LA RUSA
Por Luis Sexto
Una historia verídica
La hallamos sentada sobre su único sillón, cerca de la buhardilla donde vive, en la azotea de una ciudadela de dos plantas, tan antigua como la escalera que se exhibe en los anchos peldaños donde tantos pies grabaron el roce de sus zapatos en la rutina de subir y bajar durante días ya sin números y sin nombres.
“Casi no camina” –dice el joven que la cuida. A veces él arrastra el sillón hacia fuera, y Rosaura Acisclo pasa una media hora bajo el sol apresurado de la mañana. Mira la techumbre irregular de La Habana Vieja que, como un tapiz descolorido, mohoso termina mojándose en la bahía. Luego la vista roza la loma de Casa Blanca donde un Cristo blanco, con labios ambiciosos de negro, levanta la mano derecha como si fuera a pintar una cruz encima de la ciudad.
La estatua no estaba cuando Rosaura subió allí por primera vez. ¿Acaso podrá recordarlo? “Vieja ya no sirve” –niega la mujer.
En qué pensará entonces mientras el tiempo tiende estas visiones sobre otras que se sucedieron y se detenían en las noches de verano cuando las luces amarillas de la ciudad apenas aprobaban una leve cuenta de las estrellas, y la brisa, sobre todo a las 10 en que puntualmente repartía un soplo moroso, justificaba la conversación demorada entre la familia y los vecinos de la cuartería.
Habla y oye poco- aclara el joven. Hace unos veinte años recordaba las peripecias de la llegada. Contaba historias que humedecían los oídos de cuantos la visitaban. Fue a partir de 1926. El vapor atracó de tránsito en La Habana. Había partido de Marsella y su derrotero concluía en Nueva York. Pero la rusa y sus tres niños no podrían continuar viajando, porque en los Estados Unidos consideraban indeseables a muchos de cuantos procedían de la Rusia soviética. “De Ucrania” –dice el joven. “,¡Ucraína!” –dice la vieja en su pronunciación natal, y sigue con la vista fija sobre los techos, con los brazos cruzados sobre las piernas ennegrecidas.
Pero no emigraron por causa de la política. Los móviles de los emigrantes se sumergen en circunstancias ávidas de confusión, de enmascaramiento, avituallados por el silencio y la nostalgia que los burócratas nunca anotan en las máquinas calculadoras con que trituran nombres y prestigios. Por pleitos de tierra, el suegro de Rosaura murió experimentando que las heridas de un tridente son más dolorosas cuando lo lanza un hermano. Y el marido la envió con los hijos al extranjero, para impedir que una probable matanza familiar los sepultara con las víctimas.
Eso contaba. Tampoco podían bajar en La Habana: había que pagar unos derechos a los que ella, insolvente, tendría que renunciar. Desde Tiscorrnia, cerca de dónde aún no estaba el Cristo, Rosaura veía a la capital que entonces espejeaba con sus colores blancos, verdes, azules, casi sin protuberancias arquitectónicas. Treinta o cuarenta días después, una sociedad de inmigrantes eslavos desembolsó los gastos para que ella y sus hijos abandonaran el puesto de retención y cruzaran nuevamente el canal de entrada en una embarcación que partía de Casa Blanca y completaba quizás la más corta travesía del mundo en el muelle de Luz, frente a la Alameda de Paula.
Cargó uno a uno a los niños para salvar la rendija entre la lancha y el espigón, y por la cual el agua acechaba un descuido, grabando un salivazo parduzco sobre las maderas. Al fin en La Habana, suspiró la mujer mientras esperaba a que los recogieran. Por delante les pasaba la mestiza Habana de colores varios y a la vez de un solo color trasmutado en prisa, ritmo vital de aquel gentío. Cruce de coches de caballos, y de automóviles que transitaban a 20 kilómetros por hora, que a veces tropezaban entre sí y sus conductores se anudaban en un forcejeo resuelto con insultos y menciones a la madre de ambos. Ruido de tranvías chirriantes, y de ómnibus de madera. Carretillas de verduleros y yerberos que pregonaban componiendo un cántico tristón, quejumbroso.
Rosaura fue descubriendo que la ciudad sostenía su equilibrio en el milagro humano de compartir diferencias y colores, inocencias y pasiones con la tarjeta de una cordialidad risible y servicial. Apenas necesitó andar con los pies mesurados del extraño. La auxilió la rapidez del bodeguero al aprender el alfabeto de dedos y señales con que “la rusa” pedía tres centavos de arroz, y dos de judías, y la sal como dádiva, cuando cobraba por lavar ropa ajena, y también la ayudó una u otra vecina que le ofrecía una fuente de frijoles negros cuando los niños almorzaban azúcar disuelta en agua.
Unos años más tarde el hijo mayor regresó a Ucrania. Todavía el alma no se le había limpiado de añoranzas por las mañanas cubiertas de nieblas, ni el gusto por aquella atmósfera de bosta y sudor de caballos uncidos al corsé de los aparejos, ni por la dulzura de un maestro voluntario que enseñaba su fe juvenil en la igualdad. Aún necesitaba que la fuerza del padre le sirviera como copia hacia donde volverse cuando la vida pareciera pesar más que sus hombros de adolescente. En 1941, los alemanes lo asesinaron convirtiéndolo en un leño negro y maloliente junto con su abuela.
Ella ya no lo recuerda. Se llamaba Alejandro.
“¡Alejandro!–la anciana lo ha oído y lo repite como nombre cercano, propio-. ¡Alejandro! Pobrecito. Cómo se me puso delante y me dijo: madre, por qué hemos venido, si pido pan y no hay pan, si pido sopa y no hay sopa. Ay, y se fue... ¿Por qué, señor?”
Una lágrima bojea la nariz adelantada, soberana en aquel rostro ovalado y pequeño, mientras continúa mirando sin mirar el pasado que vuela sobre los techos.
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Normandio Ciano -
Normandio Ciano. -
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