bomba caía alejé el avión todo lo posible del centro de la explosión. Es difícil imaginar lo que vimos después: aquel cegador fulgor, aquella aterradora masa de humo negro que subía hacia nosotros a una velocidad extraordinaria, después de haber cubierto toda la ciudad, cuyas calles y grandes inmuebles podíamos aún distinguir unos instantes antes.”