La historia política que ya se está desarrollando asume la historia de la gente sin historia, como pedía el maestro Juan Pérez de la Riva. Esto lleva a enfrentar los vacíos y los silencios que aún alberga la Historia que se consume usualmente –que tiene motivaciones diversas-, y también los errores y prejuicios. Esta nueva historia está reivindicando como materia suya muchos hechos y grupos humanos olvidados o maltratados y convirtiendo en personajes históricos a desconocidos, unos que fueron héroes, y otros que fueron gente común. La Nación, que es tan ventral en el mundo espiritual y político cubano, se creó con los trabajos y los sacrificios de esos personajes y su decurso histórico está lleno de los trabajos, sacrificios y heroísmos de la gente sin historia. Fernando Martínez Heredia Hasta que los leones tengan sus propios historiadores, las historias de caza siempre glorificarán al cazador. Proverbio de Ifá El pretexto elegido para el crimen es bien conocido: la supuesta profanación de la tumba de un periodista español por un grupo de estudiantes del primer año de Medicina de la Universidad de La Habana. A las cinco de la tarde del lunes 27 de noviembre de 1871, en medio de una doble fila de soldados de línea, Alonso Álvarez de la Campa, Ángel Laborde, José de Marcos Medina, Carlos Augusto de la Torre, Eladio González, Pascual Rodríguez y Pérez, Anacleto Bermúdez y Carlos Verdugo fueron conducidos al lugar de la ejecución: la explanada de La Punta frente al costado norte de los paredones del edificio de la cárcel. Los fusilaron de dos en dos, de espaldas y de rodillas. A las cinco y minutos quedó consumado “el crimen horrendo”, “borrón que no habrá mano hábil que lo haga desaparecer”, se dice que dijo el capitán Federico Capdevila, el digno militar español que defendió de oficio a los ocho jóvenes asesinados [1]. Muchos años más tarde, en un párrafo de “violencia bíblica” referido a aquellos hechos, Don Manuel Sanguily afirmaría: Aquel fue un momento único, fue aquella una hora terrible y tristísima: una ciudad muy grande y populosa, permaneció muda, se mantuvo quieta, y en tanto un puñado de hombres pudo regocijarse en la matanza… ¡Culpable fue la ciudad abyecta y ruin, frente a aquel montón de forajidos!… Ella debería erigir a sus expensas un mausoleo a las víctimas, a modo de columna infame que perpetuara en mármol negro su arrepentimiento por aquella funesta cobardía a la vez que recordar a las futuras generaciones que un día aciago, en un emporio comercial, bajo las banderas consulares de todas las naciones civilizadas, entre doscientos mil, más de doscientos mil habitantes, no hubo hombres que supieran morir por la justicia y por la honra… ¡No hubo más que bestias enfurecidas revolcándose en la sangre y espectadores miserables¡ [2] El 27 de noviembre de 1961, sin embargo, en un discurso pronunciado en el acto conmemorativo por el noventa aniversario del fusilamiento de los estudiantes mártires, el comandante Ernesto Che Guevara evocaría un hecho ocurrido aquel “día aciago” que el coronel Sanguily pasó por alto. Dijo el Che: “Y no sólo se cobró en esos días la sangre de los estudiantes fusilados. Como noticia intrascendente, que aún durante nuestros días queda bastante relegada, porque no tenía importancia para nadie, figura en las actas el hallazgo de cinco cadáveres de negros muertos a bayonetazos y tiros. Pero de que había suficiente fuerza en el pueblo, de que no se podía matar impunemente, dan testimonio el que también hubiera algunos heridos por parte de la canalla española de la época”. [3] Ciertamente, no fue el martirio de los estudiantes el único “hecho histórico” ocurrido el 27 de noviembre de 1871 en la explanada de La Punta. Cincuenta y siete años después de aquellos sucesos, el 18 de junio de 1928, en su columna “Ideales de una Raza” del Diario de la Marina, el periodista Gustavo Urrutia dio a conocer una carta del Dr. Juan Ramón O’Farrill, “uno de esos blancos” –cito a Urrutia- "en quienes me apoyo para decir que en Cuba el blanco no odia al negro”, en la que éste le hace saber su intención de recabar fondos entre los estudiantes de medicina “para conseguir que junto al templete que perpetúa la memoria de los estudiantes fusilados (…) se coloquen sendas lápidas, una al esclarecido patriota Fermín Valdés Domínguez y la otra a la lealtad del negro Álvarez de la Campa, que en un rapto de desesperación heroica se lanzó puñal en mano contra el piquete, cayendo muerto a bayonetazos al par que los estudiantes entregaban sus almas a Dios”. Sin menoscabar un ápice la noble, y justa, proposición del Dr. O’Farrill, hay que decir, en honor a la verdad, que incurre en dos inexactitudes en su versión de aquellos hechos: no fue sólo “el negro Álvarez de la Campa” –según la tradición oral esclavo y “hermano de leche” [4] del estudiante Alonso [5] de los mismos apellidos- muerto aquel día en desigual combate contra la milicia española, combate este ocurrido no a las cinco de la tarde que fue, como ya se ha dicho, la hora del fusilamiento. La refriega, según noticia aparecida en el periódico La Quincena, tuvo lugar a las once de la mañana cuando “apostados detrás de los fosos que se extienden frente a la plaza, unos negros dispararon sus revolvers (sic) contra los voluntarios, hiriendo a un alférez de artillería; pero perseguidos en el acto fueron muertos al intentar la fuga”. Otro testimonio sobre los hechos a tener en cuenta lo constituye el de Ramón López de Ayala, administrador de correos de La Habana y capitán de voluntarios, quien mandó el cuadro en el acto de la ejecución (y quien, dicho sea al pasar, murió loco en un hospital de Burdeos) en carta a su hermano, a la sazón Ministro de Ultramar, donde le relata que “…unos negros dispararon sus armas de fuego contra un grupo de voluntarios de artillería, a cuyo teniente mataron e hirieron a otro individuo. El resto de los que se sintieron atacados por los negros arremetieron inmediatamente contra ellos, y en aquel punto fueron despedazados los cinco que se creyeron autores de la agresión”. [6] Por su parte, el celador del barrio de La Punta, en un informe rendido a sus superiores, dio cuenta de que “…son cinco los hombres de color muertos, recogidos en diferentes lugares de este barrio, los cuales estaban heridos de arma de fuego y bayoneta”. [7] Otro parte oficial del suceso nos revela que “…en el tiroteo resultaron heridos de bala el teniente de artillería Antonio Pérez, natural de Navarra, cerrajero, de 37 años, que lo fue en una pierna y el voluntario Ramón Santualla, gallego, de 22 años y empleado del tren de basura de La Habana, en un brazo y en una pierna”. [8] De los atacantes, siempre según el parte oficial citado, sólo se sabe que el primero era un moreno como de cuarenta años, muerto en la calle Colón entre Central y Muralla; el segundo, como de treinta y cinco, caído en Baluarte entre Genios y Cárcel; el tercero, como de veinticinco, en Consulado esquina a Prado; el cuarto, como de veintidós, en la Plaza de La Punta y el quinto, como de catorce años, en Monserrate entre Cárcel y Genios. Sus partidas de enterramiento se hallan asentadas en la iglesia de Nuestra Señora de Monserrate, y en las cinco se consigna que fueron enterrados de limosna en el cementerio de San Antonio Chiquito, sin nombres ni generales conocidos. Al punto, cabe preguntarse: ¿quiénes eran aquellos hombres? ¿Fue su propósito rescatar a los estudiantes presos con todo y los miles de voluntarios que se concentraban en los alrededores de la cárcel? [9] ¿Fue la suya acción de repudio, de temeraria rebeldía ante el crimen monstruoso?
El historiador cubano Luis Felipe Leroy y Gálvez, en su profuso estudio sobre el fusilamiento de los estudiantes de medicina afirma que “Esta matanza de negros ha sido objeto de mucha especulación, inventándose la versión novelesca de que ese día hubo un levantamiento de ñáñígos juramentados que pretendían rescatar por la fuerza a los ocho estudiantes que iban a morir. La falsedad de esta especie se patentiza por el hecho de que no sólo no existe tradición seria en ese sentido, sino también que el número de defunciones asentadas en los libros de entierros del cementerio de esta capital, mantiene el nivel normal durante esos días”. [10] Leroy, fuerza es decirlo, escamotea en su estudio el incidente que, sin lugar a dudas, tuvo lugar aquella mañana al pie de los muros de la cárcel y pasa por alto, además, que los cinco cadáveres enterrados en “San Antonio Chiquito” (todavía en 1871 el cementerio de Espada era la necrópolis de La Habana) son los únicos que aparecen como “desconocidos” y en los que, al especificarse las causas de la muerte, se consigna “haber sido por heridas de bayoneta y bala”. Por otra parte, la tradición oral entre los ñáñigos cubanos, bajo cuyo signo perviven informaciones que “dan fe” de los acontecimientos ocurridos y de los comportamientos pasados de los individuos, ha venido aseverando durante más de un siglo que, efectivamente, aquellos cinco hombres negros caídos aquel día eran miembros de la hermandad abakuá. Aquí resulta obligado un breve paréntesis. El historiador cubano Pedro Pablo Rodríguez ha escrito con razón que “hoy es lugar común entre los historiadores que tras los diversos mitos se hallan acontecimientos históricamente comprobables, al extremo de que en más de un caso los propios mitos han permitido la indagación científica que ha conducido al conocimiento de determinados acontecimientos históricos no reconocidos hasta entonces”. [11] Los mismo podría decirse de la tradición oral, esa manera de comunicación o transmisión de noticias sobre acontecimientos y sucesos hecha de la boca a la oreja, de los padres a los hijos, de los mayores a los más jóvenes, al correr los tiempos y sucederse las generaciones. Permítaseme un ejemplo que me parece paradigmático: es bien conocido que el general Antonio Maceo realizó una visita pública a la ciudad de La Habana en febrero de 1890, ocasión en la que se hospedó en el hotel Inglaterra, en cuyo vestíbulo una tarja de bronce evoca hoy aquel “hecho histórico”. Pero menos conocido es que, en noviembre de 1893, el general Antonio, provisto de un pasaporte a nombre de su cuñado Ramón Cabrales, entró clandestinamente en Cuba, por Cienfuegos, y tras una breve estancia en Santiago de Cuba logró llegar a la ciudad de La Habana, donde las amistades que había cultivado en su viaje anterior, las de más confianza (entiéndase Juan Gualberto Gómez, Perfecto Lacoste, Baldomero Acosta, ente otras) lo visitaban secretamente. [12] Carlos Gómez, anciano Iyamba de la potencia abakuá Efí Abarakó Taibá, en una larga entrevista con Gregorio Hernández, “El Goyo”, Moruá Yuansade la potencia Urianabón Masongo Efí, narró a este último –y cito literalmente la trascripción de la grabación:
“Al general Maceo le gustaba venir a La Habana y limpiarse los zapatos en la Acera de El Louvre; allí se ponía a conversar con los estudiantes y a conspirar por la revolución. Y entonces Trujillo Monagas, que era gobernador de La Habana, dijo que cuando Maceo volviera a la acera de El Louvre lo mataría. Entonces el general Maceo tuvo que salir zafando a la carrera y donde único pudo esconderse fue en el callejón de Velazco, aquí en el barrio de San Isidro, en la casa de un sastre que le dijo: “como único yo lo puedo salvar a usted, mi general, es que aquí hay unos hombres que son de una religión ahí, que cuando ellos te dicen “por aquí” es “por aquí”, y se mueren si se tienen que morir, y no hablan lo que no tienen que hablar”. Dícele Maceo: ‘Bueno, pues ya que me van a matar’. Entonces la gente de Bacocó Efó metieron al general Maceo de polizón en un remolcador y lo mandaron para Oriente.” Resulta obvio que en la memoria del Iyamba se confunden las dos visitas del general Maceo a la Ciudad de La Habana. Rafael Trujillo Monagas, por otra parte, no fue gobernador de la capital cubana, sino inspector de la policía colonial, distinguido en la represión del ñañiguismo. Pero lo que sí es cierto y el Iyambade Efí Abarakó Taibá lo sabe y lo transmite y, con otra manera de dar a conocer el “hecho histórico” nos reveló José Luciano Franco en su ya clásica “Antonio Maceo, apuntes para una historia de su vida”, y lo cito, es que “el general Maceo aquí se ocultó en una casa cercana al puerto, en el barrio de San Isidro, desde la que estableció contactos con elementos populares que le eran adictos”. [13] A buen entendedor, media palabra basta. El lector sabrá disculparme esta digresión, que a la postre no resultó tan breve, pero creo que nos resultará útil para la mejor comprensión del asunto que trata esta croniquilla… La tradición oral refiere que el negro Álvarez de la Campa, además de esclavo y hermano de leche de Alonso, era miembro de Bacocó Efó, y que logró comprometer a un grupo de sus ekobios para llevar a cabo la acción armada del 27 de noviembre. Otra versión asegura que Alonsito era miembro de Akanarán Efó Muñón, y por ello mismo Ekobio Mukarará Nankaro, mientras que su joven “hermano” lo era del ya dos veces citado Bacocó Efó, y que por lo tanto eran ekobios. [14] Fuentes documentales que concuerden con estas versiones no las ha encontrado el autor. Vale aquí decir que toda la documentación sobre ñáñigos hasta ahora encontrada en los fondos del Archivo Nacional se halla dispersa en actas, interrogatorios, informes y expedientes policiales. Los únicos documentos de puño y letra de abakuás aparecidos hasta hoy, que yo sepa, son los del archivo de la potencia de ñáñigos blancos y mulatos Ecoria Efó Taibá, que les fuera ocupado por la policía en un registro hacia 1882. [15] En ellos no se dice nada del asunto que nos ocupa. En 1971, sin embargo, a cien años del fusilamiento de los estudiantes, el periodista Manuel Cuellar Vizcaíno, en su artículo “Un Movimiento solidario con los ocho estudiantes de medicina”, publicado en La gaceta de Cuba, dio a la luz dos documentos “interesantes en grado sumo”, como el mismo Cuellar los calificaría, que cito textualmente: Copia número 1: El ataque a los voluntarios y soldadesca española, en vista de que se proponían asesinar por fusilamiento a los niños estudiantes patriotas, y todo daba a entender que iban a realizar su crimen, fue tomado un acuerdo por potencias abakuá. Tuvieron su primera reunión en el hospital de San Lázaro y la segunda en la fábrica de tabacos “Romeo y Julieta". Antonio Ramos Infante, Iyamba de Ocobio Mucarará; Carlos Valdés, hijo del marqués de Indarte, Isoé (sic) de Ocobio Mucarará; Andrés Facundo Cristo de los Dolores Petit (Andrés Petit), Isué de Bacocó; José Portuondo, miembro de Ebión Efort y José González Ojitos, patriota blanco del barrio de San Lázaro que siempre andaba con los abakuá. Copia número 2 Murieron atacando a los voluntarios Adolfo García y Cirilo Villaverde o Cirilo Mirabal. En distintas partes de La Habana hubo muertos y heridos el día 27 y el anterior. El día 25 Pepe Rusia mató a un celador en La Chorrera .Los voluntarios mataron a Pepe en la calle Vapor. Pepe Rusia pertenecía a la potencia Eroco Efort. Pero antes del caso del cementerio de Espada, el día 22, Francisco Pedroso (Pancho Engafia) mató a un celador en la calzada de Paula y murió tratando de saltar la muralla de Egido. [16] Los documentos que nos aporta Cuellar, que estaban en (cito) “los archivos abakuá de J. M. y T. T. L.; de B. N. C., de T. R. y de P. M. D., [17] se corresponden con la tradición oral en tanto se refieren a la reunión entre los Akanarán y los Bacocó. Hay sin embargo un detalle que resulta probablemente apócrifo, y es el que señala a José Portuondo como miembro de la potencia Ebión Efort, ya que esta “tierra” abakuá, según los documentos del archivo de Ecoria Efó Taibá ocupados por la policía, se fundó en la calle San Juan esquina a Barreto, en la villa de Guanabacoa, el domingo 18 de junio de 1882, once años después de los sucesos del cementerio de Espada. Otro hecho que nos mueve a considerar la condición de abakuá de los negros que atacaron a balazos a los voluntarios aquel 27 de noviembre, lo reseña el corresponsal del periódico mexicano El Federalito en despacho a su editor fechado en La Habana el 3 de diciembre de 1871, en el que afirma que Después del fusilamiento de los estudiantes de medicina, los cubanos no se atreven a salir a la calle, y hasta los negros, que de un tiempo a esta parte son muy mal mirados por los voluntarios, dejaron de ir al muelle en los días siguientes a los sucesos dichos. [18] Bien estaría referirnos ahora a las conocidas presencia e influencia de las sociedades abakuá en el puerto de La Habana, pero ese sería tema para otra croniquilla. Permítame el lector, no obstante, antes de poner el punto final a ésta, expresar mi confianza en que su publicación pueda contribuir a que un día, cuando el estudiantado habanero conmemore, como todos los años lo hace, el aniversario del fusilamiento de los estudiantes de medicina, no falte en el mausoleo de la explanada de La Punta, no ya el monumento que, en justicia, reclamara en su tiempo el Dr. O’Farrill, pero, al menos una flor, una sencilla flor en homenaje a la memoria de aquellos cinco hombres negros sin rostros ni nombres conocidos que supieron morir por la honra y la justicia, y demostraron con su sangre que había suficiente fuerza ya en el pueblo y no se podía matar impunemente. NOTAS [1] “España” –escribió José Martí 22 años más tarde- “en aquella vergüenza no tuvo más que un hombre de honor: el generoso Capdevila, que donde haya españoles verdaderos tendrá asiento mayor, y donde haya cubanos”. (“El 27 de noviembre”, Patria, Nueva York, 27 de noviembre de 1893. [2] Citado por Raúl Roa en “Aventuras, venturas y desventuras de un mambí”, Ed. Ciencias Sociales, La Habana, 1970, p. 185-186. [3] Ernesto Che Guevara, discurso pronunciado en la Universidad de La Habana el 27 de noviembre de 1961, en Obras, Ed. Casa de las Américas, La Habana, 1970, p 602-603. Un año antes de aquel discurso del Che, por otra parte, la edición del periódico Revolución correspondiente al sábado 28 de noviembre de 1960, bajo el titular “El 27 de noviembre y los ñáñigos”, anunciaba que en el programa “Pueblo y Cultura del canal 4 “Televisión Revolución”, se exhibiría una “Dramatización del fusilamiento de los estudiantes con una novedosa documentación sobre la intervención de los potencias ñáñigas en el frustrado rescate de los mártires”. El libreto de aquel dramatizado lo había escrito el musicólogo Hilario González, la producción corría por cuenta del escritor Humberto Arenal, la dirección estuvo a cargo de Manolo Rifat. La documentación fue aportada por el periodista Manuel Cuellar Vizcaíno, el musicólogo Odilio Urfé y Santos Ramírez, Isunekue de la potencia abakuá Usagaré Sangrimoto. [4] “…los de abajo, carniprieto o carniblanco, cada uno en su puesto, se entendían; y allá arriba, en la casa de vivienda, en los caserones, ¿qué pasaba? Que no había blanquito de buenos pañales que no tuviera un biberón negro y un hermano de leche negro. Se criaban como hermanos”. (Un informante de Lydia Cabrera en Reglas de Congo, Palo Monte y Mayombe, Miami, 1986, p. 22). “La penetración ideológica negra” se efectuó, ciertamente en más de una ocasión, por modo que llamaríamos “maternal”, ya que la dulce negra esclava sustituía con mucha frecuencia el papel de la madre a quien, unas veces las exigencias sociales de su belleza, y otras, serios quebrantos de salud, separaban del recién nacido: este se formaba, crecía, se educaba entre negros”.(Nicolás Guillén: “Racismo y cubanidad”, en Prosa de Prisa, Ed. Letras cubanas, La Habana, 1975, t l, p. 66). [5] Alonso Álvarez de la Campa tenía 16 años, fue el primero en morir. Había tomado una flor el 22 de noviembre en el cementerio de Espada. “Alonso era hijo de uno de los más ricos jefes de voluntarios, habría de morir por ellos mismos. Y más aún: su padre había costeado las armas de la compañía que lo fusiló; el hijo murió con las armas pagadas por su padre” (Fermín Valdés Domínguez: Los Voluntarios de La Habana en el acontecimiento de los estudiantes de medicina, Imprenta de Segundo Martínez, Madrid, 1873, p. 65. [6] Antonio Pirala: Los Sucesos de 1871, Vol. II, p. 303-308. [7] Augusto Warela: “Páginas olvidadas de nuestra historia: cinco héroes negros”, en Orientación Social, Santiago de Cuba, 1956. [8] Ibidem. [9] “…alrededor de la cárcel había unos cuatro o cinco mil hombres mientras se celebraba el Consejo de Guerra que duró hasta las dos de la tarde del lunes y hasta esa hora, o mejor, hasta después de la ejecución de los reos, que tuvo lugar a las cuatro y media de la tarde, puede decirse que envolvía el edificio una red de bayonetas”. (De un artículo publicado el 30 de noviembre de 1871 en La Quincena, revista general de noticias políticas y comerciales de la isla de Cuba para ultramar. [10] Luis Felipe Leroy y Gálvez: El Fusilamiento de los estudiantes del 71, Ed. Ciencias Sociales, La Habana, 1973. [11] Pedro Pablo Rodríguez: “Maceo, Héroe de mil hazañas”, en La Gaceta de Cuba, nº 6, noviembre, 1996, p. 34. [12] Sobre la estancia clandestina del general Antonio Maceo a La Habana en 1893, ver: José Luciano Franco: Antonio Maceo, apuntes para una historia de su vida, Ed. Ciencias Sociales, La Habana, 1975, t. II p. 32 y Raúl Aparicio, Hombradía de Antonio Maceo, Ed. Unión, La Habana, 1974, p. 353-355. [13] Durante la primera visita del general Antonio Maceo a La Habana, en 1890, la policía colonial lo vigilaba estrechamente y llegó a hablarse de un plan para atentar contra su vida. “Para contrarrestar el supuesto peligro de una agresión alrededor de Maceo, dos grupos juveniles, sin que aparentemente él lo notara, lo seguían a todas partes. (…) Además, los miembros de las sociedades afrocubanas abakuá, dentro del secreto de sus actividades, habían movilizado sus mejores hombres en toda la ciudad para acudir en caso necesario a defenderlo. (José Luciano Franco: “Antonio Maceo en La Habana en 1890”, en Trabajadores, La Habana, jueves 7 de febrero de 1980, p. 2. [14] Bacocó Efó fue la potencia abacuá que, por gestión de su Isué, el pardo Andrés Petit, “apadrinó” el nacimiento de Akanarán Efó Muñón, el primer juego de ñáñigos blancos fundado en La Habana en 1863. [15] "Causa seguida contra Santiago Llanelis y otros por asociación ilícita", Archivo Nacional, Fondo Asuntos Políticos, Legajo 80, nº 10. [16] Manuel Cuellar Vizcaíno: “Un moviendo solidario con los 8 estudiantes del 71”, en La Gaceta de Cuba, nº 89, enero de 1971. [17] El autor preguntó a Cuellar Vizcaíno por qué no revelaba los nombres y las instituciones abakuá a las que pertenecían. Su respuesta fue que sólo había logrado que le permitieran copiar los documentos bajo palabra de honor de que nunca los revelaría. [18] En Crimen de lesa humanidad, Veracruz, tipografía de R. Lainy y Cía., 1871. |
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